Prólogo

Algunas noches, cuando duermo sola, todavía sueño con Whitethorn House. En mis sueños siempre es primavera y una luz fría y penetrante quiebra la neblina del atardecer. Subo los escalones de piedra, llamo a la puerta con la magnífica aldaba de bronce ennegrecida por el paso del tiempo y lo bastante pesada como para sobresaltarte cada vez que repica, y una anciana con delantal y gesto hábil e inflexible me franquea el paso. Luego vuelve a colgarse la gran llave oxidada del cinturón y se aleja por el camino de entrada, bajo el cerezo en flor, y yo cierro la puerta tras ella.

La casa siempre está vacía. Los dormitorios, desnudos y limpios. Sólo mis pasos resuenan en las tablas del suelo, elevándose en círculos que atraviesan los rayos de sol y las motas de polvo hasta alcanzar los altos techos. Un perfume a jacintos silvestres entra por las ventanas, abiertas de par en par, y se funde con el olor a barniz de cera de abejas. La pintura blanca de los marcos de las ventanas empieza a desportillarse y un zarcillo de hiedra se abre camino sobre el alféizar. Palomas torcaces holgazanean en el exterior.

En el salón, el piano de reluciente madera de castaño está abierto, tan deslumbrante que casi cuesta contemplarlo bajo los rayos de sol. La brisa agita las partituras como si de un dedo se tratara. La mesa está servida para nosotros, hay cinco cubiertos. Han sacado la porcelana fina y las copas de vino de tallo alto, y la madreselva recién cortada trepa por un cuenco de cristal; la plata, en cambio, ha perdido su lustre y las servilletas de damasco recio están polvorientas. La pitillera de Daniel ocupa su lugar presidiendo la mesa, abierta y vacía salvo por una cerilla consumida.

En algún lugar de la casa, leve como el tamborileo de unas uñas en los confines de donde alcanza mi oído, se oye algo: una refriega, susurros. Mi corazón casi deja de latir. Los otros no se han ido. Por algún extraño motivo, lo había entendido mal. Sólo están escondidos; pero siguen aquí, por y para siempre.

Me guío por esos ruidos apenas perceptibles y recorro la casa de estancia en estancia, deteniéndome a escuchar a cada paso que doy, pero nunca soy lo bastante rápida: desaparecen como espejismos, ocultos siempre detrás de esa puerta o en lo alto de esas escaleras. Una risita repentinamente sofocada, un crujido de la madera. Dejo las puertas de los armarios abiertas de par en par, subo los escalones de tres en tres, rodeo el poste de arranque de la parte superior de la escalera y vislumbro un movimiento con el rabillo del ojo: en el viejo espejo lleno de manchas que hay al final del pasillo veo reflejado mi rostro… riendo.

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