Capítulo 18

El siguiente día se me antojó una semana. En el edificio de la Facultad de Letras hacía un calor asfixiante y el aire, demasiado seco, escaseaba. Mi grupo de tutorías se mostraba aburrido e inquieto; era su última sesión, no habían leído el material asignado y ni siquiera se molestaban en fingir que lo habían hecho; aunque yo tampoco me molestaba en fingir que me importase. Sólo podía pensar en Ned: en si aparecería, en qué le diría en caso de hacerlo, en qué haría de no presentarse; de cuánto tiempo disponía antes de que Frank nos diera alcance.

Sabía que aquella noche era una apuesta arriesgada. Incluso suponiendo que hubiera acertado al intuir que la casucha era su punto de encuentro, Ned podía haber tirado la toalla en relación con el tema de Lexie, tras un mes de comunicación interrumpida; su nota no estaba fechada, podía tener semanas de antigüedad. E incluso si era un tipo persistente, era poco probable que comprobara el punto de encuentro a tiempo para acudir a nuestra cita. Una gran parte de mí esperaba que no lo hiciera. Necesitaba oír lo que Ned tenía que decir, pero todo lo que yo oyera, Frank lo oiría también.

Acudí a nuestra cita temprano, en torno a las diez y media. En casa, Rafe estaba tocando un Beethoven atronador aporreando el pedal, Justin intentaba leer tapándose los oídos con los dedos, todo el mundo se volvía más insolente por segundos y se barruntaba una espiral que desembocaría en una discusión violenta.

Era la tercera vez que yo entraba en aquella casucha. Sentía cierto recelo hacia los granjeros malhumorados (aquel prado debía de pertenecer a alguien, al fin y al cabo, aunque aparentemente su dueño no sintiera un gran apego hacia él), pero la noche era tranquila y luminosa, una quietud absoluta reinaba en kilómetros a la redonda, sólo campos vacíos y pálidos y las montañas dibujaban siluetas negras contra un fondo estrellado. Apoyé la espalda en un rincón, desde donde podía ver el prado y la carretera, pero las sombras me ocultaban de la vista de cualquiera, y esperé.

En el caso de que Ned acabara presentándose, debía tener una cosa clara: sólo tenía una oportunidad. Tenía que dejar que fuera él quien guiara no sólo lo que yo tenía que decir, sino cómo tenía que decirlo. Independientemente de lo que Lexie hubiera representado para él, yo tenía que representar exactamente lo mismo. Seguir interpretando el personaje de Lexie, ya fuera una vampiresa desalentada, una Cenicienta valiente que se sentía utilizada o una enigmática Mata Hari, puesto que, al margen de lo que Frank opinase acerca de la inteligencia de Ned, si daba un paso en falso probablemente se daría cuenta. Debía limitarme a estar calladita y esperar a que él me brindara alguna pista.

La carretera, cubierta por una neblina blanca y misteriosa, descendía serpenteando colina abajo hasta perderse en los negros setos. Pocos minutos antes de las once se produjo un temblor en algún punto, demasiado intenso y lejano para revelar su procedencia, como un latido vibrando contra mi oído. Silencio, y luego el leve crujir de unos pasos al fondo del sendero. Me apretujé contra mi rincón, rodeé con una mano mi linterna y me metí la otra por debajo del jersey, hasta colocarla en la culata de mi revólver.

Un destello de pelo rubio moviéndose entre los setos oscuros: Ned había acudido.

Solté mi arma y lo observé saltar torpemente por encima del muro, inspeccionar sus pantalones en busca de alguna mota de contaminación, sacudírselos con las manos y retomar su camino campo a través con profundo desagrado. Esperé hasta que entró en la casucha y, justo cuando estaba a escasos metros de distancia, encendí mi linterna.

– ¡Santo Dios! -exclamó Ned irritado, colocándose la mano sobre los ojos a modo de visera-. ¿Qué pretendes, dejarme ciego?

Aquel instante me bastó para saber todo lo que precisaba saber sobre Ned, en una sola lección. En aquel mismo lugar yo me había quedado absolutamente desconcertada al descubrir que tenía una doble, mientras que él debía de haber tropezado con clones de sí mismo en cada rincón de cada calle del sur de Dublín. Era tan, tan parecido a todo el mundo que habría pasado completamente,desapercibido entre todas esas miles de imágenes reflejadas. Corte de pelo estándar a la moda, unas facciones estándares bonitas, una complexión estándar de jugador de rugby y ropa estándar de diseñadores con precios prohibitivos; yo podría haber relatado toda su vida sólo a partir de aquella primera impresión. Rogué al cielo no tener que señalarlo en una rueda de identificación.

Lexie le habría dado cualquier cosa que él hubiera querido ver y a mí no me cabía duda de que a Ned le gustaban las chicas prototípicas: sensuales más por decisión que por naturaleza, aburridas, no demasiado inteligentes y quizás un pelín picaruelas. ¡Lástima no haberme adjudicado un bronceado artificial!

– ¡Santo Dios! -lo imité, en el mismo tono irritado y acento fingido que había empleado para sacar de sus casillas a Naylor-. Espero que no te dé un infarto. No es más que una linterna.

La conversación no había empezado con buen pie, pero no me inquietaba. Hay algunos círculos sociales en los que los modales se consideran una señal de debilidad.

– ¿Dónde te habías metido? -preguntó Ned-. Llevo dejándote notas día sí, día también… Tengo cosas más interesantes que hacer que mover el culo hasta este cenagal cada día, ¿sabes?

Si Lexie se había estado tirando a aquella basura espacial, iba a dirigirme derechita a la morgue y apuñalarla yo misma. Puse los ojos en blanco.

– ¿Qué tal un «hola»? Me apuñalaron, ¿sabes? He estado en coma.

– Ah -dijo Ned-. Sí. Es cierto. -Me miró con aquellos ojos azules pálidos, ligeramente molesto, como si yo hubiera hecho algo desagradable-. Aun así, podrías haberte puesto en contacto conmigo. Tenemos un negocio entre manos.

Como mínimo, aquello eran buenas noticias.

– Sí, bueno -contesté-. Ya estamos en contacto, ¿no es cierto?

– El detective tocacojones ese vino a hablar conmigo -explicó Ned, como si se acordara de repente. Parecía todo lo indignado que uno puede parecer sin cambiar de expresión-. Como si yo fuera un sospechoso o algo así. Le dije que aquello no era asunto mío. Yo no he salido del Bronx. No voy por ahí apuñalando a la gente.

Decidí que coincidía con Frank en algo: Ned no era el conejito más brillante que brincaba por aquel bosque. Era de esa clase de tipos que parecen moverse por actos reflejos, sin la intervención de ningún proceso de pensamiento. Habría apostado una pasta gansa a que hablaba con sus clientes de la clase obrera como si fueran incapacitados y farfullaba «Yo querer tú siempre» cuando veía a una asiática.

– ¿Le hablaste de esto? -le pregunté, encaramándome a un fragmento de muro derruido.

Me miró horrorizado.

– Por supuesto que no. Me habría soltado encima al Séptimo de Caballería y no me apetecía darle explicaciones. Únicamente me interesa solucionar de una vez este asunto, ¿te parece?

Además asombraba por su civismo… aunque no es que me quejara de ello.

– Bien -contesté-. Supongo que esto no tiene nada que ver con lo que me ocurrió, ¿no?

Ned ni siquiera parecía haberse formado una opinión sobre ello. Hizo amago de apoyarse contra la pared, pero la examinó con recelo y cambió de opinión.

– ¿Te importa si avanzamos? -quiso saber.

Yo agaché la cabeza y lo miré de reojo con cara de «pobrecita de mí», batiendo mis pestañas.

– El coma ha causado estragos en mi memoria. Tendrás que explicarme dónde nos quedamos y toda la pesca.

Ned me miró boquiabierto. Aquel rostro impasible, completamente inexpresivo, no revelaba nada: por primera vez atisbé cierto parecido con Daniel, aunque fuera un Daniel después de someterse a una lobotomía frontal.

– Hablamos de cien -contestó transcurrido un momento-. En metálico.

¿Cien libras por una reliquia de la familia? ¿Cien mil por mi parte de la casa? No necesitaba estar segura de qué estábamos hablando para saber que mentía.

– Hummm, lo dudo -le contesté, dedicándole una sonrisita seductora para amortiguar el mazazo de que una chica fuera más inteligente que él-. He dicho que el coma había causado estragos en mi memoria, pero no en mi cerebro.

Ned soltó una carcajada desvergonzada, se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en sus talones.

– Bueno, tenía que intentarlo, ¿no?

Seguí sonriendo, porque parecía gustarle.

– Sigue probando.

– De acuerdo -continuó Ned, recobrando la compostura y volviendo a poner su cara de negocios-. Seamos serios. Yo te propuse ciento ochenta y tú me dijiste que mejorara mi oferta, cosa que me jode bastante, pero bueno, y que acudiera a ti con una propuesta mejor. Entonces te dejé una nota diciéndote que podíamos hablar de unos doscientos mil, pero entonces tú… -Un encogimiento incómodo-. Bueno, ya sabes.

«¡Doscientos mil!» Por una fracción de segundo sentí el más auténtico de los subidones de la victoria, el que todo detective conoce en un momento u otro cuando las cartas se ponen boca arriba y uno comprueba que todas sus apuestas han dado en el clavo, que ha encontrado su camino de regreso a casa con los ojos vendados. Pero entonces caí en la cuenta de algo.

Había dado por supuesto que Ned era quien había instigado todo aquel asunto, quien estaba dispuesto a solucionar el papeleo e intentaba sacar un buen pellizco. Lexie nunca había necesitado cantidades desorbitadas para huir en el pasado. Había llegado a Carolina del Norte con el depósito para un apartamento piojoso y lo había dejado con lo obtenido a cambio de su coche destartalado; hasta entonces, se había contentado con buscar una vía abierta y conseguir unas cuantas horas de ventaja en la parrilla de salida. Pero en esta ocasión había estado negociando tratos de seis cifras con Ned. Y no sólo porque podía hacerlo; con el bebé creciendo en su vientre y los afilados ojos de Abby de fondo y con una oferta de aquella magnitud sobre la mesa, ¿por qué andar enredado durante semanas por unos cuantos miles más? Lo más normal es que hubiera firmado en la línea de puntos, hubiera exigido billetes pequeños y se hubiera esfumado como por arte de magia, a menos que necesitara hasta el último de los peniques que pudiera obtener.

Cuanto más había ido descubriendo sobre Lexie, crecía en mí la certeza de que planeaba someterse a un aborto tan pronto llegara adonde se dirigiera. Abby, y Abby la conocía bien, tan bien como podía conocérsela, pensaba lo mismo a fin de cuentas. Sin embargo, un aborto cuesta solamente unos cuantos cientos de libras. Lexie podría haber ahorrado perfectamente esa cantidad con su trabajo, haberla robado de la caja registradora una noche, haber pedido un préstamo bancario que nunca pagaría; no necesitaba para nada meterse en follones con Ned.

En cambio, criar un hijo cuesta muchísimo más. La princesa de la Tierra de Nadie, la princesa de los mil castillos entre mundos, había cruzado la línea. Había estado a punto de abrir sus manos y agarrarse al mayor compromiso de todos. Tuve la sensación de que, bajo mi cuerpo, el muro se licuaba.

Debí de quedármelo mirando como si hubiera visto un fantasma.

– Hablo en serio -repitió Ned un poco ofendido, malinterpretando mi mirada-. No bromeo. Doscientos de los grandes es mi mejor oferta. Piensa que yo me estoy arriesgando muchísimo con este negocio. Una vez hayamos llegado a un acuerdo, tengo que convencer al menos a dos de tus amigos. Acabaré consiguiéndolo, de eso no me cabe duda, una vez cuente con esta ventaja, pero podría llevarme meses y unos líos de mil demonios.

Apreté la mano que me quedaba libre contra el duro muro y noté la tosca piedra clavándose en mi palma. Así seguí hasta que se me aclaró el pensamiento:

– ¿De verdad lo crees?

Sus pálidos ojos se abrieron como platos.

– Por supuesto que sí. No veo dónde está el daño. Sé que son tus amigos y Daniel es mi primo y toda la mandanga, pero seamos claros: ¿acaso son lerdos o qué? La mera idea de hacer algo con aquella casa hizo que se pusieran a chillar como un puñado de monjas sorprendidas por un exhibicionista.

Me encogí de hombros.

– Les gusta ese lugar.

– ¿Cómo es eso posible? Pero si es un antro, ni siquiera tiene calefacción, y se comportan como si fuera un palacio. ¿Acaso no se dan cuenta de lo que podrían obtener de él si cedieran? Esa casa tiene mucho potencial.

«Apartamentos para ejecutivos completamente amueblados en un terreno espacioso y el potencial de un desarrollo urbanístico posterior»… Por un instante nos desprecié tanto a Lexie como a mí por embaucar a aquel eslabón perdido de la humanidad para nuestros propios fines.

– Yo soy la inteligente -alegué-. Y una vez tengas la casa, ¿qué piensas hacer con todo el potencial?

Ned me miró perplejo; supuestamente él y Lexie ya habían tratado aquel asunto. Lo miré impertérrita, y eso pareció hacerlo sentir cómodo.

– Depende del permiso urbanístico que me concedan. En un escenario ideal, yo apostaría por un club de golf y un hotel balneario o algo por el estilo. Ahí es donde se obtienen beneficios a largo plazo de verdad, sobre todo si logro ubicar un pequeño helipuerto. Si no, estaríamos hablando de construir apartamentos de alto standing.

Me planteé darle una patada en las pelotas y echar a correr. Me había presentado allí predispuesta a odiar a aquel tipo con todas mis fuerzas y la verdad es que no me estaba defraudando. Ned no quería Whitethorn House, le importaba un bledo, al margen de lo que hubiera declarado ante los tribunales. Lo que lo hacía salivar no era la casa, sino la idea de demolerla, la oportunidad de destriparla, de arrancarle las costillas y lamer hasta la última gota de sangre. Por una milésima de segundo vi la cara de John Naylor, hinchada y amarillenta, iluminada por aquellos ojos visionarios: «¿Se imagina lo que eso habría podido suponer para Glenskehy?». En el fondo, mucho más profundamente y con mayor fuerza de lo que habrían podido odiarse el uno al otro a tenor de su naturaleza, Naylor y Ned eran dos caras de la misma moneda. «Cuando hagan las maletas y se larguen, quiero estar allí para despedirlos», había dicho Naylor. Al menos él se había mostrado dispuesto a exponer su cuerpo, y no sólo su cuenta bancaria, a cambio de obtener lo que queria.

– Una idea brillante -apunté-. No tiene sentido mantener la casa habitada.

Ned no captó el sarcasmo.

– Evidentemente -se apresuró a puntualizar, por si se me ocurría pedir una mayor tajada-, habrá que invertir toneladas de dinero sólo para demolerla. De manera que doscientos mil es mi última oferta. ¿Estás de acuerdo? ¿Puedo empezar a tramitar el papeleo?

Fruncí los labios y fingí meditar sobre ello.

– Déjame que lo piense un poco más.

– ¡Por todos los santos! -Ned se pasó una mano por el tupé, frustrado, y luego volvió a peinarse-. Venga ya… Este asunto se arrastra desde tiempos inmemoriales…

– Lo siento -me disculpé, con un encogimiento de hombros-. Si tenías tanta prisa, deberías haberme hecho una oferta decente desde el principio.

– Pero te la estoy haciendo ahora, ¿no? Tengo inversores haciendo cola rogando por apuntarse a este negocio desde el principio, pero no pueden esperar toda la eternidad. Son tipos serios, con dinero serio.

Le dediqué otra sonrisita con un picaruelo fruncimiento de nariz.

– Pues yo te haré saber con toda seriedad mi decisión en el preciso instante en que la tome. ¿De acuerdo? -dije y me despedí con la mano.

Ned se quedó inmóvil unos segundos, alternando el peso entre ambos pies y con cara de pocos amigos, pero yo seguí sonriéndole gélidamente.

– De acuerdo -concedió al fin-. Está bien. Como tú digas. Mantenme informado. -Al llegar a la puerta, se volvió hacia mí y me dijo, con aires de grandeza-: Esto podría situarme en el mapa, ¿sabes? Podría jugar en la partida con los mandamases. Procuremos no fastidiarla, ¿de acuerdo?

Intentó interpretar una salida espectacular, pero perdió su oportunidad al tropezar con algo mientras salía airadamente. Procuró disimular atravesando el prado con un trote garboso y sin volver la vista atrás.

Apagué mi linterna y esperé allí, en aquella casucha, mientras Ned andaba entre la hierba como si estuviera borracho, encontraba el camino de regreso a su paletomóvil y ponía rumbo a la civilización, con el runrún del todoterreno diminuto e insignificante contra las inmensas montañas en la noche. Luego me senté apoyándome en la pared de la estancia exterior y noté mi corazón latir donde el de Lexie había cesado de hacerlo. El aire era suave y cálido como la crema; se me quedó el trasero dormido; polillas diminutas revoloteaban en torno a mí como pétalos. Algo brotaba de la tierra a mi lado, en el punto en que la sangre de Lexie se había derramado, un macizo de jacintos silvestres, un arbusto minúsculo con aspecto de espino: cosas nacidas de ella.

Aunque Frank no hubiera seguido la retransmisión de mi espectáculo en vivo y en directo, escucharía la conversación al cabo de unas horas, en cuanto llegara al trabajo la mañana siguiente. Debería haber hablado por teléfono con él o con Sam, o con ambos, para determinar la mejor manera de aprovechar aquella baza, pero tenía la sensación de que si me movía o intentaba caminar o respiraba demasiado intensamente, mi mente se desbordaría y empaparía la hierba.

Estaba segura desde el primer momento. ¿Quién podía culparme de ello? Aquella joven era como una gata salvaje dispuesta a roerse sus propias patas antes de dejarse atrapar; estaba convencida de que «siempre» era la única palabra que nunca pronunciaría. Intenté convencerme de que quizás estaba dispuesta a entregar al niño en adopción, a escabullirse del hospital tan pronto como pudiera caminar y desvanecerse en el parking hacia la siguiente tierra prometida, pero lo sabía: aquellas cifras que había barajado con Ned no eran para ningún hospital, por mucha categoría que tuviera. Eran para una vida, para dos vidas.

Tal como había dejado que los demás la esculpieran con delicadeza, de manera inconsciente, en la hermana pequeña para completar su insólita familia; tal como se había prestado a que Ned la encasillara en los clichés que eran lo único que él entendía, me había permitido convertirla en quien yo quería que fuese. Una llave maestra para abrir todas y cada una de las puertas, una autopista infinita hacia un millón de principios desde cero. No existe nada así. Incluso aquella muchacha que había dejado tras de sí vidas como si no hubieran sido más que áreas de descanso, al final había decidido agarrar el toro por los cuernos.

Permanecí sentada en la casita largo rato, con los dedos enredados en el arbolillo con ternura: era tan nuevo que no quería magullarlo. No estoy segura de cuánto tiempo transcurrió antes de que me apeteciera ponerme en pie; apenas recuerdo el paseo de regreso a casa. Una parte de mí anhelaba que John Naylor saltara de detras de un seto, defendiendo su causa con ardiente indignación y a la espera de encontrar a un rival que le devolviera los gritos o se enfrascara directamente en una reyerta con él, simplemente por tener algo con lo que luchar.


La casa estaba iluminada como un abeto de Navidad; las ventanas resplandecían, en su interior revoloteaban siluetas y un murmullo de voces salía al exterior, y por un momento no lo asimilé: ¿había sucedido algo terrible?, ¿alguien se estaba muriendo?, ¿se había inclinado la casa, se había deslizado hacia un lado y había revivido una fiesta alegre concluida hacía tiempo?; si yo pisaba aquella hierba, ¿retrocederíamos de repente a 1910? Entonces la cancela se cerró con un sonido metálico a mis espaldas, Abby abrió la cristalera de par en par, gritó: «¡Lexie!» y se me acercó corriendo entre la hierba, con su larga falda blanca ondeando al viento.

– Estaba esperando a que llegaras -me anunció. Le faltaba el aliento y estaba sonrojada; los ojos le centelleaban y el cabello había empezado a soltársele de los pasadores; era evidente que había estado bebiendo-. Estamos en plena decadencia. Rafe y Justin han preparado un ponche a base de coñac, ron y no sé qué más que es letal, y nadie tiene tutorías ni nada que hacer mañana, así que ¡a la porra!: no vamos a ir a la universidad, nos vamos a quedar aquí bebiendo y comportándonos como idiotas hasta que perdamos el sentido. ¿Qué te parece?

– Estupendo -respondí con una voz extraña, dislocada.

Me estaba costando recomponerme y ponerme en situación, pero Abby pareció no darse cuenta.

– ¿Sí? Verás, al principio no estaba segura de que fuera una buena idea. Pero Rafe y Justin ya estaban preparando el ponche. Rafe le prendió fuego a una bebida alcohólica, a propósito, y todos se pusieron a gritarme porque siempre ando preocupándome por todo. Y, no sé, al menos por una vez no se están metiendo el uno con el otro, ¿entiendes? Entonces he pensado: «¡¿Qué diablos?! Es justo lo que necesitamos». Después de los últimos días… por no hablar de las últimas semanas. ¿Te has percatado de que últimamente todos nos comportamos como chiflados? Como con toda la historia de la otra noche, con el pedrusco y la pelea y… Jesús…

Algo cubrió su rostro, un titileo sombrío, pero antes de que me diera tiempo a interpretarlo se había desvanecido para dejar paso de nuevo a la alegría inconsciente y atolondrada de la ebriedad.

– Así que he pensado que si esta noche nos ponemos como cubas y lo sacamos todo, entonces quizá podamos relajarnos por fin y volver a la normalidad. ¿Tú qué opinas?

Así, borracha, parecía mucho más joven. En algún lugar de la mente estratega y terrorista de Frank, ella y sus tres mejores amigos estaban posando en una rueda de reconocimiento y siendo inspeccionados, uno a uno, centímetro a centímetro; él los estaba evaluando, con la frialdad de un cirujano o de un torturador, mientras sopesaba dónde practicar la primera incisión, dónde insertar la primera frágil sonda.

– Me encantaría -contesté-. De verdad, me parece fantástico.

– Hemos empezado sin ti -aclaró Abby, apoyándose en sus talones para examinarme con nerviosismo-. No te importa, ¿verdad? ¿Te molesta que no te hayamos esperado?

– Claro que no -la tranquilicé-. Siempre que me hayáis dejado algo.

En algún lugar tras ella, las sombras se entrecruzaban sobre la pared del salón de estar; Rafe inclinado con un vaso en una mano y su melena dorada recortada como un espejismo contra las oscuras cortinas, y la voz de Josephine Baker sonando a través de las ventanas abiertas, dulce, rasgada y seductora: «Mon réve c'était vous…». Creo que pocas veces en toda mi vida había deseado algo tanto como estar allí, desembarazarme de mi pistola y de mi teléfono, beber y bailar hasta que se me fundiera un fusible en el cerebro y no quedara nada en el mundo salvo la música, el destello de las luces y ellos cuatro rodeándome, riendo, resplandecientes, intocables.

– Claro que te hemos dejado. ¿Por quién nos tomas? -Me agarró de la muñeca y me condujo al interior de la casa, tirando de mí, remangándose la falda con la mano que le quedaba libre para que no se le ensuciara con la hierba-. Tienes que ayudarme con Daniel. Ha cogido un vaso grande, pero se lo está bebiendo a sorbitos. Y esta noche los sorbitos están prohibidos. Se supone que tenemos que trincarnos las copas de un trago. Debo aclarar que está ya bastante achispado, porque se ha puesto a sermonearnos sobre el Laberinto y el Minotauro y algo sobre El sueño de una noche de verano, o sea que sobrio no está. Pero aun así…

– Está bien, allá vamos -dije, riendo; me moría de ganas de ver a Daniel verdaderamente borracho-. ¿A qué esperamos?

Atravesamos el prado corriendo y entramos en la cocina de la mano.

Justin estaba sentado a la mesa de la cocina, con un cucharón en una mano y un vaso en la otra, inclinado sobre un frutero lleno de un líquido rojo de aspecto peligroso.

– Estáis guapísimas -nos dijo-. Parecéis un par de ninfas del bosque. Lo digo de verdad.

– Son guapísimas -lo corrigió Daniel, sonriéndonos desde el vano de la puerta-. Sírveles un poco de ponche para convencerlas de que nosotros también somos guapísimos.

– ¡Uy! De eso no tenéis que convencernos, ya lo sabemos… -le aclaró Abby, al tiempo que tomaba un vaso de la mesa-. Pero en cualquier caso queremos ponche. Lexie necesita beber ponche a raudales para ponerse a nuestro nivel.

– ¡Yo también soy guapo! -gritó Rafe desde el salón, por encima de la voz de Josephine-. ¡Venid aquí y decidme que soy guapo!

– ¡Eres muy guapo! -gritamos Abby y yo a todo pulmón.

Justin me colocó un vaso en la mano y todos nos dirigimos al salón. De camino, nos quitamos los zapatos de un puntapié en el vestíbulo y nos lamimos el ponche que nos salpicó en las muñecas, entre carcajadas.

Daniel se repantingó en una de las butacas y Justin se tumbó en el sofá. Rafe, Abby y yo acabamos despatarrados en el suelo, porque las butacas y las sillas nos parecían demasiado complicadas. Abby estaba en lo cierto: aquel ponche era letal, un mejunje sabroso y peliagudo que bajaba con la facilidad del zumo de naranja recién exprimido y luego se transformaba en una dulce y salvaje liviandad que se extendía como el helio por las extremidades. Sabía que no me parecería tan fascinante si intentaba cometer alguna estupidez, como ponerme en pie. Me parecía oír a Frank hablándome a la oreja, sermoneándome acerca del control, como una de las monjas de la escuela con la cantinela de la bebida del demonio, pero estaba tan harta de Frank, de sus comentarios sabiondos y de no perder nunca el control…

– Ponme más -le pedí a Justin dándole una patadita y agitando el vaso en el aire.

Tengo muchas lagunas de aquella noche, no la recuerdo al detalle. El segundo vaso, o tal vez fuera el tercero, convirtió aquélla en una velada borrosa y mágica, casi onírica. En algún momento di una excusa para subir a mi habitación y desembarazarme de parte de mi parafernalia de agente encubierto (arma, teléfono y faja) y esconderla bien escondida bajo la cama; alguien apagó la mayoría de las luces, a excepción de una lámpara y velas diseminadas por la casa como estrellas. Recuerdo una discusión entusiasta sobre qué actor encarnaba mejor a James Bond que derivó en otra igual de acalorada acerca de cuál de los tres muchachos sería el mejor 007; recuerdo también un intento fallido de jugar a La Moneda, un juego que Rafe había aprendido en el internado, que acabó cuando Justin expulsó el ponche por la nariz y tuvo que salir pitando hacia la cocina para escupir en el fregadero; recuerdo reírme tanto que me dolía la barriga y tuve que taparme los oídos con los dedos hasta recuperar la respiración; recuerdo el brazo de Rafe estirado bajo la nuca de Abby, mis pies apoyados en los tobillos de Justin, y la mano de Abby estirada y enlazada con la de Daniel. Era como si nunca hubiera habido piques entre nosotros; se parecía a aquella cálida y deslumbrante primera semana, sólo que era mejor todavía, cien veces mejor, porque esta vez yo no estaba sobrealerta ni luchaba por hacerme un hueco y no pisar en falso. Ahora ya me los conocía de memoria, conocía sus ritmos, sus singularidades, sus inflexiones; sabía cómo encajar con cada uno de ellos; esta vez formaba parte de su grupo.

Lo que mejor recuerdo es una conversación, algo tangencial, originada a raíz de otra discusión neblinosa sobre Enrique V. Entonces no la consideré trascendente, pero después, cuando todo hubo acabado, me volvió a la memoria.

– Ese tío era un psicópata rematado -opinó Rafe. Él, Abby y yo estábamos tumbados de espaldas en el suelo otra vez y Rafe tenía su brazo entrelazado al mío-. Toda esa patraña heroica de Shakespeare no era más que propaganda. Hoy Enrique gobernaría una república bananera con serios problemas fronterizos y un programa de armas nucleares bastante temerario.

– A mí me gusta Enrique V -apuntó Daniel entre el humo de su cigarrillo-. Un rey así es exactamente lo que necesitamos.

– Monárquico belicista -pronunció Abby al techo-. Con la revolución habrías acabado en el paredón.

– Ni la monarquía ni la guerra han sido nunca el verdadero problema -argumentó Daniel-. Todas las sociedades han vivido alguna guerra, es intrínseca a la humanidad, y siempre hemos tenido gobernantes. ¿De verdad veis tanta diferencia entre un rey medieval y un presidente o un primer ministro actuales, salvo que el rey era ligeramente más accesible a sus subditos? El verdadero problema se da cuando ambas cosas, la monarquía y la guerra, se dislocan entre sí. Con Enrique existía esa desconexión.

– Hablas por hablar -lo cortó Justin, que intentaba, con serias dificultades, beber su ponche sin sentarse ni derramárselo por la frente.

– ¿Sabes lo que necesitas? -le dijo Abby-. Una pajita. Una de esas que se doblan.

– ¡Sí! -contestó Justin encantado-. Necesito una pajita flexible. ¿Tenemos?

– No -contestó Abby, sorprendida, cosa que sin venir a cuento nos hizo a Rafe y a mí estallar en risitas incontenibles y bobaliconas.

– Nada de eso -se defendió Daniel-. Analiza las guerras antiguas, las libradas hace siglos: el rey lideraba a sus tropas a la batalla. Siempre. Eso era exactamente un gobernante; tanto a nivel práctico como místico, era el que daba un paso al frente para liderar a su tribu, quien entregaba su vida por su pueblo y se sacrificaba por su seguridad. De haberse negado a realizar esa labor crucial cuando convenía, lo habrían destripado, y con todo el derecho: habría demostrado ser un impostor y carecer del derecho al trono. El rey era el país. ¿Cómo podían sus subditos lanzarse a la batalla sin él? En cambio ahora… ¿Se te ocurre algún primer ministro o presidente de nuestros días, que haya estado en la línea de frente, guiando a sus hombres a una guerra que él mismo ha declarado? Y una vez que se rompe ese lazo físico y místico, una vez que el gobernante no está dispuesto a sacrificarse por su pueblo, deja de ser un líder para convertirse en una sanguijuela y obliga a los demás a asumir riesgos en su nombre mientras él se sienta a buen cobijo y envía refuerzos para cubrir las bajas. La guerra se convierte en una abstracción espantosa, en un juego que los burócratas juegan sobre mapas; los soldados y los civiles devienen en meros peones que pueden sacrificarse por miles de motivos desarraigados de toda realidad. En cuanto los gobernantes dejan de tener sentido, la guerra pierde el sentido e incluso la vida humana pierde el sentido. Nos gobierna una pandilla de usurpadores corruptos, culpables de que nada tenga sentido.

– ¿Me permites decirte algo? -le pregunté tras conseguir despegar la cabeza unos centímetros del suelo-. Me cuesta seguirte el hilo. ¿Cómo es posible que estés tan sobrio?

– No está sobrio -me corrigió Abby con satisfacción-. Cuando despotrica es señal de que está borracho. Ya deberías saberlo. Daniel está anquilosado.

– No despotrico -la reprendió Daniel, con un destello de sonrisa picara-. Es un monólogo. Si Hamlet podía soltarlos, ¿por qué no yo?

– Bueno, los soliloquios de Hamlet al menos los entiendo -confesé en un tono lastimero-. La mayoría.

– Lo que Daniel quiere decir, básicamente -me informó Rafe, volviendo su cabeza sobre la alfombra, de manera que aquellos ojos dorados quedaron a pocos centímetros de los míos-, es que los políticos están sobrevalorados.

Aquel picnic en la montaña, meses antes, Rafe y yo lanzándole fresas a Daniel para que se callara en medio de otra perorata. Juro que lo recuerdo: la fragancia de la brisa marina, las agujetas en mis muslos tras la caminata.

– Todo está sobrevalorado salvo Elvis y el chocolate -anuncié, levantando mi vaso con un equilibrio precario por encima de mi cabeza, y acto seguido escuché la carcajada repentina e incontenible de Daniel.

La bebida le sentaba bien. Confería un sonrojo saludable a sus mejillas y una chispa vivaracha a sus ojos, lo desembarazaba de su frialdad y le otorgaba una elegancia animal, consciente. Normalmente Rafe era el bombón de los tres, pero aquella noche yo no conseguía apartar la vista de Daniel. Recostado hacia atrás entre las llamas de las velas y los intensos colores y el brocado desvaído de la butaca, con el vaso de un rojo resplandeciente en su mano y su cabello moreno cayéndole sobre la frente, parecía un señor de la guerra antiguo en persona, un rey en su salón de los banquetes, resplandeciente y temerario, celebrando una ocasión especial entre batallas.

Las ventanas abrían sus hojas al jardín en medio de la noche; las polillas revoloteaban alrededor de las luces, sombras entrelazadas, una brisa tenue y húmeda jugueteaba con las cortinas.

– Pero si es verano -anunció Justin de repente, sorprendido, enderezándose en el sofá-. Notad el viento, es cálido. Es verano. Venid, salgamos fuera.

Se puso en pie a duras penas, arrastrando a Abby de la mano al pasar junto a ella, y trepó por la ventana que daba al patio interior.

El jardín estaba oscuro, perfumado, vivo. No sé cuánto tiempo pasamos allí fuera, bajo una inmensa y salvaje luna. Rafe y yo con las manos entrelazadas y dando vueltas por el prado hasta que caímos al suelo entre resuellos y risitas tontas, Justin arrojando un buen puñado de pétalos de espino al aire que llovieron sobre nuestro cabello como copos de nieve, y Daniel y Abby bailando un vals lento, descalzos, bajo los árboles, como amantes fantasmales de un baile de otro tiempo. Yo empecé a dar volteretas en el aire y a hacer la rueda en el prado, al cuerno con mis puntos imaginarios, qué más daba si Lexie había practicado o no gimnasia de pequeña; no recordaba la última vez que me había emborrachado de aquella manera, pero me encantaba. Quería zambullirme en las profundidades de aquel estado de embriaguez y no volver a emerger a la superficie ni siquiera para coger aire; quería abrir la boca, respirar hondo y ahogarme en aquella noche.

Perdí a los demás en algún momento de la noche; estaba tumbada boca arriba en el jardín de hierbas, oliendo a menta aplastada y contemplando un millón de estrellas vertiginosas, sola. Oía a Rafe llamándome por mi nombre, débilmente, a la puerta de casa. Transcurrido un rato conseguí ponerme en pie y decidí ir a su encuentro, pero la gravedad se había vuelto resbaladiza y me resultaba demasiado difícil dar un paso. Avancé hasta allí apoyada en la tapia, acariciando con mi mano las ramas y la hiedra; escuché ramitas crepitar bajo mis pies desnudos, pero no noté ni el menor atisbo de dolor.

El prado resplandecía blanco bajo la luz de la luna. La música salía con estruendo a través de las ventanas y Abby bailaba sola en el césped, dando vueltas sobre sí misma, despacio, con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás, mientras contemplaba el inabarcable cielo nocturno. Yo me quedé de pie junto a la hornacina, columpiándome de una larga rama de hiedra con una mano, mientras la observaba: su falda pálida arremolinada alrededor de sus piernas, el giro de su muñeca al remangársela, el puente de su pie descalzo, el balanceo ebrio y soñador de su cuello entre árboles susurrantes.

– ¿Verdad que es bellísima? -susurró una voz a mis espaldas. Yo estaba demasiado borracha para asombrarme siquiera. Era Daniel. Estaba sentado en uno de los bancos de piedra bajo la hiedra, con un vaso en la mano y una botella a su lado, en las losas del suelo. Las sombras de la luna parecían transformarlo en una escultura de mármol-. Cuando todos seamos viejos y tengamos el pelo cano y empecemos a chochear, creo que la recordaré exactamente así.

Sentí una punzada de dolor, pero no entendí bien por qué; era demasiado complicado, era ir excesivamente lejos.

– Yo también quiero recordar esta noche siempre -dije-. Me gustaría tatuármela para no olvidarla jamás.

– Ven aquí -me invitó Daniel. Dejó la copa en el suelo, se apartó a un lado en el banco para dejarme sitio y estiró una mano, en gesto de invitación-. Ven aquí. Tendremos miles de noches como ésta. Puedes olvidarlas por docenas si te apetece; viviremos muchas más. Tenemos todo el tiempo del mundo. -Sentí su mano cálida y fuerte rodear la mía. Tiró de mí para que me sentara y yo me apoyé en él, en su sólido hombro, que olía a cedro y a lana limpia, todo blanco y plateado, moviéndose a mi alrededor, con el agua murmurando a nuestros pies-. Cuando pensé que te había perdido -empezó a decir- sentí… -Sacudió la cabeza y tomó aire-. Te echaba de menos, no sabes cuánto. Pero ahora todo está bien. Todo saldrá bien.

Daniel volvió el rostro hacia mí. Sus manos ascendieron, sus dedos se enredaron en mi cabello, ásperos y tiernos, descendieron por mi mejilla y recorrieron el contorno de mis labios.

Las luces de la casa giraban y se desdibujaban con la magia de un carrusel, una nota cantarina sobrevolaba los árboles y la hiedra se enroscaba con la música con tal dulzura que resultaba casi insoportable, y lo único que yo quería en el mundo era quedarme allí, arrancarme el micrófono y los cables, meterlos en un sobre, enviárselos por correo a Frank y desaparecer, desprenderme de mi antigua vida con la ligereza de un pájaro y convertir aquél en mi hogar. «No queríamos perderte, boba»: los demás estarían contentos, no necesitarían conocer la realidad por el resto de nuestras vidas. Yo tenía tanto derecho como la chica muerta, era tan Lexie Madison como ella lo había sido. El propietario de mi apartamento tiraría mis espantosos trajes chaqueta cuando dejara de cobrar el alquiler. Yo ya no necesitaba nada de lo que había allí. Las hojas del cerezo cayendo delicadamente sobre el camino de entrada, el embriagador olor a libros viejos, el fuego centelleando en los cristales de las ventanas cubiertos por la nieve en Navidades y nunca cambiaría nada; sólo nosotros cinco atravesando aquel jardín amurallado, hasta el infinito. En algún rincón de mi mente un tambor repicaba una melodía de peligro, con fuerza, pero yo sabía, como si lo hubiera visto en una bola de cristal, que aquél era el motivo por el que la joven muerta había venido desde millones de kilómetros de distancia en mi búsqueda, que aquélla había sido siempre la jugada de Lexie Madison: aguardar su momento para tenderme la mano y coger la mía, para guiarme por aquellos escalones de piedra e invitarme a atravesar aquella puerta, para conducirme a mi hogar. La boca de Daniel sabía a hielo y a whisky.

De haber especulado con ello, habría imaginado que Daniel besaría bastante mal, siendo como era tan meticuloso. Su avidez me pilló por sorpresa. Cuando separamos nuestros labios, no sé cuánto tiempo después, el corazón me latía a mil por hora.

«¿Y ahora? -pensé con el último resquicio de claridad que me quedaba-. ¿Qué sucederá ahora?»

La boca de Daniel, sus comisuras curvándose en una minúscula sonrisa, estaba muy cerca de mí. Sus manos descansaban sobre mis hombros, sus dedos pulgares se deslizaban larga y suavemente sobre la línea de mi clavícula.

Frank ni siquiera habría pestañeado; conozco a agentes secretos que se han acostado con gánsteres, que han propinado palizas y que se han pinchado heroína, todo ello en aras del deber. Yo siempre me había reservado mi opinión al respecto, porque no es de mi incumbencia, pero sabía que todo eso era una patraña. Siempre hay otra manera de obtener lo que se busca, si se busca bien. Hicieron todas esas cosas porque querían y porque la misión les servía de excusa.

En aquel instante vi el rostro de Sam delante de mí, con los ojos como platos, atónito, tan nítido como si estuviera de pie asomado por encima del codo de Daniel. Debería haberme sentido avergonzada, pero sólo noté una oleada de pura frustración, golpeándome con tal fuerza que se apoderaron de mí unas ganas incontenibles de chillar. Sam me pareció un enorme edredón de plumas que envolvía toda mi vida, amortiguándome los golpes, asfixiándome con sus vacaciones y sus preguntas protectoras y su calidez tierna e inexorable. Quería quitármelo de encima como fuera, de un solo golpe violento, aspirar una gran bocanada de aire fresco y volver a ser yo.

Lo que me salvó fue la escucha. No lo que pudiera captar, por entonces no pensaba con tanta lucidez, sino las manos de Daniel: sus dedos estaban a tres centímetros del micrófono que llevaba enganchado a mi sujetador, entre mis pechos. En un abrir y cerrar de ojos estaba más sobria de lo que lo había estado en toda mi vida. Estaba a sólo tres centímetros de chamuscarme.

– ¡Vaya! -exclamé, me detuve y le dediqué una sonrisita a Daniel-. Siempre son los más paraditos…

Ni se inmutó. Me pareció entrever un destello en sus ojos, pero no supe discernir qué era. Mi cerebro parecía haberse atascado: no tenía ni idea de cómo se habría zafado Lexie de una situación como aquélla. Peor aún, tenía la horrible sensación de que no lo habría hecho.

Se oyó un golpetazo dentro de la casa, las puertas cristaleras se abrieron con estrépito y alguien salió de estampida al patio. Era Rafe. Estaba gritando.

– … siempre tienes que hacer un maldito trato con todo…

– Madre de Dios, ésa sí que es buena, viniendo de ti. Eras tú el que quería…

Era Justin, le temblaba la voz de ira. Miré a Daniel con los ojos abiertos como platos, me puse en pie de un brinco y me asomé por entre la hiedra. Rafe caminaba de un lado al otro del patio, mesándose el pelo con la mano; Justin estaba apoyado en la pared, mordiéndose compulsivamente una uña. Seguían discutiendo, pero ahora en voz baja, apenas oía un murmullo rápido y venenoso. El ángulo de la cabeza de Justin, con la barbilla agachada hacia su pecho, insinuaba que estaba llorando.

– ¡Mierda! -exclamé, volviendo la vista por encima de mi hombro hacia Daniel. Seguía sentado en el banco. Las sombras de las hojas distorsionaban sus rasgos; no pude interpretar su expresión-. Creo que han roto algo dentro. Y Rafe parece estar a punto de darle un puñetazo a Justin. ¿Crees que deberíamos…?

Daniel se puso en pie lentamente. Su figura en blanco y negro pareció llenar la hornacina, alta, esbelta e inquietante.

– Sí -asintió-, probablemente deberíamos.

Me apartó de en medio colocándome una mano amable e impersonal sobre el hombro y se dirigió al otro lado del prado. Abby estaba tumbada boca arriba en la hierba, en medio de una voluta de algodón blanco, con un brazo extendido, tal vez adormilada.

Daniel se arrodilló junto a ella y, con mucho cuidado, le apartó un mechón de pelo de la cara; luego volvió a ponerse en pie, se sacudió las briznas de hierba de los pantalones y se encaminó al patio. Rafe gritó: «¡Maldita sea!», giró sobre sus talones y entró en casa de estampida, cerrando la puerta de un portazo a sus espaldas. Justin lloraba sin lugar a dudas.

Nada de aquello tenía sentido. Toda aquella escena incomprensible moviéndose en círculos lentos y oblicuos, la casa tambaleándose irremediablemente, el jardín denso como el agua. Entonces fui consciente de que no estaba tan serena; a decir verdad, tenía una borrachera espectacular. Me senté en el banco y apoyé la cabeza entre las rodillas hasta que la cabeza dejó de darme vueltas.

Supongo que me quedé dormida o que me desmayé. No lo sé. Oí gritos en la distancia, pero no juzgué que tuvieran nada que ver conmigo y les hice caso omiso.

Me despertó un calambre en la nuca. Tardé bastante rato en figurarme dónde estaba: acurrucada en el banco de piedra, con la cabeza apoyada contra la pared en un ángulo poco digno. Mi ropa estaba húmeda y fría, y yo temblaba.

Me desperecé por fases y me puse en pie. Un mal movimiento: la cabeza empezó a darme vueltas y tuve que agarrarme a la hierba para mantener la vertical. En el exterior, la hornacina del jardín había adquirido un tono gris fantasmal y sosegado, previo al amanecer. Ni una sola hoja se movía. Por un instante temí salir de allí; se me antojaba un lugar sagrado.

Abby ya no estaba en el prado. La hierba estaba cubierta por un rocío tan denso que me mojaba los pies y el dobladillo de los tejanos. Los calcetines de alguien, probablemente los míos, estaban tirados en medio del patio, pero no tenía energía suficiente para recogerlos. Las puertas cristaleras estaban abiertas de par en par y Rafe estaba dormido en el sofá, roncando, en medio de una maraña de ceniceros inundados de colillas, de vasos vacíos, de cojines esparcidos de cualquier manera y de un hedor a bebida rancia. El piano estaba salpicado de casquillos de vidrio roto, curvos y perversos sobre la madera resplandeciente y las teclas amarillentas, y había un boquete nuevo y bastante hondo en una pared: alguien había arrojado un objeto, un vaso o un cenicero, y lo había hecho con ímpetu. Subí de puntillas a mi habitación y me metí en la cama sin molestarme siquiera en desnudarme. Transcurrió un rato largo hasta que dejé de temblar y caí dormida.

Загрузка...