Capítulo 14

Frank no perdió el tiempo y llegó a la casa a la mañana siguiente; tuve la sensación de que había estado aguardando a que sonara el teléfono con las llaves del coche en la mano desde el amanecer, listo para entrar en acción en el preciso momento en que efectuáramos la llamada. Vino acompañado de Doherty, cuya misión se limitaba a permanecer sentado en la cocina y asegurarse de que nadie escuchaba a escondidas mientras Frank nos tomaba declaración, uno a uno, en el salón. Doherty parecía fascinado; miraba embobado los altos techos, los parches de papel pintado semiarrancado y a mis cuatro compañeros con sus impecables atuendos pasados de moda, y luego a mí. No le competía estar allí. Aquélla era la línea de investigación de Sam y, además, Sam se habría personado en la casa en un abrir y cerrar de ojos de haber sabido que se había producido una refriega. Frank no se lo había explicado. Me alegraba sobremanera de no tener que estar presente en el centro de coordinación cuando el tema saliera a colación.

Los otros lo hicieron de maravilla. Erigieron su pulida fachada en cuanto escuchamos los neumáticos en el camino de acceso, si bien se trataba de una versión sutilmente distinta a la que desplegaban en la universidad: menos gélida, más atractiva, un equilibrio perfecto entre víctimas asombradas y corteses anfitriones. Abby sirvió té y preparó con esmero una bandeja de galletas; Daniel trajo una silla más a la cocina para Doherty, y Rafe se dedicó a hacer comentarios reprobatorios sobre su ojo amoratado. Me hice una idea de cómo debieron de ser los interrogatorios después de que Lexie falleciera y de por qué habían conseguido que Frank se subiera por las paredes. Frank comenzó conmigo.

– Bien -dijo, cuando la puerta del salón se cerró a nuestra espalda y las voces de la cocina se fundieron en un agradable murmullo apagado-. Al fin un poco de acción.

– Ya era hora, sí -contesté.

Acerqué unas sillas a la mesa de juegos, pero Frank sacudió la cabeza, se desplomó en el sofá y me indicó con la mano que me sentara en un sillón.

– Venga, pongámonos cómodos. ¿Estás entera?

– Me destrocé la manicura en el rostro de ese capullo, pero sobreviviré. -Rebusqué en el bolsillo de mis pantalones y saqué un fajo de hojas de libreta-. Lo escribí anoche, en la cama, antes de que lo sucedido empezara a emborronarse en la memoria.

Frank daba sorbos a su té y leía, tomándose su tiempo.

– Bien -dijo finalmente, y se guardó las hojas en el bolsillo-. Lo explica todo con claridad, o al menos con la claridad meridianamente distinguible en ese tipo de caos. -Dejó su taza en el suelo, buscó su cuaderno de notas y sacó la punta de su bolígrafo-. ¿Podrías identificar a ese tipo?

Sacudí la cabeza.

– No le vi la cara. Estaba demasiado oscuro.

– Habría estado bien llevarse una linterna.

– No había tiempo. Si me hubiera entretenido a buscar linternas, no le habríamos dado alcance. Pero de todos modos no necesitas ninguna identificación. Bastará con que busques a un hombre con los dos ojos morados.

– Ah -exclamó Frank pensativo, con un asentimiento de cabeza-, la pelea. Por supuesto. Nos ocuparemos de eso dentro de un momento. Pero por si se diera el caso de que nuestro hombre asegura que los cardenales se deben a una caída por las escaleras, nos sería de cierta utilidad tener algún tipo de descripción de su anatomía.

– Sólo puedo hablarte de percepciones -aclaré-. Dando por supuesto que fuera uno de los chicos de Sam, Bannon queda definitivamente descartado: era bastante fornido. Y este tipo era flaco, no muy alto, pero de complexión fuerte. Tampoco creo que fuera McArdle; le toqué con la mano la cara en un momento dado y no noté ningún vello facial, sólo una especie de barba de tres días. Y McArdle tiene una barba poblada.

– Es cierto -corroboró Frank, mientras anotaba algo sin prisas-. Así es. Entonces ¿tú votas por Naylor?

– Encajaría. Por altura, por constitución y por el pelo.

– Tendrá que bastar. Nos agarraremos a lo que tengamos. -Examinó la página de su cuaderno con aire pensativo, mientras se daba golpecitos con el bolígrafo en los dientes-. Y hablando del tema -añadió-, cuando los tres salisteis al galope a luchar por la casa, ¿qué se llevó consigo el pequeño Daniel?

Me había preparado la respuesta.

– Un destornillador -contesté-. No lo vi cogerlo, pero eso fue porque yo salí antes que él. Tenía la caja de herramientas en la mesa.

– Porque él y Rafe estaban limpiando la pistola del tío Simon. ¿Qué tipo de pistola es, por cierto?

– Un Webley, de principios de la Primera Guerra Mundial. Está bastante abollado y oxidado y todo eso, pero sigue siendo una delicia. Te encantaría.

– No lo dudes -replicó Frank en tono amigable, mientras apuntaba algo brevemente-. Con suerte, en algún momento incluso podré echarle un vistazo. De manera que Daniel agarró un destornillador en medio de las prisas aunque tenía un revólver ante las narices…

– Un revólver sin cargar y abierto. Además, no me da la impresión de que sepa mucho de armas. Le habría llevado un momento averiguar cómo cargarlo.

El sonido de alguien cargando un revólver es inconfundible, pero también casi imperceptible, y yo me encontraba al otro lado de la sala cuando Rafe lo había hecho; con la música, existía una posibilidad de que el micrófono no lo hubiera captado.

– Así que en su lugar cogió el destornillador -continuó Frank con un cabeceo-. Tiene lógica. Pero luego, por algún motivo, una vez atrapa a su hombre, ni siquiera se le ocurre utilizarlo.

– No tuvo oportunidad. Aquello era un barullo, Frank: los cuatro rodando por el suelo, piernas y brazos por todos sitios, era imposible determinar qué pertenecía a quién; estoy bastante segura de que yo soy la causante del ojo morado de Rafe. Si Daniel hubiera sacado el destornillador y hubiera empezado a asestar puñaladas, tendría muchas posibilidades de habernos alcanzado a uno de nosotros. -Frank continuaba asintiendo y tomaba notas de todo, pero tenía una mirada entre divertida e insulsa en la cara que no me gustaba nada-. ¿Qué pasa? ¿Habrías preferido que apuñalara a ese tipo?

– Bueno, me habría facilitado la vida, eso seguro -contestó, en tono alegre y críptico-. Y, dime, ¿dónde estaba el famoso… qué habíamos quedado que era… ah, sí, el famoso destornillador durante todo aquel espectáculo?

– En el bolsillo trasero de Daniel. Al menos, de ahí fue de donde lo sacó cuando regresamos a casa.

Frank arqueó una ceja, preocupado.

– Qué suerte no habérselo clavado él mismo. Con tanto rodar, no me habría extrañado que al menos se hubiera llevado un par de pinchazos.

Tenía razón. Debería haberle dicho que era una llave inglesa.

– Quizá se los llevó -contesté, encogiéndome de hombros-. Pídele que te enseñe el trasero, si te apetece.

– Creo que por el momento prescindiré de hacerlo. -Frank cerró la punta de su bolígrafo, se lo guardó en el bolsillo y se recostó en el sofá, acomodándose-. ¿En qué pensabas? -me inquirió en tono afable.

Por un momento me tomé su pregunta como un interés sincero sobre mi proceso de pensamiento, en lugar de como el prolegómeno de una bronca monumental. Cabía suponer que Sam se enfadara conmigo, pero no Frank: para él la seguridad personal es un juego de azar, había iniciado aquella investigación quebrantando todas las normas que encontró a su paso y yo sabía a ciencia cierta que en una ocasión le había asestado un cabezazo tan fuerte a un camello que tuvieron que llevarse al tipo a urgencias. Jamás se me había ocurrido que llegara a comportarse como un mocoso por algo así.

– Este tipo se está poniendo cada vez más duro -contesté-. Al principio se mantenía lejos de la gente: nunca le hizo ningún daño a Simon March y la última vez que había lanzado una piedra a través de la ventana escogió una estancia vacía… Pero en esta ocasión ese pedrusco nos pasó rozando a Abby y a mí, y, por lo que sabemos, podría haber estado apuntándonos a cualquiera de nosotros. Su objetivo ha dejado de ser la casa; ahora ataca también a sus inquilinos. Cada vez concuerda más con el sospechoso.

– Exactamente -convino Frank, apoyando un tobillo sobre la rodilla opuesta-. Es un sospechoso. Precisamente lo que estamos buscando. Así que reflexionemos unos instantes acerca de este asunto, ¿de acuerdo? Digamos que Sammy y yo nos dirigimos a Glenskehy hoy y arrestamos a esos tres lumbreras y digamos, puestos a ello, que logramos obtener información útil de uno de ellos, lo justo para justificar una detención, incluso un cargo por falta. ¿Qué me sugieres que conteste cuando su abogado, el fiscal general del Estado y los medios de comunicación me pregunten, y no tengo dudas de que lo harán, por qué su rostro parece una hamburguesa? Dadas las circunstancias, no me quedará otra alternativa que explicar que esos daños se los infligieron otros dos sospechosos y mi propia agente encubierta. ¿Y qué crees que ocurrirá a continuación?

Mi pensamiento en ningún momento había llegado tan lejos.

– Que encontrarás una respuesta esquiva.

– Es posible -replicó Frank en el mismo tono amable y cálido-, pero eso no es lo importante, ¿no crees? Lo que te estoy preguntando es qué pretendías hacer exactamente ahí fuera. Yo diría que, en tanto que detective, tu objetivo habría sido localizar al sospechoso, identificarlo y, a ser posible, retenerlo o mantenerlo bajo observación hasta que encontraras una manera de obtener refuerzos. ¿Acaso me estoy perdiendo algo?

– Pues sí, la verdad es que sí. Parece que no te das cuenta de que no era tan sencillo como…

– Porque tus acciones sugieren -Frank continuó, como si yo no hubiera hablado- que tu principal objetivo era propinarle una paliza de muerte a ese tipo, cosa que habría sido poco profesional por tu parte.

En la cocina, Doherty debió de contar un chiste, porque todos estallaron en carcajadas; eran unas risas perfectas, naturales y amistosas, y a mí se me pusieron los pelos de punta.

– Vamos, por lo que más quieras, Frank -repliqué-. Mi objetivo era retener al sospechoso y no hacer saltar por los aires mi misión de incógnito. ¿Cómo habría podido hacerlo de otro modo? ¿Apartando a Daniel y a Rafe de ese individuo y dándoles una charla sobre el tratamiento correcto de los sospechosos mientras hablaba por teléfono contigo?

– No tenías por qué liarte a puñetazos.

Me encogí de hombros.

– Sam me explicó que la última vez que Lexie había perseguido a ese tipo había dicho que le habría pateado el culo hasta meterle los huevos en el esófago. Era su manera de comportarse. Si me hubiera mantenido al margen y hubiera permitido que mis amigos machotes se encargaran del malo, se habrían extrañado. No tuve tiempo de analizar las implicaciones a posteriori de mis acciones; tuve que responder rápidamente, y lo hice metiéndome en mi personaje. ¿De verdad intentas decirme que nunca te involucraste en una pelea cuando trabajabas como agente encubierto?

– Claro que no -contestó Frank como si tal cosa-. Jamás diría algo así. He participado en muchas reyertas e incluso he salido vencedor en la mayoría de ellas para no echar a perder mi misión. Pero la diferencia estriba en que yo participé en esas peleas porque el otro tipo saltó sobre mí primero…

– Pero este tipo también se abalanzó sobre nosotros.

– Porque lo provocasteis deliberadamente. ¿Acaso crees que no he escuchado la cinta?

– Lo habíamos perdido, Frank. Si no lo hubiéramos incitado a salir de su madriguera, se habría largado de rositas.

– Déjame terminar, pequeña. Yo participé en peleas porque el otro tipo empezó o porque no podía librarme de ellos sin desvelar mi identidad de incógnito, o sólo para ganarme un poco de respeto y afianzar mi puesto en la jerarquía. Pero te aseguro que jamás me he metido en una bronca porque estaba tan implicado emocionalmente en la historia hasta el punto de querer arrancarle la cabeza a alguien. Al menos, no por trabajo. ¿Tú puedes decirme lo mismo?

Aquellos ojos azules despiertos, amistosos e inquisitivos; aquella combinación impecabley encantadora de franqueza y una leve nota de acero. Mi tensión estaba cediendo terreno a una señal de peligro a gran escala, la advertencia eléctrica que los animales perciben décimas antes de un relámpago. Frank me estaba interrogando tal como interrogaría a un sospechoso. Estaba a un paso de que me sacaran del caso.

Me esforcé en tomarme mi tiempo para responder: me encogí de hombros, avergonzada, y me revolví en el sillón.

– No creo que se tratara de implicación emocional -respondí al fin, con la vista clavada en mis dedos, que andaban retorciendo el borde de un cojín-. O al menos no en el sentido que insinúas. Es… Escucha, Frank, sé que al principio te preocupaba mi valentía. Y no te culpo por ello.

– ¿Qué puedo decir? -preguntó Frank. Se había repantingado y me observaba con expresión neutra, pero me escuchaba; yo seguía teniendo una oportunidad-. La gente habla. El tema de la Operación Vestal ha surgido una o dos veces.

Hice una mueca.

– No me cabe ninguna duda. Apuesto a que podría adivinar incluso qué han dicho. La mayoría de personas me había tachado de estar quemada incluso antes de limpiar mi mesa. Has de saber que soy consciente de que te la jugaste enviándome aquí, Frank. No estoy segura de qué habrás oído…

– De todo un poco.

– Pero tienes que saber que la jodimos bien jodida y ahora mismo anda por ahí en libertad una persona que debería estar cumpliendo cadena perpetua. -Me salía la voz entrecortada: no tuve que fingir-. Y es espantoso, Frank, créeme. No tengo intención de que algo así vuelva a ocurrir y no tengo intención de hacerte creer que he perdido el valor, porque no es así. Pensé que si lograba atrapar a ese tipo…

Frank saltó del sofá como si tuviera un muelle.

– Atrapar a ese… ¡Jesús, María y José, tú no estás aquí para atrapar a nadie! ¿Qué te dije desde el principio? Lo único que tienes que hacer es señalarnos a O'Neill y a mí la dirección correcta a seguir y nosotros nos ocuparemos del resto. ¿Qué sucede? ¿Acaso no me expresé con bastante claridad? ¿Debería habértelo dado por escrito o qué pasa? ¡Dime!

De no haber estado los demás en la sala contigua, el volumen de nuestra conversación habría sobrepasado el tejado; cuando Frank se enfada, todo el mundo se entera. Yo me estremecí levemente y agaché la cabeza en un ángulo de humildad conveniente, pero en mi interior estaba encantada: que me echaran una bronca por insubordinación suponía una mejora relevante con respecto a que me interrogaran como a una sospechosa. Sobrepasarse en el entusiasmo, necesitar demostrar tu valía tras una metedura de pata: aquéllas eran cosas que Frank podía entender, cosas que suceden todo el tiempo, pecados veniales.

– Lo lamento -me disculpé-. Frank, lo siento de verdad. Soy consciente de que me dejé llevar y no volverá a ocurrir, pero no soportaría pensar que he echado a perder mi misión de incógnito y no soportaría que tú supieras que dejé escapar al sospechoso. Créeme, Frank, estaba tan cerca que casi pude saborearlo…

Frank me miró con dureza durante un rato; luego suspiró, se desplomó de nuevo en el sofá y se crujió el cuello.

– Escucha -me dijo-, lo que has hecho es arrastrar otro caso a éste. A todo el mundo le ha ocurrido en algún momento de su carrera. Pero nadie con medio cerebro cometería el mismo error dos veces. Siento que tuvieras una mala experiencia y toda la mandanga pero, si lo que pretendes es demostrarme algo a mí o a quienquiera que sea, la mejor manera es que guardes tus casos viejos en el baúl de los recuerdos y trabajes en éste como es debido.

Me creyó. Desde el primer minuto de aquel caso, Frank había tenido aquella duda pendiendo con forma de interrogante en su cabeza y para despejársela me bastó con rebotarle la imagen en el espejo desde el ángulo adecuado. Por primera vez en mi vida, la Operación Vestal, bendita fuera su triste gloria, me había servido para algo.

– Lo sé -contesté, clavando la mirada en mis manos, entrelazadas en mi regazo-. Créeme, lo sé.

– Podrías haber hecho saltar por los aires todo el caso, espero que seas consciente de ello.

– Por favor, dime que no la he jodido del todo -le rogué-. ¿Vais a arrestar a este individuo de todas maneras?

Frank suspiró.

– Sí, probablemente sí. A estas alturas, no tenemos elección. Estaría bien tenerte en la sala de interrogatorios, podrías sernos de ayuda con el perfil psicológico y, además, creo que nos vendría bien enfrentar a nuestro hombre cara a cara con Lexie y comprobar su reacción. ¿Crees que te las apañarás para hacerlo sin saltar al otro lado de la mesa y hacer que se trague los dientes de un puñetazo?

Levanté la mirada de golpe, pero la comisura de su boca dibujaba una sonrisa irónica.

– Siempre tan gracioso -comenté, con la esperanza de que el alivio que sentía no se filtrara en mi voz-. Lo haré lo mejor que sepa. Consigue una mesa bien ancha, por si acaso.

– A tu valor no le pasa nada, lo sabes, ¿no? -me dijo Frank, mientras recogía su cuaderno y volvía a sacarse el bolígrafo del bolsillo-. Eres más valiente que tres personas juntas. Desaparece de mi vista antes de que vuelva a cabrearme contigo y envíame a alguien que no me provoque canas. Mándame a Abby, anda.

Salí a la cocina y le dije a Rafe que Frank quería verlo, por puro atrevimiento y para demostrarle a Frank que no le tenía miedo… aunque sí se lo tenía, desde luego que se lo tenía.


– Bueno -dijo Daniel cuando Frank hubo concluido su labor y se llevó de allí a Doherty, supongo que para comunicarle la buena nueva a Sam-. Diría que ha ido bien.

Estábamos en la cocina, recogiendo las tazas de té y dando buena cuenta de las galletas que habían sobrado.

– Sí, no ha estado nada mal -comentó Justin sorprendido-. Esperaba que se portaran como un par de capullos, pero Mackey incluso se ha mostrado agradable esta vez.

– Sí, pero ¿qué me decís del otro memo? -añadió Abby, acercándome la bandeja para ofrecerme otra galleta-. No le ha quitado la vista de encima a Lex. ¿Os habéis percatado? Menudo cretino.

– No es ningún cretino -repliqué. De hecho, Doherty me había impresionado después de pasar dos horas enteras sin llamarme «detective», de manera que me sentía compasiva-. Simplemente tiene buen gusto.

– Insisto en que no van a hacer nada -intervino Rafe, sin insidia en la voz.

Desconocía si era por algo que Frank les había dicho o simplemente los había aliviado su visita, pero todos tenían mejor aspecto, estaban más relajados. La tensión aguda de la noche anterior se había evaporado, al menos por el momento.

– Esperemos a ver -replicó Daniel, al tiempo que agachaba la cabeza para encender un cigarrillo-. Al menos tendrás algo entretenido que explicarle a Brenda Cuatrotetas la próxima vez que te acorrale contra la fotocopiadora.

Incluso Rafe soltó una carcajada.


Estábamos bebiendo vino y jugando al no cuando mi móvil sonó aquella noche. Me dio un susto de muerte (no es que recibiera llamadas muy a menudo) y estuve en un tris de no responder, porque no encontraba el teléfono; estaba en el armario del zaguán, guardado en el bolsillo de la chaqueta compartida; se había quedado allí después del paseo de la noche anterior.

– ¿Sí? -respondí.

– ¿Señorita Madison? -preguntó Sam, con voz afectada-. Al habla el detective O'Neill.

– Ah, hola -saludé.

Había empezado a encaminarme hacia el salón, pero me di la vuelta y me apoyé en el vano de la puerta principal, desde donde no corría el riesgo de que los demás reconocieran su voz.

– ¿Puedes hablar?

– Más o menos.

– ¿Estás bien?

– Sí. Bien.

– ¿Segura?

– Completamente.

– Uf -exclamó Sam, respirando hondo-. ¡Qué alivio! Ese capullo de Mackey lo escuchó todo, ¿lo sabías? Y ni siquiera me llamó, no me dijo ni pío; se limitó a esperar a esta mañana y acercarse a verte. Me dejó sentadito en el centro de coordinación, como si fuera un idiota. Si este caso no se resuelve pronto, voy a acabar sacudiendo a ese cabronazo.

Sam no suelta palabrotas a menos que esté muy enfadado.

– Te entiendo -dije-. No me sorprende.

Una pausa momentánea.

– ¿Estás con los otros?

– Más o menos.

– Bien, seré breve. Hemos enviado a Byrne a vigilar la casa de Naylor, para echarle un vistazo cuando regresara del trabajo esta noche y el tipo tiene la cara hecha picadillo; hicisteis un buen trabajito, los tres, a juzgar por lo que he podido oír. Es mi hombre, de eso no hay duda. Voy a citarlo mañana por la mañana, pero esta vez para que acuda a la brigada de Homicidios. No me importa si se asusta, ya no. Si se muestra inquieto, puedo detenerlo por allanamiento de morada. ¿Quieres venir a echar un vistazo?

– Por supuesto -accedí. Gran parte de mí prefería hacerse la gallina: pasarse el día en la biblioteca rodeada de los demás, comer en el Buttery mientras contemplaba la lluvia caer al otro lado de los cristales y olvidar lo que estuviera ocurriendo en otro lugar mientras aún era posible. Pero al margen de cuál fuera el resultado de aquel interrogatorio, necesitaba estar presente-. ¿A qué hora?

– Iré a buscarlo antes de que salga para el trabajo y lo traeré aquí alrededor de las ocho de la mañana. Ven cuando quieras. ¿Te parece… te parece bien venir a la brigada?

Incluso se me había olvidado preocuparme por eso.

– Ningún problema.

– Encaja en el perfil, ¿no es cierto? Como un guante.

– Supongo que sí -contesté.

Oí un gruñido cómico de Rafe procedente del salón (era evidente que había jugado mal su baza) y los demás estallaron en risotadas.

– Capullo -decía Rafe, pero también se reía-, ¡eres un zorro! Caigo siempre en tu trampa…

Sam es un interrogador excelente. Si había que sacarle algo a Naylor, no me cabía duda de que lo conseguiría.

– Podría ser el final -aventuró Sam, con un deje de esperanza en la voz tan intenso que me hizo estremecer-. Si juego bien mis cartas mañana, el caso podría cerrarse. Y tú regresarías a casa.

– Sí -contesté-. Suena bien. Nos vemos mañana.

– Te quiero -dijo Sam en voz baja justo antes de colgar.

Permanecí allí de pie, en el frío recibidor, durante un largo rato, mordisqueándome la uña del pulgar y escuchando los ruidos procedentes del salón: voces y chasquidos de cartas, el tintineo del cristal y el crepitar y los silbidos del fuego; luego regresé adentro.

– ¿Quién era? -preguntó Daniel, alzando la vista de sus cartas.

– Ese detective -le contesté-. Quiere que acuda a la comisaría mañana.

– ¿Cuál de ellos?

– El rubio guapo. O'Neill.

– ¿Por qué?

Todos me observaban, inmóviles como animales asustados; Abby se había detenido a medio sacar una carta de su baza.

– Han encontrado a un sospechoso -contesté, deslizándome de nuevo en mi silla-. Por lo de anoche. Van a interrogarlo mañana.

– ¿Estás de broma? -preguntó Abby-. ¿Ya?

– Venga, suéltalo ya -instó Rafe a Daniel-. Dinos: «Os lo dije». Te mueres de ganas.

Daniel no le prestó atención.

– Pero ¿por qué tú? ¿Qué pretenden?

Me encogí de hombros.

– Sólo quieren que lo vea. Y O'Neill me ha preguntado si recordaba algo más acerca de aquella noche. Creo que espera que cuando me encuentre con ese tipo cara a cara lo apunte con un dedo tembloroso y grite: «¡Ése es! ¡Ése es el hombre que me apuñaló!».

– Diría que alguien de por aquí ha visto demasiados telefilmes -apuntó Rafe.

– ¿Y qué tienes que decir a eso? -quiso saber Daniel-. ¿Has recordado algo más?

– Nada de nada -respondí.

¿Imaginaciones mías o la tensión del ambiente se había esfumado de repente? Abby cambió de opinión acerca de su jugada, volvió a meter la carta en su sitio y sacó otra; Justin alargó la mano para agarrar la botella de vino.

– Quizá contrate a alguien para hipnotizarme. ¿Eso se hace en la vida real?

– Dile que te programe para hacer algo de provecho de vez en cuando -bromeó Rafe.

– Ja, ja, ja. ¿Crees que podría? Podría pedirle que me programara para acabar mi tesis antes.

– Posiblemente sí podría, pero dudo mucho que lo hiciera -respondió Daniel-. No estoy seguro de que las pruebas obtenidas bajo los efectos de la hipnosis sean admisibles ante un tribunal. ¿Dónde vas a reunirte con O'Neill?

– En su despacho -contesté-. Me habría encantado convencerlo de que se tomase una pinta conmigo en el Brogan, pero no creo que hubiera picado.

– Pensaba que odiabas el Brogan -replicó Daniel sorprendido.

Estaba a punto de abrir la boca para retirar lo dicho («Y es que lo odio. Lo decía en broma…»). No fue Daniel quien me salvó: me miraba por encima de sus cartas, sin pestañear, con aire sabiondo, sereno. Fue el desconcierto reflejado en la ligera caída de cejas de Justin, la inclinación de la cabeza de Abby: no tenían ni idea de qué hablaba Daniel. Algo no encajaba.

– ¿Yo? -pregunté perpleja-. No tengo nada en contra del Brogan. La verdad es que no le dedico ni un solo segundo de mi pensamiento; sólo lo he dicho porque está justo enfrente de donde él trabaja.

Daniel se encogió de hombros.

– Debo de haberlo confundido con otro lugar -contestó. Me sonreía, con esa extraordinaria sonrisa dulce suya, y volví a percibirlo: esa repentina relajación del ambiente, un suspiro de alivio-. Tú y tus rarezas; voy a acabar confeccionándome una lista. Le puse una mueca.

– Pero ¿qué haces tú ligando con polis? -preguntó Rafe-. Es lo peor que puedes hacer, en muchos aspectos.

– ¿Qué pasa? Es guapo.

Me temblaban las manos; no me atrevía a coger las cartas. Tardé un segundo en procesarlo: Daniel había intentado tenderme una trampa. Había estado a una milésima de segundo de picar su anzuelo.

– Eres incorregible -se burló Justin, mientras me rellenaba la copa de vino-. Además, el otro es mucho más atractivo, un capullo atractivo, ya sabes. Ese tal Mackey.

– Vaya, vaya… -dije. Aquellas malditas cebollas; estaba segura, a juzgar por aquella sonrisa, de que esta vez había acertado, pero no sabía si había bastado para tranquilizar a Daniel; con él nunca se sabía…-. ¿Qué dices; Justin? Me apuesto lo que sea a que tiene la espalda peluda. Abby, secúndame en esto, por favor.

– Sobre gustos no hay nada escrito -respondió Abby con parsimonia-. Además, los dos sois incorregibles.

– Mackey es un imbécil -sentenció Rafe- y O'Neill es un palurdo. Vamos a diamantes y le toca a Abby.

Logré coger mi baza e intenté hacerlo lo mejor que pude. Observé atentamente a Daniel toda la noche, procurando que no se diera cuenta, pero se mostró como siempre: amable, educado, distante; no me prestó más atención que a los demás. Cuando apoyé mi mano en su hombro, al dirigirme a la cocina en busca de otra botella de vino, la cubrió con la suya y me dio un apretón.

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