Capítulo 15

Eran casi las once cuando llegué al castillo de Dublín. Quería cumplir la rutina diaria: desayuno, el trayecto en coche hasta el pueblo, todo el mundo yendo a estudiar a la biblioteca; imaginé que eso apaciguaría a los demás y les quitaría las ganas de acompañarme. Y funcionó. De hecho, Daniel sí preguntó, cuando vio que me ponía en pie y empezaba a ponerme la chaqueta:

– ¿Quieres que te acompañe para darte apoyo moral?

Pero yo negué con la cabeza y él se limitó a asentir y enfrascarse de nuevo en su lectura.

– No te olvides de señalar con el dedo temblequeante -me recomendó Rafe-. Dale ese gusto a O'Neill.

Una vez ante las puertas del edificio de la brigada de Homicidios, me amilané. Me sentía incapaz de franquear la entrada: registrarme en la recepción como visitante; mantener una charla trivial, alegre e insoportable con Bernadette, la administrativa; la espera bajo la mirada fascinada de alguien que pasaba por los pasillos como si nunca antes me hubiera visto. Telefoneé a Frank y le pedí que bajara a recogerme.

– Has llegado en un buen momento -comentó cuando asomó la cabeza por la puerta-. Justo estamos tomándonos una pausa para reevaluar la situación, por decirlo de algún modo.

– ¿Qué hay que reevaluar? -pregunté.

Sostuvo la puerta abierta para franquearme el paso, apartándose a un lado.

– Ya lo verás. Ha sido una mañana de lo más entretenida. La verdad es que le habéis dejado la cara hecha un cromo a nuestro hombre.

Tenía razón. John Naylor estaba sentado a la mesa de una sala de interrogatorios con los brazos cruzados, vestido con los mismos tejanos viejos y jersey de color indefinido, pero había perdido todo rastro de hermosura. Tenía los dos ojos a la funerala; un pómulo inflamado y morado; el labio inferior reventado, con una marca de sangre oscura, y el puente de su nariz lucía un aspecto blando terrible. Intenté recordar cómo sus dedos habían buscado mis ojos y su rodilla mi estómago, pero era incapaz de encajarlos con aquel tipo apaleado que se mecía sobre las patas traseras de la silla mientras canturreaba «The Rising of the Moon» [21] para sí mismo. Al verlo, al ver lo que le habíamos hecho, se me cerró la garganta.

Sam estaba en la sala de observación, apoyado en el vidrio espejado, con las manos embutidas en los bolsillos de su chaqueta y la vista fija en Naylor.

– Cassie -me saludó, con un pestañeo. Parecía agotado-. Hola.

– Madre mía -dije, señalando con la cabeza en dirección a Naylor.

– Dímelo a mí. Dice que se cayó de la bici y fue a dar de bruces contra un muro. Y no baja del burro.

– Le estaba explicando a Cassie -intervino Frank- que nos encontramos en una situación espinosa.

– Sí -convino Sam. Se frotó los ojos, como si acabara de despertarse-. Espinosa para calificarla de un modo suave. Hemos traído a Naylor en torno a ¿qué hora era?, ¿las ocho de la mañana? Y desde entonces lo estamos interrogando, pero no conseguimos sonsacarle nada; se limita a mirar la pared y tararear en voz baja. Canciones rebeldes, en su mayoría.

– Ha hecho una excepción en mi honor -añadió Frank-. Ha interrumpido el concierto el tiempo necesario para llamarme asqueroso capullo dublinés que debería avergonzarse de sí mismo por lamerle el culo a este británico occidental. Creo que le caigo bien. Pero el problema es el siguiente: conseguimos una orden de registro de su casa y la policía científica acaba de traernos lo que ha encontrado. Evidentemente, esperábamos hallar un cuchillo con rastros de sangre, ropa manchada de sangre o lo que sea, pero no han encontrado nada de nada. En su lugar… sorpresa, sorpresa. -Cogió un puñado de bolsitas de muestras de la mesa que había en un rincón y las agitó en el aire-. Échale un vistazo a esto.

Había un juego de dados de marfil, un espejo de mano con estructura de carey, una acuarela de un sendero rural pequeña y malísima, y un azucarero de plata. Incluso antes de darle la vuelta al azucarero y ver el monograma (una delicada M con floritura) supe de dónde procedían. Sólo conocía un lugar donde hubiera tal variedad de cachivaches: el alijo del tío Simon.

– Estaban bajo la cama de Naylor -informó Frank-, muy bien guardados en una caja de zapatos. Te garantizo que si buscas bien en la casa encontrarás un tarro para la crema a conjunto. Lo cual nos conduce a la siguiente pregunta: ¿cómo acabó todo este lote en el dormitorio de Naylor?

– Entró en la casa a robar -indicó Sam. Volvía a tener la vista clavada en Naylor, que estaba repantingado en su silla mirando el techo-. En cuatro ocasiones.

– Pero no se llevó nada.

– Eso no lo sabemos. Es lo que aseguraba Simon March, que vivía como un gorrino y se pasaba la mayor parte del tiempo borracho como una cuba. Naylor podría haber llenado una maleta con lo que le hubiera venido en gana y March ni se habría enterado.

– O… podría habérselo comprado a Lexie -aventuró Frank.

– Claro -dijo Sam- o a Daniel o a Abby o a Cómosellamen, o incluso al viejo Simon, ya puestos. Salvo porque no tenemos ninguna prueba que indique que así fue.

– Ninguno de los demás acabó apuñalado y registrado a ochocientos metros de la casa de Naylor.

Saltaba a la vista que estaban enzarzados en la misma discusión desde hacía rato; sus voces tenían un ritmo pesado, muy entrenado. Dejé las bolsas con las pruebas de nuevo en la mesa, me apoyé en la pared y me mantuve al margen.

– Naylor trabaja por poco más del salario mínimo y mantiene a sus padres, ambos enfermos -explicó Sam-. ¿De dónde diablos iba a sacar el dinero para comprar antigüedades caras? Y, además, ¿qué interés podría tener en ello?

– Tal vez lo haga -insinuó Frank- porque odia a la familia March con todas sus fuerzas y aprovecharía cualquier oportunidad para fastidiarles o porque, como bien has apuntado, está sin blanca. Es posible que él no tenga dinero, pero hay un montón de gente ahí fuera que sí lo tiene.

Tardé todo ese rato en darme cuenta de por qué discutían, de por qué el aire en aquella estancia podía cortarse con un cuchillo, de a qué venía tanta tensión. La brigada de Arte y Antigüedades puede parecer una estupidez, un puñado de eruditos con ínfulas de superioridad y chapas, pero su trabajo no es ninguna broma. El mercado negro se extiende por todo el mundo y está enmarañado con el crimen organizado en todas sus variantes. Hay gente que resulta herida en una red de tráfico donde la moneda de cambio engloba desde Picassos hasta Kalashnikovs o heroína; muchas personas mueren.

Sam emitió un ruido furioso de frustración, sacudió la cabeza y volvió a apoyarla contra el vidrio.

– Lo único que quiero -indicó- es descubrir si ese tipo es un asesino y, si es así, arrestarlo. Me importa un bledo a qué dedica el tiempo libre. Podría haber comerciado con la Mona Lisa y a mí me resbalaría. Si realmente crees que trafica con antigüedades, podemos entregárselo a la brigada de Arte una vez hayamos acabado con él pero, por el momento, es sospechoso de un homicidio. Y punto.

Frank enarcó una ceja.

– Das por sentado que no existe conexión. Observa el patrón. Hasta que esos cinco se mudaron a la casa, Naylor había estado arrojando ladrillos y realizando pintadas reivindicativas. Pero una vez se instalaron allí, lo intentó una o dos veces más y luego, así, sin más -chasqueó los dedos-, todo tranquilo en el Frente Occidental. ¿Por qué? ¿Crees acaso que aquellos cinco le caían simpáticos? ¿Que los vio renovar la casa y no quería estropear la nueva decoración?

– Lo persiguieron -argumentó Sam. Por el gesto de su boca interpreté que estaba a punto de perder los estribos-. No le gustó que se le encararan.

Frank soltó una carcajada.

– ¿Crees que una rencilla de ese tipo se desvanece así como así, de la noche a la mañana? Ni hablar del peluquín. Naylor encontró otro modo de causar estragos en Whitethorn House; de no ser así, no habría abandonado los actos vandálicos ni en un millón de años. Y mira qué ocurrió en cuanto Lexie dejó de servirle para robar antigüedades a hurtadillas. Dejó transcurrir unas cuantas semanas, por si ella se ponía en contacto de nuevo con él y, al no hacerlo, volvió a romper un cristal de una pedrada. El otro día no parecía que le importara mucho que se le encararan, ¿no te parece?

– ¿Quieres hablar de patrones de conducta? Bien, pues te voy a exponer yo uno. Cuando los cinco muchachos lo persiguieron, el diciembre pasado, su rencilla no hizo más que agravarse. No podía arremeter contra todos ellos a la vez, así que se dedicó a espiarlos y descubrió que una de las chicas tenía la costumbre de salir a pasear durante su ventana de acción, se dedicó a acecharla durante un tiempo y acabó matándola. Sin embargo, al descubrir que ni siquiera eso había hecho a derechas, la rabia volvió a apoderarse de él, hasta que perdió el control y lanzó una piedra por la ventana con la amenaza de incendiar la casa. ¿Qué crees que opina de lo que ocurrió la otra noche? Si la chica sigue merodeando por esos caminos sola, ¿qué crees que va a hacer él?

Frank hizo caso omiso de la pregunta.

– Lo que importa -me dijo a mí- es qué hacemos ahora con el Pequeño Johnny. Podemos arrestarlo por robo con allanamiento de morada, por vandalismo, por hurto o por lo que se nos antoje y cruzar los dedos para que acabe cediendo y nos revele datos sobre el apuñalamiento. O podemos volver a colocar todos estos artilugios debajo de su cama, agradecerle su amable colaboración con nuestras pesquisas, enviarlo a casa y comprobar adonde nos conduce.

En cierto sentido, tal vez aquella discusión era inevitable desde el principio, desde el mismísimo instante en que Frank y Sam se personaron en la escena del crimen. Los detectives de Homicidios son decididos y concentran sus esfuerzos en ir cercando la investigación de manera lenta e inexorable hasta suprimir los elementos superfluos y quedarse sólo con el asesino en el punto de mira. Los agentes encubiertos se alimentan en cambio de todo lo superfluo, de multiplicar sus apuestas y mantener todas las opciones abiertas: nunca se sabe dónde puede conducirte una tangente, qué fauna inesperada puede asomar la cabeza entre los matorrales si uno observa cada ángulo durante el tiempo suficiente; prenden todas las mechas que encuentran y aguardan a ver cuál hace explosión.

– ¿Y después qué, Mackey? -preguntó Sam-. Supongamos por un segundo que tienes razón, que Lexie le pasaba a ese tipo antigüedades para que las vendiera y que Cassie retoma su pequeño negocio. ¿Qué pasará entonces?

– Entonces -contestó Frank- yo mantendré una agradable conversación con la brigada de Arte y Antigüedades, me dirigiré a Francis Street y le compraré a Cassie un puñado de preciosas baratijas brillantes y replantearemos nuestra estrategia.

Sonreía, pero tenía los ojos posados en Sam, lo escudriñaba, lo observaba atentamente.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– El que haga falta.

La brigada de Arte y Antigüedades utiliza agentes de incógnito todo el tiempo, los cuales ejercen de compradores, de marchantes y de vendedores con soplones, y poco a poco se abren camino hacia los mandamases. Sus operaciones se prolongan durante meses, años incluso.

– Yo estoy investigando un maldito homicidio -espetó Sam-. ¿Recuerdas? Y no puedo arrestar a nadie por dicho homicidio mientras la víctima siga con vida y trapicheando con azucareros de plata.

– ¿Y? Arréstalo cuando se acabe la trama de las antigüedades, invéntate algo. En el mejor de los escenarios, estableceremos un móvil y un vínculo entre él y la víctima, y lo utilizaremos como palanca para obtener una confesión. En el peor de los supuestos, perderemos un poco más de tiempo. Que yo sepa, la Ley de Prescripción no corre en nuestra contra.

No había ni la más remota posibilidad de que Lexie se hubiera pasado los últimos tres meses vendiéndole a John Naylor el contenido de Whitethorn House por simple placer. Una vez que el resultado de su embarazo dio positivo, habría vendido lo que fuera necesario para levantar el vuelo, pero hasta entonces no.

Podría haberlo dicho; debería haberlo dicho. Pero Frank tenía razón en un aspecto: Naylor haría cualquier cosa por perjudicar Whitethorn House. Su impotencia lo estaba volviendo loco, como un gato enjaulado, y había decidido arremeter contra esa casa cargada con siglos de poder con rocas y latas de spray como únicas armas. Si alguien se le había acercado con unas cuantas baratijas hurtadas de la casa, algunas ideas brillantes acerca de posibles puntos de venta y una promesa de nuevos suministros, existía la posibilidad, una posibilidad nada desdeñable, de que no hubiera sido capaz de resistirse.

– Te propongo un trato -planteó Frank-. Vuelve a intentarlo con Naylor, pero en esta ocasión entra tú solo; es evidente que conmigo no congenia. Tómate todo el tiempo que necesites. Si suelta algo sobre el asesinato, lo que sea, aunque sea una simple pista, lo arrestamos, nos olvidamos por completo del asunto de las antigüedades, sacamos a Cassie de la casa y finiquitamos la investigación. Y si no suelta prenda…

– ¿Entonces qué? -quiso saber Sam.

Frank se encogió de hombros.

– Si tu plan no funciona, regresas aquí y mantenemos una pequeña charla acerca del mío.

Sam lo miró largamente.

– Nada de trucos.

– ¿Trucos?

– De entrar sin avisar. De llamar a la puerta cuando estoy a punto de obtener una confesión. Ese tipo de cosas.

Vi cómo a Frank se le tensaba un músculo de la mandíbula, pero se limitó a decir con insulsez:

– Nada de trucos.

– Está bien -replicó Sam, tras tomar aire-. Pondré toda la carne en el asador. ¿Te importa esperar por aquí un rato? La pregunta iba dirigida a mí.

– Claro que no -respondí.

– Es posible que necesite recurrir a ti, hacerte entrar, quizá. Se me ocurrirá algo en función de cómo evolucione la situación. -Posó los ojos en Naylor, que ahora canturreaba Follow Me Up to Carlow [22] a un volumen suficiente como para resultar molesto-. Deséame suerte.

Se arregló el nudo de la corbata y desapareció.

– ¿Tu novio acaba de insultar mi honor? -quiso saber Frank tan pronto como la puerta de la sala de observación se hubo cerrado a espaldas de Sam.

– Puedes desafiarlo a un duelo, si te apetece -repliqué.

– Yo juego limpio. Y tú lo sabes.

– Todos lo hacemos -añadí-. Simplemente tenemos un concepto distinto de lo que significa «jugar limpio». Y Sam no está seguro de que tu noción encaje del todo con la suya.

– Bueno, no nos compraremos una propiedad a medias -replicó Frank-. Sobreviviré. ¿Qué opinas tú de mi pequeña teoría?

Yo observaba a Naylor a través del cristal, pero notaba los ojos de Frank clavados en mi perfil.

– Aún no sé qué decir -contesté-. No he visto lo bastante a este tipo como para haberme formado una opinión.

– Pero sí has visto mucha parte de la vida de Lexie; de segunda mano, es cierto, pero aun así sabes tanto de ella como el que más. ¿Crees que sería capaz de algo como eso?

Me encogí de hombros.

– ¿Quién sabe? Lo único que sabemos de esta chica es que nadie sabe de lo que era capaz.

– Hace un momento estabas jugando tus cartas con demasiado secretismo. No es propio de ti mantener la boca cerrada tanto tiempo, al menos no cuando se supone que debes tener una opinión, en un sentido u otro. Me gustaría saber de qué parte podrías ponerte si tu chico sale de esa sala con las manos vacías y tenemos que retomar la discusión.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y Sam entró haciendo malabarismos con dos tazas de té. Parecía completamente despierto, casi desenfadado: la fatiga se evapora en el preciso instante en que te encuentras cara a cara con un sospechoso.

– Chissss -siseé-. Quiero ver esto.

Sam tomó asiento, emitió un gruñido de comodidad y le deslizó una de las tazas a Naylor, que estaba sentado frente a él.

– Veamos -empezó a decir; su acento rural se había intensificado como por arte de magia: éramos nosotros contra esos urbanitas-. Acabo de enviar al detective Mackey a ocuparse del papeleo. Lo único que hacía era molestarnos.

Naylor dejó de cantar y adoptó una actitud pensativa.

– No me gusta su comportamiento -aclaró Naylor al fin.

Vi la comisura del labio de Sam moverse.

– A mí tampoco. Pero no nos queda otro remedio que aguantarnos.

Frank rió por lo bajini, junto a mí, y se acercó más al vidrio. Naylor se encogió de hombros.

– Usted quizá sí. Yo no. Mientras él esté presente no hablaré.

– Estupendo -comentó Sam a la ligera-. Pues ahora ya se ha ido; pero no le pido que hable, le pido que me escuche. Me han contado que hace mucho tiempo sucedió algo en Glenskehy. Desde mi punto de vista, explicaría muchas cosas. Sólo necesito que me cuente la verdad.

Naylor lo miró con recelo, pero no reanudó su pequeño concierto.

– Veamos -continuó Sam, y le dio un sorbite a su té-. Hubo una joven de Glenskehy, alrededor de la Primera Guerra Mundial…

La historia que narró era una mezcla delicada de lo que él mismo había descubierto en Rathowen, de lo que yo había extraído de la obra maestra del tío Simon y de un relato protagonizado por Lillian Gish. Se entretuvo en todos los detalles: el padre de la joven la había echado de casa y la muchacha se halló mendigando por las calles de Glenskehy, los lugareños le escupían al pasar por su lado, los niños le tiraban piedras… Y lo coronó todo con una leve insinuación de que la muchacha había sido objeto de un linchamiento por parte de una muchedumbre enfurecida de conciudadanos. La banda sonora de aquella película sin duda incluía un destacable fragmento de cuerda.

Para cuando concluyó con su culebrón, Naylor volvía a mecerse en la silla y lo observaba con una mirada glacial de desprecio.

– ¡Pero ¿de dónde ha sacado ese cuento?! -preguntó alarmado-. ¡Eso es mentira! ¡Es la mayor gilipollez que he oído en mi vida! ¿Quién le ha contado eso?

Sam se encogió de hombros y contestó:

– Es lo único que he logrado averiguar hasta el momento. Y a menos que alguien me saque de mi error, no me queda más remedio que creérmelo.

La silla crujía, un ruido monótono y enervante.

– Dígame, detective -lo invitó Naylor-, ¿qué interés siente usted por la gente de por aquí y nuestras viejas historias? En Glenskehy somos personas normales, ¿sabe? No estamos acostumbrados a captar la atención de hombres importantes como usted.

– Eso es todo lo que nos ha dicho hasta ahora, en el coche -me explicó Frank, mientras se ponía cómodo apoyando un hombro en el marco de la ventana-. Nuestro tipo sufre una ligera manía persecutoria.

– Chissss.

– Ha habido un pequeño incidente en Whitethorn House -indicó Sam-. Estoy seguro de que ya está al corriente de ello. Se nos ha informado de que entre la casa y los habitantes de Glenskehy hay malas vibraciones. Necesito conocer exactamente los hechos para determinar si existe o no alguna vinculación.

Naylor soltó una carcajada tosca y sin humor.

– Malas vibraciones -repitió-. Supongo que puede llamárselo así, sí. ¿Es eso lo que le han explicado los de la casa?

Sam se encogió de hombros.

– Se han limitado a decirnos que no los recibieron bien en el pub. Posiblemente no deberían haber ido, eso es cierto, puesto que no son de por aquí.

– ¡Qué suerte tienen! Se arma un poco de barullo y surgen detectives de debajo de las piedras. ¿Dónde están ustedes cuando somos los lugareños quienes tenemos problemas? ¿Dónde estaban cuando colgaron a aquella joven? Se dedicaron a archivarlo como un suicidio y regresar al pub.

Sam arqueó las cejas.

– ¿Acaso no fue un suicidio?

Naylor lo observó atentamente; sus ojos hinchados y semicerrados conferían a su mirada un aspecto torvo, peligroso.

– ¿De verdad quiere saber lo que ocurrió?

Sam hizo un leve gesto con una mano, indicando un: «Le escucho». Transcurrido un momento, Naylor apoyó las patas delanteras de la silla, alargó los brazos y entrelazó las manos alrededor de la taza: uñas rotas, costras oscuras en los nudillos.

– Aquella joven trabajaba como criada en la casa -narró-. Y uno de los muchachos de allí, uno de los March, se encaprichó con ella. Quizá fuera lo bastante boba para creer que él se casaría con ella, o quizá no pero, fuera como fuese, se metió en un lío. -Miró a Sam con ojos de ave de rapiña hasta cerciorarse de que lo entendía-. Nadie la echó de casa. Apostaría lo que fuera a que su padre tuvo un ataque de cólera y pensó en tenderle una emboscada al joven March en los caminos una noche cerrada, pero habría sido una locura ejecutar aquel plan. Una insensatez. Aquello ocurrió antes de la independencia, ¿entiende? Todo Glenskehy pertenecía a los March. Fuera quien fuese esa muchacha, eran los propietarios de la casa de su padre; una palabra fuera de lugar y toda su familia habría quedado en la calle. Así que no hizo nada.

– Supongo que no debió de resultarle fácil -apuntó Sam.

– Más fácil de lo que usted cree. La mayoría de las personas sólo tenían los tratos justos y necesarios con Whitethorn House. Tenía mala reputación. Es por el árbol encantado, ¿entiende? -Sonrió a Sam, con una sonrisa ambigua-. Aún hay gente que no se atrevería a caminar bajo un espino de noche, aunque no sabrían explicarle por qué. Ahora sólo quedan resquicios, pero entonces la superstición estaba a la orden del día. La causa era la oscuridad: no había electricidad y en las largas noches de invierno uno podía ver lo que se le antojase entre las sombras. Muchos creían que los habitantes de Whitethorn House tenían tratos con las hadas, o con el diablo, en función de cada cual. -De nuevo esa sonrisa fría, rápida y chueca-. ¿Qué opina usted, detective? ¿Cree que todos éramos locos asilvestrados por aquel entonces?

Sam negó con la cabeza.

– En la granja de mi tío hay un anillo de las hadas -dijo Sam con naturalidad-. Mi tío asegura que no cree en las hadas, que nunca lo ha hecho, pero ara la tierra alrededor de él.

Naylor asintió.

– Eso es lo que decían las gentes de Glenskehy cuando aquella muchacha apareció embarazada. Dijeron que se había acostado con uno de los brujos de la casa y que llevaba en su seno a un vástago suyo. Y le dieron su merecido.

– ¿Creían que el bebé sería una amenaza?

– ¡Caray! -exclamó Frank-. Es la vida, pero no como la conocemos.

Se agitaba mientras intentaba contener la risa. Me dieron ganas de darle un puntapié.

– Sí, eso creían -confirmó Naylor con frialdad-. Y deje de mirarme de ese modo, detective. Hablamos de mis bisabuelos, y de los suyos también. ¿Acaso puede jurarme que usted no habría creído lo mismo de haber nacido en aquella época?

– Los tiempos cambian -terció Sam, asintiendo con la cabeza.

– No obstante, no todo el mundo opinaba lo mismo. Solamente unos cuantos, los ancianos, principalmente; aun así, eran suficientes como para que llegara a oídos de su hombre, el padre del bebé. Y éste, o bien quiso deshacerse del niño o sólo estaba esperando una excusa o estaba loco desde buen principio. Muchos de los inquilinos de la casa eran lo que llamaríamos «raritos»; quizás eso explique por qué se difundió la creencia de que trataban con hadas. Él lo creía, sea como fuere. Pensaba que había algo malo en él, en su sangre, y que ese algo sería la desgracia de aquel niño. -Ladeó aquella boca rota-. De manera que una noche se citó con la joven, antes de que diera a luz. Y ella acudió a su llamada, despreocupada: era su amante, ¿no es cierto? Pensaba que iba a solucionarles el porvenir, a ella y a su bebé. Pero en lugar de ello, él llevó consigo una soga y la colgó de un árbol. Ésa es la pura verdad. Todo el mundo en Glenskehy lo sabe. Aquella muchacha no se suicidó y ningún otro habitante del pueblo la mató. El padre del bebé la asesinó porque tenía miedo de su propio hijo.

– ¡Pandilla de chalados! -exclamó Frank-. Parece mentira: sales de Dublín y te encuentras en otro universo. Jerry Springer [23] se queda en mantillas.

– Descanse en paz -dijo Sam en voz baja.

– Sí -se sumó Naylor-. Descanse en paz. Su gente prefirió clasificarlo como suicidio antes que arrestar a uno de los nobles del caserío. A ella la enterraron en suelo sin consagrar, junto con su hijo.

Podía ser verdad. Cualquiera de las versiones oídas podía ser verídica, cualquiera o ninguna; no había manera de saberlo a ciencia cierta, se remontaban varios siglos atrás. El dato relevante es que Naylor creía su relato a pies juntillas. No actuaba como un hombre culpable, pero eso significa menos de lo que a simple vista pueda parecer. Era tal la rabia que lo consumía, como denotaba esa intensidad amarga en su voz, que podía estar perfectamente convencido de que nada lo haría sentirse culpable. El corazón me latía con fuerza. Pensé en los demás, con las cabezas gachas en la biblioteca, aguardando mi regreso.

– ¿Y por qué nadie del pueblo me lo ha contado? -quiso saber Sam.

– Porque no es asunto suyo. No queremos que nos conozcan por eso: el pueblo chiflado donde un lunático mató a su hijo bastardo por ser el diablo. En Glenskehy somos gente decente. Somos personas normales, no somos idiotas ni salvajes, y no queremos servir de hazmerreír a nadie, ¿me entiende? Sólo queremos que nos dejen en paz.

– Pues hay alguien que no olvida esta historia -señaló Sam-. Han aparecido pintadas que decían «ASESINOS DE BEBÉS» en Whitethorn House en dos ocasiones. Alguien arrojó una piedra a través de la ventana de esos muchachos anteanoche y se las vio con ellos cuando lo persiguieron. Hay alguien obstinado en que ese niño no descanse en paz.

Un largo silencio. Naylor se revolvió en su silla, se tocó el labio partido con un dedo y comprobó si le sangraba. Sam esperó.

– Bueno, la historia no acabó con el bebé -añadió al fin-. Fue un suceso horroroso, claro está, pero sólo sirvió para demostrar que esa familia es de mala calaña. Todos ellos, sin excepción. No se me ocurriría otro modo de describirlo.

Naylor estaba a punto de confesarse por la pintada, pero Sam lo pasó por alto, a propósito: iba tras algo más importante.

– ¿Y cómo son? -preguntó.

Sam estaba recostado en su silla, con la taza en equilibrio sobre su rodilla, con aire tranquilo e interesado, como un hombre aposentado para pasar una larga y agradable noche en su bar habitual.

Naylor volvió a toquetearse el labio, con expresión ausente. Se esforzaba por encontrar las palabras exactas.

– ¿Sus pesquisas sobre Glenskehy le han bastado para averiguar el origen del pueblo?

Sam sonrió.

– Mi gaélico está muy oxidado. Significa «cañada de los espinos», ¿me equivoco?

Naylor hizo un rápido movimiento de cabeza, impaciente.

– No, no, no me refiero al nombre. Me refiero al lugar. Al pueblo. Glenskehy. ¿Cuál cree que es su origen?

Sam sacudió la cabeza.

– Lo fundaron los March. Lo construyeron para su propio disfrute. Cuando les entregaron las tierras ordenaron erigir esa casona y trajeron a gentes para que trabajaran a su servicio: criadas, jardineros, personal para cuidar de los establos, guardabosques… Querían tener a sus sirvientes en sus tierras, bajo su yugo, para poderlos mantener a raya; pero no les apetecía tenerlos demasiado cerca, no querían oler la peste de los campesinos. -Su boca dibujó una sonrisa chueca a medio camino entre el asco y la maldad-. De manera que construyeron la aldea para que vivieran sus subditos. Como si alguien se mandara instalar una piscina, un invernadero o una cuadra llena de ponis: unas gotitas de lujo para vivir la vida más cómodamente.

– Ése no es modo de tratar a seres humanos -lamentó Sam-. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

– Cierto, hace mucho tiempo. Precisamente un tiempo en el que Glenskehy tenía alguna utilidad para los March. Pero ahora que ya no les sirve para satisfacer sus placeres se limitan a contemplar cómo agoniza el pueblo. -La voz de Naylor había adquirido un matiz distinto, volátil y peligroso y, por primera vez, sus distintas caras coincidieron en mi pensamiento: la del hombre que le relataba leyendas locales a Sam y la de la criatura salvaje que me había intentado arrancar los ojos en aquel sendero sombrío-. El pueblo se cae a pedazos. En unos años más ya no quedará ni rastro de él. Los únicos que permanecen son los que están atrapados, como yo mismo, mientras que el lugar muere y los arrastra a la nada con él. ¿Sabe por qué no fui a la universidad?

Sam negó con la cabeza.

– No soy ningún tonto. Tenía nota para entrar. Pero tuve que quedarme en Glenskehy a cuidar de mis padres y no hay ningún empleo en el pueblo que requiera tener formación universitaria. Aquí uno únicamente puede dedicarse a la agricultura o a la ganadería. ¿Para qué necesitaba un título universitario? ¿Para palear estiércol en la granja de otro? Empecé a hacerlo el día después de salir de la escuela. No me quedó otra alternativa. Y hay decenas de personas como yo.

– Pero eso no es culpa de los March -apuntó Sam con sensatez-. ¿Qué podían hacer ellos?

Aquel ladrido por carcajada una vez más.

– Podían haber hecho muchas cosas. Muchas. Hace cuatro o cinco años apareció un individuo por el pueblo, un hombre de Galway, como usted. Era un constructor. Le interesaba comprar Whitethorn House para transformarla en un hotel de lujo. Quería remodelarla: añadirle nuevas alas y erigir edificios aledaños, un campo de golf y toda la pesca; aquel tipo tenía grandes planes. ¿Se imagina lo que eso habría podido suponer para Glenskehy?

Sam asintió.

– Muchos puestos de trabajo.

– Mucho más que eso. Turistas, nuevos negocios interesados en satisfacer sus demandas, inmigrantes venidos a trabajar en esos negocios. La juventud se habría quedado en el pueblo, en lugar de largarse a Dublín a la menor oportunidad. Se habrían construido casas nuevas y se habrían pavimentado carreteras decentes. Una escuela propia de nuevo, en lugar de tener que enviar a nuestros hijos a Rathowen. Empleo para maestros, un médico, quizás incluso agentes inmobiliarios: gente con cultura. No todo de golpe, claro está. Habría necesitado varios años, pero una vez la bola echa a rodar… Era justo lo que necesitábamos: un empujoncito. Una oportunidad única. Y Glenskehy habría resucitado.

Cuatro o cinco años atrás, justo antes de que empezaran los ataques a Whitethorn House. Encajaba en mi perfil a las mil maravillas, pieza por pieza. Imaginar aquella casa transformada en un hotel me hizo sentir mucho mejor acerca del aspecto del rostro de Naylor pero, aun así, era imposible no dejarse arrastrar por la pasión con la que hablaba, no ver aquella imagen bulliciosa de la que se había enamorado, su pueblo lleno de vida y esperanza de nuevo, resucitado.

– ¿Y qué sucedió? ¿Se negó Simon March a vender? -preguntó Sam.

Naylor asintió lentamente, enfadado; hizo un mohín de dolor y se acarició su mandíbula hinchada.

– Un hombre solo en una casa en la que caben decenas de personas… ¿Para qué la necesitaba? Pero se negaba a vender. Esa casa no ha traído más que problemas desde el primer día en que se construyó y, sin embargo, él prefirió aferrarse a ella y vivir a lo grande antes que tener un gesto altruista. Y la historia se repitió a su muerte: ese muchacho no había puesto un pie en Glenskehy desde que era niño, no tiene familia ni necesita esa casa para nada, pero la retuvo. Ésa es la calaña de gente que son los March. Así es como han sido siempre. Se quedan con lo que quieren y el resto del mundo que arda en el infierno.

– Es la casa de la familia -señaló Sam-. Quizá le tengan cariño.

Naylor levantó la cabeza y clavó la mirada en Sam, con sus pálidos ojos centelleando entre toda la hinchazón y los cardenales.

– Si un hombre construye algo -afirmó-, tiene el deber de cuidarlo. Al menos un hombre decente. Si uno concibe un niño, su deber es cuidar de él mientras viva; no tiene derecho a matarlo porque así convenga a sus intereses. Si construyes un pueblo, tu responsabilidad es ocuparte de él y hacer lo necesario para mantenerlo con vida. No tienes derecho a quedarte de brazos cruzados y contemplar cómo muere sólo para poder conservar tu casa.

– La verdad es que en eso le doy la razón -comentó Frank a mi lado-. Quizá tengamos más en común de lo que pensábamos.

Yo prácticamente no lo escuchaba. Había cometido un grave error en mi perfil: aquel hombre nunca habría apuñalado a Lexie por llevar a un bebé suyo en su seno, ni siquiera por vivir en Whitethorn House. Yo había imaginado que se trataba de un vengador obsesionado con el pasado, pero era mucho más complicado y feroz que eso. Lo que lo obsesionaba era el futuro, el futuro de su hogar, que se escurría como el agua. El pasado era el hermano siamés oscuro envuelto alrededor de ese futuro, dirigiéndolo, conformándolo.

– ¿Eso es lo único que les pedía a los March? -preguntó Sam sin alterarse-. ¿Que eligieran la opción más decente, es decir, vender y darle una oportunidad a Glenskehy?

Tras una larga pausa, Naylor asintió, con una sacudida seca y reticente.

– Y pensó que la única manera de conseguirlo era mediante amenazas.

Un nuevo cabeceo. Frank silbó, bajito, entre los dientes. Yo contenía la respiración.

– Y no se le ocurrió mejor manera de asustarlos -continuó Sam, pensativo y práctico- que hacerle un cortecito a uno de ellos, una noche cualquiera. Nada serio, digamos; ni siquiera pretendía matarla. Era una simple advertencia: «No sois bienvenidos».

Naylor dejó la taza en la mesa de un golpe y apartó la silla hacia atrás con brusquedad, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Yo nunca le he hecho daño a nadie. Jamás.

Sam arqueó las cejas.

– Pues alguien peleó de lo lindo con tres de los muchachos de Whitethorn House la misma noche que a usted le salieron todos esos moretones.

– Eso fue una pelea. Una pelea honesta: eran tres contra uno. ¿Acaso no ve la diferencia? Podría haber matado a Simon March una docena de veces, si hubiera querido. Pero nunca le puse un dedo encima.

– Claro, pero Simon March era un anciano. Usted sabía que en pocos años fallecería, como sabía que existía una posibilidad razonable de que sus herederos vendieran la casa y se largaran de Glenskehy. Podía permitirse la espera.

Naylor empezó a articular una respuesta, pero Sam continuó hablando, con voz desapasionada y densa, interrumpiéndolo.

– Sin embargo, una vez que el joven Daniel y sus amigos se instalaron, la historia cambió por completo. No pensaban marcharse a ningún sitio y un poco de pintura en las paredes no los amedrentaba. De manera que tuvo que subir su apuesta, ¿no es cierto?

– No. Yo nunca…

– Quiso hacerles saber, alto y claro: «Marchaos de aquí, si sabéis lo que os conviene». Había visto a Lexie Madison salir a pasear, tarde, por la noche… quizá la había seguido anteriormente, ¿es así?

– Yo no…

– Salía del pub. Estaba borracho. Tenía un cuchillo. Pensó en los March dejando morir Glenskehy y decidió acercarse hasta allí para poner fin a su pesadilla de una vez por todas. Quizá sólo pretendía amenazarlos, ¿fue eso lo que ocurrió?

– No…

– Entonces ¿cómo ocurrió, John? Explíquemelo. ¿Cómo?

Naylor se dejó caer hacia delante, levantó los puños y emitió un gruñido; estaba a punto de saltar sobre Sam.

– ¡Me da asco! Esos niñatos de la casa lo llamaron de un silbido, y usted acudió corriendo como un buen perro. Le van lloriqueando acerca del campesino molesto que no sabe cuál es su lugar y usted me trae aquí y me acusa de apuñalar a uno de ellos. ¡Todo esto es una patraña! Quiero que se marchen de Glenskehy y, créame, acabarán haciéndolo, pero en ningún momento se me ha ocurrido hacerles daño. Nunca. No les daría esa satisfacción. Cuando hagan las maletas y se larguen, quiero estar allí para despedirlos.

Debería haber sido un chasco, pero me hirvió la sangre, se me atragantó y me cortó la respiración. Me pareció… me apoyé de espaldas en el cristal, con la cara oculta de Frank para que no me viera…, me pareció una especie de indulto. Naylor continuaba con su perorata:

– Esos capullos lo han utilizado para que me haga entrar en vereda, del mismo modo que llevan tres siglos utilizando a la policía y a todo el mundo. Pero permítame decirle una cosa, detective, lo mismo que le diría a quien sea que le haya contado todas esas chorradas acerca de un linchamiento multitudinario: puede buscar tanto como quiera en Glenskehy, pero no encontrará nada. Nadie del pueblo apuñaló a esa muchacha. Sé que resulta difícil perseguir a un rico en lugar de a un pobre pero, si lo que busca es un criminal y no un chivo expiatorio, entonces será mejor que lo haga en Whitethorn House. Nosotros no criamos asesinos.

Cruzó los brazos, inclinó la silla sobre las patas traseras y empezó a tararear The Wind that Shakes the Barley. [24] Frank se apartó del cristal y rió en voz baja, para sus adentros.


Sam siguió intentándolo durante más de una hora. Repasó cada incidente de vandalismo, uno por uno, retrotrayéndose cuatro años y medio; listó las pruebas que vinculaban a Naylor con la piedra y con la reyerta, algunas de ellas contundentes (los morados, mi descripción) y otras inventadas (huellas dactilares, análisis grafológico); regresó a la sala de observación a recoger las bolsas con las pruebas, sin mirarnos ni a Frank ni a mí, y las soltó en la mesa, delante de las narices de Naylor; lo amenazó con arrestarlo por allanamiento de morada, asalto con un arma letal, todo salvo homicidio. A cambio obtuvo el canturreo de The Croppy Boy, Four Green Fields y, para cambiar de tercio, She Moved through the Fair. [25]

Al final no le quedó más remedio que rendirse. Transcurrió un largo rato desde el momento en que dejó a Naylor en la sala de interrogatorios y su entrada en la sala de observación, con las bolsas de las pruebas colgando de una mano y el agotamiento de nuevo cubriendo su rostro como un velo, más denso que nunca.

– A mi juicio, ha ido bastante bien -observó Frank alegremente-. Incluso podías haber obtenido una confesión por vandalismo, de no haber ido tras el premio gordo.

Sam le prestó oídos sordos.

– ¿Tú qué opinas? -me preguntó.

Desde mi punto de vista, sólo quedaba una posibilidad, un motivo por el que Naylor pudiera haber reaccionado mal hasta el punto de haber apuñalado a Lexie: si hubiera sido el padre del bebé y ella le hubiera explicado que pensaba someterse a un aborto.

– No lo sé -contesté-. De verdad que no.

– Yo no creo que sea nuestro hombre -replicó Sam.

Arrojó las bolsas con las pruebas en la mesa y se apoyó cansinamente en ella, echando la cabeza hacia atrás. Frank parecía divertido.

– ¿Te vas a rendir sólo porque ha soportado la presión una mañana? Tal como lo veo yo, es un quesito: móvil, oportunidad, modo de pensar… ¿Sólo porque te cuente una gran historia vas a arrestarlo bajo cargo de vandalismo por ebriedad y tirar por la borda la oportunidad de acusarlo de homicidio?

– No lo sé -repondió Sam. Se frotó los ojos con las palmas de las manos-. Ahora mismo no sé qué voy a hacer.

– Ahora mismo -le anunció Frank- vamos a poner en práctica mi plan. Lo prometido es deuda: tus tácticas no nos han llevado a ninguna parte. Suelta a Naylor, deja que Cassie compruebe si puede hacer negocios con antigüedades con él y veamos si eso nos conduce más cerca del apuñalamiento.

– A este tipo le importa un carajo el dinero -opinó Sam, sin mirar a Frank-. Lo único que le importa es su pueblo y los perjuicios que le ha ocasionado Whitethorn Flouse.

– Entonces se mueve por una causa. Y nada hay más peligroso en este mundo que un fanático. ¿Hasta dónde crees que llegaría por defender su causa?

Ése es uno de los problemas de discutir con Frank: cambia las reglas del juego antes de que te dé tiempo a darte cuenta y pierdes todo el rato la pista de sobre qué estabais discutiendo en un principio. Me era imposible determinar si de verdad creía en aquella trama de las antigüedades o si sencillamente, a aquellas alturas, estaba dispuesto a probar lo que fuera para intentar batir a Sam.

Sam empezaba a parecer aturdido, como un boxeador después de encajar demasiados ganchos.

– No creo que sea un asesino -repitió con obstinación-. Y no entiendo qué te induce a pensar que es un marchante de antigüedades. Nada apunta en tal sentido.

– Preguntémosle a Cassie -sugirió Frank, que me observaba atentamente. A Frank siempre le ha gustado jugar, pero en aquellos momentos deseé saber qué le movía a apostar-. ¿Tú qué crees, pequeña? ¿Le ves alguna posibilidad a la trama de las antigüedades?

Millones de ideas se agolparon en mi pensamiento en aquel preciso instante: la sala de observación, que me conocía de memoria, hasta la mancha de la alfombra justo donde había derramado una taza de café hacía dos años, y que ahora me acogía en calidad de visitante; mis trajes de Barbie Detective colgando en el armario de casa y el asqueroso carraspeo de cada mañana de Maher; los demás esperándome en la biblioteca, y la fresca fragancia a lirios de los valles de mi dormitorio en la casa envolviéndome suavemente, como una gasa.

– Podría ser -contesté-, sí. No me sorprendería.

Sam, quien, para ser justos, llevaba ya un día de perros, acabó por perder la paciencia.

– ¡Pero ¿qué dices, Cassie?! ¿Te has vuelto loca? Es imposible que te creas esa estupidez. ¿De parte de quién estás?

– Intentemos no plantearlo en esos términos -intervino Frank virtuosamente. Se había apoyado cómodamente en una pared, con las manos en los bolsillos, como si fuera un mero espectador de los acontecimientos-. Aquí todos estamos del mismo bando.

– Déjalo en paz, Frank -le ordené con brusquedad, antes de que Sam perdiera los estribos-. Y Sam, yo estoy de parte de Lexie. Ni de Frank ni tuya, de ella, ¿lo entiendes?

– Precisamente eso es lo que me asusta. -Sam se percató de mi mirada de desconcierto-. ¿Qué te creías? ¿Que sólo me preocupa este gilipollas? -Frank se señaló a sí mismo con un dedo y puso cara de sentirse herido-. Él ya es lo bastante insensato, de eso no hay duda, pero al menos puedo tenerlo controlado. Pero esa chica… Estar de su parte es estar en un lugar muy, pero que muy equivocado. Sus compañeros de casa estuvieron siempre de su parte y, si Mackey está en lo cierto, ella los estaba vendiendo al mejor postor, sin inmutarse. Su novio en Estados Unidos también estaba de su parte, la amaba, y mira lo que le hizo. Ese pobre idiota está hundido. ¿Has leído la carta?

– ¿Carta? -le pregunté a Frank-. ¿Qué carta?

Frank se encogió de hombros.

– Chad le envió una carta, que está en custodia de mi amigo del FBI. Muy conmovedora y blablablá, pero yo la he peinado con una liendrera y no he encontrado nada útil. No te conviene distraerte con estas cosas.

– ¡Por lo que más quieras, Frank! Si tienes datos que me aporten información sobre ella, lo que sea…

– Ya hablaremos de eso más tarde.

– Léela -dijo Sam. Su voz sonaba ronca y estaba lívido como el papel, tan blanco como aquel primer día en la escena del crimen-. Lee esa carta. Ya te facilitaré yo una fotocopia si Mackey no lo hace. Ese tipo, Chad, está destrozado. Han pasado cuatro años y medio y no ha salido con ninguna otra chica. Probablemente nunca vuelva a confiar en una mujer. No lo culpo por ello. Se despertó una mañana y toda su vida se había hecho añicos a su alrededor. Todos sus sueños se habían esfumado en medio de una nube de humo.

– A menos que quieras que ese farsante se entere -anotó Frank con voz suave-, yo bajaría la voz.

Sam ni siquiera lo oyó.

– Y no olvides que no cayó en Carolina del Norte por obra y gracia del Espíritu Santo. Venía de algún sitio y, por lo que sabemos, antes de eso estuvo en otro lugar. En algún lugar del mundo habrá más personas (sólo Dios sabe cuántas) que nunca dejarán de preguntarse dónde está Lexie, si la habrán descuartizado y enterrado, si se volvió loca y acabó vagabundeando, si en realidad nunca le importaron o qué diablos ocurrió para que su vida estallara en mil pedazos. Todas esas personas estaban del lado de esa joven, y mira lo que les ocurrió. Todo el mundo que ha estado de su lado ha resultado malparado, Cassie, todo el mundo, y a ti te va a suceder lo mismo.

– Estoy bien, Sam -le aseguré.

Su voz pasó sobre mí como la fina neblina del amanecer, etérea, apenas real.

– Déjame preguntarte algo. Tu último novio lo tuviste justo antes de que te convirtieras en policía de incógnito, ¿no es cierto? ¿Aidan algo, no?

– Sí -contesté-. Aidan O'Donovan.

Aidan era un sol: inteligente, explosivo, viajero y con un sentido del humor extraordinario que me hacía reír aunque hubiera tenido un día de perros. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él…

– ¿Qué pasó?

– Rompimos -respondí-, mientras yo estaba en una misión secreta.

Por un segundo pude ver los ojos de Aidan la noche que me dejó. Yo tenía prisa, debía regresar a mi apartamento a tiempo para una reunión a última hora de la noche con el camello de speed que acabó apuñalándome unos meses más tarde. Aidan esperó conmigo en la parada de autobús y, cuando lo miré a través de la ventanilla, creo que lo vi llorar.

– No mientras, sino porque estabas en una misión secreta. Porque eso es lo que ocurre. -Sam giró sobre sus talones y miró a Frank-: ¿Y qué me dices de ti, Mackey? ¿Tienes esposa? ¿Novia? ¿Algo?

– ¿Me estás pidiendo una cita? -bromeó Frank. Su voz sonaba divertida, pero tenía los ojos entrecerrados-. Porque debo advertirte algo: yo no salgo barato.

– Eso es un no. Justo lo que me figuraba. -Sam dio media vuelta y se me encaró de nuevo-: Hace sólo tres semanas, Cassie, y mira lo que nos está pasando. ¿Es esto lo que quieres? ¿Qué crees que pasará con lo nuestro si te marchas todo un año para participar en esta jodida bromita que se le ha ocurrido a nuestro amigo?

– ¿Por qué no intentamos algo? -propuso Frank con voz sosegada, apoyado contra la pared, sin moverse-. Vosotros decidís si hay algún problema en vuestra parte de la investigación y yo decido si hay alguno en la mía. ¿Te parece bien?

La mirada en sus ojos había espoleado a comisarios y señores de la droga por igual a escabullirse en busca de cobijo, pero Sam pareció no inmutarse.

– No, por supuesto que no me parece bien. Tu parte de la investigación es un maldito desastre y quizá tú no seas capaz de verlo, pero por suerte yo sí. Tengo a un sospechoso en esa sala, tanto si es tu hombre como si no, y lo he encontrado gracias al trabajo de la policía. ¿Y qué tienes tú? Tres semanas de ese embrollo insensato y ni una sola respuesta. Y, en lugar de recortar nuestras pérdidas, pretendes forzarnos a subir las apuestas y enfrascarnos en algo aún más insensato…

– Yo no os fuerzo a nada. Yo sólo le he preguntado a Cassie, que participa en esta investigación como mi agente infiltrada, por si no lo recuerdas, no como detective de Homicidios a tu cargo, si le apetece llevar su misión un paso más allá.

Largas tardes de verano en la hierba, el zumbido de las abejas y el perezoso chirrido del balancín. Arrodillados en el jardín de hierbas aromáticas recolectando nuestra cosecha, una lluvia fina y humo con olor a madera en el aire, el perfume del romero magullado y la lavanda en mis manos. Envolver regalos de Navidades en el suelo del dormitorio de Lexie, con la nieve cayendo al otro lado de mi ventana, mientras Rafe toca villancicos al piano y Abby canturrea desde su habitación y el aroma a pan de jengibre serpentea bajo mi puerta.

Los ojos de Sam y los de Frank estaban posados en mí, abiertos de par en par. Ambos se habían callado; un silencio intenso y pacífico reinaba por fin en la sala.

– Claro -contesté-. ¿Por qué no?

Naylor tarareaba ahora Avondale [26] y al fondo del pasillo alguien sermoneaba a Quigley. Me acordé de mí y de Rob contemplando a sospechosos desde aquella misma sala de observación, riendo hombro con hombro por aquel mismo pasillo, desintegrándonos como un meteorito en el aire envenenado de la Operación Vestal, impactando y prendiendo en llamas, y no sentí nada, nada salvo las paredes abriéndose y cayendo a mi alrededor, ligeras como pétalos. Los ojos de Sam eran inmensos y oscuros, como si le hubiera herido en lo más profundo, y Frank me miraba de un modo que me incitó a pensar que, si tuviera un poco de sentido común, debería estar asustada, pero por el contrario notaba mis músculos relajándose como si tuviera ocho años y me deslizara dando volteretas colina abajo por un prado verde, como si pudiera sumergirme mil metros bajo el mar frío y azul sin necesidad de respirar. Yo tenía razón: la libertad olía a ozono y a tormentas eléctricas y a dinamita, todo junto, y a nieve y a hogueras y a hierba recién segada; sabía a agua marina y a naranjas.

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