Capítulo 21

Daniel apenas tardó un par de horas en dar el siguiente paso. Yo estaba sentada en la cama, con la mirada fija en los hermanos Grimm, leyendo la misma frase una y otra vez sin asimilar ni una sola palabra, cuando escuché un rápido y leve golpecito en mi puerta.

– Adelante -invité.

Daniel asomó la cabeza. Seguía vestido, inmaculado en su camisa blanca y sus zapatos resplandecientes.

– ¿Tienes un minuto? -preguntó con educación.

– Por supuesto -contesté con la misma cortesía, dejando el libro en la cama.

Era imposible que viniera a brindarme su rendición, ni siquiera a plantearme una tregua, pero yo no podía pensar en nada que ninguno de los dos pudiera intentar, no sin las armas del otro.

– Sólo quería intercambiar unas palabras contigo. En privado. Seré rápido -explicó Daniel, volviéndose para cerrar la puerta.

Mi cuerpo pensaba a más velocidad que mi mente. En ese segundo, mientras me daba la espalda, antes de saber por qué lo estaba haciendo, agarré el cable del micrófono a través de la camisa del pijama, le di un tirón hacia arriba y lo noté soltarse de la clavija. Para cuando se dio la vuelta, mis manos descansaban inocentes sobre el libro.

– ¿De qué se trata? -pregunté.

– Hay algunas cuestiones que me preocupan -aclaró Daniel, alisó el edredón a los pies de la cama y se sentó.

– Vaya.

– Sí. Casi desde que tú… bueno, digamos desde que llegaste. Pequeñas incoherencias que han ido agravándose con el paso del tiempo. Cuando pediste más cebollas, aquella noche, yo ya albergaba serias dudas.

Hizo una pausa cortés, por si acaso yo quería aportar algo a la conversación. Lo miré fijamente. Me parecía increíble no haber previsto que aquello pudiera ocurrir.

– Y luego, por supuesto -continuó cuando fue obvio que yo no iba a añadir nada-, pasó lo de la otra noche. Tal como ya sabrás, o quizá no, en algunas ocasiones, tú y yo… bueno, en cualquier caso, Lexie y yo habíamos… Bueno, baste decir que un beso puede ser tan personal e inconfundible como una risa. Cuando nos besamos la otra noche me quedó más o menos claro que no eres Lexie.

Me miró con insulsez, desde los pies de la cama. Estaba intentando derribarme por todos los flancos, aprovechando todas las bazas que tenía en su haber: con mi jefe, con el novio que había adivinado que tenía, con los jefazos que no aprobarían que una agente encubierta anduviera besuqueándose con un sospechoso. Aquéllas eran sus nuevas armas de control remoto. De haber seguido conectado mi micrófono, yo habría estado a apenas unas horas de un lúgubre viaje a casa y de un billete sin retorno a un escritorio de una comisaría en medio de la nada.

– Por absurdo que pueda sonar -continuó Daniel con parsimonia-, me gustaría ver esa supuesta herida de arma blanca. Simplemente para asegurarme de que eres realmente quien afirmas ser.

– Claro -contesté alegremente-, ¿por qué no? -y divisé la chispa asustada en sus ojos. Me levanté la camisa del pijama y me solté el vendaje para mostrarle que el micrófono estaba desconectado del paquete de las baterías-. Buen intento -lo felicité-, pero te ha salido el tiro por la culata. Además, ¿qué crees que ocurrirá si consigues que me saquen de aquí? ¿Crees que me iré con el rabo entre las piernas? No tengo nada que perder. Aunque sólo me queden cinco minutos, los utilizaré para explicarles a los demás quién soy y que hace semanas que tú lo sabes. ¿Cómo crees que se lo tomará, por poner un ejemplo, Rafe?

Daniel se inclinó hacia delante para inspeccionar el micrófono.

– Vaya -suspiró-. Bueno, merecía la pena intentarlo.

– De todas maneras, mi tiempo en este caso está a punto de finalizar -le aclaré. Hablaba aceleradamente: Frank habría empezado a sospechar en el preciso instante en que el micrófono se había desconectado y no creía que me quedara más de un minuto antes de que montara en cólera-. Sólo dispongo de unos días. Pero quiero esos días. Si intentas arrebatármelos, dispararé a quemarropa. En caso contrario, aún tienes alguna oportunidad de que no consiga nada útil y podemos apañárnoslas para que los demás nunca sepan quién soy.

Me observó, inexpresivo, con aquellas manos grandes y cuadradas entrelazadas con fuerza en su regazo.

– Mis amigos son responsabilidad mía. No voy a apartarme y dejarte que los arrincones para interrogarlos.

Me encogí de hombros.

– Muy bien. Intenta deternerme si puedes; anoche no tuviste ningún problema. Simplemente no me fastidies los últimos días. ¿De acuerdo?

– ¿Cuántos días exactamente? -quiso saber Daniel.

Sacudí la cabeza.

– Eso no forma parte del trato. En cuestión de diez segundos voy a volver a conectar el micrófono para que parezca que se ha desconectado por accidente y vamos a tener una conversación insustancial sobre mi mal humor durante la cena. ¿De acuerdo?

Asintió con aire ausente, sin dejar de examinar el micrófono.

– Fantástico -dije yo-. Allá vamos. No me apetece -volví a acoplar la clavija a mitad de la frase, para aportar un toque adicional de realismo- hablar sobre ello. Estoy hecha un lío, todo me parece un peñazo y lo único que quiero es que me dejen en paz, que me dejéis en paz. ¿De acuerdo?

– Probablemente sólo sea la resaca -apuntó Daniel atentamente-. El vino tinto siempre te ha sentado mal, ya lo sabes.

Todo me sonaba a trampa.

– Da igual -lo corté, con un encogimiento de hombros de adolescente irritable, mientras me apretaba el vendaje-. Quizá fuera el ponche. Quizá Rafe le echara un poco de alcohol de quemar. Últimamente bebe mucho, supongo que ya te habrás percatado.

– Rafe está bien -contestó Daniel con frialdad-. Y espero que tú también lo estés después de un sueño reparador.

Pasos rápidos escaleras abajo, una puerta abriéndose.

– ¿Lexie? -preguntó Justin con nerviosismo desde el piso superior-. ¿Va todo bien?

– Daniel me está molestando -grité a modo de respuesta.

– ¿Daniel? ¿Por qué la molestas?

– No lo hago.

– Quiere saber por qué estoy rara -expliqué-. Ya le he explicado que estoy rara porque sí y que haga el favor de dejarme en paz.

– ¿Por qué estás rara?

Justin había salido de su habitación y se encontraba ahora al pie de las escaleras; lo imaginaba, con su pijama a rayas, agarrado al pasamanos y mirando hacia arriba, con sus ojos miopes. La mirada fija y pensativa de Daniel me puso los nervios a flor de piel.

– ¡Silencio! -chilló Abby, lo bastante furiosa como para que la oyéramos sin necesidad de abrir la puerta-. Algunos intentamos dormir.

– ¿Lexie? ¿Por qué estás rara?

Un ruido sordo: Abby había lanzado algo.

– Justin, ¡he dicho que os calléis! ¡Por favor!

Vagamente, desde la planta baja, Rafe gritó con irritación algo que sonó a:

– ¿Qué diantres sucede?

– Ahora bajo a explicártelo, Justin -contestó Daniel-. Todo el mundo a la cama. -Se volvió hacia mí-: Buenas noches -me deseó. Se puso en pie y alisó de nuevo el edredón-. Que duermas bien. Espero que te encuentres mejor por la mañana.

– Sí -contesté-. Gracias. Pero no te hagas ilusiones.

El ritmo acompasado de sus pasos descendiendo las escaleras, luego murmullos debajo de mi habitación: acelerados al principio, procedentes de Justin en su mayoría, con alguna interjección esporádica por parte de Daniel, hasta que lentamente se cambiaron las tornas. Salí de la cama con cuidado y pegué la oreja al suelo, pero hablaban en susurros y no lograba descifrar sus palabras.

Veinte minutos después, Daniel subió de nuevo las escaleras, con cautela, y se detuvo unos instantes en el descansillo. No empecé a temblar hasta que la puerta de su dormitorio se cerró tras él.

Aquella noche permanecí en vela durante horas, hojeando las páginas de un libro, fingiendo leer, removiendo las sábanas, respirando hondo y fingiendo estar dormida, desenchufando el micrófono unos breves segundos o durante unos minutos de vez en cuando. Creo que conseguí transmitir con bastante credibilidad la idea de que una clavija andaba floja, que se desconectaba y se reconectaba sola en función de mis movimientos, pero eso no sirvió para apaciguarme. Frank no tiene un pelo de tonto y no estaba de humor para concederme el beneficio de ninguna duda.

Frank a mi izquierda, Daniel a mi derecha y yo atrapada en el medio, con Lexie. Invertí el tiempo, mientras jugaba a mi jueguecito personal con la clavija del micro, en intentar descifrar cómo me las había apañado, logísticamente, para acabar en el lado opuesto de absolutamente todas las personas involucradas en aquel caso, incluidas aquellas que se encontraban en flancos opuestos entre ellas mismas. Antes de dormirme finalmente, levanté la silla del tocador de Lexie por primera vez en semanas y la usé para atrancar la puerta.


El sábado transcurrió rápidamente, en una especie de aturdimiento dantesco. Daniel había decidido que nos convenía pasar el día lijando suelos, en parte, se suponía, porque hacer bricolaje siempre los había sosegado y en parte para mantener a todo el mundo en la misma estancia, donde él pudiera controlarnos.

– El suelo del comedor está hecho un asco -comentó a la hora del desayuno-. Empieza a tener un aspecto terriblemente gastado, como el del salón. Opino que estaría bien que empezáramos a lijarlo. ¿Os parece?

– Buena idea -opinó Abby, al tiempo que deslizaba unos huevos en el plato de Daniel y le dedicaba una sonrisa cansina pero decididamente positiva.

Justin se encogió de hombros y continuó mordisqueando su tostada. Yo respondí con un simple «Vale» sin apartar la vista de la sartén. Rafe cogió su taza de café y salió de la cocina sin musitar palabra.

– Bien -dijo Daniel con voz serena, volviendo a enfrascarse en la lectura de su libro-. Pues ya tenemos un plan.

El resto del día transcurrió tan espantoso como había previsto. La magia de la Familia Feliz brillaba por su ausencia. Rafe, desde el más sepulcral de los mutismos, manifestaba su furia con el mundo entero; estuvo golpeando la lijadora contra las paredes, sobresaltándonos a todos, hasta que Daniel se la arrebató de las manos sin pronunciar palabra y se la cambió por un papel de lija. Yo subí el tono de mi enfurruñamiento tanto como pude a la espera de que surtiera efecto en alguien y, antes o después, aunque no mucho después, pudiera usarlo a mi favor.

Llovía, una lluvia fina y petulante. No hablamos. En una o dos ocasiones vi a Abby enjugarse el rostro, pero nos dio la espalda en todo momento y no fui capaz de descifrar si estaba llorando o si simplemente se estaba limpiando el serrín. Se nos metía por todos sitios: por la nariz, por la garganta… incluso se abría camino en la piel de nuestras manos. Justin respiraba con dificultad y padecía histriónicos ataques de tos que aplacaba en su pañuelo hasta que finalmente Daniel depositó en el suelo la fijadora, salió de la estancia con gesto ofendido y regresó con una espantosa máscara de gas antigua que le entregó en el más absoluto de los silencios. Nadie se rió.

– Esas máscaras tienen amianto -explicó Rafe, rascando con fervor en un rincón de ángulo oblicuo del suelo-. ¿Qué pretendes, matarlo, o simplemente quieres transmitir esa impresión?

Justin miró la máscara horrorizado.

– Yo no quiero inhalar amianto.

– Si prefieres atarte el pañuelo alrededor de la boca -dijo Daniel-, adelante. Pero deja de quejarte.

Le puso la máscara a Justin en las manos, recuperó la fijadora y la encendió de nuevo. Era la misma máscara de gas que en un tiempo no muy lejano nos había provocado a Rafe y a mí un ataque de risa. «Daniel podría llevarla a la universidad; Abby podría hacerle unos bordaditos…» Justin la depositó con cautela en un rincón vacío, donde permaneció el resto del día, contemplándonos con aquellos enormes ojos vacíos y desolados.


– ¿Qué le pasa a tu micrófono? -inquirió Frank esa noche-. Sólo por curiosidad.

– ¡Vaya! -exclamé-. ¿Qué pasa? ¿Vuelve a hacerlo? Pensaba que había conseguido arreglarlo.

Pausa escéptica.

– ¿Que vuelve a hacer qué?

– Esta mañana, cuando me disponía a cambiar el vendaje, he visto que la clavija se había soltado. Creo que anoche, después de la ducha, me vendé mal y la clavija se salía cuando me movía. ¿Te perdiste mucho trozo? ¿Funciona bien ya? -Me remetí la mano por dentro del jersey y le di unos golpecitos al micro-. ¿Lo oyes?

– Alto y claro -contestó Frank con sequedad-. Se ha soltado unas cuantas veces durante la noche, pero dudo que me haya perdido nada relevante; o al menos, eso espero. Me perdí un par de minutos de tu charla a medianoche con Daniel, por cierto.

Sonreí con la voz.

– ¡Ah! ¿Eso? Estaba enfadado por mi numerito de zorra insolente. Quería saber qué me pasaba y le dije que me dejara en paz. Entonces los demás nos oyeron y entraron en acción y Daniel acabó tirando la toalla y yéndose a dormir. Te dije que funcionaría, Frankie. Se están subiendo por las paredes.

– Bien -dijo Frank transcurrido un momento-. Pues parece ser que no me perdí nada ilustrativo. Además, por lo que a este caso concierne, supongo que no puedo decir que no crea en las coincidencias. Pero si ese cable vuelve a desconectarse, aunque sea un solo segundo, iré y te sacaré a rastras. Así que ya puedes irte comprando un Super Glue.

Y colgó.


De camino a casa intenté pensar en cuál sería mi siguiente movimiento si estuviera en la piel de Daniel, pero resultó que no era por él por quien debía haberme preocupado. Supe, aun antes de entrar en la casa, que algo había ocurrido. Estaban todos en la cocina. Los chicos se habían quedado a medio fregar los platos; Rafe tenía una espátula empuñada como si fuera un arma y salpicaba espuma de jabón por todo el suelo. Y todos hablaban a la vez.

– … haciendo su trabajo -decía Daniel cansinamente cuando yo abrí las puertas del jardín-. Si no se lo permitimos…

– Pero ¿por qué? -gimoteó Justin-. ¿Por qué harían…?

Entonces me vieron. Se produjo un instante de silencio sepulcral; se me quedaron mirando, sus voces se apagaron a media palabra.

– ¿Qué sucede? -pregunté.

– La policía quiere que acudamos a la comisaría -explicó Rafe.

Arrojó la espátula al fregadero con rabia. El agua salpicó la camisa de Daniel, pero éste pareció no percatarse.

– Yo no aguanto volver a pasar por eso -alegó Justin, apoyando el culo en la encimera-. No puedo.

– ¿Que vayáis a la comisaría para qué? ¿Qué quieren?

– Mackey ha telefoneado a Daniel -me explicó Abby-. Quieren que acudamos a hablar con ellos a primera hora mañana por la mañana. Todos.

– ¿Por qué?

¡El sinvergüenza de Frank! Cuando lo había llamado ya lo tenía previsto. Y ni siquiera se había molestado en insinuármelo. Rafe se encogió de hombros.

– No nos lo ha explicado. Se ha limitado a decir que quiere, abro comillas, mantener una charla con nosotros, cierro comillas.

– Pero ¿por qué allí? -preguntó Justin presa del pánico. Miraba fijamente el teléfono de Daniel, que estaba sobre la mesa, como si temiera que diera un salto-. Antes siempre venían ellos. ¿Por qué tenemos nosotros que…?

– ¿Adónde quiere que vayamos? -pregunté.

– Al castillo de Dublín -respondió Abby-. A la oficina de Delitos Graves, o a la brigada o como lo llamen.

El Departamento de Delitos Graves y Crimen Organizado opera una planta por debajo de Homicidios; la intención última de Frank era que subiéramos un tramo de escaleras. Esa unidad no suele investigar un apuñalamiento normal, no a menos que haya un jefe de la mafia implicado, pero ellos no lo sabían y sonaba bastante impresionante.

– ¿Tú sabías algo de esto? -me preguntó Daniel.

Me miraba con una frialdad que no me gustó ni un ápice. Rafe puso los ojos en blanco y farfulló una frase que incluía los términos «capullo paranoico».

– No. ¿Cómo iba a saberlo?

– No sé, se me ha ocurrido que tu amigo Mackey quizá también te hubiera telefoneado… mientras estabas de paseo.

– Pues no lo ha hecho. Y no es mi amigo.

No me molesté en ocultar mi mirada de cabreo y dejar que Daniel determinara si era auténtica o no. Me quedaban dos días, y Frank iba a zamparse uno de ellos con preguntas tontas e infinitas acerca de qué nos poníamos en los bocadillos y qué opinábamos de Brenda Cuatrotetas. Quería que estuviéramos en la comisaría a primera hora de la mañana: pretendía alargarlo cuanto le fuera posible, ocho horas, doce. Me pregunté si habría encajado con la personalidad de Lexie propinarle un puntapié en las pelotas.

– Os dije que no era una buena idea telefonearlos por lo de aquella piedra -comentó Justin desconsoladamente-. Os lo dije. Nos habrían dejado en paz.

– Pues desobedezcamos -propuse. Probablemente Frank clasificaría mi gesto dentro de la condición «no cometer ninguna tontería», pero estaba demasiado cabreada para preocuparme por saltarme sus condiciones-. No pueden obligarnos.

Una pausa de desconcierto.

– ¿Es eso verdad? -preguntó Abby a Daniel.

– Creo que sí -contestó Daniel, mientras me observaba con ojos analíticos; tuve la sensación de escuchar el engranaje de su cerebro-. No estamos detenidos. Ha sido una petición, no una orden, aunque Mackey la ha formulado como si se tratara de una orden. Aun así, creo que nos conviene acudir.

– ¿Ah sí? -inquirió Rafe con evidente desagrado-. ¿De verdad? ¿Y qué pasa si yo creo que lo que nos conviene es enviar a la porra a Mackey?

Daniel se volvió para mirarlo.

– Tengo previsto seguir cooperando plenamente con esta investigación -contestó con sosiego-. En parte porque creo que es lo más sabio que podemos hacer, pero sobre todo porque me gustaría saber quién es el culpable de lo ocurrido. Si alguno de vosotros prefiere poner piedras en el camino y levantar las sospechas de Mackey rehusando cooperar, no seré yo quien se lo impida; pero recordad algo: la persona que apuñaló a Lexie sigue libre y opino que lo menos que podemos hacer es ayudar a capturarla.

¡Qué inteligente era el muy cretino! Estaba utilizando mi micro para decirle a Frank exactamente lo que quería escuchar, que en realidad no era más que un rosario de clichés santurrones. Eran almas gemelas.

Daniel lanzó una mirada interrogatoria a todos los presentes. Nadie respondió. Rafe empezó a balbucear algo, se detuvo y movió la cabeza con desgana.

– De acuerdo -continuó Daniel-. En ese caso, acabemos con lo que teníamos entre manos y vayámonos a la cama. Mañana será un día muy largo -sentenció, y cogió el paño de secar la vajilla.

Yo me encontraba en la sala de estar con Abby, fingiendo leer mientras pensaba en unas cuantas palabras creativas que decirle a Frank y escuchaba el tenso silencio procedente de la cocina cuando caí en la cuenta de algo. Dado a escoger, Daniel había decidido que prefería pasar uno de mis últimos días con Frank, en lugar de conmigo. Me figuré, por peligroso que eso fuera, que probablemente se tratara de un cumplido.


Mi recuerdo más nítido de aquel domingo por la mañana es que seguimos nuestra rutina diaria del desayuno, hasta el último detalle. El rápido golpecito de Abby en mi puerta; ambas preparando el desayuno codo con codo, su rostro encendido por efecto del calor del fogón. Nuestros movimientos estaban perfectamente sincronizados: nos pasábamos los utensilios sin necesidad de pedirlos. Recordé la primera noche, la punzada al descubrir lo unidos que estaban; de alguna manera, en aquellas semanas yo me había convertido en parte de ese entramado. Justin mirando su tostada con el ceño fruncido mientras la cortaba en triángulos, la maniobra de piloto automático de Rafe con su café, Daniel con la esquina de un libro sujetada con el plato. Rechacé el mero pensamiento de que en menos de treinta y seis horas yo ya no estaría allí; rehusé pensar en el hecho de que, aunque volviera a verlos algún día, ya nunca sería así.

Nos tomamos el tiempo necesario. Incluso Rafe afloró a la superficie una vez se hubo acabado el café, me apartó a un lado con la cadera para poder compartir mi silla y mordió mi tostada. El rocío resbalaba dibujando regueros en los cristales de las ventanas y los conejos, que cada día se volvían más osados y se acercaban más a la casa, mordisqueaban la hierba del patio.

Algo había cambiado durante aquella noche. Los bordes afilados y cortantes entre ellos se habían derretido; se mostraban afables entre sí, cuidadosos, casi tiernos. A veces me pregunto si se tomaron aquel desayuno con tanto cariño porque, a un nivel más profundo y más certero que la lógica, lo sabían.

– Deberíamos irnos -anunció Daniel al fin.

Cerró su libro y alargó el brazo para dejarlo en la encimera. Yo noté un aliento, a medio camino entre un susto y un suspiro, ondularse sobre la mesa. El torso de Rafe se hinchó, un instante, contra mi hombro.

– Bien -dijo Abby en voz baja, casi para sí misma-. Hagámoslo.

– Me gustaría hablar contigo de un asunto, Lexie -dijo Daniel-. ¿Por qué no vamos tú y yo juntos en mi coche?

– ¿Hablar de qué? -preguntó Rafe con acritud, clavándome los dedos en el brazo.

– Si fuera de tu incumbencia -aclaró Daniel, al tiempo que llevaba su plato al fregadero-, te habría invitado a venir con nosotros.

Los bordes afilados volvían a cristalizarse, de la nada, afilados y cortantes.


– Y bien -dijo Daniel, cuando subí al coche, que había acercado justo hasta la puerta de casa-, aquí estamos.

Una oscura sensación se arremolinó en mi interior: una advertencia. Pero no fue por cómo me miraba, sino por cómo miraba a través de la ventanilla del coche, por cómo contemplaba la casa envuelta en la fría neblina matinal, por cómo observaba a Justin que limpiaba el parabrisas nerviosamente con un trapo doblado y a Rafe descender a trompicones las escaleras con la barbilla hundida en su bufanda; fue por la expresión de su rostro, reconcentrada y pensativa y una pizca triste.

Yo no tenía modo de saber cuáles eran los límites de Daniel, si es que los tenía. Mi revólver seguía detrás de la mesilla de noche de Lexie (Homicidios tiene un detector de metales). «El único momento en que quedarás sin cobertura es en las idas y venidas de la ciudad», me había dicho Frank.

Daniel sonrió, una sonrisa tímida y privada al brumoso cielo azul.

– Va a hacer un día estupendo -barruntó.

Yo estaba a punto de salir de estampida de aquel coche, ir corriendo al de Justin, decirle que Daniel se estaba portando como un capullo conmigo y pedirle que me dejara ir con él y con los demás (aquélla parecía la semana de los arranques de maldad, así que no levantaría las sospechas de nadie) cuando se abrió la puerta de atrás de mi lado y Abby se deslizó en el asiento trasero, sonrojada y con el pelo enmarañado, en medio de un alboroto de guantes, abrigo y sombrero.

– Hola -dijo, cerrando la puerta-. ¿Me dejáis que vaya con vosotros, chicos?

– Por supuesto -contesté: no recordaba haber sentido nunca tanta dicha de haber visto a alguien.

Daniel volvió la cabeza y la miró por encima del hombro.

– Pensaba que habíamos quedado en que tú irías con Justin y Rafe -dijo.

– ¿Estás de broma o qué? ¿Con el mal humor que se gastan? Sería como ir con Stalin y Pol Pot, aunque menos alegre.

Para mi sorpresa, Daniel le sonrió, una sonrisa auténtica, cálida y divertida.

– Su comportamiento raya en lo ridículo. Que se apañen solos; una o dos horas atrapados en un coche tal vez sea lo que necesitan.

– Quizá -replicó Abby, sin sonar demasiado convencida-. O eso o acabarán matándose.

Abby extrajo un cepillo de su bolso y atacó su melena. Delante de nosotros, Justin encendió el motor de su coche dando muestras de su irritación y se internó pitando en el camino de acceso, a una velocidad a todas luces excesiva.

Daniel se llevó una mano al hombro, con la palma hacia arriba, tendiéndosela a Abby. No la miraba, tampoco a mí; miraba al otro lado del parabrisas, sin ver nada, en dirección a los cerezos. Abby bajó su cepillo, colocó su mano sobre la de Daniel y le dio un apretón en los dedos. No se la soltó hasta que Daniel suspiró, apartó la suya con delicadeza y encendió el motor.

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