Capítulo 19

Como era de prever, todos nos levantamos tarde, con una resaca infernal y hechos unos despojos humanos. Yo tenía un dolor de cabeza monumental, me dolía incluso el pelo, y mi boca padecía los estragos típicos tras una noche de alcohol: estaba abotargada y blanda. Me coloqué una chaqueta de punto sobre la ropa del día anterior, comprobé en el espejo que no tuviera la barbilla enrojecida por los besos (nada) y me arrastré a la planta baja.

Encontré a Abby en la cocina, repicando una cubitera sobre un vaso para desprender unos cuantos cubitos de hielo.

– Lo siento -me disculpé, desde el umbral-. ¿Me he perdido el desayuno?

Abby volvió a lanzar la cubitera en el congelador y cerró la puerta de un portazo.

– Nadie tiene hambre. Yo me estoy preparando un Bloody Mary. Daniel ha hecho café; si te apetece otra cosa, tú misma.

Pasó por mi lado rozándome y se dirigió al salón. Pensé que si intentaba imaginarme por qué estaba enfadada conmigo, mi cabeza corría el riesgo de estallar. Me serví un litro de café, unté mantequilla en una rebanada de pan (prepararme una tostada lo consideraba una labor harto compleja) y me fui a desayunar al salón. Rafe seguía tumbado inconsciente en el sofá, con un cojín sobre la cabeza. Daniel estaba sentado en el alféizar, contemplando el jardín, con una taza en una mano y un cigarrillo consumiéndose medio olvidado en la otra. No volvió la vista.

– ¿Respira? -pregunté, señalando a Rafe con la barbilla.

– ¿A quién le importa? -replicó Abby.

Abby estaba desplomada en una butaca, con los ojos cerrados y el vaso presionado contra la frente. El aire apestaba a humedad y a cerrado, a colillas de cigarrillos, a sudor y a bebida derramada. Alguien había limpiado los cristalitos del piano y los había dejado en un rincón del suelo, componiendo un montoncito amenazador. Me senté con mucho cuidado e intenté comer sin mover la cabeza.

La tarde continuó enlodada, lenta y pegajosa como la melaza. Abby jugaba al solitario con desgana, rindiéndose y volviendo a empezar cada pocos minutos; yo iba echando cabezaditas, acurrucada en el sillón. Justin apareció finalmente, envuelto en su batín, con los párpados palpitándole del dolor por la luz que penetraba a través de las ventanas. En realidad, hacía un día bastante bonito, pero había que estar de humor para disfrutarlo.

– Ah, por favor -se quejó apenas sin voz, tapándose los ojos con la mano-. ¡Mi cabeza! Creo que estoy incubando la gripe; me duele todo.

– Será un golpe de aire nocturno -apuntó Abby, repartiendo de nuevo-. El frío, la humedad, lo que sea. Por no mencionar que bebimos suficiente ponche como para flotar un transatlántico.

– No es el ponche. Me duelen las piernas; la resaca no te da dolor de piernas. ¿Podemos cerrar las ventanas?

– No -contestó Daniel, sin volver la vista-. Tómate un café.

– Quizás estoy sufriendo un derrame cerebral. ¿No afecta a los ojos?

– Sólo tienes una resaca -refunfuñó Rafe desde el abismo del sofá-. Y, si no dejas de lloriquear, te estrangularé con mis propias manos, aunque me cueste la vida a mí también.

– ¡Vaya, fantástico! -comentó Abby, masajeándose el puente de la nariz-. Pero si está vivo.

Justin hizo oídos sordos a los comentarios de Rafe, con una gélida inclinación de la barbilla que indicaba que la discusión de la víspera no había concluido, y se desplomó en una butaca.

– Quizá deberíamos plantearnos salir fuera en algún momento -sugirió Daniel, emergiendo por fin de su ensimismamiento y echándonos una ojeada-. Así nos despejaríamos.

– Yo no puedo ir a ningún sitio -aseguró Justin, mientras estiraba la mano para agarrar el Bloody Mary de Abby-. Tengo la gripe. Si salgo a la calle, pillaré una neumonía.

Abby le apartó la mano de un manotazo.

– Es mío. Prepárate tú uno.

– Los antiguos habrían observado -puntualizó Daniel a Justin- que sufres un desequilibrio de los humores: un exceso de bilis negra que te provoca melancolía. La bilis negra es fría y seca, de manera que, para contrarrestarla, necesitas algo cálido y húmedo. No recuerdo qué alimentos están asociados con la sangre, pero parece lógico que la carne roja lo esté, por ejemplo…

– Sartre tenía razón -sentenció Rafe, a través de su cojín-. El infierno son los otros.

Yo coincidía con él. Mi único anhelo era que anocheciera para poder ir a dar mi paseo, salir de aquella casa, alejarme de aquellas personas e intentar aclarar mi pensamiento acerca de lo ocurrido la noche anterior. Nunca en toda mi vida había pasado tanto tiempo rodeada de otras personas. Hasta aquel día ni siquiera había sido consciente de ello, pero de repente todo lo que hacían (la interpretación del canto del cisne de Justin, el ruido seco de los naipes de Abby) se me antojaba un despropósito. Me tapé la cabeza con la chaqueta, me acurruqué aún más en un rincón del sillón y me dormí.

Cuando me desperté, el salón estaba vacío. Daba la impresión de que lo habían abandonado apresuradamente debido a una emergencia repentina: las bombillas estaban encendidas, las pantallas de las lámparas inclinadas en ángulos extraños, las sillas corridas hacia atrás, las tazas medio llenas y la mesa manchada de círculos pegajosos.

– ¡Hola! -grité, pero mi voz se perdió entre las sombras y nadie respondió.

La casa se me antojó inmensa e inhóspita, como acostumbra a ocurrir cuando uno baja a la planta baja después de haber cerrado todas las puertas y ventanas la noche anterior: ajena, retraída, ensimismada. No había ninguna nota; probablemente hubieran salido a dar un paseo para despejarse de la resaca.

Me serví una taza de café frío y me lo bebí apoyada contra el fregadero de la cocina, mirando por la ventana. La luz empezaba a cobrar un tono dorado y meloso, y las golondrinas planeaban y graznaban en el prado. Dejé la taza en el fregadero y subí a mi dormitorio, caminando sin querer con sigilo y esquivando el escalón que crujía.

Cuando puse la mano en la manecilla de la puerta, noté como si la casa se plegara sobre sí misma y se tensara a mi alrededor. Aun antes de abrir la puerta, incluso antes de oler esa débil serpentina de humo de tabaco en el aire y ver su silueta sentada, con su ancha espalda, inmóvil en la cama, supe que Daniel estaba en casa.

La luz que se filtraba a través de las cortinas destelló en azul en sus gafas cuando volvió la cabeza hacia mí.

– ¿Quién eres? -me preguntó.

Pensé con toda la rapidez que Frank habría esperado de mí, tenía ya un dedo en los labios para indicarle que se callara mientras con la otra mano accioné el interruptor de la luz.

– Hola, soy yo. Estoy aquí -dije, y agradecí a Dios que Daniel fuera lo bastante raro como para darse por satisfecho con ese «¿Quién eres?». A medio camino entre yo y mi maletín, me miraba fijamente a la cara-. ¿Dónde está todo el mundo? -le pregunté y me desabotoné la camisa para que pudiera ver el diminuto micrófono acoplado a mi sujetador y el cable descendiendo por dentro del vendaje blanco.

Daniel enarcó las cejas, sólo un poco.

– Han ido al cine -contestó con tranquilidad-. Yo tenía algunas cosas de las que ocuparme aquí. Hemos preferido no despertarte.

Asentí, le hice un gesto con ambos pulgares hacia arriba y me arrodillé lentamente para extraer mi maletín de debajo de la cama, sin apartar la vista de él. La cajita de música en la mesilla de noche, dura, de bordes afilados y a mi alcance: eso lo invalidaría el tiempo necesario para darme tiempo a huir si era preciso. Pero Daniel no se movió. Marqué la combinación, abrí el maletín, saqué mi documento de identidad y se lo tendí. Lo inspeccionó atentamente.

– ¿Has dormido bien? -me preguntó con toda formalidad.

Tenía la cabeza inclinada sobre mi identificación, absorto, y yo apoyé la mano en la mesilla de noche, a centímetros de mi pistola. Sopesé la posibilidad de intentar metérmela en la faja, pero si él levantaba la vista… No. Cerré la cremallera del maletín y lo bloqueé.

– No demasiado -contesté-. Tengo un dolor de cabeza espantoso. Voy a leer un rato a ver si mejora. ¿Te veo luego?

Agité una mano para atraer la atención de Daniel; me dirigí hacia la puerta y le hice una seña. Miró mi identificación por última vez y la depositó sobre mi mesilla de noche.

– No estoy seguro -contestó.

Se puso en pie y me siguió escaleras abajo. Se movía con mucho sigilo para ser un hombre tan corpuleto. Lo notaba a mi espalda todo el rato y sabía que debería sentir miedo (un empujoncito), pero no era así: la adrenalina fluía por mis venas como una fogata y, sin embargo, jamás en mi vida había estado menos asustada. Éxtasis profundo, lo había denominado Frank en una ocasión, para luego advertirme que no confiara en él: los agentes de incógnito pueden ahogarse en el éxtasis de la liviandad con la facilidad con que un submarinista puede ahogarse en un mar abisal, pero no me importaba.

Daniel permaneció de pie en el vano de la puerta del salón, observándome con interés, mientras yo tarareaba Oh, Johnny, How You Can Love en voz baja y hojeaba los discos. Extraje el Requiem de Fauré, avancé hasta las sonatas de cuerda (no estaba mal que Frank escuchara algo de calidad y ampliara sus horizontes culturales para variar y, por otro lado, dudaba mucho que apreciara el salto intermedio) y ajusté un volumen alto pero agradable. Me lancé a mi sillón de un salto, suspiré con satisfacción y hojeé unas cuantas páginas de mi cuaderno de notas. Luego, con sumo cuidado, me quité el vendaje venda a venda, me desabroché el micrófono del sujetador y dejé todo aquel tinglado sobre la butaca y me dediqué a disfrutar de la música unos instantes.

Daniel me siguió a través de la cocina y salió por las puertas cristaleras tras de mí. No me gustaba la idea de atravesar el prado descampado («No cuentas con vigilancia visual», me había advertido Frank, pero me habría dicho lo mismo en cualquier caso), pero no teníamos otra alternativa. Bordeé el seto y nos adentramos en la arboleda. Una vez quedamos fuera de la vista, me relajé lo suficiente para acordarme de mi camisa y abotonármela de nuevo. Si Frank tenía a alguien apostado vigilándonos, aquello le podría haber dado algo en qué pensar.

La hornacina estaba más luminosa de lo que yo había imaginado; la luz caía en largos haces oblicuos y dorados sobre la hierba, se deslizaba entre las trepadoras y refulgía dibujando manchas en las losas. Notaba la frialdad del asiento incluso a través de los tejanos. La hiedra volvió a colocarse en su sitio con un balanceo y nos escondió.

– De acuerdo -dije-. Hablemos, pero en voz baja, por si acaso.

Daniel asintió. Sacudió unas motas de tierra del otro banco y se sentó.

– Entonces, Lexie está muerta -supuso.

– Me temo que sí -contesté-. Lo siento.

Mi disculpa sonaba ridícula a un millón de niveles, una insensatez.

– ¿Cuándo murió?

– La noche que la apuñalaron. No sufrió mucho, si eso sirve de consuelo.

No respondió. Se entrelazó las manos sobre el regazo y proyectó la vista más allá de la hiedra. El riachuelo murmuraba a nuestros pies.

– Cassandra Maddox -dijo Daniel al fin, como si quisiera comprobar cómo sonaba-. Me lo he preguntado infinidad de veces, ¿sabes?, cuál era tu verdadero nombre. Te pega.

– Me llaman Cassie -aclaré.

Pasó por alto mi aclaración.

– ¿Por qué te has quitado el micrófono?

Con cualquier otra persona habría intentado esquivar aquella pregunta, eludirla con un «¿Tú por qué crees?», pero no con Daniel.

– Quiero saber qué le ocurrió a Lexie. No me importa que alguien más lo oiga o no -contesté-. Y he pensado que es más factible que me lo cuentes si te daba una buena razón para confiar en mí.

Fuera por educación o por indiferencia, no remarcó la ironía.

– ¿Crees acaso que yo sé cómo murió? -me preguntó.

– Sí -contesté-. Lo creo.

Daniel meditó mi respuesta.

– En ese caso, ¿no deberías estar asustada de mí?

– Quizá, pero no lo estoy.

Me escrutinó durante un largo momento.

– Te pareces demasiado a Lexie, ¿sabes? -dijo-. No sólo físicamente, también en el temperamento. Al principio me pregunté si simplemente quería creerlo, excusar el hecho de que me hubieran engañado durante tanto tiempo, pero es verdad. Lexie no tenía miedo. Era como una patinadora de hielo haciendo equilibrios sin esfuerzo en el borde de su propia vida, dando saltos y cabriolas alegres y complicadas sólo por afán de divertirse. Siempre la envidié por eso. -Sus ojos estaban ensombrecidos y me resultaba imposible descifrar su expresión-. ¿Todo esto ha sido sólo por diversión? Si me permites la pregunta.

– No -contesté-. Al principio ni siquiera quería hacerlo. Fue idea del detective Mackey. Lo consideró necesario para la investigación.

Daniel asintió, sin sorprenderse.

– Sospecha de nosotros desde el principio -aventuró.

Y yo caí en la cuenta de que Frank tenía razón, por supuesto que tenía razón. Toda su cháchara sobre el misterioso extraño que siguió a Lexie por medio mundo no era más que una cortina de humo: Sam habría montado en cólera si pensara que yo iba a compartir techo con el asesino. La famosa intuición de Frank había aparecido incluso antes de convocarnos a todos en la sala de la brigada. Sabía, desde el principio, que la respuesta estaba dentro de aquella casa.

– Un hombre interesante, el detective Mackey -continuó Daniel-. Es como esos asesinos encantadores de las obras teatrales jacobeas, los que siempre declaman los mejores monólogos: Bosola o De Flores. Es una lástima que no puedas contármelo todo; seguro que me fascinaría saber cuánto ha adivinado.

– A mí también -repliqué-. Créeme.

Daniel sacó su pitillera, la abrió y me ofreció educadamente un cigarrillo. Su rostro, inclinado sobre el mechero mientras yo resguardaba la llama con la mano, parecía absorto y tranquilo.

– Y bien -dijo, una vez hubo encendido su propio cigarrillo y guardado la pitillera-. Estoy seguro de que tendrás preguntas que te gustaría formularme.

– Si me parezco tanto a Lexie -empecé a decir-, ¿qué me ha delatado?

No pude evitarlo. No era por orgullo profesional ni por nada semejante; simplemente necesitaba saber, con todas mis fuerzas, cuál había sido esa diferencia que no había pasado inadvertida.

Daniel volvió la cabeza y me miró. La expresión de su rostro me sorprendió: era algo parecido al afecto o a la compasión.

– Permíteme que te diga que tu actuación ha resultado extraordinaria -contestó con amabilidad-. De hecho, no creo que los demás sospechen nada. Tendremos que decidir qué hacer con eso, tú y yo.

– No puedo haberlo hecho tan bien -repliqué-; de lo contrario, no estaríamos aquí.

Daniel sacudió la cabeza.

– Creo que eso sería subestimarnos a los dos, ¿no crees? Lo cierto es que has estado poco menos que impecable. Yo me percaté casi de inmediato de que algo no encajaba; todos nos dimos cuenta, de la misma manera que intuirías que algo no funciona si reemplazaran a tu pareja por su gemelo idéntico. Pero eran muchas las razones que podían esgrimirse para justificarlo. Al principio me pregunté si estabas fingiendo la amnesia, por motivos personales, pero poco a poco empecé a pensar que tu memoria sí había sufrido daños (no parecía existir ninguna razón para que fingieras olvidar haber encontrado ese álbum de fotos, por ejemplo, y era evidente que te perturbó el hecho de no recordarlo). Una vez concluí que ése no era el problema, lo atribuí a que quizás estuvieras planeando irte, cosa que habría sido comprensible, dadas las circunstancias, pero Abby parecía convencida en sentido contrario y yo confío en el juicio de Abby. Y realmente parecía… -Me miró-. Parecías verdaderamente feliz, ¿sabes? Más que feliz: contenta, estable, arropada entre nosotros como si nunca te hubieras ido. Quizá fue una actitud deliberada y eres incluso mejor en tu trabajo de lo que yo opino, pero me cuesta creer que tanto mi instinto como el de Abby pudieran estar tan equivocados.

No había nada que pudiera alegar en mi defensa. Por una fracción de segundo quise hacerme una bola y aullar hasta desgañitarme, como un niño devastado por la crueldad más pura de este mundo. Incliné la barbilla en un gesto que no daba a entender nada, le di una calada al cigarro y sacudí la ceniza sobre las piedras.

Daniel esperó con una paciencia grave que me hizo sentir un escalofrío de advertencia. Cuando quedó claro que no tenía intención de responder nada, asintió, un asentimiento apenas perceptible, privado, pensativo.

– Como sea -continuó-, decidí que tú, o mejor dicho, Lexie, simplemente estabas traumatizada. Un trauma profundo, y es evidente que éste podría calificarse así, puede trastocar por completo la personalidad: convertir a una persona fuerte en un amasijo de nervios, a alguien de naturaleza feliz en un ser melancólico, a alguien agradable en alguien malicioso. Puede hacerte estallar en mil pedazos y luego recomponer los fragmentos de una manera completamente irreconocible. -Su voz era homogénea, serena; miraba en otra dirección, hacia las flores del espino, blancas y ondulantes en la brisa; no le veía los ojos-. Los cambios en Lexie eran tan nimios, tan triviales, tan fácilmente explicables. Supongo que el detective Mackey te facilitó la información necesaria.

– El detective Mackey y la propia Lexie a través de su teléfono con cámara de vídeo.

Daniel meditó sobre aquello tanto rato que pensé que había olvidado mi pregunta. Su rostro tenía una inmovilidad incorporada; quizá fuera por su mandíbula cuadrada, que hacía casi imposible interpretar su expresión.

– «Todo estás sobrevalorado, salvo Elvis y el chocolate» -recordó al fin-. Ésa sí que fue buena.

– ¿Me delataron las cebollas? -pregunté.

Respiró hondo y se removió, como si saliera de su ensoñación.

– Aquellas cebollas -dijo con una leve sonrisa-. Lexie las detestaba: las cebollas y la col. Por suerte, a ninguno de los demás nos entusiasma la col, pero tuvimos que llegar a un acuerdo con respecto a la cebolla: una vez a la semana. Aun así, ella seguía quejándose y la apartaba, sobre todo para incordiar a Rafe y a Justin, creo. Así que, cuando te las comiste sin rechistar y pediste repetir, supe que algo no encajaba. No sabía exactamente qué (disimulaste muy bien), pero me resultaba imposible pasarlo por alto. La única explicación plausible que se me ocurrió, por increíble que pudiera parecer, fue que no eras Lexie.

– De manera que decidiste tenderme una trampa -aventuré-. Lo del Brogan.

– Bueno, yo no lo llamaría una trampa -aclaró Daniel, con una ligera aspereza-. Era más bien una prueba. Se me ocurrió en ese momento. Lexie no opinaba nada acerca del Brogan, ni bueno ni malo; de hecho, ni siquiera sé si alguna vez había ido, cosa que una impostora no tenía por qué saber; era posible que hubieras descubierto sus gustos y sus manías, pero no sus indiferencias. El hecho de que respondieras bien y el comentario de Elvis me tranquilizaron. Pero anoche con aquel beso…

Me quedé fría, hasta que recordé que no llevaba el micro.

– ¿Acaso Lexie no lo habría hecho? -pregunté con frialdad, inclinándome hacia delante para apagar el cigarro en la piedra.

Daniel me sonrió, con esa sonrisa dulce y lenta que, de repente, multiplicaba exponencialmente su belleza.

– ¡Desde luego que lo habría hecho! -contestó-. Ese beso encajaba perfectamente con el personaje… y además estuvo muy bien, si me permites la indiscreción. -No pestañeé-. No, fue tu reacción. Por una milésima de segundo pareciste aturdida, completamente desconcertada por lo que acababas de hacer. Luego te recuperaste e hiciste algún comentario liviano y encontraste una excusa para largarte, pero ¿sabes?, Lexie jamás se habría conmocionado por aquel beso, en absoluto. Y, desde luego, nunca se habría echado atrás llegados a ese punto. Se habría… -Soltó el humo dibujando círculos en dirección a la hiedra-. Se habría sentido victoriosa.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Acaso había estado intentando que ocurriera algo parecido?

Revisé mentalmente aquellos vídeos grabados; había flirteado con Rafe y Justin, pero nunca con Daniel, en ningún momento, aunque tal vez se tratara de un farol para confundir a los demás…

– Eso es lo que te delató -explicó Daniel.

Lo miré fijamente. Apagó la colilla con el zapato.

– Lexie era incapaz de pensar en el pasado -añadió- e incapaz de pensar un paso más adelante en el futuro. Quizás ése fue uno de los puntos que se te pasó por alto. No te culpo; ese nivel de simplicidad es difícil de concebir y también arduo de describir. Era tan desconcertante como una deformidad. Dudo seriamente que hubiera sido capaz de planear una seducción; pero una vez sucediera, no habría visto motivo para sentirse alarmada y, ciertamente, ninguno para refrenarse. En cambio, era evidente que tú estabas calculando las consecuencias que aquello podía acarrear. Supuse que tenías un novio o una pareja en tu propia vida.

No dije nada.

– De manera que esta tarde -prosiguió Daniel-, cuando los demás se habían ido, he telefoneado a la comisaría y he preguntado por el detective Sam O'Neill. La mujer que ha respondido al teléfono no encontraba su extensión al principio, pero luego ha buscado en un listín y me ha dado un número al que llamar. Y ha añadido: «Es de la brigada de Homicidios». -Suspiró cansado-. Homicidios -repitió en voz baja-. Así ha sido como lo he sabido.

– Lo lamento -volví a decir.

Durante todo el día, mientras bebíamos café, nos incordiábamos mutuamente y nos quejábamos de la resaca, mientras había enviado a los demás al cine y había permanecido sentado en el pequeño dormitorio de Lexie a oscuras, esperándome, había cargado con aquel peso solo.

Daniel asintió.

– Sí -dijo al fin-. Me doy cuenta.

Se produjo un largo silencio. Finalmente lo rompí con un:

– Sabes que debo preguntarte qué ocurrió.

Daniel se quitó las gafas y las limpió con su pañuelo. Sin ellas, sus ojos parecían vacíos, ciegos.

– Hay un proverbio que siempre me ha fascinado -comentó-. «Por lo que quieras tomar, un precio has de pagar, dice Dios.» -Sus palabras cayeron en el silencio bajo la hiedra como guijarros fríos en el agua, y se hundieron sin dibujar ni siquiera una onda-. No creo en Dios -confesó Daniel-, pero me parece que ese refrán encierra una divinidad inherente; una especie de pureza cegadora. ¿Qué podría ser más simple o más crucial? Puedes tener todo lo que quieras, siempre y cuando aceptes que todo tiene un precio y que hay que pagarlo. -Se puso las gafas y me miró, sosegado, mientras se guardaba el pañuelo de nuevo en el bolsillo de la camisa-. Tengo la sensación de que, en tanto que sociedad, hemos acabado por desatender la segunda parte. Sólo oímos el «Lo que quieras tomar»; nadie menciona nada de que haya un precio y, cuando llega el momento de saldar las deudas, todo el mundo se indigna. Piensa en la explosión económica nacional, el ejemplo más evidente: tenía un precio, un precio muy caro, a mi juicio. Ahora tenemos restaurantes de sushi y todoterrenos, pero la gente de nuestra edad no puede permitirse vivir en la ciudad donde ha crecido, de manera que comunidades de siglos de antigüedad se están desintegrando como castillos de arena. La gente pasa cinco o seis horas diarias en atascos de tráfico y los padres nunca ven a sus hijos porque tienen que trabajar de sol a sol para llegar a fin de mes. Ya no tenemos tiempo para la cultura; los teatros están cerrando, la arquitectura está siendo demolida para erigir edificios de oficinas. Y así hasta el infinito.

Ni siquiera sonaba indignado, sólo absorto.

– No creo que haya que indignarse por ello -continuó, leyendo mi mirada- De hecho, ni siquiera debería sorprendernos. Hemos cogido lo que nos ha apetecido y ahora estamos pagando por ello, y estoy convencido de que muchas personas consideran que, puesto en el fiel de la balanza, el pacto no ha estado tan mal. Lo que sí me sorprende es el silencio desesperado que rodea ese precio. Los políticos no paran de sermonearnos con que vivimos en Utopía. Si cualquiera con un poco de visión de futuro se atreve a insinuar siquiera que posiblemente esta dicha no sea gratuita, entonces ese espantoso hombrecito, ¿cómo se llama?, el primer ministro, sale en televisión, no para esclarecer que ese peaje es la ley de la naturaleza, sino para desmentir su misma existencia y reprendernos como si fuéramos criaturas por sacarlo a relucir. Yo al final tuve que desprenderme del televisor -añadió, un tanto irritado-. Nos hemos convertido en un país de morosos: compramos a crédito y, cuando nos llega la factura, nos sentimos tan profundamente indignados que rehusamos incluso mirarla.

Se ajustó las gafas con un nudillo y pestañeó, mirándome a través de los cristales.

– Siempre he aceptado -prosiguió sin más- que hay que pagar un precio.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué quieres?

Daniel meditó acerca de ello en silencio, no acerca de la respuesta en sí, sino de cuál era el mejor modo de explicármela.

– Al principio -contestó al fin- era más una cuestión de lo que no quería. Mucho antes de acabar la universidad tenía claro que el trato estándar, un atisbo de luz a cambio de tu tiempo libre y de comodidades, no iba conmigo. Me contentaba con vivir con frugalidad, si de ese modo podía evitar entrar en el cubículo de las nueve a las cinco. Estaba más que predispuesto a sacrificar tener un coche nuevo, disfrutar de unas vacaciones al sol y comprarme un… ¿cómo se llama ese trasto?… un iPod.

Yo estaba a punto de perder los nervios, e imaginar a Daniel en una playa de Torremolinos, bebiendo un cóctel tecnicolor y meneando el esqueleto al son de su iPod, hizo que casi estallara en carcajadas. Me miró con una leve sonrisa.

– No habría supuesto un gran sacrificio, en absoluto. Pero se me pasó por alto tener en cuenta que ningún ser humano es una isla, que no podía quedar fuera del sistema imperante por mi cara bonita. Cuando un modo de vida concreto se convierte en el estándar de toda una sociedad, cuando lo adopta una masa crítica, por decirlo de algún modo, no son muchas las alternativas a las que puedes aferrarte. Vivir de una manera sencilla no es una opción viable en nuestros días; o uno se convierte en una abeja obrera o sobrevive a base de tostadas en un apartamento de mala muerte compartido con catorce estudiantes más, y la verdad es que esa idea tampoco me seducía particularmente. La probé durante un tiempo, pero me resultaba inviable trabajar con tanto ruido y el propietario era un campesino siniestro que se presentaba en el apartamento a deshoras y quería mantener una charla y… bueno, no importa. La libertad y la comodidad se cotizan al alza en estos días. Si las quieres, tienes que estar dispuesto a pagar el precio que corresponde, y no es bajo.

– ¿Acaso no tenías otras opciones? -inquirí-. Pensaba que tenías dinero.

Daniel me miró con recelo; yo le devolví una mirada anodina. Al final suspiró.

– Creo que me apetece una copa -terció-. Creo que dejé… Sí, aquí está. -Se inclinó hacia un lado y rebuscó algo debajo del banco, y yo estaba preparada incluso antes de saberlo (no había nada a mano que pudiera servirme de arma, pero si le daba un latigazo con la hiedra en la cara, podría darme tiempo a coger el micro y pedir auxilio), pero lo que sacó fue una botella de whisky medio llena-. La traje anoche y luego, con tanta emoción, se me olvidó. Y aquí debería haber… Aquí está. -Sacó un vaso-. ¿Te apetece un poco?

Era un whisky de calidad, Jameson's Crested Ten, y yo necesitaba una copa como agua de mayo, pero contesté:

– No, gracias.

Nada de riesgos innecesarios; aquel tipo era mucho más inteligente que la media. Daniel asintió, examinó el vaso y se inclinó para aclararlo en el hilillo de agua.

– ¿Alguna vez has pensado en el nivel tan brutal de miedo que gobierna en este país?

– La verdad es que no es algo a lo que le dedique mucho tiempo, no -respondí.

Me estaba costando seguir el hilo de aquella conversación, pero conocía a Daniel lo suficiente para saber que era un medio para llegar a un fin, y que llegaría a su debido tiempo. Quedaban unos cuarenta y cinco minutos antes de que Fauré concluyera su sinfonía y a mí siempre se me ha dado bien dejar que el sospechoso conduzca el espectáculo. Por muy fuerte o muy controlado que seas, guardar un secreto (y eso es algo que yo debería saber) se torna pesado transcurrido un tiempo, pesado y extenuante y tan solitario que parece una carga letal. Si los dejas hablar, basta con que te limites a cabecear de vez en cuando y encauzarlos en la dirección correcta, y ellos se encargan del resto. Sacudió las gotitas de agua del vaso y sacó su pañuelo de nuevo para enjugarlo.

– Parte de la mentalidad del deudor es una corriente subyacente de terror constante y contenida con desesperación. Tenemos una de las proporciones de endeudamiento por renta más elevadas del mundo y, según parece, la mayoría de nosotros estamos a dos nóminas de vernos en la calle. Quienes ocupan el poder, los Gobiernos, la patronal, explotan este hecho en beneficio propio y a un nivel extraordinario. Las personas asustadas son obedientes, no sólo física, sino también intelectual y emocionalmente. Si tu jefe te dice que trabajes horas extra y tú sabes que negándote podrías poner en peligro todo lo que posees, entonces no sólo trabajas ese tiempo extra, sino que te convences de que lo estás haciendo de manera voluntaria, por lealtad a la empresa; porque la alternativa es reconocer que vives inmerso en el terror. Antes de que te des cuenta, te has autoconvencido de que sientes un profundo vínculo emocional con alguna multinacional: no sólo le has cedido las horas estipuladas en tu contrato, sino todo tu proceso de pensamiento. Las únicas personas capaces de actuar sin condicionamientos o sin trabas al pensamiento son aquellas que, ya sea porque su valentía no conoce límites, porque han perdido la cordura o porque saben que pueden actuar con impunidad, no sienten miedo. Se sirvió tres dedos de whisky.

– Yo no soy, ni en el más remoto de los casos, ningún héroe -continué)- y tampoco me considero un enajenado. No creo que ninguno de los demás sea tampoco ninguna de ambas cosas. Y, sin embargo, mi único deseo era que todos contáramos con la posibilidad de la libertad. -Dejó la botella en el suelo y me miró-. Me has preguntado qué era lo que quería. He pasado mucho tiempo preguntándome lo mismo. Hace ahora uno o dos años llegué a la conclusión de que sólo ambicionaba dos cosas en este mundo: la compañía de mis amigos y la oportunidad de pensar sin cortapisas.

Aquellas palabras se me clavaron como un puñal de añoranza en el corazón.

– No parece demasiado -contesté.

– Pues lo es -replicó Daniel y le dio un trago a su bebida. Su voz tenía un matiz áspero-. Es pedir muchísimo. Sucedió que lo que necesitábamos era seguridad, seguridad permanente, cosa que nos lleva de nuevo a tu última pregunta. Mis padres dejaron inversiones para proporcionarme una pequeña renta, generosa en los años ochenta, pero hoy apenas suficiente para vivir en una habitación amueblada. El fondo fiduciario de Rafe le genera aproximadamente la misma cantidad. La asignación de Justin se terminará en cuanto se doctore, y lo mismo ocurrirá con las becas de estudios de Abby, tal como habría sucedido con las de Lexie. ¿Cuántos empleos te parece que puede haber en Dublín para personas que desean estudiar literatura y vivir juntas? De aquí a unos meses nos habríamos encontrado exactamente en la misma situación que la mayoría de personas en este país: atrapados entre la pobreza y la esclavitud, a dos nóminas de la calle, al servicio de los caprichos de propietarios inmobiliarios y empleadores. Viviendo anclados en el temor. -Proyectó la vista a través de la hiedra, sobrevolando el césped hasta el patio, inclinando la muñeca lentamente mientras hacía girar el whisky en su vaso-. Lo único que necesitábamos era una casa.

– ¿Con eso bastaba para estar seguros? -pregunté-. ¿Con una casa?

– Por supuesto -contestó algo sorprendido-. Psicológicamente hablando, la diferencia es casi inenarrable. Una vez posees una casa, sin hipoteca, sin gastos, sin caseros, sin jefes ni bancos, ¿quién puede amenazarte? ¿Qué poder ejerce nadie sobre ti? Prácticamente puedes vivir sin hacer nada más. Siempre seremos capaces de arañar un poco de dinero para comprar alimentos entre todos y no existe miedo material más primigenio o paralizante que la idea de perder el hogar. Suprimido ese miedo, seríamos libres. No afirmo que tener una casa en propiedad convierta la vida en una especie de paraíso de dicha y felicidad, simplemente opino que marca la diferencia entre la libertad y la esclavitud.

Debió de interpretar bien mi mirada.

– ¡Estamos en Irlanda, por todos los cielos! -exclamó con un deje de impaciencia-. Si sabes algo de historia, ¿no te parece más que evidente? La acción más crucial de los británicos fue reclamar la tierra como suya para convertir a los irlandeses en arrendatarios en lugar de en propietarios. Una vez hecho eso, los acontecimientos se desarrollaron de manera natural: confiscación de cosechas, abuso de los aparceros, desahucios, emigración, hambruna y toda la letanía de desdichas y servidumbre, todo infligido de manera natural e incontenible porque los desposeídos no tenían un suelo firme sobre el que ponerse en pie y luchar. Estoy seguro de que mi familia es tan culpable como cualquiera. Quizás exista cierto elemento de justicia poética en el hecho de que me encontrara mirando la otra cara de la moneda. Pero sinceramente, no sentí la necesidad de aceptarlo como mi merecido.

– Yo alquilo -aclaré- y probablemente esté a dos nóminas de la calle, pero no me preocupa.

Daniel asintió, sin sorpresa.

– Quizá seas más valiente que yo -dijo-. O quizás, y perdóname, sencillamente aún no hayas decidido qué quieres en la vida, quizá no hayas encontrado nada a lo que realmente quieras aferrarte. Eso lo cambia todo, ¿sabes? Los estudiantes y la gente muy joven puede alquilar sin perjuicio de su libertad intelectual, porque no les supone ninguna amenaza: aún no tienen nada que perder. ¿Te has dado cuenta de la facilidad con la que mueren los adolescentes? Se convierten en los mártires abanderados de cualquier causa, los soldados más valientes, los mejores suicidas. Es porque apenas tienen lazos con la realidad: no han acumulado aún amores, responsabilidades, compromisos y todas esas cosas que nos atan de manera irremisible a este mundo. Pueden soltar amarras con la facilidad y la simplicidad de levantar un dedo. Sin embargo, a medida que te haces mayor empiezas a encontrar cosas a las que merece la pena aferrarse, para siempre. De repente, te descubres jugando a no perder, y eso cambia cada fibra de tu cuerpo.

La adrenalina, o la inquietante luz trémula a través de la hiedra, o las espirales de la mente de Daniel o simplemente la extrañeza total y absoluta de aquella situación me estaban haciendo sentir como si hubiera estado bebiendo. Pensé en Lexie acelerando en medio de la noche en el coche robado del pobre Chad; en la cara de Sam cubierta por aquella mirada de paciencia infinita; en la sala de la brigada inundada de la luz del atardecer con el papeleo de algún otro equipo esparcido por nuestras mesas; en mi piso, vacío y silencioso, con el polvo empezando a acumularse en las estanterías y la luz de encendido del reproductor de CD brillando en verde en medio de la oscuridad. Me gusta mucho mi piso, pero me sorprendió no haberlo echado de menos ni una sola vez en todas aquellas semanas, y en ese momento me sentí terrible, espantosamente triste.

– Me aventuraría a afirmar -barruntó Daniel- que aún tienes esa primera libertad, que no has encontrado nada o nadie que quieras conservar.

Ojos grises imperturbables y el hipnótico resplandor dorado del whisky, el sonido del agua, las sombras de las hojas balanceándose como una corona más oscura sobre su oscuro cabello.

– Tenía un compañero en el trabajo -expliqué-. Nadie a quien tú conozcas; no trabaja en este caso. Éramos como vosotros: almas gemelas. La gente hablaba de nosotros como se les habla a los gemelos, como si fuéramos una sola persona. «Es el caso de Maddox y Ryan, di a Maddox y Ryan que lo hagan…» Si alguien me lo hubiera preguntado, habría augurado que iba a ser así para siempre: nosotros dos, el resto de nuestras carreras, que nos retiraríamos el mismo día para no tener que trabajar ninguno de los dos con nadie más y que la brigada nos despediría con un solo reloj de oro a modo de regalo compartido. Entonces yo no pensaba en nada de eso, créeme. Simplemente lo daba por supuesto. No podía imaginarme nada más.

Nunca le había contado aquello a nadie. Sam y yo nunca habíamos mencionado a Rob, ni una sola vez desde que lo expulsaron del departamento y, cuando alguien me preguntaba cómo le iba, le dedicaba la más dulce de mis sonrisas y la más vaga de mis respuestas. Daniel y yo éramos extraños y estábamos en lados opuestos, bajo aquella cháchara estábamos luchando con uñas y dientes y ambos lo sabíamos, pero se lo conté a él. Ahora creo que aquello debería haber supuesto mi primera advertencia.

Daniel asintió con la cabeza.

– Pero eso fue en otro país -afirmó- y, además, esa muchacha está muerta.

– Supongo que eso lo resume todo -repliqué-, sí.

Sus ojos reflejaban algo más que amabilidad, algo más que compasión: reflejaban entendimiento. Creo que en aquel instante lo amé. Podría haber abandonado el caso y haberme quedado con ellos; en aquel momento lo habría hecho.

– Entiendo -dijo Daniel.

Me alargó el vaso. Empecé a sacudir la cabeza como por acto reflejo, pero luego cambié de opinión y lo cogí: ¡qué diablos! El whisky era denso y suave y me recorrió hasta la punta de los dedos con ardientes rayos de luz.

– Entonces entenderás la diferencia que supuso para mí -continuó- conocer a los demás. El mundo entero se transformó a mi alrededor: las apuestas subieron vertiginosamente, los colores se tornaron tan bellos que casi dolía mirarlos, la vida se volvió más dulce de lo imaginable, pero también más terrorífica. Todo es tan frágil, las cosas se rompen con tanta facilidad. Supongo que algo parecido debe de ocurrir al enamorarse, o al tener un hijo y saber que te lo pueden arrebatar en cualquier momento. Avanzábamos a una velocidad suicida hacia el día en que todo lo que teníamos estaría a merced de un mundo inmisericorde, y cada segundo era tan bello y tan precario que me dejaba sin aliento. -Alargó la mano para coger el vaso y le dio un trago-. Y entonces -dijo, señalando con una mano la casa-, ocurrió esto.

– Como un milagro -apunté.

No lo decía con malicia; lo pensaba de verdad. Noté momentáneamente el tacto de la madera vieja bajo la palma de mi mano, cálida y sinuosa como un músculo, un ser vivo.

Daniel asintió.

– Aunque parezca improbable -contestó-, yo creo en los milagros, en la posibilidad de lo imposible. Ciertamente, esta casa siempre me ha parecido un milagro que se materializó justo en el momento en que más la necesitábamos. Intuí de inmediato, en el preciso instante en que el abogado de mi tío me llamó para darme la noticia, lo que esta casa podía significar para nosotros. Los otros tenían dudas; discutimos durante meses. Lexie, al margen de la ironía trágica que suponga ahora, fue la única a quien siempre pareció entusiasmarle la idea. Abby fue la más difícil de convencer, pese a ser quien más necesitaba una casa, o quizá precisamente por eso, pero al final consintió. Supongo que, si estás absolutamente seguro de algo, es casi inevitable acabar convenciendo a quien duda, en un sentido o en otro. Y yo estaba seguro. Nunca he estado más seguro de algo.

– ¿Por eso convertiste a los demás en copropietarios?

Daniel me miró con acritud, pero yo mantuve mi expresión de interés superficial y, al cabo de un momento, volvió a proyectar la mirada en la hiedra.

– Bueno, no lo hice para ganármelos ni nada por el estilo, si es a lo que te refieres -replicó-. En absoluto. Era un movimiento absolutamente esencial para lo que tenía en mente. Yo no quería la casa en sí, aunque la adoro, sino seguridad para todos nosotros; un puerto seguro. De haber sido yo el único propietario, entonces la cruda realidad habría sido que habría ejercido de casero de los demás y ellos no habrían tenido más seguridad de la que tenían antes. Habrían estado a merced de mis caprichos, aguardando siempre a que fuera yo quien decidiera trasladarse o casarse o vender la propiedad. De esta manera se convertía en nuestro hogar, para siempre.

Levantó una mano y apartó la cortina de hiedra a un lado. La piedra de la casa refulgía en tonos ámbar y rosado bajo la luz de la puesta de sol, cálida y dulcemente; las ventanas resplandecían como si hubiera un incendio en el interior.

– Me parecía una idea maravillosa -continuó-. Tanto que casi me costaba concebirla. El día que nos trasladamos aquí limpiamos la chimenea, nos bañamos en un agua fría como el hielo, encendimos un fuego y nos sentamos frente a él a beber cacao frío con grumos e intentar hacer tostadas; la cocina no funcionaba, el calentador eléctrico tampoco y sólo había dos bombillas operativas en toda la casa. Justin llevaba puesto todo su armario y se quejaba de que íbamos a morir todos de neumonía o inhalación de moho o ambas cosas, y Rafe y Lexie le tomaban el pelo diciéndole que habían oído ratas en el ático; Abby amenazó con enviarlos a los dos a dormir allí arriba si no eran capaces de comportarse. Yo chamuscaba una tostada tras otra, o se me caían en el fuego, y todos lo encontrábamos ridículamente divertido; nos reímos tanto que nos costaba respirar. Nunca he sido tan feliz en toda mi vida.

Sus grises ojos aparecían relajados, pero el tono de su voz, como el tañido profundo de una campana, me hirió en algún punto bajo el esternón. Sabía desde hacía semanas que Daniel era infeliz, pero en aquel momento entendí que, fuera lo que fuese lo que había ocurrido con Lexie, le había roto el corazón. Lo había apostado todo por aquella idea brillante y había perdido. Al margen de lo que digan, una parte de mí cree que aquel día bajo la hiedra debería haber anticipado los acontecimientos, debería haber visto el patrón desarrollarse ante mis ojos limpia, rápida e implacablemente. Y que debería haber sabido cómo detenerlo.

– ¿Y qué falló? -le pregunté en voz baja.

– La idea era imperfecta, por supuesto -contestó con irritación-. Tenía defectos innatos y fatales. Dependía de dos de los mayores mitos de la raza humana: la posibilidad de la permanencia y la simplicidad de la naturaleza humana. Ambos están largamente analizados en la literatura, pero la más pura de las fantasías gobierna fuera de las cubiertas de un libro. Nuestra historia debería haber concluido aquella noche con el cacao frío, la noche que nos trasladamos; y todos habríamos vivido felices y comido perdices. Pero, inoportunamente, la vida real exigía que continuáramos viviendo. -Se acabó la bebida de un largo trago e hizo una mueca-. Esto está asqueroso. Ojalá tuviéramos hielo.

Esperé mientras se servía otra copa, la miró con ligero desagrado y la apoyó en el banco.

– ¿Puedo preguntarte algo? -dije.

Daniel asintió.

– Antes decías que cada cosa tiene su precio. ¿Qué precio tuviste que pagar tú por esta casa? Tengo la impresión de que obtuviste exactamente lo que querías de manera gratuita.

Arqueó una ceja.

– ¿De verdad lo crees? Hace varias semanas que vives aquí. Seguramente te habrás hecho una idea bastante aproximada del precio que hay que pagar.

Así era, por supuesto que así era, pero quería oírselo decir a él.

– Nada de pasados -aclaré-. Y eso para empezar.

– Nada de pasados -repitió Daniel, casi para sí mismo. Transcurrido un momento se encogió de hombros-. Eso formaba parte del pacto, sin duda. La casa tenía que suponer un comienzo de cero para todos nosotros, todos juntos. Pero ésa fue la parte más fácil. Tal como ya habrás intuido, ninguno de los cuatro tenemos un pasado que nos apetezca recordar. En realidad, los aspectos prácticos han resultado ser mucho más difíciles que los psicológicos: conseguir que el padre de Rafe dejara de telefonearlo e insultarlo, que el padre de Justin dejara de acusarlo de unirse a una secta y de amenazarlo con llamar a la policía, y que la madre de Abby dejara de aparecer a las puertas de la biblioteca en pleno colocón de lo que sea que toma. Sin embargo, en comparación, éstas eran cuestiones menores, dificultades técnicas que se habrían solventado por sí solas a su debido tiempo. El verdadero precio… -Deslizó un dedo alrededor del borde del vaso, en gesto ausente, mientras contemplaba el color dorado del whisky resplandecer y atenuarse por efecto de su propia sombra-. Supongo que habrá quienes lo llamarían «estado de animación suspendida» -explicó al fin-. Aunque para mí eso sería una definición de lo más simplista. El matrimonio y los hijos, por poner un ejemplo, quedaban descartados como opción de futuro para nosotros. Las probabilidades de encontrar a un extraño que encajara en lo que francamente podría definirse como un círculo inusual, por mucho que la persona estuviera dispuesta a hacerlo, eran insignificantes. Y aunque no negaré que han existido momentos de intimidad entre nosotros, que dos de nosotros tuviéramos una historia de amor sin lugar a dudas habría dañado nuestro equilibrio de manera irreparable.

– ¿Momentos de intimidad? -pregunté. El bebé de Lexie-. ¿Entre quién?

– Francamente -contestó Daniel, con un leve deje de impaciencia-, no creo que eso venga al caso. Lo importante es que para convertir éste en un hogar compartido debíamos renunciar al derecho a disfrutar de muchas cosas que el resto de los seres humanos consideran sus objetivos primordiales. Teníamos que renunciar a todo lo que el padre de Rafe llamaría «el mundo real».

Quizá se debiera al efecto del whisky mezclado con la resaca y el estómago medio vacío. Ideas extrañas se me arremolinaban en el pensamiento, reflejando destellos de luz como si de prismas se tratara. Recordé leyendas antiguas: viajeros maltratados saliendo a trompicones de la tormenta y entrando en salones de banquetes resplandecientes, soltando el ancla de su vida anterior a la vista de una rebanada de pan o un vaso de aguamiel. Me acordé también de aquella primera noche, de ellos cuatro sonriéndome desde el otro lado de una mesa con un festín, de los brindis y las serpentinas de hiedra, de sus pieles tersas, de su belleza y de la luz de las velas reflejada en sus ojos. Recordé el segundo antes de que Daniel y yo nos besáramos, recordé cómo los cinco nos habíamos alzado ante mí como fantasmas sobrecogedores y eternos, levitando dulce y suavemente sobre las briznas de hierba, y entonces volví a oír aquel tambor redoblando en la lejanía anunciando el peligro.

– No es tan siniestro como suena, ¿sabes? -añadió, intuyendo algo en mi expresión-. Al margen de lo que las campañas publicitarias pretendan vendernos, no podemos tenerlo todo. El sacrificio no es una opción ni un anacronismo, es un hecho vital. Todos nos cortamos las extremidades para ofrecerlas en ritual ante algún altar. Lo esencial es escoger un altar que lo merezca y una extremidad a la que pueda renunciarse sin demasiado perjuicio. Consentir el sacrificio.

– Y tú lo hiciste -sentencié. Noté el banco de piedra balancearse debajo de mí, oscilando con la hiedra a un ritmo lento y embriagador-. Consentiste.

– Así es, sí -contestó Daniel-. Era consciente de todas las implicaciones, perfectamente consciente. Las había meditado antes de embarcarme en esta historia y había concluido que era un precio que merecía la pena pagar; dudo que hubiera querido tener descendencia en cualquier caso y nunca he creído demasiado en el concepto de un alma gemela. Di por descontado que los demás habían reflexionado también sobre ello, que habían calibrado las apuestas y habían resuelto que el sacrificio compensaba. -Se llevó el vaso a los labios y bebió un trago-. Ése fue mi primer error.

Estaba tan tranquilo… Entonces ni siquiera lo oí; fue mucho después, cuando revisé la conversación mentalmente, en busca de pistas, cuando me percaté de ello: «fue», «había». Daniel había utilizado el pasado en todo momento. Entendía que aquella historia había terminado, tanto si los demás eran conscientes de ello como si no. Sentado allí, bajo la hiedra, con un vaso en la mano, sereno cual un Buda, contempló la proa de su barco inclinarse y deslizarse bajo las olas.

– ¿No se lo habían planteado? -pregunté. La mente seguía patinándome, ingrávida; todo era liso como el cristal y no encontraba nada a lo que agarrarme. Por un segundo me pregunté estúpidamente si Daniel habría echado droga en el whisky, pero él había bebido mucho más que yo y parecía estar sereno-. ¿O cambiaron de opinión?

Daniel se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.

– La verdad es que -dijo un tanto cansinamente-, si lo piensas bien, cometí un número asombroso de errores desde el principio. La historia de la hipotermia, por ejemplo: nunca debería habérmela creído. En un principio, de hecho, no lo hice. Sé muy poco de medicina, pero cuando tu colega, el detective Mackey, me vino con ese cuento, no me creí ni una sola palabra. Supuse que esperaba que mostráramos una mayor predisposición a hablar si creíamos que se trataba de una agresión en lugar de un asesinato, y que Lexie podía contárselo todo en cualquier momento. Durante toda aquella semana di por descontado que nos estaba engañando. Pero entonces… -Levantó la cabeza y me miró, pestañeando, como si casi hubiera olvidado mi presencia-. Pero entonces llegaste tú. -Recorrió mi rostro con sus ojos-. El parecido es verdaderamente asombroso. ¿Eres, quiero decir, eras pariente de Lexie?

– No -contesté-. Al menos que yo sepa.

– No. -Daniel revisó sus bolsillos metódicamente, extrajo el cajetín de cigarrillos y el mechero-. Lexie nos explicó que no tenía familia. Quizás eso me indujera a pensar que tú no podías existir. La extrañeza inherente de esta situación jugó en tu favor en todo momento: cualquier sospecha de que tú no fueras Lexie debería haberse fundamentado en la hipótesis improbable de tu existencia. Debería haber recordado a Conan Doyle: «Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad». -Encendió el mechero e inclinó la cabeza para prender el cigarrillo-. Sabía que era imposible que Lexie estuviera viva. Yo mismo le comprobé el pulso.

El jardín enmudeció bajo la tenue luz dorada. Los pájaros callaron, las ramas se detuvieron a medio balanceo; la casa, un colosal silencio pendido sobre nosotros, escuchaba. Yo había dejado de respirar. Lexie sopló la hierba con una lluvia dorada de viento, se columpió en los espinos y luego se detuvo, ligera como una hoja, en la pared que había junto a mí, se deslizó por encima de mi hombro e incendió mi espalda como una llamarada espectral.

– ¿Qué sucedió? -pregunté, en voz muy baja.

– Sabes que no puedo explicártelo -respondió Daniel-. Como probablemente sospecharás, a Lexie la apuñalaron en la casa, en la cocina, para ser más exactos. No encontrarás restos de sangre: no la hubo en aquel momento, aunque sé que sangró después, y no encontrarás el cuchillo. No hubo premeditación ni intención de matarla. La perseguimos, pero para cuando la encontramos ya era demasiado tarde. Creo que es todo lo que puedo decir.

– De acuerdo -acepté-. Está bien. -Apoyé los pies con firmeza en las losas e intenté organizarme el pensamiento. Quería sumergir una mano en el estanque y refrescarme la nuca con agua, pero no podía permitirle a Daniel que intuyera mi estado y, de todos modos, dudo mucho que me hubiera servido de algo-. ¿Puedo decirte lo que creo que sucedió?

Daniel inclinó la cabeza e hizo un leve y cortés gesto con una mano: «Por favor».

– Creo que Lexie planeaba vender su parte de la casa. -No se sorprendió, ni siquiera pestañeó. Me observaba insulsamente, como un profesor en un examen oral, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo, apuntándola al agua, donde se extinguía con un siseo-. Y estoy bastante segura de por qué.

Estaba convencida de que reaccionaría a eso, completamente: debía de llevar un mes preguntándoselo, pero negó con la cabeza.

– No quiero saberlo -dijo-. La verdad es que, a estas alturas, ya no importa, si es que alguna vez importó. Creo que los cinco tenemos una vena despiadada, cada uno a su manera. Posiblemente tenga que ver con el territorio, con haber cruzado ese río y estar seguro de lo que se quiere. Y sin duda Lexie podía ser despiadada, pero no cruel. Cuando pienses en ella, por favor, recuérdalo. Nunca fue cruel.

– Iba a venderle su parte a tu primo Ned -rebatí-, al señor Apartamentos Para Ejecutivos en persona. A mí eso me suena a crueldad.

Daniel me desconcertó al estallar en carcajadas, una carcajada dura, sin humor.

– Ned -repitió, con una sonrisa artera en la comisura del labio-. Dios mío. A mí me preocupaba mucho más él que Lexie. Lexie, como tú, era muy terca: si decidía contarle a la policía lo ocurrido, lo haría, pero si no quería hablar, por muchos interrogatorios a los que la sometieran, no le habrían sacado ni mu. En cambio, Ned… -Exhaló un suspiro exasperado, expulsando el humo por la nariz, y sacudió la cabeza-. No es ya que Ned tenga una personalidad débil. Es que no tiene personalidad. Es un cero a la izquierda. No es más que un reflejo de lo que él considera que los demás quieren ver. Antes hablábamos de saber lo que se quiere… Ned estaba entusiasmado con el plan de reconvertir la casa en apartamentos de lujo o un club de golf, tenía montones de complejas proyecciones financieras que demostraban cuántos cientos de miles podíamos ganar a lo largo de los años, pero no tenía ni idea de por qué quería hacerlo. Ni la más mínima idea. Cuando le pregunté qué diablos pensaba hacer con todo ese dinero, porque no es que esté en la cola del racionamiento precisamente, se me quedó mirando perplejo, como si le hablara en otro idioma. Mi pregunta se le antojaba completamente incomprensible, a años luz de su marco de referencia. No es que se muriera de ganas de viajar alrededor del mundo, por ejemplo, o de dejar su trabajo y centrarse en pintar La gran obra maestra irlandesa. Ansiaba ese dinero simplemente porque todo lo que le rodea le había dicho que eso es lo que debía ansiar. Y le resultaba completamente inconcebible que nosotros cinco pudiéramos tener otras prioridades, prioridades que nosotros mismos habíamos establecido.

Apagó la colilla.

– Precisamente por eso -continuó- entenderás que era Ned quien más me preocupaba. Tenía todos los motivos del mundo para mantener la boca cerrada acerca de sus tratos con Lexie: confesar habría hecho saltar por los aires toda posibilidad de una venta y, además, vive solo y, por lo que yo sé, no tiene coartada; incluso él debe de darse cuenta de que nada podría impedir que se convirtiera en el principal sospechoso. No obstante, yo sabía que, si Mackey y O'Neill lo sometían a algo más que un interrogatorio superficial, todo eso habría saltado por los aires. Ned se habría transformado exactamente en lo que ellos quisieran: el testigo colaborador, el ciudadano preocupado de cumplir con su deber. Habría sido el fin del mundo, por supuesto (no tiene nada que ofrecer que constituya una prueba sólida), pero habría podido reportarnos un cúmulo de problemas y tensiones, y eso era lo último que necesitábamos. Por otro lado, yo no podía juzgarlo, no podía intuir lo que pensaba ni intentar alejarlo del desastre. A Lexie, a ti, sí la podía tener vigilada, hasta cierto punto, pero a Ned… Sabía que ponerme en contacto con él era la última cosa que me convenía hacer, pero confieso que tuve que hacer acopio de todo mi empeño para contenerme.

Ned era territorio pantanoso. No quería que Daniel pensara demasiado en él, en mis paseos, en las posibilidades.

– Debíais de estar furiosos -aventuré-. Todos vosotros, con ellos dos. No me sorprende que alguien la apuñalara.

Lo decía sinceramente. En muchos sentidos, lo más sorprendente es que Lexie hubiera llegado tan lejos.

Daniel calculó su respuesta; su rostro se asemejaba al de las noches, en el cuarto de estar, cuando se sumía en las profundidades de un libro, ajeno al mundo.

– Estábamos enfadados -corroboró-, al principio. Furiosos, destrozados; nos sentíamos ultrajados, saboteados desde dentro. Sin embargo, en cierta medida, lo mismo que al final te traicionó, jugó en tu favor al principio: la diferencia crucial entre Lexie y tú. Sólo alguien como Lexie, un ser sin ninguna noción de acción y consecuencia, habría sido capaz de regresar e instalarse de nuevo con nosotros como si nada hubiera ocurrido. De haber sido una persona ligeramente distinta, ninguno habría podido perdonarla y jamás te habríamos permitido volver a cruzar esa puerta. Pero Lexie… Todos sabíamos que nunca, en ningún momento, había pretendido herirnos; la devastación que estaba a punto de provocar jamás le había parecido una realidad palpable. Por eso… -suspiró larga y cansinamente-, por eso pudo regresar a casa.

– Como si nada hubiera ocurrido -concluí.

– Así lo creí. Nunca pretendió hacernos daño; ninguno de nosotros pretendió nunca herirla, mucho menos matarla. Creo que eso debería significar algo.

– Eso es lo que pensé -añadí-, que había sido un accidente. Lexie llevaba negociando con Ned un tiempo, pero antes de que pudieran llegar a un acuerdo, vosotros cuatro lo descubristeis de alguna manera. -De hecho, empezaba a tener una idea de cómo había ocurrido, pero no había motivo alguno para compartirla con Daniel. Me la guardaba para la traca final-. Intuyo que tuvisteis una fuerte discusión y, en medio del fragor, alguien apuñaló a Lexie. Probablemente ninguno de vosotros estuviera exactamente seguro de qué había sucedido; la propia Lexie tal vez pensara que simplemente le acababan de dar un pinchazo. Entonces salió de estampida con un portazo y corrió hasta la casucha. Quizá se había citado con Ned aquella noche. Quizá lo hiciera por instinto ciego, no lo sé. En cualquier caso, Ned no se presentó. Quienes la encontrasteis fuisteis vosotros.

Daniel suspiró.

– Más o menos, sí -confirmó-. A grandes rasgos, eso es lo que ocurrió. ¿Podemos dejarlo ahí? Ya sabes lo fundamental; los detalles adicionales no aportarían nada nuevo y, en cambio, causarían un daño considerable a varias personas. Era una persona encantadora, era complicada y ahora está muerta. Eso es lo único que importa.

– Bueno -objeté-. Está el asunto de quién la mató.

– ¿Se te ha ocurrido plantearte si a Lexie le hubiera gustado que investigaras eso? -preguntó Daniel, en un tono subyacente de intensa emoción en su voz-. Al margen de qué estuviera planeando hacer, nos amaba. ¿Crees que habría querido que tú hubieras acudido con el simple propósito de destruirnos?

Algo seguía curvándose en el aire, erizando las piedras bajo mis pies; algo tan alto como un campanario contra el cielo, temblando en el reverso de cada hoja.

– Fue ella quien me encontró -contesté-. Yo no fui en su busca. Ella vino a mí.

– Es posible que lo hiciera -dijo Daniel. Estaba inclinado hacia mí, por encima del agua, cerca, con los codos en las rodillas; tras las lentes de sus gafas, sus ojos aparecían agrandados, grises e insondables-. Pero ¿estás realmente segura de que lo que buscaba era venganza? Le habría resultado mucho más fácil correr hacia el pueblo, al fin y al cabo, llamar a una puerta y pedirle a algún vecino que alertara a la policía y enviara una ambulancia. Es posible que a los lugareños no les gustemos demasiado, pero dudo sinceramente que le hubieran negado asistencia a una mujer herida. En su lugar, fue directamente hacia esa casucha y simplemente permaneció allí, esperando. ¿Acaso nunca te has preguntado si ella quiso participar en su propia muerte y en la ocultación de la identidad de su asesino, si no consintió, si no decidió seguir siendo una de nosotros hasta el final? ¿Nunca te has planteado si, quizá, por su propio bien, deberías respetar eso?

El aire tenía un gusto extraño, dulce, meloso y salado.

– Sí -respondí. Me resultaba difícil hablar: las ideas parecían tardar una eternidad en llegar de mi pensamiento a mis labios-. Lo he hecho. No he dejado de preguntármelo todo el tiempo. Pero no hago esto por Lexie. Lo hago porque es mi trabajo.

Era un cliché como una catedral. Me salió de manera automática. Pero mis palabras parecieron fustigar el aire como un latigazo, sorprendente y potente como la electricidad, que atravesó como una bala las sendas de hiedra para ir a morir al agua, donde se extinguió entre un humo blanco. Por una milésima de segundo regresé a aquella primera escalera que crujía bajo mis pies, con las manos en los bolsillos y la vista alzada hacia el rostro desconcertado de aquel joven yonqui muerto. Recobré la sobriedad, una sobriedad fría como la piedra. El resplandor onírico se había disipado en el aire y el banco volvía a estar duro y húmedo bajo mi trasero. Daniel me observaba con una alerta desconocida en sus ojos, como si nunca antes me hubiera visto. En aquel instante caí en la cuenta de que lo que acababa de decirle era la verdad, posiblemente lo hubiera sido desde el principio.

– Bueno -respondió con sosiego-. En ese caso…

Se recostó, lentamente, en la pared, alejándose de mí. Hubo un largo y zumbante silencio.

– ¿Dónde…? -preguntó Daniel. Se detuvo un instante, pero mantuvo la voz firme-: ¿Dónde está Lexie ahora?

– En el depósito de cadáveres -aclaré-. No hemos sido capaces de ponernos en contacto con ningún familiar.

– Nosotros nos encargaremos de todo. Creo que ella lo preferiría así.

– El cadáver es una prueba de un caso de homicidio abierto -expliqué-. Dudo que nadie os lo vaya a entregar. Hasta que la investigación se cierre, Lexie permanecerá en la morgue.

No tenía necesidad de ser más explícita. Sabía qué estaba visualizando Daniel; mi mente guardaba un pase de diapositivas a todo color de esas mismas imágenes, a la espera de ser reproducido. Un minúsculo espasmo veló su rostro y le tensó la nariz y los labios.

– En cuanto averigüemos quién la mató -indiqué-, yo podría defender que os entregaran el cuerpo a vosotros, que vosotros erais su verdadera familia.

Por un segundo, le palpitaron los párpados; luego pareció perdido. Creo, aunque la perspectiva del tiempo no sirva de excusa, que ése era el aspecto de Daniel más fácil de pasar por alto: su pragmatismo implacable y letal, desdibujado bajo la vaga neblina de su torre de marfil. Un oficial en el campo de batalla abandona a su propio hermano muerto sin volver la vista atrás, mientras que el enemigo sigue cerrando el círculo, con el fin de salvar al resto de sus soldados vivos.

– Lógicamente -dijo Daniel-, te ruego que abandones esta casa. Los otros no regresarán hasta dentro de una hora; eso te dará tiempo suficiente para empaquetar tus cosas y hacer los arreglos convenientes.

No debería haberme sorprendido, pero tuve la sensación de que me abofeteaba en la cara. Buscó a tientas su paquete de tabaco.

– Prefiero que los demás no descubran quién eres. Supongo que imaginas cuánto los entristecería. Admito que no sé cómo gestionar esta situación, pero estoy seguro de que tú y el detective Mackey tenéis una estrategia de salida, ¿me equivoco? Alguna historia que os hayáis inventado para sacarte de aquí sin levantar sospechas.

Era lo lógico, la única alternativa. Te descubren y te vas, de inmediato. Yo tenía todo lo que una mujer de mi edad podía pedir. Había reducido nuestros sospechosos a cuatro, y Sam y Frank podrían retomar la investigación a partir de ese punto. Podía explicar por qué no estaba grabado: desconectar el cable del micrófono y afirmar que había sido un accidente (tal vez Frank no me creyese del todo, pero no le importaría), informar de las minucias de aquella conversación que me interesasen, regresar a casa inmaculada y triunfante, y hacer una reverencia de despedida. Pero no se me ocurrió hacerlo.

– Sí, la tenemos -contesté-. Si aviso, puedo estar fuera de aquí en un par de horas sin revelar mi identidad secreta. Pero no voy a hacerlo. No hasta que descubra quién mató a Lexie y por qué.

Daniel volvió la cabeza y me miró, y en ese segundo olí el peligro, claro y frío como la nieve. ¿Por qué no? Había invadido su hogar, su familia, e intentaba hacer naufragar ambas cosas para siempre. O él o uno de sus amigos había asesinado a una mujer anteriormente por pretender hacer eso mismo, y a menor escala. Daniel era lo bastante fuerte para hacerlo y muy posiblemente lo bastante inteligente para salir airoso, y mi revólver seguía en mi dormitorio. El riachuelo cantaba a nuestros pies y un escalofrío eléctrico me recorrió la columna y fue a morir a las palmas de mis manos. Le sostuve la mirada, sin moverme, sin pestañear.

Tras una larga pausa, levantó los hombros, en un gesto casi imperceptible, y vi su mirada perderse en su interior, absorta. Había rechazado la idea y avanzaba hacia otro plan; su mente estaba calculando opciones, ordenándolas, clasificándolas, conectándolas con más rapidez de la que yo era capaz de predecir.

– No lo harás -sentenció-. Supones que mi reticencia a herir a los demás te da ventaja; que, mientras continúen creyendo que eres Lexie, cuentas con la oportunidad de conseguir que hablen contigo. Pero créeme, todos ellos son plenamente conscientes de lo que hay en juego. No me refiero a la posibilidad de que uno o todos nosotros acabemos entre rejas; careces de pruebas que apunten hacia cualquiera de nosotros en particular, no tienes caso contra nosotros, ni a título individual ni colectivo, o de lo contrario ya habrías realizado los arrestos pertinentes hace tiempo y toda esta farsa habría sido innecesaria. De hecho, apostaría a que hasta hace apenas unos minutos ni siquiera sabías que vuestro objetivo estaba entre las cuatro paredes de Whitethorn House.

– Mantenemos abiertas todas las líneas de investigación -aclaré.Asintió.

– Tal como están las cosas, la cárcel es la menor de nuestras preocupaciones. Pero plantéate la situación, por un momento, desde el punto de vista de los demás: supon que Lexie está viva, sana y salva de nuevo en casa. Si ella averiguase lo ocurrido, significaría la ruina de todo por lo que tanto nos hemos esforzado. Supón que descubriera que Rafe, por elegir a uno de nosotros aleatoriamente, la hubiera agredido, asestándole una puñalada que casi le había costado la vida. ¿Crees que ella continuaría compartiendo la vida con él, sin temerle, sin resentimientos, sin sed de venganza?

– Pensaba que habías dicho que Lexie era incapaz de pensar en el pasado -repliqué.

– Sí, pero este asunto no tiene ni punto de comparación -rebatió Daniel con una sombra de acritud-. A él le costaría asumir que ella desestimaría todo el asunto como una simple discusión acerca de a quién corresponde ir a comprar leche. Y aunque Lexie hiciera tal cosa, ¿supones que podría mirarla día tras día sin apreciar el riesgo constante que ella presenta, el hecho de que en cualquier momento, con una sola llamada telefónica a Mackey u O'Neill, ella pudiera enviarlo a la cárcel? Recuerda que estamos hablando de Lexie: podría realizar esa llamada sin ni siquiera plantearse las consecuencias. ¿Cómo podría él seguir tratándola como lo había hecho siempre, bromear con ella, discutir con ella, incluso estar en desacuerdo con ella? ¿Y qué pasaría con el resto de nosotros, caminando sobre cáscaras de huevo, leyendo el peligro en cada mirada y en cada palabra que intercambiaran los dos, aguardando siempre al menor paso en falso para detonar una mina de tierra y hacerlo saltar todo en mil pedazos? ¿Cuánto tiempo crees que podríamos soportar una situación así?

Hablaba con voz serena y monótona. Volutas perezosas de humo ascendían desde la punta de su cigarrillo y levantó la cabeza para observarlas ampliarse y dibujar círculos en el aire a través de los revoloteantes haces de luz.

– Podríamos sobrevivir a toda la pantomima -continuó-. Lo que nos destruiría es saber que todos sabemos que es una pantomima. Tal vez suene extraño, sobre todo viniendo de un académico que aprecia el conocimiento por encima de todas las cosas, pero lee el Génesis o, mejor aún, lee a los Jacobeos: entendían hasta qué punto el conocimiento puede ser letal. Cada vez que estuviéramos en la misma estancia, ese conocimiento se interpondría entre nosotros como un cuchillo manchado de sangre y, al final, nos cercenaría de un tajo. Y ninguno de nosotros permitiría que algo así ocurriera. Desde el día que regresaste a esta casa hemos dedicado cada gota de nuestra energía a impedir que tal cosa sucediera, a restaurar nuestras vidas y recuperar la normalidad. -Sonrió levemente, arqueando una ceja-. Por decirlo de algún modo. Y confesarle a Lexie quién la apuñaló acabaría con toda esperanza de normalidad. Créeme, los demás no te lo confesarán.

Cuando uno está muy cerca de otras personas, cuando pasa demasiado tiempo con ellas y las ama profundamente, a veces pierde la perspectiva. A menos que Daniel estuviera marcándose un farol, acababa de cometer un último error, el mismo que venía cometiendo desde el principio. No veía a los otros cuatro tal cual eran, sino como deberían haber sido, como podrían haber sido en un mundo más cálido y amable. Había pasado por alto el descarnado hecho de que Abby, Rafe y Justin ya se estaban desintegrando, empezaban a caminar sobre el vacío; era un hecho que lo abofeteaba cada día en pleno rostro, que lo adelantaba en las escaleras como un hálito frío, que se colaba en el coche con nosotros por las mañanas y permanecía sentado, encorvado, entre nosotros en la mesa de la cena y, sin embargo, él no se había percatado ni una sola vez. Asimismo, había desatendido la posibilidad de que Lexie contara con sus propias armas secretas y me las hubiera entregado. Daniel sabía que su mundo se hacía añicos pero, por algún motivo, seguía imaginando a sus habitantes intactos en medio del naufragio: cinco rostros bajo un alud de nieve en un día de diciembre, fríos, luminosos, prístinos, atemporales. Por primera vez en todas aquellas semanas recordé que era mucho más joven que yo.

– Quizá no -contesté-. Pero tengo que intentarlo.

Daniel apoyó la cabeza contra la piedra de la pared y suspiró. De repente parecía terriblemente cansado.

– Sí -dijo-. Sí, supongo que sí.

– Es tu turno -añadí-. Puedes contarme lo sucedido ahora mismo, aprovechando que no llevo micro: me habré esfumado antes de que los demás regresen a casa y, cuando se produzcan los arrestos, será tu palabra contra la mía. O puedo quedarme aquí y correr el riesgo de que algo se grabe en una cinta.

Se pasó la mano por el rostro y se irguió, no sin esfuerzo.

– Soy perfectamente consciente -aclaró, observando su cigarrillo como si hubiera olvidado que lo sostenía entre los dedos- de que, llegados a este punto, no será posible un restablecimiento de la normalidad entre nosotros. De hecho, soy consciente de que todo nuestro plan probablemente fuera inviable desde un buen principio pero, como tú, no nos quedaba más opción que intentarlo.

Arrojó la colilla a las losas y la extinguió con la punta del zapato. Esa fría indiferencia volvía a cubrir su rostro, la máscara formal que utilizaba con los extraños, y su voz traslucía una nota crispada de irrevocabilidad. Lo estaba perdiendo. Mientras siguiéramos hablando así, yo tenía una oportunidad, por pequeña que fuera; pero en cualquier momento podía ponerse en pie y regresar al interior de la casa, y sería el fin.

De haber pensado que podía funcionar, me habría puesto de rodillas sobre aquella losa y le habría suplicado que se quedara. Pero hablamos de Daniel; mi única oportunidad era esgrimir la lógica, el razonamiento más puro y frío.

– Escucha -empecé a decir, en un tono uniforme-, estás subiendo las apuestas muy por encima de lo que conviene. Si consigo grabar a alguien, dependiendo de lo que diga, podría implicar un tiempo a la sombra para todos vosotros, para los cuatro: uno acusado de homicidio y los otros tres de cómplices o incluso de conspiración. ¿Qué os quedará entonces? ¿Qué podréis recuperar? Conociendo los sentimientos que el pueblo de Glenskehy alberga hacia vosotros, ¿qué posibilidades tenéis incluso de que la casa siga en pie cuando salgáis de la cárcel?

– Tendremos que arriesgarnos.

– Si me cuentas lo ocurrido, lucharé de vuestro lado hasta el final. Te doy mi palabra. -Daniel tenía todo el derecho a mirarme con ironía, pero no lo hizo. Me observaba con lo que interpreté el interés más manso y educado-. Tres de vosotros podéis salir impunes de esto y el cuarto puede afrontar cargos de homicidio sin premeditación en lugar de asesinato. No hubo premeditación: ocurrió durante una discusión, nadie quería que Lexie muriera, y yo puedo dar fe de que todos la queríais y que quienquiera que la apuñalase se encontraba bajo una coacción emocional extrema. El homicidio sin premeditación se salda con cinco años, quizá menos. Todo acabaría transcurrido ese plazo. El homicida saldría en libertad y los cuatro podríais dejar atrás todo este asunto y volver a la normalidad.

– Mi conocimiento de las leyes es fragmentario -alegó Daniel, inclinándose hacia delante para coger su vaso-, pero por lo que sé, y corrígeme si me equivoco, nada que el sospechoso declare durante un interrogatorio es admisible a menos que se le hayan leído sus derechos. Sólo por curiosidad, ¿cómo piensas leerles los derechos a tres personas que no tienen ni idea de que eres agente de policía?

Enjuagó de nuevo el vaso, lo colocó a contraluz y lo escudriñó para comprobar si estaba limpio.

– No lo haré -contesté-. No lo necesito. Todo lo que obtenga en cinta nunca será admisible en un tribunal, pero puede utilizarse para obtener una orden de arresto y también en un interrogatorio formal. ¿Crees que Justin, por poner un ejemplo, aguantaría si lo arrestaran a las dos de la madrugada y Frank Mackey lo interrogara durante veinticuatro horas ininterrumpidas, escuchando una cinta en la que describe el asesinato de Lexie de fondo?

– Una pregunta interesante -dijo Daniel.

Enroscó el tapón de la botella de whisky y la depositó con delicadeza en el banco, junto al vaso. El corazón me latía con fuerza.

– Nunca te lo juegues todo si tienes una mala baza -aconsejé-, a menos que estés completamente seguro de que eres mejor jugador que tu oponente. ¿Tú estás seguro?

Me dedicó una mirada vaga que podía significarlo todo.

– Deberíamos entrar -dijo-. Sugiero que les digamos a los demás que hemos pasado la tarde leyendo y recuperándonos de la resaca. ¿Te parece bien?

– Daniel -lo llamé, y se me cerró la garganta; me costaba respirar. Hasta que alzó la vista no me di cuenta de que mi mano estaba en su camisa.

– Detective -dijo Daniel. Me sonreía, tímidamente, pero sus ojos estaban muy quietos y profundamente apenados-. No puedes tenerlo todo. ¿Acaso has olvidado nuestra conversación de hace sólo unos minutos acerca del sacrificio inevitable? O eres una de nosotros o eres una policía: no puedes ser ambas cosas. Si alguna vez hubieras querido sinceramente ser una de nosotros, si lo hubieras ansiado más que nada en el mundo, nunca habrías cometido uno de esos errores y ahora no estaríamos sentados aquí. -Puso su mano sobre la mía, me la apartó de la manga y me la colocó en el regazo, con delicadeza-. ¿Sabes? En cierta manera, por extraño e imposible que pueda parecer, me habría encantado que hubieras escogido la otra opción.

– No intento sabotearos -me defendí-. Evidentemente, no puedo afirmar estar de vuestro lado, pero en comparación con el detective Mackey o incluso con el detective O'Neill… Si esto queda en sus manos, a menos que tú y yo colaboremos, será vuestro fin; son ellos quienes conducen esta investigación, no yo… y los cuatro cumpliréis la condena máxima por homicidio. Cadenas perpetuas. Daniel, me estoy esforzando tanto como puedo por impedir que eso suceda. Sé que tal vez no lo parezca, pero me estoy dejando la piel en ello.

Una hoja desprendida de la hiedra había caído en el riachuelo y había quedado atrapada en uno de los pequeños peldaños, agitándose contra la corriente. Daniel la recogió con cuidado y jugueteó con ella entre sus dedos.

– Conocí a Abby cuando empecé a estudiar en el Trinity -explicó-. Literalmente: era el día de la matrícula. Estábamos en el salón de exámenes, cientos de estudiantes haciendo cola durante horas; debería haber llevado conmigo algo para leer, pero no se me había ocurrido que pudiera tardar tanto rato. Arrastrábamos los pies bajo aquellos siniestros lienzos viejos, y todo el mundo, no sé bien por qué, hablaba entre susurros. Abby estaba tras de mí en la cola. Nuestras miradas se cruzaron, ella señaló uno de aquellos retratos y dijo: «Si dejas la mirada perdida, ¿no se parece muchísimo a uno de los Teleñecos?». -Sacudió el agua de la hoja y las gotitas volaron, brillantes como chispas de fuego en medio de los rayos de sol entrecruzados-. Incluso a esa edad -añadió-, yo era consciente de que mucha gente me consideraba inaccesible. Y la verdad es que no me preocupaba. Pero Abby no parecía creerlo, y eso me intrigó. Más tarde me confesó que al principio estaba muerta de vergüenza, no por mí en particular, sino por todo el mundo y todo lo que allí ocurría: una chica de las zonas urbanas deprimidas que se había pasado la vida yendo de un hogar de acogida a otro, arrojada allí en medio de aquellos muchachos y muchachas de clase media que consideraban la universidad y los privilegios un derecho inapelable. Entonces decidió que, si iba a reunir el coraje suficiente para hablar con alguien, entonces lo haría con la persona de aspecto más intocable que detectara. Éramos muy jóvenes, ya sabes.

»Una vez que nos hubimos matriculado, fuimos a tomar un café juntos y quedamos en vernos al día siguiente. Bueno, digo "quedamos", pero en realidad Abby me comentó: "Me he apuntado a la visita guiada por la biblioteca mañana a mediodía; te veo allí", y desapareció antes de que yo pudiera responderle nada. Para entonces yo ya sabía que la admiraba. Para mí era una sensación novedosa: no admiro a demasiadas personas. Pero era tan decidida, tan vivaracha; hacía que todo el mundo a quien yo había conocido hasta entonces pareciera pálido y siniestro. Probablemente hayas apreciado -Daniel sonrió vagamente, mirándome por encima de sus gafas- que tengo tendencia a contemplar la vida desde una cierta distancia. Siempre me había considerado un espectador, nunca un participante; siempre había creído que yo contemplaba tras un grueso muro de cristal al resto de personas encargándose de llevar adelante este negocio que es vivir y me fascinaba que lo hicieran con tanta facilidad, con una habilidad que daban por sentada y que yo jamás había conocido. Entonces Abby atravesó ese cristal y me agarró de la mano. Fue como un electrochoque. Recuerdo mirarla mientras atravesaba la Plaza Frontal (vestía una falda con flecos espantosa demasiado larga para ella en la que parecía haberse ahogado), recuerdo mirarla, repito, y caer en la cuenta de que estaba sonriendo…

»Justin estaba en la visita guiada por la biblioteca del día siguiente. Andaba uno o dos pasos rezagado tras el grupo y yo ni siquiera habría advertido su presencia de no ser por el hecho de que tenía un resfriado espantoso. Cada sesenta segundos aproximadamente soltaba un estornudo enorme, explosivo y mocoso que sobresaltaba a todo el mundo y hacía que estalláramos en risitas; entonces la cara de Justin adquiría un tono extraordinario de remolacha e intentaba desaparecer tras su pañuelo. Saltaba a la vista que era espantosamente tímido. Al final de la visita, Abby se volvió hacia él, como si nos conociéramos de toda la vida, y le dijo: "Vamos a comer, ¿te apuntas?". Creo que nunca antes había visto a nadie tan desconcertado. Se le quedó la boca abierta y farfulló algo que podía haber significado cualquier cosa, pero vino al Buttery con nosotros. Al final de aquel almuerzo ya era capaz de formular oraciones enteras, incluso interesantes. Compartíamos muchas lecturas y tenía un conocimiento profundo de la obra de John Donne que me asombró… Aquella tarde me sorprendí pensando que me caía bien, que ambos me caían bien, y que, por primera vez en mi vida, estaba disfrutando de la compañía de otras personas. No aparentas ser de esa clase de personas que tiene dificultades para hacer amistades; no estoy seguro de que puedas entender en qué grado aquello fue toda una revelación para mí.

»A Rafe lo encontramos una semana después, cuando empezaron las clases. Estábamos los tres sentados en la parte de atrás de un aula magna, esperando a que apareciera el profesor, cuando de repente la puerta que había justo a nuestro lado se abrió con ímpetu y apareció Rafe calado hasta los huesos, con el pelo aplastado y los puños cerrados: era evidente que venía de un atasco y que estaba de un humor de perros. Fue una entrada bastante espectacular. Abby exclamó: "¡Vaya! ¡Mirad! Si es el rey Lear", y Rafe se volvió hacia ella y gruñó (ya sabes cómo se pone): "¿Y cómo has llegado tú aquí, si puede saberse? ¿En la limusina de tu papaíto? ¿O subida a una escoba?". Justin y yo nos quedamos atónitos, pero Abby se limitó a soltar una carcajada y contestó: "En un zepelín", y empujó una silla en dirección a Rafe. Transcurrido un momento, él se sentó y murmuró: "Perdona". Y así fue. -Daniel sonrió, con la vista puesta en la hoja, una sonrisa leve e íntima tan tierna y fascinada como la de un amante-. ¿Cómo nos expusimos los unos a los otros? Abby hablando a la velocidad de la luz para ocultar su timidez; Justin semiasfixiado por la suya, Rafe arrancándole la cabeza a la gente a diestro y siniestro, y yo, yo era terriblemente serio. Fue ese año cuando aprendí a reír…

– ¿Y Lexie? -pregunté en voz muy baja-. ¿Cómo la encontrasteis?

– Lexie -repitió Daniel. La sonrisa barrió su rostro como el viento eriza el agua y se ensanchó-. ¿Quieres que te confiese algo? Ni siquiera recuerdo el día que la conocí. Abby probablemente se acuerde; deberías preguntárselo. Solamente recuerdo que, unas semanas después de que todos nos licenciáramos, parecía llevar con nosotros toda la vida. -Depositó la hoja con delicadeza en el banco, a su lado, y se secó los dedos con el pañuelo-. Siempre me dejó sin habla que los cinco nos hubiéramos encontrado, contra todo pronóstico, a través de todas las capas de fortificaciones blindadas que cada uno se había construido. En gran medida se lo debemos a Abby, claro está; nunca he sabido qué corazonada la impulsó a actuar de un modo tan certero; de hecho, no estoy seguro de que ella lo sepa tampoco, pero supongo que eso te explicará por qué he confiado en su instinto desde entonces, siempre. Habría sido aterradoramente fácil que no hubiéramos coincidido, que Abby o yo nos hubiéramos presentado una hora más tarde para matricularnos, que Justin hubiera rehusado nuestra invitación o que Rafe se hubiera mostrado un poco más insolente y nosotros nos hubiéramos apartado y lo hubiéramos dejado a su aire. ¿Entiendes ahora por qué creo en los milagros? Antes solía imaginar que el tiempo se plegaba sobre sí mismo, que las sombras de nuestros yos futuros se deslizaban de nuevo hasta los momentos cruciales, nos daban una palmadita en el hombro y nos susurraban: «¡Mira, mira allá! Ese hombre, esa mujer: son para ti; ésa es tu vida, tu futuro, moviéndose inquietos en esa línea, salpicando en la alfombra, arrastrando los pies a través de ese umbral. No te los pierdas». ¿Cómo si no podría haber sucedido algo así?

Se agachó, recogió las colillas de las losas de piedra, una a una.

– En toda mi vida -concluyó con sencillez- sólo he amado a cuatro personas.

Luego se puso en pie y atravesó el jardín en dirección a la casa, con la botella y el vaso colgando de una mano y las colillas en la otra.

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