– Bueno, bueno, bueno -bromeó Frank aquella noche-. Sabes qué día es hoy, ¿no?
No tenía ni idea. La mitad de mi mente estaba todavía en Whitethorn House. Después de cenar, Rafe había sacado un libro de canciones hecho polvo y con las páginas amarillentas de dentro de la banqueta del piano y seguía inmerso en la música de entreguerras, Abby cantaba desde el cuarto trastero «Oh, Johnny, ¿cómo puedes amar?» mientras retomaba la exploración en aquellos tesoros, y Daniel y Justin se afanaban en fregar los platos, y el ritmo siguió resonando en mis tacones, dulce y fresco y tentador, a lo largo de todo el camino por el prado y hasta que hube atravesado la verja posterior. Por un momento me había planteado quedarme en casa aquella noche, dejar a Frank, a Sam y al misterioso par de ojos que se las apañaran solos por un día. La verdad es que aquellos paseos nocturnos no me estaban conduciendo a descubrir nada. La noche se había vuelto nubosa y una llovizna fina como agujas salpicaba sobre el impermeable comunitario, y no me gustaba llevar la linterna encendida mientras hablaba por teléfono, así que apenas veía más allá de dos palmos de mis narices. Podía haber un aquelarre de asesinos con cuchillos bailando la «Macarena» alrededor de la casita y yo ni me habría enterado.
– Si es tu cumpleaños -aventuré-, tendrás que esperar un poco a que te dé el regalo.
– Muy simpática. Es domingo, cariño. Y, a menos que me equivoque, sigues en Whitethorn House, acomodada como un bichito en una alfombra, lo cual significa que hemos ganado nuestra primera batalla: has superado la primera semana sin que te descubran. Felicidades, detective. Estás infiltrada.
– Supongo que sí -respondí.
En algún momento había dejado de contar los días. Lo consideré buena señal.
– Y bien -añadió Frank. Lo oí ponerse cómodo, apagar el maldito receptor de radio de fondo: estaba en casa, estuviera donde estuviese su casa desde que Olivia lo había puesto de patitas en la calle-. Hagamos un resumen de la primera semana.
Me senté encima de un muro y dediqué un segundo a aclararme el pensamiento antes de contestar. Al margen de toda la cordialidad y las bromitas, Frank es trabajo: solicita informes como cualquier otro jefe y le gusta que sean claros, minuciosos y sucintos.
– Primera semana -repliqué-. Me he infiltrado en el hogar de Alexandra Madison y en su lugar de estudios, al parecer con éxito: nadie ha mostrado albergar sospechas. He rebuscado en Whitethorn House tanto como me ha sido posible; sin embargo no he encontrado nada que nos dirija a ningún sitio en concreto. -Básicamente, era verdad; la agenda apuntaba en una dirección, pero aún no sabía cuál-. Me he mostrado lo más accesible posible… tanto con los conocidos de quienes tenemos constancia, intentando quedarme a solas con ellos durante el día o la noche, como con desconocidos, asegurándome de que se me vea bien durante mis caminatas. No se me ha acercado nadie que no estuviera en nuestro radar pero, a estas alturas, eso no descarta la hipótesis de que el agresor fuera un extraño; podría estar tomándose su tiempo. Los compañeros de casa de Alexandra se me han aproximado en varias ocasiones, y también algunos de sus alumnos y profesores, pero todos ellos parecían especialmente preocupados por saber cómo me encontraba. Brenda Grealey manifestó un mayor interés en los detalles, más de lo que uno esperaría, pero creo que se debe sólo a que es macabra. Ninguna de las reacciones al apuñalamiento o al regreso de Lexie han levantado banderas rojas. Los compañeros de casa parecen haber disimulado la angustia que les provocaron los detectives que investigaban el caso, pero viniendo de ellos no lo considero un comportamiento sospechoso. Son reservados con los extraños.
– Y que lo digas -convino Frank-. ¿Algún presentimento?
Me moví un poco, intentando encontrar un trozo de muro donde no se me clavara nada en el culo. Todo aquello me estaba resultando más complicado de lo que debería, porque no tenía previsto explicarles ni a Frank ni a Sam la existencia de la agenda ni la sensación de que me seguían.
– Creo que hay algo que se nos escapa -aventuré al fin-, algo importante. Quizá tu hombre misterioso, quizás un móvil, quizá… No lo sé. Simplemente se trata de la sensación, y es bastante intensa, de que hay algo que aún no ha aflorado. Siempre presiento que estoy a punto de poner el dedo en la llaga, pero…
– ¿Relacionado con los muchachos de la casa? ¿Con la universidad? ¿Con el bebé? ¿Con la historia de May-Ruth?
– No lo sé -contesté-. De verdad que no lo sé.
Crujieron los muelles del sofá bajo el peso de Frank, que se estiró para coger algo, una bebida tal vez porque lo oí tragar.
– Está bien, yo puedo asegurarte que no es el bisabuelo. Ahí te equivocaste. Murió de cirrosis; se pasó treinta o cuarenta años encerrado en esa casa bebiendo y luego seis meses agonizando en un hospicio. Ninguno de los cinco lo visitaron. De hecho, a tenor de mis averiguaciones, el anciano y Daniel no se veían desde que éste era niño.
Difícilmente podría haber estado más contenta de haberme equivocado, pero ello me dejó con esa sensación de estarme aferrando a espejismos que llevaba acompañándome toda la semana.
– Entonces, ¿por qué le dejó la casa en herencia a Daniel?
– No tenía muchas alternativas. La familia murió joven; los únicos dos parientes con vida eran Daniel y su primo, Edward Hanrahan, el hijo de la hija del viejo Simon. Eddie es un pequeño yuppie, trabaja para una inmobiliaria. Según parece, Simon pensó que el pequeño Daniel era el menor de los dos diablos. Quizá le gustaran más los eruditos que los yuppies, o tal vez quisiera que la casa permaneciera en propiedad de la familia.
Bien por Simon.
– Pues a Eddie debió de importunarle bastante.
– No te quepa duda. No tenía más relación con el viejo que Daniel, pero intentó impugnar el testamento, asegurando que la bebida había trastornado las facultades mentales de Simon. Ése fue el motivo por el que se dilataron tanto los trámites de la aprobación. Fue un intento estúpido, pero digamos que Eddie no es precisamente una lumbrera. El médico de Simon confirmó que, efectivamente, era un alcohólico y un viejo insoportable, pero tan capaz como tú y como yo. Fin de la historia. No hay nada raro en este aspecto.
Bajé del muro de un salto. No debería sentirme frustrada; de hecho, nunca había pensado realmente que la pandilla hubiera echado belladona en el adhesivo de la dentadura postiza del tío Simon, pero no podía desembarazarme de la sensación de que algo raro pasaba en Whitethorn House, algo que yo debería ser capaz de descifrar.
– Bien -respondí-. Sólo era una idea. Lamento haberte hecho perder el tiempo.
Frank suspiró.
– Nada de eso. Hay que verificarlo todo. -Si volvía a oír esa frase otra vez, iba a asesinar a alguien con mis propias manos-. Si crees que son raros, probablemente lo sean. Sólo que no en ese sentido.
– Nunca he dicho que fueran raros.
– Bueno, hace unos días pensabas que habían asfixiado al tío Simon con una almohada.
Me cubrí más la cara con la capucha: me estaba salpicando la lluvia, gotas como alfileres, y quería regresar a casa. Era difícil determinar qué era más inútil, si mi operación de vigilancia o aquella conversación.
– No lo creía. Simplemente te pedí que lo comprobaras, por si sonaba la flauta. No me parecen una panda de asesinos.
– Humm -murmuró Frank-. ¿Y estás segura de que eso no es sólo porque sean unas personas tan adorables?
No capté si me estaba tomando ei pelo o si me estaba analizando pero, sabiendo como es Frank, probablemente fueran ambas cosas.
– Venga, Frankie, me conoces mejor que eso. Me has preguntado por mi instinto, y eso es lo que me dice. Desde hace una semana, básicamente me he pasado cada segundo de vigilia con estas cuatro personas y no he percibido ningún indicio de móvil ni de remordimientos de conciencia y, tal como habíamos acordado, si uno de ellos lo hubiera hecho, los demás lo sabrían. A estas alturas, alguien se habría desmoronado, aunque fuera por un segundo. Creo que tienes razón al sospechar que ocultan algo, pero no creo que se trate de eso.
– Está bien -replicó Frank en un tono neutro-. Tienes dos misiones para la segunda semana. La primera es averiguar qué es lo que te inquieta. Y la segunda empezar a provocar un poco a los muchachos, averiguar qué ocultan. Hasta ahora se lo has puesto muy fácil, lo cual está bien, es lo que habíamos planeado, pero ha llegado el momento de comenzar a apretar los tornillos. Y, entre tanto, ten siempre presenté una cosa. ¿Te acuerdas de tu charla femenina de la otra noche con Abby?
– Sí -contesté. Me recorrió un escalofrío extraño al imaginar a Frank escuchando aquella conversación, un sensación cercana a la indignación. Tuve ganas de chillarle: «Era una conversación privada»-. Las fiestas de pijama molan. Te dije que Abby era una chica inteligente. ¿Qué crees: sabe o no quién es el padre?
No había llegado a una conclusión acerca de esa cuestión.
– Es probable que acertara si intentara adivinarlo, pero no creo que esté segura. De lo que sí estoy convencida es de que no va a confiarme sus sospechas.
– Vigílala -me recomendó Frank, al tiempo que daba otro sorbo a su bebida-. Es demasiado observadora para mi gusto. ¿Crees que se lo contará a los muchachos?
– No -respondí. No albergaba dudas al respecto-. Tengo la impresión de que Abby no se mete donde no la llaman y deja que cada uno resuelva sus conflictos sólito. Sacó a colación el tema del embarazo para que yo no tuviera que sobrellevarlo sola si no quería, pero una vez lo dejó claro dio el asunto por zanjado, nada de indagaciones ni insinuaciones. No dirá nada. Y Frank, ¿vas a volver a interrogar a estos chicos?
– Aún no he tomado una decisión en firme -contestó Frank. Su voz denotaba recelo; no le gusta que lo fuercen a comprometerse-. ¿Por qué?
– Si lo haces, no menciones el bebé. ¿De acuerdo? Quiero guardarme ese as en la manga. Contigo están en guardia; sólo conseguirás una reacción velada. La que tengan conmigo será mucho más sincera.
– De acuerdo -convino Frank al cabo de un momento. Fingía estarme haciendo un favor, pero percibí el trasfondo de satisfacción: le gustaba mi modo de pensar. Reconfortaba saber que a alguien le gustaba-. Pero asegúrate de hacerlo en el momento oportuno. Emborráchalos o algo por el estilo.
– No se emborrachan, sólo se achispan. Sabré cuándo es el momento idóneo cuando se presente.
– Perfecto. Pero escucha: Abby oculta algo, y no sólo lo que nos preocupa; se lo ocultaba a Lexie también, y sigue escondiéndoselo a los muchachos. Hemos estado hablando de ellos como si fueran una gran entidad con un gran secreto, pero no es tan sencillo. Existen fisuras. Todos podrían compartir el mismo secreto, pero también podrían albergar secretos propios, o ambas cosas. Busca esas fisuras. Y mantenme informado.
Frank estaba a punto de cortar la comunicación.
– ¿Hay algún dato nuevo sobre la víctima? -pregunté.
May-Ruth. Me resultaba imposible pronunciar aquel nombre en voz alta; incluso invocarla me provocaba un escalofrío de extrañeza. Pero si Frank tenía alguna novedad, quería saberla. Frank soltó una carcajada.
– ¿Alguna vez has intentado meterle prisas al FBI? Tienen todo un plantel de madres destripadoras y padres violadores de cosecha propia; el homicidio sin trascendencia de los demás no figura entre sus prioridades. Olvídate de ellos. Nos darán más información cuando nos la den. Tú concéntrate en conseguirme algunas respuestas.
Frank tenía razón. Al principio contemplaba a los cinco como una unidad indisoluble: los compañeros de casa, hombro con hombro, elegantes e inseparables como figurantes salidos de un cuadro, todos ellos en plena juventud, luminosos, con el lustre de la madera encerada de antaño. Había sido en el transcurso de aquella primera semana cuando se habían vuelto reales ante mis ojos, cuando habían pasado a ser seres individuales con sus pequeñas idiosincrasias y debilidades. Sabía que existían fisuras. Ese tipo de amistad no se materializa de la nada al final de un arco iris una mañana en medio de una neblina hollywoodiense desenfocada. Para que perdure en el tiempo, y con tal proximidad, hay que empeñarse de lo lindo. Pregunten a cualquier patinador sobre hielo o bailarín de ballet o jinete, a cualquiera que viva cerca de cosas móviles y bellas: nada cuesta más esfuerzo que la naturalidad.
Pequeñas fisuras, al principio: resbaladizas como la bruma, nada que pudiera concretarse. Estábamos en la cocina la mañana del domingo, desayunando. Rafe había interpretado su rutina «mongólico quiere un café» y había desaparecido para acabar de despertarse. Justin cortaba sus huevos fritos en tiras perfectas. Daniel comía salchichas con una mano y tomaba notas en los márgenes de lo que parecía una fotocopia en un idioma nórdico antiguo. Abby hojeaba un diario de hacía una semana que había encontrado en el edificio de Lengua y Literatura y charlaba con nadie en particular sobre nada en concreto. Yo había ido subiendo el nivel de energía gradualmente. Resultaba más complicado de lo que suena. Cuanto más hablaba, más probable era que metiera la pata; sin embargo, el único modo de obtener algo de utilidad de aquellos cuatro era conseguir que se relajaran conviviendo conmigo, y eso sólo ocurriría una vez se reinstaurara la normalidad, lo cual, en el caso de Lexie, no implicaba guardar largos silencios. Les estaba hablando en la cocina de las cuatro horribles chicas de mi tutoría de los jueves, pues consideré que pisaba un terreno bastante seguro.
– A mis ojos, parecen la misma persona. Todas se llaman Orla o Fiona o Aoife o algo similar y hablan con voz gangosa, como si les hubieran estirpado quirúrgicamente los senos, y todas llevan ese pelo rubio de pote y alisado, y ninguna de ellas, jamás de la vida, lee las lecturas recomendadas. No sé por qué se preocupan en ir a la universidad.
– Para conocer a niños ricos -aventuró Abby sin levantar la vista del periódico.
– Bueno, al menos una de ellas ha encontrado uno. Un tipo con aspecto de futbolista. La estaba esperando después de la tutoría de la semana pasada y os puedo jurar que cuando las cuatro aparecieron por la puerta puso cara de terror y le tendió la mano a la chica equivocada, antes de que la correcta se le abalanzara encima. Él tampoco las diferenciaba.
– Vaya, parece que alguien ya se encuentra mejor -opinó Daniel, sonriéndome desde el otro lado de la mesa.
– Doña Cotorra -me criticó Justin, al tiempo que depositaba otra tostada en mi plato-. Sólo por curiosidad, ¿alguna vez has estado calladita durante más de cinco minutos seguidos?
– Afirmativo. Tuve laringitis de pequeña, a los nueve años, y no pude decir ni una sola palabra durante cinco días. Fue espantoso. No dejaban de traerme sopa de pollo y tebeos y cosas aburridas, y yo intentaba explicarles que me encontraba bien y que lo que quería era levantarme, pero ellos me decían que no intentara hablar y que no forzara la garganta. ¿Alguna vez de pequeños…?
– ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó Abby de pronto, alzando la vista del diario-. ¡Las cerezas! Caducaban ayer. ¿Alguien sigue con hambre? Podríamos hacer crepés con ellas u otro plato para aprovecharlas.
– No sabía que existieran las crepés de cereza -comentó Justin-. Suena asqueroso.
– ¿Por qué? Si existen las crepés de arándanos…
– Y pastelillos de cereza -señalé yo, con la boca llena de pan.
– Pero el principio es enteramente distinto -intervino Daniel-. Son guindas. La acidez y los niveles de humedad…
– Al menos podríamos intentarlo. Valen mucho dinero; no voy a dejar que se pudran.
– Yo probaré lo que cocinemos -la secundé-. Me comeré gustosa una crep de cereza.
– Oh, por favor, no lo hagas -dijo Justin, con un leve escalofrío de repulsión-. ¿Por qué no nos llevamos las cerezas a la universidad y nos las comemos de postre?
– Ni se os ocurra darle a Rafe -sentenció Abby, doblando el periódico, apartándolo y dirigiéndose hacia el frigorífico-. ¿Sabéis ese olor tan raro que desprende su mochila? Es por medio plátano que guardó en el bolsillo interior y se olvidó de él. A partir de ahora, no lo alimentaremos con nada que no podamos verle comer. Lex, ayúdame a envolver las cerezas, ¿quieres?
Fue todo tan suave que ni siquiera percibí que hubiera habido una discusión. Abby y yo repartimos las cerezas en cuatro montones y las guardamos junto con los bocadillos de ese día; Rafe acabó zampándose la mayoría de ellas y a mí se me olvidó todo aquel episodio, hasta la noche siguiente.
Habíamos lavado unas cuantas cortinas horripilantes, que estábamos colgando en los cuartos trasteros, más para conservar el calor que por estética; teníamos un acumulador térmico eléctrico y la chimenea para calentar toda la casa (en invierno debía de ser como vivir en el Ártico). Justin y Daniel se ocupaban de la habitación de la primera planta, mientras que el resto de nosotros se encargaba de las del piso de arriba. Abby y yo andábamos enhebrando los ganchos de una cortina para que Rafe la colgara cuando escuchamos un alboroto de objetos pesados precipitándose a nuestros pies, un ruido sordo, un grito de Justin, y luego a Daniel clamando:
– No pasa nada, estoy bien.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Rafe.
Rafe se apoyaba en equilibrio precario en el alféizar, colgado de la barra de la cortina con una mano.
– Alguien se ha caído -explicó Abby, con la boca llena de ganchos-. Creo que siguen con vida.
Se oyó una repentina exclamación sorda, a través de las planchas de madera del suelo, y Justin gritó:
– Lexie, Abby, Rafe, ¡venid a ver esto! ¡Corred!
Bajamos las escaleras de estampida. Daniel y Justin estaban arrodillados en el suelo del cuarto trastero, rodeados por una explosión de objetos antiguos y extraños y, por un instante, pensé que uno de ellos estaba herido. Luego vi qué estaban mirando. Había una cartuchera de piel manchada y dura en el suelo, entre ellos, y Daniel sostenía un revólver en la mano.
– Daniel se ha caído de la escalera -explicó Justin- y ha tirado todos estos cacharros. Esto ha salido disparado, justo a sus pies. Ni siquiera podría decir de dónde ha salido, con tanto caos. ¿Quién sabe qué más hay ahí dentro?
Era un Webley, con una pátina bonita y reluciente entre las muchas manchas de suciedad incrustada.
– ¡Caramba! -exclamó Rafe dejándose caer junto a Daniel y alargando la mano para acariciar el cañón-. Es un Webley del calibre seis, un ejemplar antiguo. Eran comunes durante la Primera Guerra Mundial. Posiblemente perteneciera al loco de tu tío abuelo o a ese antepasado al que te pareces, Daniel.
Daniel asintió. Inspeccionó la pistola unos momentos y la abrió. Estaba descargada.
– William -aclaró-. Pudo pertenecerle a él, sí.
Cerró el cilindro y deslizó la mano con cuidado y suavidad alrededor de la empuñadura.
– Está hecho polvo -continuó Rafe-, pero puede limpiarse. Lo único que hay que hacer es dejarlo en remojo en un buen disolvente un par de días y luego cepillarlo bien. Supongo que encontrar munición ya sería demasiado pedir.
Daniel le sonrió, fue una sonrisa rápida e inesperada. Volcó la cartuchera y un paquete descolorido de balas cayó al suelo.
– Maravilloso -comentó Rafe, agarró la caja y la sacudió. Por el ruido supe que estaba casi llena; debía de contener al menos nueve o diez cartuchos-. La tendremos funcionando en menos que canta un gallo. Compraré el disolvente.
– No toqueteéis ese trasto a menos que sepáis lo que hacéis -recomendó Abby.
Era la única que no se había sentado en el suelo para echarle un vistazo y no parecía en absoluto complacida con todo aquello. Por mi parte, tampoco estaba segura de lo que sentía. El Webley era uno de mis amores de toda la vida y me habría encantado tener la oportunidad de dispararlo, pero cualquier misión de incógnito avanza a un nivel completamente nuevo cuando entra en juego un arma. A Sam no iba a gustarle nada este episodio.
Rafe alzó los ojos al cielo.
– ¿Qué te hace pensar que no sé lo que hago? Mi padre me llevaba a practicar tiro cada año, a partir de los siete, ni más ni menos. Soy capaz de abatir a un faisán en pleno vuelo, tres aciertos de cada cinco disparos. Un año fuimos a Escocia…
– Pero ¿ese cacharro es legal? -quiso saber Abby-. ¿No necesitamos una licencia o algo por el estilo?
– Es una reliquia familiar -apuntó Justin-. No la hemos comprado, la hemos heredado.
De nuevo el «nosotros».
– Las licencias no son para comprar un arma, borrico -intervine-, son para poseerla.
Ya había resuelto dejar que Frank le explicara a Sam por qué, aunque probablemente nunca hubiera existido una licencia para ese revólver, no íbamos a confiscarlo.
Rafe arqueó las cejas.
– ¿Es que no os interesa mi historia? Os estoy contando un tierno relato de unión paternofilial y lo único de lo que se os ocurre hablar es de prohibiciones. En cuanto mi padre descubrió que tenía puntería, me sacaba de la escuela durante toda una semana al inaugurarse la temporada de tiro. Ésos son los únicos momentos de mi vida en los que me ha tratado como algo más que un anuncio en carne y hueso de la anticoncepción. Para mi decimosexto cumpleaños me regaló…
– Estoy casi seguro de que, oficialmente, necesitamos una licencia -lo interrumpió Daniel-, pero por el momento podemos prescindir de ella. Yo ya he tenido bastante policía por un tiempo. ¿Cuándo crees que puedes comprar el disolvente, Rafe?
Daniel posó los ojos en Rafe, unos ojos grises gélidos, serenos e impasibles. Por un instante, Rafe le devolvió la mirada, pero luego se encogió de hombros y le arrebató el arma de las manos.
– Esta semana, supongo. Cuando encuentre un lugar donde vendan.
Abrió el arma, con un gesto mucho más experto que el de Daniel, y guiñó un ojo para mirar dentro del cañón.
Fue entonces cuando me acordé de las cerezas, de mi parloteo y de la interrupción de Abby. La nota en la voz de Daniel me lo recordó: esa misma calma, esa firmeza inflexible, como una puerta cerrándose. Tardé un instante en reconstruir de qué hablaba yo antes de que los otros desviaran hábil y expertamente la conversación. Algo relacionado con tener laringitis, con haber guardado cama cuando era niña.
Sometí a examen mi nueva teoría esa misma noche, cuando Daniel hubo guardado el revólver y habíamos colgado las cortinas y estábamos acurrucados en el salón. Abby había acabado de confeccionar las enaguas a su muñeca y se disponía a coserle un vestido; tenía en el regazo un montón de los retales que yo había seleccionado el domingo.
– Yo, de pequeña, tenía muñecas -comenté. Si mi teoría era correcta, no corría ningún riesgo, puesto que probablemente los demás no supieran gran cosa acerca de la infancia de Lexie-. Tenía una colección…
– ¿Tú? -me interrumpió Justin con una extraña sonrisa-. Pero si lo único que tú coleccionas es chocolate.
– Ya que hablas de ello -me preguntó Abby-. ¿Hay chocolate? ¿Con avellanas?
Otro cambio de tema.
– Pues sí, tenía una colección -continué-. Las cuatro hermanas de Mujercitas. Se podía comprar la madre también, pero era una mojigata de tal calibre que lo último que me apetecía era tenerla cerca. Ni siquiera quería las otras muñecas, pero tenía una tía que…
– ¿Por qué no compras las muñecas de Mujercitas?. -preguntó Justin a Abby, lastimeramente-. Y así te deshaces de ese espanto.
– Si no dejas de fastidiarme con mi muñeca, te juro que una mañana, cuando te despiertes, te la vas a encontrar en la almohada, mirándote fijamente.
Rafe me observaba, con sus ojos dorados entornados apartados de las cartas del solitario.
– Yo no dejaba de repetirle que ni siquiera me gustaban las muñecas -añadí, elevando la voz por encima de los grititos de terror de Justin-, pero nunca lo entendió. Solía…
Daniel alzó la mirada de su libro.
– Nada de pasados -atajó.
Su rotundidad y precisión me indicaron que no era la primera vez que lo decía.
Se produjo un silencio prolongado e incómodo. El fuego crepitaba en la chimenea. Abby volvía a comprobar qué retal quedaría mejor para el vestido de su muñeca. Rafe seguía mirándome; yo agaché la cabeza sobre mi libro (Rip Corelli, Le gustaban casados), pero notaba sus ojos clavados en mí.
Por algún motivo, el pasado, cualquiera de nuestros pasados, era zona prohibida. Eran como los espeluznantes conejos de La colina de Watership [16], que no respondían a ninguna pregunta que comenzara con «dónde».
Y había algo más. Rafe sin duda lo sabía y, pese a ello, había estado forzando esa frontera a propósito. No estaba segura de a quién intentaba provocar exactamente o por qué; quizás a todo el mundo, quizás estuviera puntilloso, pero sabía que había detectado una pequeña fisura en aquella superficie inmaculada.
El amigo de Frank en el FBI reapareció el miércoles. Desde el preciso instante en que Frank descolgó el teléfono supe que algo había ocurrido, algo importante.
– ¿Dónde estás? -me preguntó.
– En un camino, no lo sé muy bien. ¿Por qué?
Una lechuza ululó cerca de mí, a mis espaldas; volví la vista a tiempo para verla desaparecer entre los árboles, a pocos metros de distancia, con las alas extendidas, liviana como la ceniza.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Frank inquieto.
– Sólo es una lechuza. Traquilo, Frank.
– ¿Llevas tu revólver encima?
No. Había estado tan absorta en la historia de Lexie y los Cuatro Magníficos que me había olvidado por completo de lo que se suponía que debía buscar fuera de Whitethorn House, en lugar de dentro, y de que probablemente también anduviera buscándome a mí. Aquel desliz, incluso más que el tono de la voz de Frank, me provocó un retortijón de alerta en el estómago: «Tienes que centrarte».
Frank interpretó acertadamente mi titubeo y saltó inmediatamente con un:
– Vuelve a casa. Ahora mismo.
– Sólo llevo fuera diez minutos. Los demás se preguntarán…
– Que se pregunten lo que les venga en gana. No quiero que salgas a pasear desarmada.
Giré sobre mis talones y retomé el camino de regreso, bajo la mirada de la lechuza, que se balanceaba en una rama, con el perfil recortado contra el cielo. Tomé un atajo hacia la fachada frontal de la casa, puesto que los caminos por ese lado son más anchos y más difíciles para tender una emboscada.
– ¿Qué ha pasado?
– ¿Estás regresando a casa?
– Sí, ¿qué ha pasado?
Frank soltó un resoplido.
– Agárrate bien, cariño. Mi colega en Estados Finidos siguió la pista a los padres de May-Ruth Thibodeaux: viven en algún lugar en las montañas de Suputamadre, en Carolina del Norte; ni siquiera tienen teléfono. Envió allí a uno de sus hombres para explicarles lo ocurrido y ver qué podía averiguar. Y adivina lo que descubrió.
Antes de tener tiempo a decirle que se dejara de jueguecitos y fuera directo al grano, lo supe:
– No es ella.
– ¡Bingo! May-Ruth Thibodeaux falleció de meningitis a los cuatro años. Nuestro hombre les mostró a los padres la fotografía de la identificación; nunca antes habían visto a la víctima.
Fue como si me sacudiera una bocanada de oxígeno puro; me invadieron unas ganas tales de estallar en carcajadas que casi me mareé, como una adolescente enamorada. Me había tomado el pelo a su antojo (camionetas y camiones de helados, ¡chúpate ésa!) y, sin embargo, lo único que se me ocurría era: «Bien jugado, guapa». Entonces pensé que había vivido a la ligera; súbitamente todo me pareció un juego adolescente, como una niñata rica jugando a ser pobre mientras se acumula su fondo fiduciario, porque aquella chica había sido auténtica. Había llevado su vida, toda su existencia, con la ligereza de una flor silvestre decorando su cabello, dispuesta a tirarla por la borda y poner pies en polvorosa a la menor señal de peligro. Lo que yo no había logrado hacer ni una sola vez en toda mi vida, ella lo había hecho reiteradamente con la misma facilidad que cepillarse los dientes. Nadie, ni mis amigos ni mis parientes ni Sam ni ningún otro hombre había conseguido sorprenderme de aquella manera. Quería sentir aquel fuego recorrer mis venas, quería que ese vendaval me rascara la piel como una lija, quería averiguar si esa clase de libertad olía como el ozono, como las tormentas eléctricas o como la pólvora.
– ¡Caramba! -exclamé-. ¿Cuántas veces lo hizo?
– Lo que a mí me interesa es el porqué. Todo esto respalda mi teoría: alguien la perseguía y se resignaba a darse por vencida. Asumió la identidad de May-Ruth en algún lugar, probablemente un cementario o un obituario de un periódico antiguo, y volvió a empezar. Él la localizó de nuevo y ella volvió a escapar, en esta ocasión fuera del país. Nadie actúa así a menos que huya por miedo. Pero él seguía teniéndola en mente.
Llegué a la verja de la entrada, apoyé la espalda contra uno de los pilares y respiré hondo. Bajo la luz de la luna, el camino de acceso tenía un aspecto muy extraño, con las flores del cerezo y las sombras sembrando un blanco y negro tan espesos que el suelo se fusionaba con los árboles de manera imperceptible, como si de un magnífico túnel estampado se tratara.
– Sí -repliqué-. Y al final la pilló.
– Y no quiero que te pille a ti -suspiró Frank-. Detesto admitirlo, pero cabe la posibilidad de que nuestro Sammy tuviera razón, Cass. Si quieres que te saque de ahí, puedes empezar a hacerte la enferma esta misma noche y estarás fuera mañana por la mañana.
Era una noche plácida; ni una sola brizna de brisa agitaba los cerezos. Un hilo de voz descendió por el camino, muy tenue y muy dulce: era la voz de una chica. Cantaba: «El corcel a cuyo lomo cabalga mi amado…». Sentí un cosquilleo en los brazos. Me pregunté entonces, y me lo pregunto ahora, si Frank se estaba marcando un farol, si realmente estaba dispuesto a sacarme de allí o si sabía, antes de ofrecerse a hacerlo, que llegado a aquel punto yo podía dar sólo una respuesta.
– No -repliqué-. Estaré bien. Me quedo.
«Con herraduras de plata…»
– De acuerdo -musitó Frank, sin el menor atisbo de sorpresa en su voz-. Lleva el arma siempre encima y mantente ojo avizor. Si descubrimos algo, lo que sea, te lo haré saber.
– Gracias, Frank. Te llamo mañana. A la misma hora, en el mismo lugar.
Quien cantaba era Abby. La ventana de su dormitorio resplandecía por la luz de la lámpara y se la veía cepillándose el cabello, despacio, con aire ausente. «En tu verde colina moran…» En el comedor, los muchachos quitaban la mesa; Daniel tenía las mangas remangadas hasta los codos y Rafe esgrimía un tenedor para reforzar alguno de sus argumentos; Justin negaba con la cabeza. Me apoyé en el ancho tronco de un cerezo y escuché la voz de Abby, colándose bajo el cristal de la ventana de guillotina y elevándose hacia el inmenso cielo negro.
Sólo Dios sabía cuántas vidas había dejado aquella muchacha detrás hasta llegar a aquel lugar, a casa. «Yo puedo entrar ahí -pensé-. Siempre que quiera puedo subir corriendo esos escalones, abrir esa puerta y entrar.»
Pequeñas fisuras. El jueves por la tarde nos encontrábamos todos de nuevo en el jardín, después de regalarnos un festín a base de cerdo asado, patatas y hortalizas al horno y, de postre, tarta de manzana; no me extrañaba que Lexie pesara más que yo. Bebíamos vino e intentábamos recabar la energía necesaria para hacer algo de utilidad. Se me había soltado la cinta del reloj, de manera que me había sentado en la hierba y estaba intentando volver a engancharla con la lima de uñas de Lexie, la misma que había utilizado para pasar las hojas de su agenda. El remache saltaba todo el rato.
– ¡A tomar por el culo! -exclamé.
– ¿Por qué dices eso? -comentó Justin perezosamente, desde el balancín-. ¿Qué hay de malo en tomar por el culo?
Se me subieron las antenas. Me preguntaba si Justin sería homosexual, pero las pesquisas de Frank no habían revelado nada ni en un sentido ni en otro (ni novios ni novias) y podía ser sencillamente un heterosexual agradable y sensible con una vena doméstica. Si era gay, en ese caso podía tachar un candidato de la lista de padres de mi bebé.
– Venga, Justin, deja de alardear -intervino Rafe.
Estaba tumbado boca arriba en la hierba, con los ojos cerrados y los brazos doblados bajo la cabeza.
– Eres un homófobo -contestó Justin-. Si yo dijera: «¡Al cuerno con la penetración!» y Lexie replicara: «¿Qué tiene de malo la penetración?», no la acusarías de alardear.
– Yo sí lo haría -intervino Abby, desde detrás de Rafe-. La acusaría de alardear de su vida amorosa cuando el resto de nosotros carece de ella.
– Habla por ti -la corrigió Rafe.
– Bueno -continuó Abby-. Es que tú no cuentas. Tú nunca nos explicas nada. Podrías estar manteniendo un tórrido romance con todo el equipo femenino de hockey del Trinity y ninguno de nosotros sabría ni mu sobre ello.
– A decir verdad, nunca he tenido un rollo con ninguna de las chicas del equipo femenino de hockey -replicó Rafe remilgadamente.
– Pero ¿existe un equipo femenino de hockey? -quiso saber Daniel.
– Tú no vayas por ahí captando ideas -lo reprendió Abby.
– Creo que ése es el secreto de Rafe -dije yo-. Como guarda ese silencio enigmático, todos tenemos esa imagen de él experimentando vivencias inenarrables a nuestras espaldas, seduciendo a equipos enteros de hockey y copulando como un conejito. Yo, para ser honesta, creo que nunca nos cuenta nada porque no tiene nada que contarnos: tiene una vida amorosa aún más estéril que el resto de nosotros.
Rafe me miró de refilón, con una sonrisa leve y enigmática.
– Eso no resultaría fácil -objetó Abby.
– ¿Es que nadie va a preguntarme por mi tórrida aventura con el equipo de hockey masculino? -preguntó Justin.
– No -lo atajó Rafe-. Nadie va a preguntarte por tus tórridas aventuras, porque, para empezar, todos sabemos que nos las vas a contar de todos modos y, para continuar, siempres son soberanamente aburridas.
– Bien -contestó Justin al cabo de un momento-. Capto la indirecta… Aunque, viniendo de ti…
– ¿Qué? -saltó Rafe, recostándose en los codos y mirando a Justin con frialdad-. Viniendo de mí, ¿qué?
Nadie dijo nada. Justin se quitó las gafas y se dispuso a limpiar los cristales, demasiado a conciencia, con el dobladillo de su camisa. Rafe encendió un cigarrillo.
Abby me dirigió una mirada cómplice. Recordé aquellos vídeos: «Se entienden con sólo mirarse», había dicho Frank. Aquélla era la función de Lexie, romper la tensión, salir con un comentario ingenioso que hiciera a todo el mundo poner los ojos en blanco, soltar una carcajada y continuar como si tal cosa.
– ¡Vaya! ¡A tomar por todas las formas de fornicación inconcretas! -exclamé cuando el remache volvió a saltar a la hierba-. ¿Le parece bien a todo el mundo?
– ¿Qué tiene de malo la fornicación inconcreta? -preguntó Abby-. A mí no me gusta fornicar «con concreción».
Incluso Justin soltó una risotada y Rafe salió de su frío enfurruño, apoyó el pitillo en el borde de una losa del suelo y me ayudó a buscar el remache. Me invadió una oleada de felicidad: había acertado.
– El detective ese me estaba esperando a la salida de mi tutoría -comentó Abby el viernes por la tarde, en el coche.
Justin había regresado temprano a casa. Llevaba todo el día quejándose de dolor de cabeza, pero a mí me pareció más bien que estaba enfadado, y tenía la impresión de que lo estaba con Rafe. De manera que el resto de nosotros viajábamos en el coche de Daniel, en caravana en la calzada de doble sentido, atrapados entre miles de oficinistas con aspecto suicida y patanes endeudados hasta las cejas al volante de sus deportivos. Yo estaba empañando de vaho la ventanilla y jugando al tres en raya conmigo misma en el vapor.
– ¿Cuál de ellos? -preguntó Daniel.
– O'Neill.
– Humm -murmuró Daniel-. ¿Y qué quería esta vez?
Abby le cogió el cigarrillo con los dedos y lo utilizó para encenderse uno.
– Me ha preguntado por qué no íbamos al pueblo -explicó.
– Porque son todos una pandilla de tarados con seis dedos en cada mano -aclaró Rafe sin dejar de mirar por la ventana.
Estaba sentado a mi lado, repantingado en el asiento, e iba rozándole la espalda a Abby con una rodilla. Los atascos lo ponían nervioso, pero su grado de malhumor reforzó mi sensación de que había ocurrido algo entre él y Justin.
– ¿Y qué le has dicho? -preguntó Daniel, al tiempo que estiraba el cuello para comprobar cómo iba el atasco; los coches habían empezado a avanzar.
Abby se encogió de hombros.
– Se lo he explicado. Le he dicho que intentamos ir al pub una vez y que se quedaron todos paralizados al vernos y sentimos que nos echaban, y que ya nunca hemos regresado.
– Interesante -observó Daniel-. Es posible que subestimáramos al detective O'Neill. Lex, ¿hablaste con él del pueblo en algún momento?
– Ni se me ocurrió.
Gané mi partida del tres en raya, agité los puños en el aire y me meneé en señal de victoria. Rafe me miró molesto.
– ¿Veis? -dijo Daniel-, lo que yo decía… Debo admitir que había infravalorado a O'Neill pero, si se ha percatado de eso sin ayuda, es más perceptivo de lo que parece. Me pregunto si… humm.
– Es más molesto de lo que parece -sentenció Rafe-. Al menos Mackey se ha dado por vencido. ¿Cuándo van a dejarnos en paz de una vez?
– Pero bueno, ¡me apuñalaron! -lo regañé, dolida-. Podría estar muerta. Quieren averiguar quién lo hizo. Y, para ser sincera, yo también quiero que lo averigüen. ¿Acaso vosotros no?
Rafe se encogió de hombros y volvió a mirar el tráfico con cara de pocos amigos.
– ¿Le hablaste de las pintadas? -le preguntó Daniel a Abby-. ¿Le dijiste que nos habían entrado en casa?
Abby sacudió la cabeza.
– No, no preguntó y yo no se lo quise decir. ¿Crees que…? Podría llamarlo y explicárselo.
Nadie había mencionado nada sobre pintadas ni allanamientos.
– ¿Creéis que me apuñaló alguien del pueblo? -pregunté, abandonando mi partida de tres en raya e inclinándome entre los asientos delanteros-. ¿De verdad?
– No estoy seguro -contestó Daniel. No capté si me respondía a mí o a Abby-. Tengo que sopesar todas las posibilidades. Por ahora, en conjunto, creo que lo mejor es dejarlo. Si el detective O'Neill ha notado la tensión, averiguará todo lo demás por sí mismo; no hay necesidad de meterle prisas.
– ¡Ay, Rafe! -se quejó Abby, alargó el brazo por detrás del respaldo y le dio un manotazo en la rodilla-. ¡Para ya!
Rafe resopló sonoramente y apoyó las piernas en la puerta. El tráfico se había despejado. Daniel tomó el carril de desvío, nos sacó de la calzada de doble sentido dibujando un suave y rápido arco y pisó el acelerador.
Cuando esa misma noche telefoneé a Sam desde el sendero, ya tenía todos los datos sobre las pintadas y los allanamientos. Se había pasado los últimos días en la comisaría de Rathowen, revisando los expedientes, en busca de información relacionada con Whitethorn House.
– Pasa algo raro. Hay un montón de expedientes sobre esa casa. -La voz de Sam tenía ese tono entre inquieto y absorto que adquiere cuando sigue la pista buena; Rob solía decir que prácticamente era posible verlo menear la cola. Por primera vez desde que Lexie Madison había hecho irrupción en el corazón de nuestras vidas, parecía alegre-. Apenas se cometen delitos en Glenskehy, pero en los últimos tres años se han perpetrado cuatro hurtos en Whitethorn House: uno en 2002, otro en 2003 y dos mientras el viejo Simon estaba en el hospicio.
– ¿Se llevaron algo los ladrones? ¿Revolvieron la casa?
Yo había descartado más o menos la teoría de Sam de que mataran a Lexie por una antigüedad preciada después de comprobar la calidad de los objetos que el tío Simon tenía en oferta, pero si había algo en aquella casa que mereciera la pena intentar robarla cuatro veces…
– Nada de eso. Si nos atenemos a lo que Simon March pudo apreciar, no se llevaron absolutamente nada en ninguna de las ocasiones; no obstante, Byrne afirma que ese lugar era un vertedero y que posiblemente no se habría dado cuenta de si faltaba algo o no. Además, tampoco había indicios de que alguien buscara algo. Simplemente rompieron un par de paneles de la puerta trasera, entraron y sembraron el caos: la primera vez rasgaron algunas cortinas y orinaron en el sofá, la segunda hicieron añicos gran parte de la vajilla y cosas por el estilo. Eso no está tipificado como hurto. Es un ajuste de cuentas.
La casa… Imaginar a algún pueblerino con el coeficiente mental de un mosquito deambulando por las habitaciones, causando destrozos a su antojo y gastando sus tres neuronas en orinar en el sofá provocó en mí una furia de tal voltaje que me desconcertó; me vinieron ganas de propinarle un puñetazo a algo.
– Encantador -repliqué-. ¿Seguro que no fueron unos críos en busca de un poco de diversión? No hay mucho que hacer en Glenskehy un sábado por la noche.
– Espera -me indicó Sam-. Hay más. Durante los cuatro años antes de que la pandilla de Lexie se mudara allí, la casa fue objeto de actos vandálicos prácticamente cada mes. Lanzaban ladrillos contra las ventanas, rompían botellas contras las paredes, metieron una rata muerta en el buzón… Y luego estaban las pintadas. Algunas de ellas rezaban -lo escuché hojear el cuaderno-: Fuera Británicos, muerte a los terratenientes. ¡viva el IRA!
– ¿Crees que el IRA apuñaló a Lexie Madison?
Aceptémoslo, aquel caso era tan rocambolesco que cabía contemplar cualquier supuesto, pero aquélla era la teoría más improbable que había oído hasta entonces.
Sam soltó una carcajada, honesta y feliz.
– No, no, claro que no. No es su estilo. Pero alguien en Glenskehy seguía pensando en la familia March como británicos, como terratenientes, y no es que eso le hiciera especial ilusión. Y escucha esto: dos pintadas distintas, una en 2001 y otra en 2003, decían: fuera asesinos de bebés.
– ¿Asesinos de bebés? -pregunté, absolutamente desconcertada; por una milésima de segundo, el tiempo se enmarañó en mi mente y pensé en el breve y oculto bebé de Lexie-. ¿Qué diablos? ¿Qué bebés hay en esta historia?
– No lo sé, pero pienso descubrirlo. Alguien guarda un rencor muy concreto, no contra la pandilla de Lexie, puesto que se remonta a mucho antes de que ellos nacieran, ni tampoco contra el viejo Simon. «Británicos», «asesinos de bebés», en plural: no se alude a una sola persona. El problema lo tienen con la familia al completo: con Whitethorn House y todo aquel que habita en ella.
El sendero presentaba un aspecto misterioso y hostil, demasiadas capas de sombras, demasiados recuerdos de demasiadas cosas pasadas ocurridas en sus recodos. Me oculté en la sombra de un árbol y apoyé la espalda contra el tronco.
– ¿Por qué nadie nos había informado de esto?
– Porque no preguntamos. Nos concentramos en Lexie o comoquiera que se llame. Ella era el objetivo. No se nos ocurrió que pudiera ser, ¿cómo lo llaman?, un daño colateral. No es culpa de Byrne ni de Doherty. Ellos nunca antes habían trabajado en un caso de asesinato; no tienen ni idea de cómo abordarlo. Ni siquiera se les ocurrió que pudiera interesarnos.
– ¿Y qué opinan ellos de todo esto?
Sam resopló.
– No mucho, la verdad. No hay sospechosos y tampoco tienen noticia de ningún bebé muerto. Me desearon suerte en mis pesquisas. Ambos afirman que no saben más de Glenskehy ahora que el día en que llegaron. Los aldeanos son sumamente reservados, no les gustan los policías y tampoco los forasteros; siempre que se comete un delito, nadie ha visto nada, nadie ha oído nada y lo solucionan a su propia manera, en privado. Según Byrne y Doherty, incluso la gente que vive en los pueblos de los alrededores piensa que los habitantes de Glenskehy tienen la mentalidad de la Edad de Piedra.
– Entonces ¿simplemente optaron por pasar por alto el vandalismo? -pregunté con una acritud indisimulada-. Tomaron la denuncia y se limitaron a decir: «Bueno, pues no podemos hacer nada al respecto» y dejaron a quienquiera que fuera campar a sus anchas por Whitethorn Llouse.
– Hicieron cuanto pudieron -replicó Sam de inmediato, tajante; para Sam, todos los policías, incluso tipos como Doherty y Byrne, pertenecen a la familia-. Tras el primer allanamiento recomendaron a Simon March que se hiciera con un perro guardián o mandara instalar un sistema de alarma. Él contestó que odiaba los perros y que las alarmas eran para maricas y que él era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, muchas gracias por todo. Byrne y Doherty intuyeron que tenía un arma, que podía ser la que encontrasteis. Pensaron que no era una idea particularmente acertada, sobre todo porque se pasaba borracho la mayor parte del tiempo, pero tampoco pudieron hacer mucho por impedirlo; cuando le preguntaron abiertamente si tenía una, lo negó. Y poco podían hacer para obligarlo a instalar una alarma en contra de su voluntad.
– ¿Y qué ocurrió una vez lo ingresaron en el hospicio? Sabían que la casa estaba vacía, todo el mundo en los alrededores debía saberlo, sabían que sería una diana perfecta…
– La comprobaron cada noche en su ronda, claro está -aclaró Sam-. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Parecía desconcertado, y su desconcierto me hizo caer en la cuenta de que le estaba alzando la voz.
– Pero has dicho que todo eso terminó cuando esta pandilla se mudó allí -continué más sosegada-. ¿Qué sucedió entonces?
– Los actos vandálicos continuaron, aunque con mucha menos frecuencia. Byrne acudió a visitarlos y mantuvo una conversación con Daniel. Le puso al corriente de lo sucedido en los últimos tiempos, pero se llevó la impresión de que a Daniel no parecía preocuparle demasiado. Desde entonces sólo se han producido dos incidentes: una piedra arrojada a través de la ventana en octubre y una nueva pintada en diciembre: fuera forasteros. Ése es el otro motivo por el que Byrne y Doherty no nos dijeron nada. En lo que a ellos concierne, el asunto estaba zanjado, formaba parte del pasado.
– Entonces pudo ser sólo una venganza contra el tío Simon, al fin y al cabo.
– Es posible, pero yo no lo creo. Tiene más pinta de lo que llamaríamos un «conflicto programado». -Sam parecía distendido: el hecho de tener algo sólido a lo que aferrarse había cambiado por completo la situación-. Dieciséis de las denuncias registran la hora del incidente y siempre se sitúa entre las once y media de la noche y la una de la madrugada. No es ninguna coincidencia. Quienquiera que ataca Whitethorn House, lo hace en esa franja horaria.
– Es la hora a la que cierra el pub -apunté.
Sam soltó una carcajada.
– Tíos listos. Me imagino a un par de ellos bebiendo y, de vez en cuando, se les cruza un cable y se envalentonan y, cuando los echan del pub, se dejan caer por la casa con un par de ladrillos o una lata de pintura o lo que sea que tengan a a mano. El horario del viejo Simon les iba como anillo al dedo: la mayoría de los días, alrededor de las once y media estaba ya o bien inconsciente (en estos casos no figura la hora del incidente, porque ni siquiera llamó a la policía hasta que se despertó algo más sobrio la mañana siguiente) o bien demasiado ebrio para perseguirlos. Las dos primeras veces que entraron en la casa, él estaba dentro y ni siquiera se despertó. Por suerte tenía un buen cerrojo en la puerta de su dormitorio. De lo contrario, ¿quién sabe qué podría haberle sucedido?
– Y luego nos trasladamos nosotros -dije. Demasiado tarde; me escuché decirlo: ellos se habían trasladado, no nosotros, pero Sam pareció no darse cuenta-. En la actualidad, entre las once y media de la noche y la una de la madrugada hay cinco personas completamente despiertas deambulando por la casa. Venir a incordiar no debe de antojárseles tan divertido cuando hay tres muchachos altos y fornidos que pueden perseguirlos y darles una paliza de muerte.
– Y dos chicas fuertes -apostilló Sam, de nuevo en ese tono socarrón-. Apuesto a que tú y Abby conseguiríais endiñarles al menos un par de puñetazos. De hecho, eso es casi lo que pasó cuando esa piedra entró por la ventana. Estaban todos sentados en el salón, justo antes de medianoche, cuando la piedra entró volando en la cocina; en cuanto se dieron cuenta de lo ocurrido, los cuatro salieron corriendo por la puerta trasera detrás del vándalo. Pero como estaban dentro, tardaron un segundo en reaccionar y eso concedió al intruso la ventaja suficiente para escapar. Tuvo suerte, opinó Byrne. Ocurrió cuarenta y cinco minutos antes de que llamaran a la policía (primero recorrieron todos los senderos buscándolo) e, incluso entonces, estaban hechos una furia. Tu amigo Rafe explicó a Byrne que, si alguna vez le echaba el guante a ese maleante, ni su propia madre lo reconocería; Lexie también aclaró sus planes, cito textualmente: «Le asestaré una patada tan fuerte en los cojones que tendrá que meterse el puño hasta la garganta para hacerse una paja».
– ¡Bien dicho!
Sam soltó una carcajada.
– Sí, he pensado que te gustaría. Los demás tuvieron el sentido común necesario para no soltar frases por el estilo delante de un policía, pero Byrne asegura que no tiene ninguna duda de que pensaban lo mismo. Les sermoneó acerca de no tomarse la justicia por su mano, pero no está seguro de si le hicieron caso o no.
– No los culpo -repliqué-. No parece que la policía fuera de mucha utilidad. ¿Qué hay de la pintada?
– El grupito no estaba en casa. Era un domingo por la noche y habían ido a cenar y al cine a la ciudad. Regresaron poco después de la medianoche y se la encontraron, en plena fachada. Era la primera vez que estaban fuera hasta tan tarde desde que se habían mudado. Podría tratarse de una coincidencia, pero tengo serias dudas al respecto. El episodio de la piedra infundió un cierto respeto a nuestro vándalo, o vándalos, pero o bien vigilaba la casa o divisó el coche atravesar el pueblo y no regresar. Vio que se le presentaba una oportunidad y la aprovechó.
– Entonces ¿crees que no se trata de un asunto de toda la población contra el caserío? -inquirí-. ¿Crees que se trata sólo de un tipo intentando saldar una cuenta?
Sam emitió un sonido indescifrable.
– No exactamente. ¿Sabes lo que ocurrió cuando la pandilla de Lexie intentó ir al Regan's?
– Sí, Abby explicó que habías hablado con ella de eso. Mencionó algo acerca de que se sintieron excluidos, pero no entró en más detalles.
– Sucedió un par de días después de mudarse. Una noche fueron todos al pub, encontraron una mesa, Daniel se acercó a la barra y el camarero le ignoró. Durante diez minutos, a menos de un metro de distancia y con sólo un puñado de clientes en el local, Daniel repitió: «Perdone, ¿me pone dos pintas de Guinness y…?». El camarero se dedicó a seguir sacándole brillo a un vaso y ver la tele. Al final, Daniel se rindió, regresó junto a los otros, tuvieron una charla sosegada y concluyeron que quizás al viejo Simon lo hubieran expulsado de allí demasiadas veces y los March no fueran especialmente unos personajes populares. De manera que enviaron a Abby a pedir, ya que imaginaron que era una mejor apuesta que el inglés o el chico del norte. Y la historia se repitió. Entre tanto, Lexie intentó entablar conversación con los viejos de la mesa de al lado, con el fin de averiguar qué diantres ocurría. Nadie le contestó, ni siquiera se dignaron mirarla; todos le volvieron la espalda y continuaron enfrascados en su conversación.
– ¡Joder! -exclamé.
No es tan fácil como parece ignorar a cinco personas a la cara, cinco personas que intentan llamar tu atención. Se requiere mucha concentración para aplacar los instintos de ese modo; se precisa un motivo, algo contundente y frío como una roca firme. Intenté vigilar el sendero, ambos sentidos simultáneamente.
– Justin se disgustó y quería irse; Rafe también quería largarse, pero porque estaba enfadado; Lexie empezó a alterarse cada vez más en su denodado intento porque los viejos le hablaran, les ofreció chocolate, les contó chistes malos. Y, entre tanto, un puñado de jovenzuelos empezaron a lanzarles miradas asesinas desde un rincón. Abby tampoco estaba muy convencida de ceder, pero ella y Daniel pensaron que la situación podía írseles de las manos en cualquier momento. Agarraron a los demás y se largaron. Nunca más han vuelto a poner los pies allí.
El viento ululó entre las hojas, ascendiendo por el camino en dirección a mí.
– De manera que ese rencor se extiende a todo Glenskehy -conjeturé-, sin embargo sólo una o dos personas se han atrevido a dar un paso más allá.
– Ésa es mi conclusión. Y va a ser muy divertido descubrir quiénes son. Glenskehy cuenta con unos cuatrocientos habitantes, incluyendo los granjeros de los alrededores, y ninguno de ellos va a echarme una mano para ir cerrando el círculo.
– Quizá yo pueda serte de ayuda -propuse-. Puedo intentar trazar un perfil, eso sí, aproximado. Nadie recopila datos psicológicos sobre vándalos, como se hace con los asesinos en serie, de manera que se basará sobre todo en conjeturas, pero al menos existe un patrón de conducta sobre el cual puedo aportarte información.
– Pues empieza a conjeturar -me alentó Sam alegremente. Lo oí abrir su cuaderno, cambiarse el teléfono de oreja y prepararse para tomar notas-. Lo apuntaré todo. Adelante.
– Está bien -dije-. Buscas a un lugareño, eso es innegable, alguien nacido y criado en Glenskehy. Se trata, casi con seguridad, de un varón. Y creo que estamos hablando más de una persona que de una banda: el vandalismo espontáneo acostumbra a ser obra de grupos, pero las campañas de odio orquestadas como ésta suelen tener un componente personal.
– ¿Puedes darme algún dato sobre él?
La voz de Sam se oía distorsionada; debía de tener el teléfono atrapado bajo el mentón, mientras escribía.
– Si este asunto empezó hace unos cuatro años, probablemente su edad oscile entre veinticinco y treinta y pocos años. El vandalismo es un delito propio de varones jóvenes, pero este tipo es demasiado metódico para ser un adolescente. No tiene un nivel de educación elevado: quizás el graduado, pero no ha cursado secundaria. Vive con alguien, ya sea con sus padres, con su esposa o con una novia: no hay ataques en mitad de la noche, lo cual nos indica que alguien lo espera en casa antes de cierta hora. Tiene un empleo que lo mantiene ocupado entre semana; de lo contrario se registrarían incidentes durante el día, cuando todos están fuera y no hay moros en la costa. Su puesto de trabajo también está en la zona; no viaja hasta Dublín ni nada por el estilo; este grado de obsesión indica que Glenskehy constituye todo su mundo. Y no le satisface. Trabaja muy por debajo de su nivel intelectual o educativo, o al menos eso piensa él. Y probablemente haya tenido problemas con otras personas antes, con vecinos, ex novias, quizás empleadores; este tipo no tolera bien la autoridad. Tal vez convendría comprobar con Byrne y Doherty si se han producido disputas entre lugareños o si se han interpuesto denuncias por acoso.
– Si el hombre a quien busco fastidió a alguien de Glenskehy-objetó Sam en tono grave-, no te quepa duda de que no lo habrán denunciado a la policía. La víctima se habrá limitado a reunir a sus amigotes y propinarle una paliza al abrigo de la noche, eso tenlo por seguro. Y él tampoco lo denunciaría a la pasma.
– Cierto -convine-, probablemente no. -Un destello de movimiento, en el prado, al otro lado del sendero, una veta negra sobre la hierba. Demasiado pequeño para ser una persona, pero me oculté cuanto pude en la sombra del árbol-. Y otra cosa más. La campaña contra Whitethorn House podría haber sido espoleada por algún roce con Simon March; parece un viejo cascarrabias. Es perfectamente posible que le hinchara las narices a alguien pero, en la mente de nuestro hombre, es algo mucho más profundo que eso. Para él, todo esto gira en torno a un bebé muerto. Y Byrne y Doherty no tienen ni idea de sobre qué va esa historia, ¿no es cierto? ¿Cuánto tiempo llevan destinados aquí?
– Doherty un par de años, pero Byrne lleva atrapado en la zona desde 1997. Me ha explicado que la primavera pasada tuvieron una muerte súbita de un bebé en el pueblo y que una niña cayó a un pozo de estiércol en una de las granjas, hace unos cuantos años, pobrecilla, pero eso es todo. No hay nada sospechoso en sus muertes ni ninguna vinculación con Whitethorn House. Y el registro informático tampoco recoge ningún hecho singular en la zona.
– Entonces buscamos un suceso anterior -elucubré-, tal como tú decías. Aunque sólo Dios sabe a cuándo se remonta. ¿Recuerdas lo que me explicaste acerca de los Purcell de tu pueblo?
Una pausa.
– En tal caso, nunca lo descubriremos. Otra vez los archivos.
La mayoría de los archivos públicos de Irlanda desaparecieron en un incendio de 1921, durante la Guerra Civil.
– No necesitamos los archivos. La gente de por aquí sabe de qué se trata, te lo garantizo. Muriera cuando muriese ese bebé, este energúmeno no leyó la noticia en un periódico viejo. Está demasiado obsesionado con ella. Para él no es un tema del pasado; es un sacrilegio real, fresco y crucial que necesita vengar.
– ¿Quieres decir que está loco?
– No -contesté-. O al menos no en el sentido que piensas. Es demasiado cauteloso: aguarda a los momentos seguros, se retiró después de que lo persiguieran… Si fuera esquizofrénico, por decir algo, o sufriera un trastorno bipolar, no tendría tanto control. No padece ningún trastorno mental. Pero está obsesionado hasta tal punto que creo que probablemente podríamos afirmar que está desequilibrado.
– ¿Podría volverse violento? Contra las personas, quiero decir, no sólo contra la casa.
La voz de Sam se tornó más nítida; se había sentado recto.
– No estoy segura -contesté con precaución-. No parece su estilo; me refiero a que podría haber echado abajo la puerta del dormitorio del viejo Simon y haberlo aporreado con un atizador de haberlo querido, pero no lo hizo. Sin embargo, el hecho de que aparentemente sólo actúe cuando está borracho me induce a pensar que tiene una relación insana con el alcohol, que es uno de esos tipos que asume una personalidad radicalmente distinta después de beberse cuatro o cinco pintas, y no precisamente agradable. Una vez la bebida entra a formar parte de la ecuación, todo se vuelve impredecible. Y como ya te he dicho, está obsesionado con este tema. Si se llevó la impresión de que el enemigo había intensificado el conflicto al perseguirlo cuando arrojó aquella piedra a través de la ventana, por ejemplo, perfectamente podría haber subido también sus apuestas para estar a la altura.
– Sabes a quién suena esto exactamente, ¿no? -preguntó Sam, después de hacer una pausa-. Misma edad, lugareño, inteligente, que sabe controlarse, experiencia delictiva pero sin violencia…
El perfil que le había trazado en mi piso, el perfil del homicida.
– Sí -contesté-. Lo sé.
– En definitiva, me estás diciendo que podría ser nuestro hombre. El asesino.
Otra vez esa veta de sombra, rápida y sigilosa a través de la hierba y bajo la luz de la luna: un zorro, quizá, persiguiendo a un ratón de campo.
– Cabe la posibilidad -contesté-. No podemos descartarlo.
– Si nos enfrentamos a una rencilla familiar -añadió Sam-, entonces Lexie no era el objetivo específico y su vida no tuvo nada que ver en el asunto y no es necesario que sigas ahí. Puedes regresar a casa.
La esperanza que transmitía su voz me hizo estremecer.
– Sí -contesté-, quizá. Pero no creo que nos encontremos aún en esa fase. No hemos establecido ningún vínculo concreto entre el vandalismo y el apuñalamiento; podrían no guardar relación. Y una vez cortemos el hilo, ya no habrá marcha atrás.
Una milésima de pausa. Y luego:
– De acuerdo -continuó Sam-. Me pondré a buscar ese vínculo. Y, Cassie…
Su voz se había vuelto sobria, tensa.
– Tendré cuidado -lo tranquilicé-. Estoy teniendo cuidado.
– Entre las once y media de la noche y la una de la madrugada. Encaja con la hora del apuñalamiento.
– Lo sé. Pero aún no he visto nada raro merodeando por aquí.
– ¿Llevas tu arma?
– Siempre que salgo. Frank ya me sermoneó sobre eso.
– Frank -dijo Sam, y percibí que la distancia volvía a apoderarse de su voz-. Bien.
Después de colgar aguardé bajo la sombra del árbol durante largo rato. Oí el estrépito de una hierba alta y el agudo chillido tras el asalto del depredador que fuera que anduviera al acecho. Cuando los susurros se hubieron desvanecido en la oscuridad y sólo se movían cosas pequeñas, reemergí en el camino y regresé a casa.
Me detuve en la verja posterior y me balanceé colgada a ella durante un rato, escuchando el lento chirriar de las bisagras y deleitándome con la contemplación del amplio jardín que se extendía hasta la casa. La piedra gris de la fachada posterior era plana y defensiva como el muro de un castillo, y el resplandor dorado que salía de las ventanas había dejado de parecerme acogedor; ahora se me antojaba un desafío, una advertencia, como una pequeña fogata en medio de una selva. La luna alumbraba el sendero, convirtiéndolo en un ancho mar irregular y blanquecino, con la casa alta e inmóvil en el centro, expuesta por los cuatro costados, asediada.