Capítulo 25

Los pocos minutos siguientes son fragmentos de pesadilla unidos a grandes lagunas en blanco. Sé que corrí, que resbalé sobre los vidrios rotos y continué corriendo, que intenté llegar hasta Daniel. Sé que Abby, agachada sobre él, luchó como una gata para apartarme de él, con los ojos desorbitados y arañándome. Recuerdo la sangre embadurnando su camisa, el estruendo que reverberó en toda la casa cuando derribaron la puerta, voces masculinas gritando, pies aporreando el suelo. Manos bajo mis brazos, arrastrándome hacia atrás; me retorcí y di puntapiés hasta que me zarandearon con fuerza, se me aclaró la vista y reconocí el rostro de Frank cerca del mío: «Cassie, soy yo, tranquila, todo ha terminado». Recuerdo a Sam apartándolo, recorriéndome con sus manos todo el cuerpo, presa del pánico, en busca de heridas de bala, sus dedos manchados de sangre, «¿Es tuya? ¿Esta sangre es tuya?», y yo no sabía qué responder. Recuerdo a Sam dándome media vuelta, agarrándome y su voz flaqueando finalmente con alivio: «Estás bien, no tienes nada, ha fallado…». Alguien comentó algo acerca de la ventana. Sollozos. Demasiada luz, colores tan intensos que podrían cortar, una algarabía de voces, «una ambulancia, llamen a una…».

Al fin alguien me condujo fuera de la casa, me metió en un coche patrulla y cerró la puerta de un portazo. Permanecí allí sentada largo tiempo contemplando los cerezos, el cielo sereno atenuándose lentamente, el distante y oscuro perfil sinuoso de las montañas. No pensaba en nada.


Existen procedimientos para esto, para tiroteos en los que se ve involucrado un agente de policía. En el cuerpo existen procedimientos para todo que nadie menciona hasta el día en que por fin se requieren y el guardián hace girar la oxidada llave y limpia el polvo del expediente a soplidos. Yo nunca había conocido a un policía que hubiera disparado a nadie, nadie capaz de explicarme qué debería esperar o cómo enfrentarme a aquello o que me reconfortara asegurándome que todo saldría bien.

Byrne y Doherty tuvieron que cumplir su cometido y llevarme a la comisaría de Phoenix Park, donde Asuntos Internos trabaja en flamantes despachos entre una densa y esponjosa nube de mecanismos de defensa. Byrne iba al volante; la caída de sus hombros decía, alto y claro como un bocadillo de cómic dibujado sobre su cabeza: «Sabía que ocurriría algo así». Yo viajaba en el asiento trasero, como una sospechosa, y Doherty me miraba furtivamente por el retrovisor. Estaba a punto de caérsele la baba: probablemente esto fuera lo más emocionante que le hubiera pasado en toda la vida, por no hablar de los cotilleos, que suelen ser un boleto ganador en nuestro sector, y a él acababa de tocarle el premio gordo. Yo tenía tanto frío en las piernas que apenas podía moverlas; el frío me había calado hasta los huesos, como si hubiera caído en un lago congelado. En cada semáforo, Byrne detenía el vehículo y perjuraba con aire taciturno.

Todo el mundo detesta Asuntos Internos, la «Brigada de las Ratas» es como lo apodan, «Los Colaboracionistas» y otras lindezas, pero conmigo se portaron bien, al menos aquel día. Se mostraron imparciales, profesionales y muy amables, como enfermeras realizando sus rituales expertos alrededor de un paciente que ha sufrido un terrible accidente y ha quedado desfigurado. Se quedaron mi placa, «mientras dure la investigación», aclaró alguien con voz tranquilizadora; me sentía como si me hubieran afeitado la cabeza. Me quitaron el vendaje y desasieron el micrófono. Se quedaron también mi arma como prueba, cosa que era, por otra parte; unos dedos cuidadosos enguantados en látex la dejaron caer en una bolsa de pruebas, la cerraron y la etiquetaron con una caligrafía clara con rotulador. Una agente de la policía científica con su melena castaña recogida en un impecable moño como el de una sirvienta victoriana me clavó una aguja en el brazo con destreza y me tomó una muestra de sangre para comprobar si había restos de alcohol y drogas; recordé vagamente a Rafe sirviéndome una copa y el suave frío del vidrio, pero no recordaba haberle dado ni un solo sorbo y pensé que aquello sería un punto a mi favor. Me tomó muestras de las manos con un hisopo en busca de residuos de pólvora y entonces caí en la cuenta, como si estuviera observando a alguien desde una distancia prudencial, de que mis manos no temblaban, de que estaban firmes como una roca y de que un mes de comidas en Whitethorn House había suavizado los huecos junto a los huesos de mis muñecas.

– Ya está -dijo la policía científica, en tono reconfortante-, rápido e indoloro.

Pero yo estaba reconcentrada contemplándome las manos y no fue hasta horas más tarde, cuando me encontraba sentada en un sofá del vestíbulo de un color neutro bajo unas piezas de arte inocuo aguardando a que alguien viniera para trasladarme a otro sitio, cuando me di cuenta de dónde había oído aquellas palabras antes: las había escuchado salir de mi propia boca. No se las había dicho a las víctimas ni a las familias, sino a los demás: a los hombres que habían dejado a sus mujeres tuertas, a madres que habían escaldado a sus bebés con agua hirviendo, a asesinos, en los aturdidos e incrédulos momentos después de desembucharlo todo; lo había dicho con aquella voz infinitamente amable: «Está bien. Tranquilo. Respire. Lo peor ya ha pasado».

Al otro lado de la ventana del laboratorio, el cielo se había tornado de un negro oxidado salpicado de naranja por las luces de la ciudad, y una delgada luna quebradiza cabalgaba sobre las copas de los árboles del parque. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal como un viento gélido. Coches patrulla recorriendo Glenskehy a toda velocidad y alejándose de nuevo, los ojos de John Naylor fulgurantes de rabia, y la noche cayendo implacable.

Se suponía que no tenía que hablar con Sam ni con Frank, no hasta que nos hubieran interrogado a todos. Le dije a la agente que necesitaba ir al aseo y la miré con cara de complicidad entre mujeres para explicarle por qué me llevaba mi chaqueta conmigo. En el cubículo, tiré de la cadena y, mientras corría el agua (todo en Asuntos Internos te pone paranoico: las alfombras gruesas, el silencio), les envié un rápido mensaje de texto a Frank y a Sam: «Que alguien VIGILE la casa».

Silencié el teléfono y me senté sobre la tapa del lavabo a oler un ambientador asqueroso con fragancia a flores sintéticas y a esperar tanto tiempo como pude, pero ninguno de los dos contestó. Probablemente tuvieran los móviles desconectados; estarían realizando sus propios interrogatorios furiosos e implacables, haciendo malabarismos expertos con Abby, Rafe y Justin; manteniendo conversaciones rápidas en murmullos en los pasillos; formulando las mismas preguntas una y otra vez, con una paciencia feroz, despiadada. Quizás, el corazón me dio un vuelco y se me atragantó, quizás uno de ellos estuviera en el hospital hablando con Daniel. La tez lívida, suero intravenoso, enfermeras moviéndose aprisa. Intenté recordar exactamente dónde le había impactado la bala, recreé la escena una y otra vez en mi cabeza, pero la película parpadeaba y saltaba y me era imposible verlo con claridad. Aquel asentimiento minúsculo; el ascenso del cañón de su revólver; el culatazo sacudiéndome los brazos; aquellos ojos grises graves, con las pupilas apenas dilatadas. Y luego la voz plana y categórica de Abby: «¡No!»; la pared desnuda que había servido de fondo a Daniel, y el silencio, inconmensurable y atronador en mis oídos.

La técnica de la policía científica me devolvió a los tipos de Asuntos Internos, quienes me indicaron que, en caso de que estuviera afectada por lo ocurrido, podía prestar declaración al día siguiente, pero les contesté que no, gracias, que estaba bien. Me explicaron que tenía derecho a contar con la presencia de un abogado o un representante del sindicato en la sala, pero contesté que no, gracias, que estaba bien. Su sala de interrogatorios era más pequeña que la nuestra, apenas había espacio para apartar la silla de la mesa, y estaba más limpia: no había grafitis ni quemaduras de cigarrillo en la alfombra ni boquetes en las paredes provocados por alguien que se había transmutado en un gorila alfa con una silla entre las manos. Los dos agentes de Asuntos Internos parecían contables de dibujos animados: trajes grises, coronillas calvas, labios finos y gafas sin montura a conjunto. Uno de ellos se inclinó contra la pared que había tras mi hombro (aunque uno se conozca las tácticas al dedillo, siguen surtiendo efecto) y el otro se sentó frente a mí. Este último alineó su cuaderno de notas melindrosamente con el borde de la mesa, encendió la grabadora y soltó la perorata preliminar.

– Y ahora -añadió luego-. Descríbanos lo ocurrido con sus propias palabras, detective.

– Daniel March -dije; fueron las únicas palabras que fui capaz de formular-. ¿Se recuperará?

Supe la respuesta incluso antes de que me lo comunicara, lo supe cuando sus párpados titilaron y me desvió la mirada.

La técnica de la policía científica, de nombre Gillian, me llevó a casa en coche en algún momento ya bien entrada la noche, cuando los gemelos de Asuntos Internos hubieron acabado de tomarme declaración. Les expliqué lo que uno esperaría: la verdad, tal como pude formularla en palabras, nada más que la verdad, no toda la verdad. No, no creí que tuviera otra alternativa más que disparar mi arma. No, no tuve oportunidad de probar un disparo que lo inhabilitara sin causarle la muerte. Sí, creí que mi vida corría peligro. No, no había habido ninguna indicación previa de que Daniel fuera peligroso. No, no había sido nuestro principal sospechoso, la larga lista de razones por las que no lo era (tardé un instante en recordarlas, se me antojaban tan distantes y tan remotas, pertenecientes a otra vida). No, no consideraba una negligencia, ni por mi parte ni por la de Frank ni por la de Sam, permitir que hubiera un arma en aquella casa; era una práctica habitual de la policía encubierta tener material ilegal en el escenario de la acción durante el transcurso de la investigación; no habríamos podido sacarla de allí sin desvelar toda la operación. Sí, visto en retrospectiva, se antojaba una decisión poco inteligente. Me dijeron que volveríamos a hablar en breve (en un tono que sonó a amenaza) y me dieron cita con el loquero, que iba a mojar su butaca de poliéster con esta historia.

Gillian necesitaba mi ropa, la ropa de Lexie, para comprobar los residuos. Me esperó en pie junto a la puerta de mi apartamento, con las manos cruzadas, contemplándome mientras me cambiaba: tenia que asegurarse de que lo que veía era lo que se llevaba consigo, nada de cambiazos de la camiseta por una limpia. Mis propias ropas se me antojaron frías y demasiado rígidas, como si no me pertenecieran. Mi apartamento también estaba frío, olía ligeramente a humedad y una capa delgada de polvo recubría todas las superficies. Hacía tiempo que Sam no se pasaba por allí. Le entregué a Gillian mi ropa, la dobló con diligencia y la guardó en bolsas de pruebas. En la puerta, con las manos llenas, tuvo un momento de duda; por primera vez pareció insegura y entonces caí en la cuenta de que probablemente fuera más joven que yo.

– ¿Estará bien aquí sola? -preguntó.

– Estoy bien -contesté.

Lo había dicho tantas veces aquel día que empezaba a plantearme estampármelo en una camiseta.

– ¿Vendrá alguien a hacerle compañía?

– Llamaré a mi novio -respondí-. Vendrá él.

Aunque no estaba segura de que eso fuera a ocurrir, nada segura.


Cuando Gillian se fue llevándose los últimos restos de Lexie Madison, me senté en el alféizar de la ventana con un vaso de brandy (detesto el brandy, pero estaba bastante segura de estar oficialmente en estado de shock en varios sentidos y, además, era la única bebida alcohólica que tenía en casa) y me dispuse a contemplar el parpadeo del haz de luz del faro, sereno y regular como un latido, sobre la bahía. Era una hora infame de la noche, pero dormir me resultaba inconcebible; bajo la tenue luz amarillenta procedente de la lamparilla de mi mesilla de noche, el futón parecía vagamente amenazante, atosigado por un calor blando y pesadillas. Tenía tantas ganas de telefonear a Sam que era como estar deshidratada, pero estaba vacía por dentro, sin soluciones para gestionar la situación, no aquella noche, si no me contestaba.

En algún lugar lejano, la alarma de una casa aulló brevemente, hasta que alguien la apagó y el silencio volvió a hincharse y me abucheó. Las luces procedentes del sur, del embarcadero de Dun Laoghaire, estaban dispuestas en hileras nítidas como las decoraciones navideñas; más allá de ellas me pareció atisbar momentáneamente, una trampa ocular, la silueta de las montañas Wicklow recortadas contra el oscuro cielo. Sólo unos cuantos coches perdidos transitaban por la carretera de la playa a aquella hora de la noche. El suave barrido de sus faros crecía y se desvanecía y me pregunté adonde se dirigiría aquella gente en aquellas horas tardías y solitarias, qué pensarían en las cálidas burbujas de sus vehículos, qué capas de vida delicadas, irreemplazables y ganadas con esfuerzo los rodeaban.

No suelo pensar en mis padres. Sólo tengo un puñado de recuerdos y no quiero que se desgasten, que las texturas se alisen y que los colores se atenúen por la sobreexposición. Cuando los rememoro, muy rara vez, necesito que sean lo bastante luminosos para cortarme la respiración y lo bastante nítidos para llegarme al alma. Aquella noche, en cambio, los extendí todos sobre el alféizar de aquella ventana como si fueran delicadas imágenes recortadas en papel de seda y los repasé de arriba abajo, uno a uno. Mi madre una mera sombra a la luz de la lamparilla sentada al lado de mi cama, apenas una cintura delgada y una coleta de rizos, una mano en mi frente y un perfume que nunca he olido en ningún otro lugar y una voz grave y dulce cantándome una nana: «A la claire fontaine, m'en allant promener, j'ai trouvé l'eau si belle que je m'y suis baignée». Era entonces más joven de lo que yo soy ahora: no llegó a cumplir los treinta. Mi padre sentado en una ladera verde conmigo, enseñándome a hacerme la lazada en las zapatillas, sus zapatos marrones desgastados por el uso, sus manos fuertes con un rasguño en un nudillo, el sabor de un helado de cerezas en mi boca y ambos riéndonos de la maraña que yo estaba haciendo con los cordones. Los tres tumbados en el sofá bajo un edredón viendo una película en la tele, los brazos de mi padre abrazándonos a todos en un enorme, cálido y enmarañado fardo, la cabeza de mi madre encajada bajo su barbilla y mi oreja apoyada en su pecho para que pudiera oír el rumor de su risa en mis huesos. Mi madre maquillándose antes de salir a un concierto, yo despatarrada en su cama observándola y enrollando la colcha alrededor de mi dedo pulgar y preguntando: «¿Cómo os conocisteis papá y tú?». Y ella sonriendo, en el espejo, una sonrisa leve e íntima a sus propios ojos ahumados: «Te lo contaré cuando seas mayor. Cuando tú también tengas una hija. Algún día».


El cielo empezaba a tornarse gris, a lo lejos, en el horizonte, y yo deseé tener un arma para llevarme al campo de tiro mientras me preguntaba si un generoso trago de brandy me ayudaría a quedarme dormida en aquella repisa cuando sonó el timbre, un timbrazo tentativo breve, tan breve que pensé que lo había imaginado.

Era Sam. No se sacó las manos de los bolsillos del abrigo y yo no lo toqué.

– No pretendía despertarte -dijo-, pero imaginaba que estarías despierta de todos modos…

– No logro dormir -aclaré-. ¿Cómo ha ido?

– Como era de esperar. Están destrozados, nos odian con todas sus fuerzas y no piensan decir nada.

– Claro -contesté-. Ya me lo figuraba.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, estoy bien -respondí automáticamente.

Echó un vistazo alrededor de la casa: demasiado ordenada, ni un plato en el fregadero, el futón aún plegado, y pestañeó con fuerza, como si los párpados le rasparan.

– El mensaje que me enviaste -dijo-. Envié a Byrne a la casa en cuanto lo leí. Dijeron que la mantendrían vigilada, pero… ya sabes cómo es. Se limitó a rodearla con el coche durante su turno nocturno.

Algo nublado y oscuro trepó a mis espaldas, alzándose sobre mí, temblando en mi hombro como un gato enorme listo para saltar.

– John Naylor -dije-. ¿Qué ha hecho?

Sam se frotó los ojos con las manos.

– Los bomberos piensan que usó gasolina. Rodeamos toda la casa con la cinta de escena de crimen, pero… Habían derribado la puerta, como ya sabes, y la ventana del fondo, la que Daniel rompió al disparar… Naylor se limitó a pasar por debajo de la cinta y entrar en la casa.

Una pira funeraria entre el paisaje montañoso. Abby, Rafe y Justin solos en salas de interrogatorio mugrientas, Daniel y Lexie sobre acero frío.

– ¿Han podido conservar algo?

– Byrne tardó en divisar el fuego y llamó a los bomberos… pero la casa está a kilómetros de todo.

– Lo sé -dije.

No recuerdo haberme sentado en el futón. Notaba el mapa de la casa grabado en mis huesos: la forma del poste de arranque de la escalera impresa en la palma de mi mano, las curvas del catre de Lexie clavadas en mi espalda, las inclinaciones y los giros de los escalones a mis pies; mi cuerpo se convirtió en un reluciente mapa del tesoro de una isla perdida. Lo que Lexie había comenzado yo lo había acabado por ella. Entre las dos habíamos reducido Whitethorn House a escombros y cenizas humeantes. Quizá fuera eso lo que ella había querido de mí desde el principio.

– He pensado -continuó diciendo Sam- que preferirías saberlo por mí en lugar de por…, no sé, por el informativo de la mañana. Sé lo que sentías por esa casa.

Ni siquiera entonces su voz dejó traslucir ni una chispa de amargura, pero no se acercó a mí y no se sentó. Seguía con el abrigo puesto.

– ¿Y los demás? -pregunté-. ¿Lo saben ya?

Por un segundo se me nubló el pensamiento, antes de recordar cuánto debían de odiarme en aquellos momentos y cuánto derecho tenían a hacerlo, y pensé: «Debería explicárselo. Deberían saberlo por mí».

– Sí. Se lo he comunicado. No es que a mí me adoren, pero a Mackey… Consideré que era mejor que lo supieran por mí. Ellos… -Sam sacudió la cabeza. El tenso gesto de la comisura de sus labios me indicó cómo se había desarrollado la situación-. Se repondrán -añadió- antes o después.

– No tienen familia -repliqué-. No tienen amigos, nada. ¿Dónde van a alojarse?

Sam suspiró.

– De momento están detenidos. Por conspiración para la comisión de un homicidio. La acusación no se sostrendrá: no tenemos nada contra ellos a menos que confiesen, y no lo harán…, pero… bueno. Tenemos que intentarlo. Mañana, cuando los suelten, Asistencia a las Víctimas los ayudará a encontrar un alojamiento.

– ¿Y qué hay de Cómosellame? -pregunté; visualizaba el nombre en mi cabeza, pero era incapaz de pronunciarlo-. Por el incendio. ¿Lo habéis detenido también?

– ¿A Naylor? Byrne y Doherty fueron en su búsqueda, pero aún no ha aparecido. No tiene sentido perseguirlo: se conoce esas montañas como la palma de su mano. Reaparecerá tarde o temprano. Entonces lo detendremos.

– ¡Qué desastre! -exclamé. La tenue y desenfocada luz amarilla imprimía al apartamento el aspecto de un subterráneo asfixiante-. ¡Vaya desastre de cinco estrellas y veinticuatro quilates que hemos armado!

– Sí -corroboró Sam-, bueno… -y se encogió levemente bajo los hombros de su abrigo. Miraba más allá de mí, a las últimas estrellas que se apagaban al otro lado de la ventana-. Esa muchacha fue un asunto turbio desde el principio. Pero al final se ha resuelto todo por sí solo, supongo. Será mejor que me vaya. Tengo que estar en la comisaría temprano para volver a intentarlo con los chicos, por si acaso. Pensé que querrías saber lo ocurrido.

– Sam -dije. No tenía fuerzas para ponerme en pie; tuve que hacer acopio de toda mi valentía para tenderle la mano-. Quédate.

Lo vi remorderse el labio. Seguía sin mirarme a los ojos.

– Tú deberías dormir también; debes de estar destrozada. Y yo ni siquiera tendría que estar aquí. Asuntos Internos dijo…

No podía decirle: «Cuando pensé que me iban a disparar, mi último pensamiento fue para ti». Ni siquiera me salió pedirle: «Por favor». Me limité a quedarme sentada en el futón, con la mano extendida, sin respirar, rogando al cielo por que no fuera demasiado tarde.

Sam se pasó una mano por la boca.

– Necesito saber algo -me dijo-. ¿Piensas trasladarte de nuevo al departamento de Operaciones Secretas?

– ¡No! -exclamé-. Por supuesto que no. Bajo ningún concepto. Este caso era distinto, Sam. Era una oportunidad única en la vida.

– Tu amigo Mackey dijo… -Sam se frenó y sacudió la cabeza, disgustado-. Ese gilipollas…

– ¿Qué dijo?

– Nada, un montón de gilipolleces. -Sam se desplomó en el sofá, como si alguien le hubiera cortado las cuerdas-. Dijo que lo de ser agente secreto se lleva en la sangre, que regresarías ahora que habías vuelto a paladearlo. Esa clase de cosas. Yo no podría… He sufrido muchísimo, Cassie, y eso que sólo han sido unas semanas… No podría soportar que trabajases de nuevo a tiempo completo… No sabría cómo afrontarlo. No lo aguantaría.

Yo estaba demasiado cansada para enfadarme.

– Frank no dice más que sandeces -contesté-. Es lo que mejor se le da. No me aceptaría en la brigada aunque quisiera volver a ella, cosa que no quiero. Simplemente no quería que intentaras hacerme regresar a casa. Supuso que si creías que yo quería reincoporarme…

– Sí, tiene sentido -opinó Sam-, sí. -Fijó la mirada en la mesilla del café, limpió el polvo que se había acumulado en ella con las yemas de los dedos-. Entonces ¿vas a quedarte en Violencia Doméstica? ¿Seguro?

– Quieres decir si aún conservo un trabajo después de lo de ayer, ¿no?

– Mackey es el culpable de lo que sucedió ayer -replicó Sam y, pese al agotamiento, vi un potente destello de rabia cubrirle el rostro-, no tú. Él es el único culpable. En Asuntos Internos no son tontos: lo saben perfectamente, como el resto del mundo.

– No fue sólo culpa de Frank -refuté-. Yo estaba allí, Sam. Dejé que la situación se descontrolara, dejé que Daniel pusiera sus manos sobre una pistola y luego le disparé. No puedo culpar de eso a Frank.

– Y yo accedí a que llevara a término esta idea de lunático y tendré que vivir con ello el resto de mis días. Pero es él quien estaba al mando. Cuando uno toma las riendas de algo, la responsabilidad de lo que ocurra recae sobre él. Si intenta achacarte este lío…

– No lo hará -lo defendí-. No es su estilo.

– Pues a mí me parece exactamente su estilo -me rebatió Sam. Sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse de la idea de Frank-. Ya nos ocuparemos de eso cuanto llegue el momento. Pero supongamos que estás en lo cierto y que no te jode para salvarse el culo, ¿te quedarías igualmente en Violencia Doméstica?

– Por ahora sí -respondí-. Pero dentro de un tiempo… -Ni siquiera sabía que iba a decir aquello, era lo último que esperaba que saliera de mis labios, pero una vez oí mis palabras, tuve la sensación de que habían estado esperando a encontrarlas desde aquella luminosa tarde con Daniel, bajo la hiedra-. Echo de menos Homicidios, Sam. Lo echo de menos como al sol por la mañana, siempre. Quiero volver.

– De acuerdo -contestó Sam. Echó la cabeza hacia atrás y respiró hondo-. Sí, es lo que pensaba. Supongo que eso significa el fin de nuestra relación.

No está permitido salir con nadie de tu misma brigada o, tal como lo describe O'Kelly con suma elegancia: nada de polvos rápidos sobre la fotocopiadora del departamento.

– No -negué-. No, Sam, no tiene por qué ser así. Incluso aunque O'Kelly estuviera dispuesto a aceptarme de nuevo, podría no haber ninguna vacante durante años y quién sabe dónde estaremos entonces. Tú podrías estar dirigiendo una brigada. -No sonrió-. Cuando llegue el momento, simplemente estaremos bajo el radar. Sucede todo el tiempo, Sam. Ya lo sabes. Barry Norton y Elaine Leahy…

Norton y Leahy trabajan en Vehículos Motorizados desde hace diez años y llevan conviviendo ocho. Fingen que comparten coche para ir al trabajo y todo el mundo, su superintendente incluido, aparenta desconocer la verdad.

Sam sacudió la cabeza, como un perro grande al despertarse.

– Pero no es eso lo que yo quiero -aclaró-. Les deseo lo mejor, claro está, pero yo quiero que nuestra relación sea real. Quizás a ti te bastaría con tener lo que ellos tienen; siempre me he figurado que ése era el motivo por el que no querías contarle a nadie que salíamos juntos, para poder reincorporarte a Homicidios algún día. Pero yo no quiero una amante o un rollo o una historia a medias tintas a jornada partida en la que tenga que actuar como si… -Rebuscó algo en el interior de su abrigo; estaba tan exhausto que lo manoseaba como si estuviera borracho-. Llevo esto conmigo desde dos semanas después de que empezáramos a salir. ¿Recuerdas que fuimos a dar un paseo por Howth Head? ¿Un domingo?

Lo recordaba. Era un día frío y gris, una lluvia tenue e ingrávida en el aire, el perfume del mar inundándome los pulmones; la boca de Sam sabía a sal marina. Estuvimos toda la tarde caminando por los bordes de altos acantilados y comimos pescado con patatas fritas en un banco para cenar; las piernas me dolían horrores y fue la primera vez tras la Operación Vestal que recuerdo sentirme como si fuera yo otra vez.

– El día siguiente -me explicó Sam- compré esto, en la pausa para la comida.

Encontró lo que buscaba y lo depositó en la mesilla del café. Era un cofrecito de anillo de terciopelo azul.

– Oh, Sam -susurré-. Oh, Sam.

– Yo iba en serio -continuó Sam-. Con esto, quiero decir. Contigo, conmigo. No me estaba divirtiendo.

– Y yo tampoco -me defendí. Aquella sala de observación, la mirada en sus ojos. «Estaba»-. Nunca. Simplemente… Me perdí en algún momento, durante un tiempo. Lo lamento muchísimo, Sam. Lo he fastidiado todo, y lo siento terriblemente.

– Pero es que yo ¡te quiero! Cuando te infiltraste en este caso estuve a punto de enloquecer… y no podía hablarlo con nadie, porque nadie sabía que somos novios. No puedo…

Su voz se apagó, se frotó los ojos con las manos. Sabía que tenía que haber algún modo de preguntar aquello con delicadeza, pero los contornos de mi visión no cesaban de combarse y titilar y me costaba pensar con claridad. Me pregunté si podría existir algún momento peor para mantener aquella conversación.

– Sam -dije-. Hoy he matado a una persona. Ayer, cuando sea. No me queda ni una sola neurona en el cerebro. Vas a tener que deletreármelo para que lo entienda: ¿estás rompiendo conmigo o me estás proponiendo en matrimonio?

Estaba bastante segura de cuál era la respuesta. Pero quería acabar con todo aquello cuanto antes, pasar por la rutina de la despedida y trincarme el resto del brandy hasta caer redonda.

Sam miró el cofrecillo del anillo con perplejidad, como si no estuviera seguro de cómo había llegado hasta allí.

– ¡Vaya! -exclamó-. Yo no quería… Lo tenía todo planeado: una cena romántica en algún restaurante agradable, con una vista bonita y todo eso. Y champán. Pero supongo que…, quiero decir, ahora que…

Agarró el cofre, lo abrió. Yo no procesaba lo que estaba ocurriendo; tan sólo logré asimilar que no me estaba dejando y que el alivio que sentía era más puro y más doloroso de lo que había imaginado. Sam se desenmarañó del sofá y se arrodilló sobre una pierna, con torpeza, en el suelo.

– De acuerdo -dijo, y me tendió el anillo. Estaba pálido y tenía los ojos como platos; parecía tan desconcertado como yo-. ¿Quieres casarte conmigo?

Lo único que me apetecía hacer era reír, no de él, sino de toda la locura pura y dura que aquel día había logrado concentrar en sí solo. Temía que, si arrancaba a reír, no podría parar de hacerlo.

– Sé -continuó Sam, y tragó saliva-, sé que significaría la prohibición expresa de regresar a Homicidios, no sin un permiso especial, y…

– Y ninguno de nosotros va a recibir ningún tratamiento especial en un futuro previsible -rematé yo.

La voz de Daniel me acarició la mejilla como plumas oscuras, como el viento de una larga noche descendiendo de una montaña distante. «Por lo que quieras tomar, un precio has de pagar, dice Dios.»

– Sí. Si… Bueno… Si quieres pensártelo… -Volvió a tragar saliva-. No tienes por qué decidirlo ahora mismo, claro está. Sé que esta noche no es el mejor momento para… Pero tenía que hacerlo. Antes o después tengo que saberlo.

El anillo era sencillo, un aro fino con un diamante redondo resplandeciendo como una gota de rocío. Nunca en mi vida había imaginado que luciría un anillo de compromiso en mi dedo. Pensé en Lexie quitándose el suyo en un dormitorio a oscuras, dejándolo junto a la cama que había compartido con Chad, y noté la diferencia ahondar en la grieta que nos separaba como una delgada cuchilla: yo no podría ponerme aquel anillo sin tener la certeza de que quería llevarlo conmigo para toda la vida.

– Quiero que seas feliz -dijo Sam. La mirada de desconcierto se había desvanecido de sus ojos; ahora se posaban limpios y firmes sobre los míos-. Suceda lo que tenga que suceder. No tiene sentido si no vas a ser… Si no puedes ser feliz sin reincorporarte a la brigada, entonces dímelo.

Hay tan poca misericordia en este mundo. Lexie había cortado los lazos sin esfuerzo de todos aquellos que se interpusieron entre ella y la puerta, personas con quienes había compartido risas, con quienes había trabajado, con quienes había dormido. Daniel, que la quería como a su propia sangre, se sentó a su lado y la contempló morir, antes de permitir un asedio a su castillo encantado. Frank me agarró por los hombros y me empujó a algo que sabía que podía devorarme viva. Whitethorn House me brindó acceso a sus cámaras secretas y cicatrizó mis heridas y, a cambio, yo coloqué con esmero mis cargas y la hice saltar en mil pedazos. Rob, mi compañero, mi escudero, mi mejor amigo, me expulsó de su vida porque quiso acostarse conmigo y yo accedí. Y cuando habíamos acabado de destrozarnos el uno al otro a arañazo limpio, Sam, que tenía todo el derecho del mundo a enviarme a hacer puñetas y alejarse de mí, permaneció a mi lado porque le tendí una mano y le pedí que lo hiciera.

– Quiero reincorporarme a Homicidios -aclaré-, pero eso no quiere decir que vaya a hacerlo ahora, ni siquiera que vaya a hacerlo pronto. Algún día, antes o después, alguno de los dos hará algo brillante y se ganará todos los méritos del mundo, y entonces podremos solicitar un permiso especial.

– ¿Y si no es así? ¿Y si nunca hacemos algo brillante o rechazan nuestra petición de todos modos? ¿Entonces qué?

Ese barrido de alas de nuevo acariciándome la barbilla. «Consentir.»

– Entonces -respondí-, sobreviviré. Y tú tendrás que soportar que eche pestes de Maher el resto de nuestras vidas.

Alargué la mano para coger la de Sam y vi la mirada que amanecía en sus ojos cuando estiró la suya para ponerme el anillo en el dedo. Fue entonces cuando me percaté de que aquella vez no me invadía ningún terror siniestro, ningún grito incontenible a tres centímetros irrevocables, en pleno ascenso. No tenía miedo. Sólo me sentía segura.


Más tarde, cuando nos arrebujamos bajo el edredón y el cielo en el exterior se tornaba de color salmón, Sam dijo:

– Hay algo más que necesito preguntarte y no estoy seguro de cómo hacerlo.

– Adelante -lo invité-. Viene incluido en el pack -dije, al tiempo que sacudía la mano izquierda.

El anillo lucía bonito. Me pegaba, incluso.

– No -dijo Sam-. Es algo serio.

Pensé que a aquellas alturas estaría preparada para todo. Me puse boca abajo y me apoyé en los codos para poder mirarlo directamente a los ojos.

– Rob -pronució-. Tú y Rob. Os vi juntos, cómo os comunicabais, lo cerca que estabais el uno del otro. Siempre pensé… Nunca creí que yo tuviera esta oportunidad.

No estaba preparada para aquello.

– No sé qué pasó entre vosotros -continuó Sam- y no te lo pregunto. No tengo derecho a saberlo. Sólo… Tengo una ligera idea de lo que sufriste durante la Operación Vestal. Y después. No pretendía ser cotilla ni nada por el estilo, pero estaba allí.

Alzó la vista y posó sobre mí sus firmes ojos grises, sin pestañear. Yo era incapaz de articular palabra: me había quedado sin aliento.

Fue aquella noche con los faros, la noche que acudí con Rob a la escena del crimen. Lo conocía lo bastante bien para saber que, si no lo hacía, se desintegraría, estallaría en un millón de pedazos, pero no lo suficiente para saber que iba a hacerlo de todos modos y que lo único que yo hice fue disparar el fuego antiaéreo a mi propia manera. Hicimos algo bueno; en consecuencia, creí que nada malo podría salir de ahí. A veces he pensado que puedo ser mucho más tonta de lo que parezco. Si alguna enseñanza aprendí en Homicidios es que la inocencia no basta.

Yo no soy Lexie, no soy una máquina, sobre todo no cuando me siento exhausta, estresada, desdichada. Para cuando ese espantoso sentimiento de estar hundiéndome se apoderó de mí, yo ya había solicitado el traslado a Violencia Doméstica, a Rob lo habían despachado a un limbo burocrático vete a saber dónde y todos nuestros puentes habían ardido en cenizas; se había ido tan lejos que no alcanzaba a verlo al otro lado. No se lo conté a nadie. Me subí a un barco rumbo a Inglaterra antes de amanecer un sábado que caía una aguanieve y regresé a mi oscuro apartamento esa misma noche; el avión habría sido más rápido, pero me veía incapaz de subirme a uno: la mera idea de permanecer sentada quieta durante una hora en cada trayecto, apretujada codo con codo entre extraños, se me antojaba insoportable. En su lugar, recorrí la cubierta del barco de arriba abajo una y otra vez. En el camino de regreso, el aguanieve caía con más virulencia y me caló hasta los huesos; de haber habido alguien más en cubierta conmigo, habría pensado que estaba llorando, pero no era así, no derramé ni una lágrima.

Por entonces, Sam era la única persona cuya presencia a mi alrededor toleraba. El resto de seres humanos se encontraban al otro lado de una gruesa pared de vidrio deformante, protestaban, gesticulaban y hacían carantoñas, y a mí me costaba horrores descifrar qué querían de mí y devolver las respuestas correctas. Sam era el único al que oía bien. Tiene una voz muy bonita: una voz rural, lenta y sosegada, profunda y fértil como la tierra. Esa voz es lo único que atravesó el cristal y se coló en mi realidad.

Cuando nos reunimos para tomar el café ese lunes tras la jornada laboral, me miró larga y fijamente y dijo:

– Tienes aspecto de tener la gripe. Hay una pasa. ¿Quieres que te lleve a casa?

Me metió en la cama, fue a comprarme comida, regresó y me cocinó un estofado. Cada noche de esa semana vino a prepararme la cena y me contó chistes malísimos hasta que acabé riéndome de verle aquella mirada de esperanza iluminando su cara. Seis semanas más tarde fui yo quien lo besó. Cuando aquellas manos suaves y cuadradas acariciaron mi piel noté cómo sanaban mis células destrozadas. Nunca me creí el papel de bobo provinciano de Sam; siempre estuve segura de que había algo más, pero jamás se me ocurrió (ya he dicho que soy más tonta de lo que parezco) que él lo sabía, desde el principio, y que había sabido tener paciencia.

– Lo único que necesito saber -concluyó Sam- es si se ha acabado para ti; si has cerrado la historia… No puedo seguir preguntándome, el resto de nuestras vidas, qué ocurriría si Rob recuperara la cordura y regresara y quisiera… Sé lo difícil que fue para ti. Yo intenté… darte espacio, creo que lo llaman, para que solucionaras tus asuntos. Pero ahora, si estamos realmente comprometidos… necesito saberlo.

Los primeros haces de luz bañaban su rostro, confiriéndole un aspecto grave y una mirada límpida, como un apóstol cansado en una vitrina.

– Está acabado -contesté-. De verdad, Sam, se acabó.

Puse una mano en su mejilla: brillaba tanto que por un segundo creí que me quemaba, un fuego puro e indoloro.

– Bien -dijo, con un suspiro, me agarró de la nuca por una mano y me atrajo hacia su pecho-. Está bien.

Sus ojos se habían cerrado antes de acabar la frase.


Dormí hasta las dos del mediodía. En algún momento, Sam se arrastró fuera de la cama y me dio un beso de despedida y cerró la puerta con suavidad a sus espaldas, pero nadie me telefoneó para decirme que moviera el culo y fuera a trabajar, presumiblemente porque nadie había logrado averiguar en qué brigada tenía que personarme, si estaba suspendida o si aún conservaba mi empleo. Cuando por fin me levanté, sopesé la posibilidad de justificarme alegando que estaba enferma, pero tampoco sabía a quién telefonear. Frank habría sido probablemente la persona más indicada, pero era poco probable que estuviera de humor para conversaciones. Decidí dejar que otra persona imaginase lo que ocurría. En lugar de acudir al trabajo, me dirigí a Sandymount, alejé mi mirada de los titulares de los diarios, compré comida, regresé a casa y me comí gran parte de ella, y luego di un paseo muy largo por la playa.

Lucía una tarde perezosa y soleada. El paseo marítimo estaba atestado de ancianos que deambulaban con el rostro orientado hacia el sol, de parejas acurrucadas, de bebés sobreexcitados que daban sus primeros pasos y caían al suelo como dulces abejorros. Reconocí a un montón de personas. Sandymount sigue siendo uno de esos lugares en los que reconoces rostros e intercambias sonrisas y compras perfume casero a los hijos de los vecinos; es uno de los motivos por los que vivo aquí, pero aquella tarde se me antojaba extraño y desconcertante. Tenía la sensación de haber estado lejos de allí demasiado tiempo, el suficiente como para que todos los escaparates hubieran cambiado, las casas se hubieran repintado con nuevos colores y los rostros familiares hubieran crecido, envejecido, fallecido.

La marea había bajado. Me descalcé, me arremangué los tejanos y atravesé la arena en dirección a la orilla, hasta que el agua me cubrió los tobillos. Un momento del día anterior pendía sobre mi cabeza sin cesar: la voz de Rafe, lisa y peligrosa como la nieve, diciéndole a Justin: «¡Maldito mamonazo!».

Esto es lo que podría haber hecho en aquel último segundo antes de que todo saltara por los aires: podría haber preguntado: «Justin, ¿me apuñalaste tú?». Justin habría contestado. Lo habríamos tenido grabado en cinta y, tarde o temprano, Frank o Sam o yo habríamos encontrado el modo de conseguir que lo repitiera, esta vez tras leerle sus derechos.

Probablemente nunca sabré por qué no lo hice. Por misericordia, quizá; por una chispa de ella, demasiado exigua y demasiado tardía. O (y ésta sería la opción que Frank esgrimiría) por una excesiva implicación emocional, incluso entonces: Whitethorn House y aquellas cinco personas seguían cubriéndome como polvo, seguían volviéndome fastuosa y desafiante, «nosotros contra el mundo». O quizás, y ésta es la explicación que yo anhelaba que fuera cierta, porque la verdad es más intrincada y menos asequible de lo que yo consideraba antes, un lugar luminoso e ilusorio que se alcanza tanto a través de sinuosas carreteras secundarias como de avenidas rectas, y en este caso estaba más cerca de lo que yo imaginaba.

Cuando regresé a casa, Frank estaba sentado en las escaleras frontales con una pierna estirada, jugando con el gato de los vecinos, enredándolo con el cordón de sus zapatos y silbando una tonadilla. Tenía un aspecto espantoso, arrugado, con cara de sueño y necesitaba con urgencia un afeitado. Cuando me vio, dobló la pierna y se puso en pie, y el gato desapareció a toda prisa entre los matorrales.

– Detective Maddox -me nombró-. Hoy no se ha presentado a trabajar. ¿Ocurre algo?

– No estaba segura de para quién trabajo -contesté-. Si es que aún trabajo. Además, me he quedado dormida. Me deben algunos días de vacaciones; que me los descuenten de ellos.

Frank suspiró.

– No importa. Ya lo solucionaré, puedes contar como uno de los míos un día más. Pero mañana te reincorporas. A Violencia Doméstica. -Se apartó a un lado para que abriera la puerta-. Ha sido demasiado.

– Sí -convine-. Es verdad.

Me siguió escaleras arriba hasta mi apartamento y se dirigió directamente a la cocina, donde había media cafetera que había sobrado de mi comida sin identificar de hacía un rato.

– Así me gusta -comentó, mientras sacaba una taza del escurridor-. Una detective prevenida. ¿Tú vas a tomar un poco?

– Me he bebido litros -contesté-. Tómatelo tú.

Se me hacía imposible descifrar a qué había venido: a rendirme informe, a sermonearme, a darme un beso y hacer las paces, ni idea. Colgué mi chaqueta y empecé a sacar las sábanas del futón para que ambos pudiéramos sentarnos sin tener que estar demasiado cerca.

– ¿Y bien? -preguntó Frank, mientras metía su taza en el microondas y seleccionaba la función más corta-. ¿Has oído lo que ha ocurrido con la casa?

– Sam me lo ha contado.

Noté que volvía la cabeza; yo seguí dándole la espalda, mientras convertía el futón en su versión sofá. Transcurrido un momento accionó el microondas.

– Bueno -dijo-. Así como viene se va. Además, probablemente estuviera asegurada. ¿Has hablado con Asuntos Internos ya?

– Y tanto -contesté-. Son muy meticulosos.

– ¿Han sido duros contigo?

Me encogí de hombros.

– No más de lo previsible. ¿Y contigo?

– Nosotros ya nos conocemos -contestó Frank, sin entrar en detalles. Sonó el microondas; Frank sacó el azucarero del armario y echó tres cucharaditas de azúcar a su café. Frank lo toma sin azúcar; estaba poniendo todo su empeño en mantenerse despierto-. Lo del disparo no será problema. He escuchado las cintas: suenan tres disparos, los dos primeros a una distancia considerable de ti (los de informática sabrán determinar la distancia exacta) y el tercero justo junto al micrófono, por poco me hace estallar el tímpano. Y, además, mantuve una pequeña charla con mi amigo de la Científica cuando hubieron acabado con la escena del crimen. Según parece, una de las balas de Daniel describió una trayectoria prácticamente simétrica a la tuya. No cabe duda: tú disparaste justo después de que te disparara él.

– Ya lo sé -contesté. Doblé las sábanas y las lancé dentro del armario-. Yo estaba allí.

Se apoyó en la encimera, le dio un sorbo al café y me observó.

– No permitas que los de Asuntos Internos te pongan nerviosa.

– Este asunto ha sido un desastre, Frank -repliqué-. Los medios de comunicación se nos van a tirar encima como lobos y los jefazos querrán que alguien asuma la responsabilidad.

– ¿Por qué? Es un tiroteo de manual. Y lo de la casa es culpa de Byrne: él era el encargado de vigilarla, y fracasó. Lo demás son gajes del oficio, y tenemos un argumento irrefutable de defensa: funcionó. Atrapamos a nuestro hombre, aunque no tuviéramos la oportunidad de arrestarlo. Mientras no cometas ninguna estupidez, ninguna estupidez más, quiero decir, saldremos airosos de ésta.

Me senté en el futón y cogí mi paquete de cigarrillos. Me resultaba imposible descifrar si intentaba reconfortarme o amenazarme, o quizás un poco de ambas cosas.

– ¿Y qué hay de ti? -pregunté con cautela-. Si ya tienes historial con Asuntos Internos…

Subió una ceja.

– Me alegra saber que te preocupas. También tengo mis bazas si me veo obligado a recurrir a ellas.

Aquella cinta desobedeciendo una orden directa y diciéndole que no pensaba abandonar destelló entre nosotros, sólida como si la hubiera depositado sobre la mesa. No conseguiría que él se desprendiera del anzuelo (se supone que debía tener a su brigada bajo control), pero me arrastraría con él y podría embarrar las aguas lo suficiente como para permitirle librarse. En aquel momento supe que, si Frank quería cargarme el muerto de aquel asunto, echar por tierra mi carrera, podía hacerlo, y que probablemente estaba en su derecho.

Divisé el diminuto destello de diversión en aquellos ojos inyectados en sangre: me había leído el pensamiento.

– Bazas -repetí.

– Como siempre -replicó él, y por un segundo sonó exhausto y viejo-. Escucha, Asuntos Internos necesita pavonearse, alardear de su poder, se la pone dura, pero por lo que yo sé no van a por ti… ni a por tu Sammy, ya que nos ponemos. Me darán la murga unas cuantas semanas, pero al final todo saldrá bien.

Sentí un arrebato de ira que me desconcertó. Tanto si Frank decidía arrojarme a los leones como si no, y yo sabía que nada de lo que pudiera decir lo convencería de una cosa o de la contraria, «bien» no era la palabra que yo, personalmente, habría escogido para definir nada de aquella situación.

– De acuerdo -dije-. Me alegra oírlo.

– Entonces ¿a qué viene esa cara tan larga? Como le dijo el camarero al caballo.

Estuve a punto de lanzarle el mechero a la cabeza.

– ¡Por todos los cielos, Frank! He matado a Daniel. Viví bajo su techo, me senté junto a él en su mesa, comí su comida -me ahorré el «lo besé»- y luego lo maté. Cada día del resto de lo que debería haber sido el resto de su vida, él no estará aquí, y es por mi culpa. Fui allí a atrapar a un asesino, pasé años dedicándome en cuerpo y alma a hacerlo, y ahora yo…

Me callé porque me temblaba la voz.

– ¿Sabes algo? -preguntó Frank transcurrido un momento-. Tienes la mala costumbre de culparte por los actos de la gente que te rodea. -Se acercó con su taza al sofá y se desplomó, con las piernas abiertas-. Daniel March no era ningún tonto. Sabía con exactitud lo que estaba haciendo y te arrinconó deliberadamente en una posición donde sabía que tu única opción era abatirlo. Eso no es ningún homicidio, Cassie. Ni siquiera es defensa propia. Lo que ocurrió allí fue un suicidio asistido por una policía.

– Ya lo sé -repliqué-. Ya lo sé.

– Él sabía que estaba acorralado y no tenía ninguna intención de ir a la cárcel. Y no lo culpo por ello. ¿Te lo imaginas haciendo amigos en la trena? Él escogió su salida y apostó por ella. Tengo que concederle algo: era un tipo con agallas. Lo subestimé.

– Frank-dije-, ¿alguna vez has matado a alguien?

Alargó la mano para coger mi paquete de cigarrillos y miró la llama mientras se encendía el pitillo con una sola mano.

– Ayer tomaste la decisión correcta al disparar -dijo, una vez hubo apagado el mechero-. Ocurrió, no fue divertido, pero en unas cuantas semanas te repondrás. Fin de la historia.

No contesté. Frank exhaló una larga voluta de humo que ascendió hacia el techo.

– Escucha, cerraste el caso. Si tuviste que disparar a alguien para hacerlo, mejor que haya sido Daniel. Nunca me gustó ese capullo.

Yo no estaba de humor para reprimirme el genio, no con él al menos.

– Sí, Frankie, de eso ya me había dado cuenta. Todo el mundo a un kilómetro a la redonda de este caso se habría dado cuenta. ¿Y sabes por qué no te gustaba? Porque era exactamente igual que tú.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Frank arrastrando las palabras. Había un gesto de diversión en su boca, pero sus ojos refulgían azules como el hielo y no pestañeaba; me resultaba imposible discernir si estaba furioso o no-. Casi se me había olvidado que ha estudiado Psicología.

– Tu vivo retrato, Frank.

– ¡Y un cuerno! Ese muchacho estaba mal de la cabeza, Cassie. ¿Recuerdas lo que dijiste al trazar el perfil? Experiencia delictiva anterior. ¿Te acuerdas?

– ¿Qué, Frank? -pregunté. Me di cuenta de que había desplegado los pies de debajo de mí y los había apoyado con fuerza en el suelo-. ¿Qué averiguaste sobre Daniel?

Frank movió la cabeza, una sacudida pequeña y ambigua, por encima de su cigarrillo.

– No tuve que averiguar nada. Sé cuando una persona huele mal, y tú también. Hay una línea, Cassie. Tú y yo vivimos a un lado de ella. Incluso cuando la jodemos y pasamos al otro lado, esa línea nos impide perdernos. Daniel no la tenía. -Se inclinó sobre la mesilla de centro para sacudir la ceniza-. Hay una línea -repitió-. No olvides nunca que hay una línea.

Se produjo un largo silencio. La ventana empezaba a atenuarse de nuevo. Me pregunté qué habría ocurrido con Abby, Rafe y Justin, si pasarían la noche juntos; si John Naylor dormiría despatarrado bajo la luz de la luna sobre las ruinas de Whitethorn House, el rey conquistador de todo nuestro naufragio. Sabía que Frank diría: «Eso ya no es asunto tuyo».

– Lo que me encantaría saber -continuó Frank al cabo de un rato, y su tono había variado- es cuándo te desenmascaró Daniel. Porque lo hizo, y tú lo sabes. -Un destello rápido de azul en su mirada-. Por su modo de hablar, tengo el convencimiento de que sabía que llevabas micrófono, pero no es eso lo que me preocupa. Podríamos haberle puesto un micrófono a Lexie, si ella hubiera consentido; el micrófono no bastaba para que él averiguara que eras una policía. Sin embargo, cuando Daniel entró en esa casa ayer sabía sin ningún género de duda que tú llevabas un arma encima y que la utilizarías. -Se acomodó en el sofá, extendió un brazo sobre el respaldo y dio una calada a su cigarrillo-. ¿Alguna idea de qué te delató?

Me encogí de hombros.

– Supongo que las cebollas. Sé que pensamos que había salido airosa de la situación, pero al parecer Daniel era mejor jugador de póquer de lo que creíamos.

– No estoy para bromas -dijo Frank-. ¿Estás segura de que fue eso? ¿No le sorprendía, por ejemplo, tus gustos en cuestión de música?

Lo sabía, Frank sabía lo de Fauré. No tenía modo de estar seguro, pero su instinto le decía que allí había gato encerrado. Me esforcé por mirarlo a los ojos y fingir estar desconcertada y un tanto atribulada.

– Nada que me venga a la mente.

Espirales de humo pendían en la luz del sol.

– Bien -dijo Frank al fin-. Bueno. Dicen que la clave está en los detalles. Tú no tenías modo de saber lo de las cebollas, lo cual significa que no podías hacer nada para evitar delatarte. ¿Verdad?

– Verdad -contesté, y al menos eso me salió con facilidad-. Hice todo cuanto pude, Frank. Me dejé la piel siendo Lexie Madison.

– Y, pongamos por caso, si hace un par de días hubieras sospechado que Daniel te había descubierto, ¿habrías podido hacer algo para que la situación concluyera de otro modo?

– No -contesté, y sabía que aquello también era verdad. Aquel día había comenzado años antes, en el despacho de Frank, con un café requemado y galletas de chocolate. Cuando metí aquella cronología en la camisa de mi uniforme y me dirigí a pie hasta la estación de autobuses, aquel día ya nos estaba esperando a todos-. Creo que éste es el final más feliz que podíamos conseguir.

Asintió.

– Entonces has cumplido tu misión. Punto y final. No te culpes por los actos de los demás.

Ni siquiera intenté explicarle lo que veía, la fina red que se había ido extendiendo y nos había arrastrado a todos hasta llegar a aquel punto, las incontables inocencias que integraban la culpa. Pensé en Daniel con una tristeza inenarrable, la imagen viva de su rostro diciéndome: «Lexie era una persona sin ninguna noción de acción y consecuencia», y noté esa afilada cuchilla deslizarse aún más profundamente entre ella y yo, girándose.

– Lo cual -añadió Frank- me lleva al motivo de mi visita. Tengo una pregunta más acerca de este caso y tengo la extraña sensación de que tú podrías conocer la respuesta. -Apartó la vista de su taza, donde había estado pescando una mota de algo-. ¿Apuñaló realmente Daniel a nuestra chica? ¿O simplemente se estaba autoinculpando, por algún motivo retorcido que sólo él sabía?

Aquellos ojos azules desapasionados al otro lado de la mesilla del café.

– Tú oíste lo mismo que yo -contesté-. Él es el único que habló con claridad; los otros tres no dieron ningún nombre en ningún momento. ¿Siguen sosteniendo que fue él?

– No dicen más que patrañas. Llevamos todo el día de hoy y anoche interrogándolos y no han pronunciado ni una sola palabra excepto «Quiero un vaso de agua». Justin ha berrequeado un poquito y Rafe lanzó una silla contra la pared al descubrir que había estado cuidando a una víbora en su pecho durante el pasado mes (tuvimos que esposarlo hasta que se calmó), pero ésa ha sido toda la comunicación que hemos conseguido establecer. Son como malditos prisioneros de guerra.

El dedo de Daniel apretado sobre sus labios, sus ojos deslizándose sobre los demás con una intensidad que yo no había comprendido en aquel momento. Incluso entonces, traspasado el horizonte más lejano de su propia vida, Daniel había tenido un plan. Y los otros tres, ya fuera por una fe ciega en él o por costumbre o sencillamente porque no tenían nada más a lo que aferrarse, seguían procediendo conforme las pautas que él les había dictado.

– Una de las razones que me induce a preguntártelo -aclaró Frank- es porque las historias no encajan. Casi, pero no. Daniel te explicó que por casualidad tenía un cuchillo en la mano, porque estaba fregando los platos, pero en la cinta Rafe y Justin describen que Daniel usó ambas manos para contener a Lexie mientras se peleaban, antes de que la apuñalaran.

– Quizás estén confundidos -aventuré-. Todo ocurrió muy precipitadamente; ya sabes el valor que tienen las declaraciones de los testigos oculares. O quizá Daniel le estuviera restando trascendencia al asunto: afirmando que por casualidad tenía un cuchillo en la mano cuando en realidad agarró uno ex profeso para apuñalar a Lexie. Probablemente nunca sabremos qué ocurrió.

Frank dio una calada a su cigarrillo y observó el resplandor rojo candente.

– Hasta donde yo sé -replicó-, sólo hay una persona que estuviera lavando los platos y no estuviera haciendo nada más con sus manos entre el descubrimiento de esa nota y el momento en que apuñalaron a Lexie.

– Daniel la mató -afirmé, y no me pareció una mentira entonces y no me lo parece ahora-. Estoy segura, Frank. Decía la verdad.

Frank contempló mi rostro durante un minuto, escrutándolo. Y luego dijo con un suspiro:

– Está bien. Te tomo la palabra. Yo nunca me convenceré de que él actuara con aquella precipitación, sin plan, sin organización, pero quién sabe, quizá tengamos menos en común de lo que tú crees. Yo apostaba por otra persona desde el principio, pero si todo el mundo quiere que el culpable sea Daniel… -Una pequeña inclinación hacia atrás de su cabeza, como un encogimiento-. No hay mucho que yo pueda hacer. -Apagó la colilla y se puso en pie-. Ten -dijo, rebuscando algo en el bolsillo de su chaqueta-. He pensado que te gustaría tener esto.

Me deslizó algo sobre la mesa; resplandeció a la luz del sol y yo lo cogí como por acto reflejo, con una sola mano. Era un minicasete, del tipo que se utiliza en Operaciones Secretas para grabar las escuchas a través de teléfonos.

– Ésta eres tú tirando tu carrera al retrete. Según parece, tropecé con un cable mientras hablaba contigo por teléfono ese día y desconecté algo. La cinta oficial contiene unos quince minutos de nada, pero detecté el problema y volví a establecer la conexión. Los técnicos pretenden descuartizarme por hacer un mal uso de sus artilugios, pero tendrán que ponerse a la cola.

No era su estilo, le había dicho yo a Sam la noche anterior; no era el estilo de Frank endilgarme las culpas. Y antes de eso, en el origen de todo: Lexie Madison era responsabilidad de Frank desde que la había modelado de la nada y siguió siéndolo cuando apareció muerta. No era que él se sintiera culpable por todo aquel espantoso desaguisado ni nada parecido. Una vez que Asuntos Internos lo dejara en paz, probablemente jamás volvería a pensar en aquello. Pero algunas personas se preocupan por los suyos, implique eso lo que implique.

– No hay copias -añadió-. No tendrás problemas.

– Cuando he dicho que te parecías mucho a Daniel -expliqué-, no tenía intención de insultarte.

Vi un destello inextricable en sus ojos mientras asimilaba mis palabras. Tras un dilatado instante, asintió.

– De acuerdo -dijo.

– Gracias, Frank -le dije, y cerré mi mano sobre la cinta-. Gracias.

– ¡Caray! -exclamó Frank de repente. Alargó la mano, por encima de la mesa, y me agarró la muñeca-. ¿Qué es esto?

El anillo. Se me había olvidado; mi cabeza aún se estaba acostumbrando a él. Tuve que esforzarme por no soltar una risita al ver la cara que ponía. Nunca había visto a Frank Mackey verdaderamente patidifuso hasta entonces.

– Me gusta como me queda -dije-. ¿Y a ti?

– ¿Es nuevo? ¿O se me había pasado por alto antes?

– Bastante nuevo -contesté-, sí.

Aquella sonrisa vaga y maliciosa, la lengua estirándole el moflete; de repente me miró con ojos como platos y rebosantes de energía, listo para retumbar.

– ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó-. Ahora mismo no sé cuál de los dos me ha sorprendido más. Tengo que confesar, con la mano en el corazón, que me quito el sombrero ante tu Sammy. Deséale buena suerte de mi parte, ¿quieres? -Soltó una carcajada-. ¡Que me aspen si no acabas de alegrarme el día! ¡Cassie Maddox se casa! ¡Dios Santo! ¡Deséale a ese hombre suerte en mi nombre!

Y salió corriendo escaleras abajo, riéndose a carcajada limpia.


Permanecí en el futón mucho rato, dándole vueltas a la cinta en mis manos e intentando recordar qué más había grabado en ella, qué había hecho aquel día, además de lanzarme en picado y atreverme a que a Frank me despidiera. Resacas, cafés y Bloody Marys y todos atosigándonos. La voz de Daniel, en el dormitorio en penumbra preguntándome: «¿Quién eres?». Y Fauré.

Creo que Frank esperaba que yo destrozara aquella cinta, que la desenrollara y la desmenuzara en una trituradora casera (yo no tengo, pero me apuesto lo que sea a que él sí). Sin embargo, me subí a la encimera de la cocina, cogí mi caja de zapatos de «Cosas Oficiales» del armario y la guardé dentro, junto con mi pasaporte, mi certificado de nacimiento, mi historial médico y los extractos de mi Visa. Quiero volver a escucharla algún día.

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