Capítulo 12

La noche siguiente, después de cenar, me fui de pesca a la obra maestra del tío Simon para recabar información acerca de una muchacha de Glenskehy muerta. Habría resultado mucho más fácil hacerlo sola, pero ello habría supuesto fingir que estaba enferma para no asistir a la universidad y no quería preocupar a los demás a menos que fuera estrictamente necesario. De manera que Rafe, Daniel y yo estábamos sentados en el suelo del cuarto trastero, con el árbol genealógico de los March extendido ante nosotros. Abby y Justin estaban abajo, jugando a las cartas.

El árbol genealógico era una inmensa lámina de papel grueso hecha jirones y redactada con un amplio surtido de caligrafías, que englobaba desde una delicada letra con tinta marrón en la parte superior: «James March (h. 1598), casado con Elizabeth Kempe, 1619», hasta los garabatos arácnidos del tío Simon en la parte inferior: «Edward Thomas Hanrahan (1975)», y el último descendiente de todos: «Daniel James March (1979)».

– Esto es lo único inteligible de toda esta habitación -opinó Daniel, arrancando una telaraña de un rincón-, quizá porque no fue Simon quien lo escribió. El resto… podemos intentar echarle un vistazo, Lexie, si tanto te interesa, pero yo apostaría a que la mayor parte de ello lo escribió cuando estaba completamente borracho.

– Mirad -dije, inclinándome para señalar-. Aquí está William, la oveja negra.

– «William Edward March -leyó Daniel, al tiempo que acariciaba el nombre suavemente con un dedo-. Nacido en 1894 y muerto en 1983.» Sí, es él. Me pregunto dónde acabaría sus días.

William era uno de los pocos que había vivido más allá de los cuarenta años. Sam tenía razón: los March morían jóvenes.

– Veamos si somos capaces de encontrarlo aquí -dije, al tiempo que acercaba una caja-. Siento curiosidad por este individuo. Quiero saber a qué se debió ese gran escándalo.

– ¡Mujeres! -se quejó Rafe con altivez-. Siempre cotilleando.

Pero alargó la mano para acercar otra caja.

Daniel estaba en lo cierto: la mayor parte de aquella saga era prácticamente ilegible; el tío Simon subrayaba muchísimo y apenas dejaba espacio de interlineado, muy al estilo Victoriano. Pero yo no necesitaba leerlo; sólo escaneaba las páginas en busca de las curvas altas de una W o una M mayúsculas. No estoy segura de qué esperaba encontrar. Nada, quizás, o algo que asestara un revés letal a la historia de Rathowen, demostrara que la joven había emigrado a Londres con su bebé y había establecido una tienda de confecciones que le había dado grandes réditos y había vivido feliz el resto de sus días.

En la planta de abajo oí a Justin decir algo y a Abby reír a carcajadas, apenas perceptibles y lejanas. Nosotros tres no hablábamos; el único sonido era el susurro suave y constante del papel. La estancia era fría y oscura, iluminada tan sólo por la luna difuminada que pendía al otro lado de la ventana, y aquellas páginas dejaban una película seca de polvo en nuestros dedos.

– Aquí hay algo -espetó Rafe de repente-.«William March fue víctima de grandes injusticias y [algo] sensacional, y ello le acabó costando tanto su salud como…» Madre mía, Daniel, tu tío debía de estar como un cencerro. Ni siquiera sé si esto está escrito en inglés.

– Déjame ver -pidió Daniel, asomando la cabeza sobre el libro-. «Tanto su salud como el lugar que por derecho le pertenecía en la sociedad», creo que pone, – le arrebató el fajo de hojas a Rafe de las manos y se ajustó las gafas-. «Los hechos -leía despacio-, rumores aparte, son los que siguen: entre 1914 y durante todo 1915, William March luchó en la Gran Guerra, donde», supongo que pone «se desenvolvió», «bien, puesto que posteriormente fue distinguido con la Cruz Militar por sus actos de valentía. Este simple hecho debería», no sé qué pone, «todos los cotilleos. En 1915, William March fue dado de baja del ejército, tras haber recibido metralla en un hombro y sufrir una grave neurosis de guerra…».

– Estrés postraumático -aclaró Rafe. Estaba apoyado contra la pared, con las manos en la nuca, para escuchar-. Pobre diablo.

– Este fragmento es ilegible -continuó Daniel-. Explica algo sobre lo que había visto… en los campos de batalla, supongo; pone «cruel». Y continúa: «Rompió su compromiso con la señorita Alice West, dejó de participar en las distracciones de su círculo social y se dedicó a mezclarse con la gente corriente de la población de Glenskehy, para gran incomodidad de todas las partes. Todos los implicados eran conscientes de que esta relación», creo que pone «innatural», «no podía tener un final feliz».

– Esnobs -atajó Rafe.

– Mira quién fue a hablar -bromeé yo, acercándome a gatas a Daniel, y apoyando mi barbilla en su hombro para intentar descifrar lo escrito.

Hasta ahora, no había sorpresas, pero yo sabía por aquel «no podía tener un final feliz» que lo habíamos encontrado.

– «En torno a aquella época -continuó leyendo Daniel, inclinando la página para que yo también pudiera leer-, una muchacha de la población se encontró en una situación desafortunada y alegó que William March era el padre de su hijo nonato. Independientemente de la verdad, las gentes de Glenskehy, que por entonces tenían más moralidad de lo acostumbrado hoy en día -moralidad estaba subrayado dos veces-, quedaron conmocionadas por la desvergüenza de la muchacha. Toda la población estaba «¿convencida?» de que la joven debía limpiar su nombre mancillado internándose en un convento de monjas magdalenas y, hasta que así fuera, la considerarían una paria.»

Nada de final feliz ni de comercio de confecciones en Londres. Algunas mujeres nunca escapaban de los lavaderos de las magdalenas. Se convertían en esclavas por quedarse embarazadas, por ser violadas, por ser huérfanas o simplemente por su exuberante belleza, hasta que sus huesos acababan en tumbas anónimas.

Daniel continuó leyendo, en un tono pausado y regular. Notaba la vibración de su voz contra mi hombro.

– «Pero la muchacha, ya fuera por el desespero de su alma o por su reticencia a aceptar la pena impuesta, se arrebató la vida. William March, bien por haber sido ciertamente su compañero en el pecado, bien por haber sido testigo de tantos derramamientos de sangre, quedó profundamente afligido por aquel hecho. Su salud se quebró y, cuando se recuperó, abandonó a su familia, a sus amistades y su hogar para empezar una nueva vida en otro lugar. Poco se sabe de su vida posterior. Estos acontecimientos constituyen una lección de los peligros de la lujuria, de mezclarse con gentes ajenas al estrato natural que uno ocupa en la sociedad o de…» -Daniel se interrumpió-. Soy incapaz de leer el resto. En cualquier caso, supongo que ésto es lo esencial; el párrafo siguiente habla de una carrera de caballos.

– ¡Menuda historia! -exclamé en voz muy baja.

De repente la habitación pareció más fría, más fría y más ventosa, como si una ventana se hubiera abierto de repente a nuestra espalda.

– La trataron como a una leprosa y acabó derrumbándose -comentó Rafe, con el labio curvado en gesto tenso por una de las comisuras-. Y luego el propio William se vino abajo y abandonó el lugar. Entonces no es ninguna novedad que Glenskehy sea una central de lunáticos.

Noté que un ligero escalofrío recorría la espalda de Daniel.

– Es una anécdota muy desagradable -comentó-. De verdad. A veces me pregunto si no sería mejor aplicar la regla de «nada de pasados» a toda la casa también. Aunque… -echó un vistazo alrededor, a aquel cuarto lleno de objetos abollados y polvorientos, a las paredes empapeladas y raídas; a través de la puerta abierta, el espejo manchado que había al final del pasillo devolvía el reflejo de nosotros tres, en tonos azules, entre sombras- no estoy seguro de que sea una posibilidad viable -acabó de decir, casi para sí mismo. Dio unos golpecitos a las hojas para alinearlas, las depositó con cuidado de nuevo en su caja y cerró la tapa-. No sé vosotros -añadió-, pero yo creo que ya he tenido suficiente por esta noche. Vayamos con los demás.


– Creo que he revisado hasta el último papel de este país en el que aparece escrita la palabra «Glenskehy» -espetó Sam cuando lo telefoneé más tarde. Parecía destrozado y confuso: fatiga burocrática, sé de lo que hablo, pero satisfecho-. Sé más cosas sobre esa población de las que nadie necesita saber y tengo a tres sospechosos que encajan en tu perfil.

Yo estaba encaramada a mi árbol, con los pies bien escondidos entre las ramas. La sensación de estar siendo observada se había intensificado hasta tal punto que casi anhelaba que lo que quiera que fuese que me acechaba se abalanzara sobre mí, aunque sólo fuera para poder verlo. No le había mencionado nada de ello a Frank ni, por supuesto, a Sam. Por lo que podía ver, las posibles causas principales eran: mi imaginación, el fantasma de Lexie Madison y un destripador homicida con un rencor ancestral, y ninguna de ellas me parecía lo bastante consistente para compartirla. Durante el día pensaba que era producto de mi imaginación, quizás alentada por la fauna autóctona, pero por la noche me resultaba más difícil estar segura.

– ¿Sólo tres de cuatrocientas personas?

– Glenskehy agoniza -contestó Sam sin rodeos-. La mitad de la población tiene más de sesenta y cinco años. En cuanto los jóvenes tienen edad suficiente, hacen las maletas y emigran a Dublín, a Cork, a Wicklow, donde sea que haya algo de vida. Sólo se quedan los que poseen una granja o un negocio familiar que heredar. Hay menos de treinta hombres de entre veinticinco y treinta y cinco años. He descartado a los que se desplazan a otro lugar para trabajar, a los desempleados, a los que viven solos y a los que podrían escabullirse durante el día si quisieran, tipos con turno de noche o que trabajan por cuenta propia. Eso reduce los candidatos a tres.

– ¡Qué triste! -exclamé.

Pensé en el anciano que había cruzado renqueando aquella calle desierta y en las casas fatigadas donde sólo se había remangado una cortina de ganchillo.

– Es lo que tiene el progreso. Al menos encuentran un empleo. -Ruido de papeles-. Bien: aquí están mis tres hombres. Declan Bannon, treinta y un años, regenta una pequeña granja justo a las afueras de Glenskehy, donde vive con su esposa y dos hijos pequeños. John Naylor, veintinueve, vive en el pueblo con sus padres y trabaja en la granja de otro lugareño. Y Michael McArdle, veintiséis, vive con sus padres y hace el turno de día en la gasolinera que hay en la carretera hacia Rathowen. Ningún vínculo conocido con Whitethorn House en ninguno de los casos. ¿Alguno de los nombres te dice algo?

– A bote pronto no -respondí-, lo siento.

Justo entonces estuve a punto de caerme del árbol.

– Pero, claro -Sam se había puesto a filosofar-, habría sido demasiado esperar.

Pero yo ya casi no lo oía. John Naylor: por fin (ya era hora) encontraba a alguien cuyo apellido empezaba por N.

– ¿Cuál te gusta más? -me apresuré a preguntar, y de ese modo asegurarme de que no se me notara la ilusión.

De todos los detectives que conozco, Sam es el mejor fingiendo que se ha perdido algo. Y resulta más útil de lo que uno cabría esperar.

– Aún es pronto para decirlo, pero por ahora Bannon es mi candidato. Es el único con antecedentes. Hace cinco años, una pareja de turistas americanos dejaron el coche aparcado delante de la puerta de la casa de Bannon, bloqueándola, mientras iban a dar un paseo por los prados. Cuando Bannon regresó y vio que no podía mover a sus ovejas, le propinó un buen puntapié al coche y dejó una abolladura de consideración en uno de los laterales. Daños y perjuicios y mala sintonía con los forasteros; ese vandalismo le viene como anillo al dedo.

– ¿Los demás están limpios?

– Byrne afirma haber visto a ambos bastante entonadillos en alguna que otra ocasión, pero no lo suficiente como para preocuparse de arrestarlos por ebriedad y escándalo público o algo por el estilo. Cualquiera de ellos podría haber cometido delitos de los que no tenemos constancia, siendo Glenskehy como es, pero sí, están limpios.

– ¿Has hablado ya con ellos?

No sabía cómo, pero tenía que ver a ese John Naylor. Dejarme caer por el pub estaba descartado, evidentemente, y perderme paseando como si tal cosa por la granja donde trabajaba probablemente fuera una mala idea, pero si diera con la manera de estar presente durante un interrogatorio…

Sam soltó una carcajada.

– Déjame respirar. Acabo de cerrar el círculo esta tarde. Tengo previsto interrogarlos a todos mañana por la mañana. Quería preguntarte si podrías apañártelas para estar presente. Sólo para echarles un vistazo, para ver si intuyes algo.

Me lo habría comido a besos.

– Claro, sí. ¿Cuándo? ¿Dónde?

– Lo sabía. Sabía que te apetecería acercarte para darles un repaso. -Sonreía-. He pensado hacerlo en la comisaría de Rathowen. Sería mucho mejor interrogarlos en sus hogares, para no asustarlos, pero no se me ocurre otro modo de llevarte conmigo.

– Suena bien -repliqué-. En realidad, suena genial.

La sonrisa en la voz de Sam se amplió.

– A mí también me parece una solución estupenda. ¿Te las ingeniarás para desembarazarte de los demás?

– Les diré que tengo visita en el hospital para que me revisen los puntos. De todos modos, lo normal sería que la tuviera.

Pensar en los demás me provocó una leve y extraña punzada. Si Sam tenía algo consistente sobre uno de aquellos tipos, aunque fuera insuficiente para justificar un arresto, mi operación encubierta se daría por concluida y yo regresaría a Dublín y a Violencia Doméstica.

– ¿Y no querrán acompañarte al hospital?

– Probablemente, pero no se lo permitiré. Les pediré a Justin o a Daniel que me acerquen hasta el hospital de Wicklow. ¿Puedes recogerme tú allí o prefieres que coja un taxi hasta Rathowen?

Sam rió.

– ¿Crees que me perdería una oportunidad así? ¿Hacia las diez y media?

– Perfecto -contesté-. Y, Sam, no sé el grado de profundidad que pretendes alcanzar en tus interrogatorios con esos tipos pero, antes de que empieces a hablar con ellos, tengo algo más de información para ti. Acerca de la joven y el bebé. -Me volvió a azotar esa pegajosa sensación de traición, pero recordé que Sam no era Frank, que no iba a presentarse en la casa con una orden de registro y un puñado de preguntas deliberadamente detestables-. Al parecer ocurrió en torno a 1915. No sé el nombre de la chica, pero su amante era William March, nacido en 1894.

Un instante de silencio y sorpresa, y luego:

– Eres una joya, ¿lo sabes? -comentó Sam encantado-. ¿Cómo lo has hecho?

De manera que no me estaba escuchando a través del micrófono… o al menos no todo el tiempo. Me asombró, cuánto me alivió saberlo.

– El tío Simon escribía la historia de la familia. Menciona el episodio de la joven. Los detalles no encajan del todo, pero es la misma historia.

– Aguarda un instante -me atajó Sam; lo escuché buscar una hoja en blanco en su cuaderno de notas-. Listo. Dispara.

– Según Simon, William partió para el frente de la Primera Guerra Mundial en 1914 y regresó de allí un año después profundamente afectado. Rompió su compromiso con una joven guapa y conveniente, cesó todo contacto con sus antiguas amistades y empezó a relacionarse con la gente del pueblo. Leyendo entre líneas se deduce que a los habitantes de Glenskehy no les hacía demasiada gracia.

– No es de extrañar -observó Sam con cierta sequedad-. Pertenecía a la familia del terrateniente… Seguramente podía hacer lo que se le antojara.

– Entonces la joven se quedó embarazada -continué-. Aseguraba que William era el padre, aunque Simon se mostraba un tanto escéptico al respecto pero, en cualquier caso, Glenskehy al completo quedó horrorizada ante tal hecho. Los lugareños empezaron a tratarla como a una proscrita; la opinión general era que debía acabar sus días en un lavadero de las magdalenas. Antes de que alguien la enviara al convento, la muchacha se ahorcó.

Una ráfaga de viento barrió los árboles, gotitas de agua salpicaron las hojas.

– Entonces -comentó Sam al cabo de un momento-, la versión de Simon exhime de toda responsabilidad a los March y la sitúa en esos campesinos tarados del pueblo…

La llamarada de ira me sorprendió con la guardia baja; me vinieron ganas de arrancarle la cabeza de un mordisco.

– William March tampoco salió indemne -contesté, consciente de la acritud que transmitía mi voz-. Sufrió algún tipo de crisis nerviosa, aunque desconozco los detalles, y según parece acabó sus días en una especie de sanatorio mental. Y, para empezar, es posible que ni siquiera fuera hijo suyo.

Otro silencio, esta vez más largo.

– Está bien -accedió Sam-. Tienes razón. Además, esta noche no me apetece discutir. Estoy demasiado contento ante la perspectiva de volver a verte.

Juro que tardé un segundo en procesar el dato. Me había concentrado tanto en la posibilidad de ver al misterioso N que ni siquiera había caído en la cuenta de que iba a ver a Sam.

– En menos de veinticuatro horas -contesté-. Me reconocerás por parecerme a Lexie Madison y por no llevar nada salvo ropa interior de blonda blanca.

– Eh, no me hagas esto -replicó Sam-. Estamos hablando de trabajo.

Pero me pareció percibir la sonrisa en su voz cuando colgamos.


Daniel estaba sentado en uno de los sillones junto a la chimenea leyendo a T. S. Eliot; los otros tres jugaban al póquer.

– Uuuf-exclamé, al tiempo que me dejaba caer en la alfombra que había junto al fuego. La culata de la pistola se me clavó bajo las costillas; no intenté ocultar el gesto de dolor-. ¿Y tú por qué no juegas? Si a ti nunca te eliminan el primero.

– Le he dado una buena paliza -contestó Abby, al tiempo que alzaba su copa de vino.

– No te regodees encima -le recriminó Justin, cuyo tono de voz delataba que estaba perdiendo-. Es de un gusto pésimo.

– Pero es cierto -contestó Daniel-. Empieza a ser muy buena echándose faroles. ¿Te duelen otra vez los puntos?

Una pausa momentánea, en la mesa, en el tintineo de Rafe pasándose las monedas entre los dedos.

– Sólo cuando me acuerdo de ellos -comenté-. Mañana tengo que ir a que les echen un vistazo, para que los médicos puedan manosearme un poco más y me digan que estoy bien, cosa que ya sé, por otro lado. ¿Te importa acercarme al hospital?

– Claro que no -contestó Daniel, dejando el libro en su regazo-. ¿A qué hora?

– Tengo que estar en el hospital de Wicklow a las diez en punto. Luego cogeré el tren para ir a la universidad.

– Pero no puedes ir sola -apuntó Justin. Estaba retorcido en su silla, la carta semiolvidada-. Yo te acompañaré. No tengo nada que hacer mañana. Iré contigo y luego podemos ir juntos a la universidad.

Parecía realmente preocupado. Si no conseguía convencerlo, estaba en un verdadero aprieto.

– No quiero que nadie me acompañe -atajé-. Quiero ir sola.

– Pero los hospitales son sitios espantosos. Y, además, siempre obligan a esperar durante horas, como si fuéramos ganado, apretujados en esas horribles salas de espera…

Con la cabeza gacha, rebusqué el paquete de cigarrillos en el bolsillo de mi chaqueta.

– Pues me llevaré un libro. No tengo ningunas ganas de ir y lo último que me apetece es notar todo el rato el aliento de alguien en la nuca. Sólo quiero acabar de una vez por todas con esta historia y olvidarla para siempre, ¿de acuerdo? ¿Me dejáis que lo haga?

– Ella decide -sentenció Daniel-. Pero comunícanoslo si cambias de opinión, Lexie.

– Gracias -contesté-. Soy mayorcita, ¿sabéis? Soy capaz de enseñarle al médico los puntos yo sólita.

Justin se encogió de hombros y volvió a concentrar su atención en las cartas. Sabía que había herido sus sentimientos, pero no podía hacer nada para evitarlo. Encendí un pitillo; Daniel me acercó un cenicero que se balanceaba en el brazo de su sillón.

– ¿Has empezado a fumar más? -inquirió.

Pese a la impasibilidad que mostraba mi rostro, la cabeza me iba a mil por hora. En todo caso, fumaba menos de los que debería: rondaba los quince o dieciséis cigarrillos al día, a medio camino entre los diez que yo solía fumar y los veinte de Lexie, y había esperado que achacaran el recorte al hecho de encontrarme aún débil. Jamás se me había ocurrido que Frank hubiera confiado sólo en la palabra de sus amigos para establecer la cifra de veinte. Daniel no se había tragado la historia del coma; sólo Dios sabía qué más sospechaba. Habría sido demasiado fácil, aterradoramente fácil para él deslizar uno o dos datos erróneos en sus interrogatorios con Frank, sentarse tranquilamente -aquellos sosegados ojos grises observándome sin rastro de impaciencia-, y esperar a comprobar si me traicionaban.

– No lo sé -repuse desconcertada-. No lo había pensado. ¿Estoy fumando más?

– Bueno, antes no te llevabas los cigarrillos cuando salías a pasear -aclaró Daniel-. Antes del incidente. Y ahora si lo haces.

Estuve a punto de exhalar un suspiro de alivio. Debería haberme percatado (no encontramos tabaco en el cadáver), pero resultaba mucho más fácil de abordar un problema técnico de la investigación que imaginar a Daniel jugando, con rostro impasible, una baza de cartas salvajes bien ocultas contra su pecho.

– Ah, no -contesté-. El caso es que siempre se me olvidaban. Y ahora que insitís siempre en recordarme que me lleve el móvil, también me acuerdo de coger el tabaco. Pero de todos modos -me senté y miré a Daniel ofendida-, ¿por qué me regañas a mí? Rafe fuma dos paquetes al día y nunca te he oído recriminarle nada.

– No te regaño -refutó Daniel. Me sonrió por encima del libro-. Simplemente creo que los vicios son para disfrutarlos; de otro modo, ¿qué sentido tiene tenerlos? Si fumas porque estás tensa, entonces no disfrutas.

– No estoy tensa -repliqué. Me recosté sobre los codos, para demostrarlo y me coloqué el cenicero sobre la barriga-. Estoy muy bien, de verdad.

– Sería normal que estuvieras tensa después de lo ocurrido -dijo Daniel-. Es más que comprensible. Aun así, deberías encontrar otro modo de liberar estrés, en lugar de arruinar un vicio tan agradable. -De nuevo esa sonrisa insinuada-. Si sientes necesidad de hablar con alguien…

– ¿Te refieres a un psicólogo? -pregunté-. ¡Sóóó! Ya me lo propusieron en el hospital y los envié al cuerno.

– Claro, claro -respondió Daniel-. Me lo imagino perfectamente. Y considero que fue una decisión acertada. Nunca he entendido la lógica de pagar a un extraño con una inteligencia determinada para que escuche tus problemas; para eso están los amigos. Si quieres hablar de ello, puedes hacerlo con cualquiera de nosotros…

– ¡Por todos los santos! -exclamó Rafe a voz en grito. Dejó las cartas de un golpe en la mesa y las apartó-. Que alguien me traiga una bolsa: voy a vomitar. Ah, entiendo cómo te sientes, hablemos todos de ello… ¿Es que me he perdido algo? ¿Nos hemos trasladado a la puñetera California y nadie me ha informado de ello?

– ¿Qué pasa contigo? -preguntó Justin, con un trasfondo malicioso.

– Que no soporto las ñoñerías. Lexie está bien. Ya lo ha dicho. ¿Existe algún motivo en particular por el que no podamos olvidarnos de este asunto de una vez por todas?

Yo me había sentado; Daniel había abandonado la lectura de su libro.

– No es decisión tuya, por si no te has enterado -replicó Justin.

– Si voy a tener que escuchar todas estas patrañas, pues entonces sí que es decisión mía, maldita sea. Doblo. Justin, todo tuyo. Reparte, Abby -espetó Rafe y estiró el brazo por delante de Justin para agarrar la botella de vino.

– Hablando de recurrir a los vicios para liberar la tensión… -apuntó Abby con frialdad-, ¿no crees que ya hemos bebido suficiente por esta noche?

– En realidad -contestó Rafe-, creo que no, no. -Rellenó su copa, tanto que la última gota se desbordó y manchó la mesa-. Y no recuerdo haberte pedido consejo. Reparte las puñeteras cartas.

– Estás borracho -le espetó Daniel con sequedad-. Y empiezas a ponerte repelente.

Rafe se giró con un gesto brusco; agarraba con una mano la copa de vino y, por un instante, pensé que iba a lanzarla.

– Sí -dijo en voz baja y peligrosa-, es verdad, estoy borracho. Y tengo intención de emborracharme mucho más. ¿Quieres hablar de ello, Daniel? ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que todos nosotros tengamos una conversación sincera?

Había algo en su voz, algo precario como el olor a gasolina, preparado y aguardando a prender a la primera chispa que saltara.

– No le veo el sentido a discutir de nada con alguien en tu estado -replicó Daniel-. Recupera la compostura, tómate un café y deja de actuar como un niñato malcriado.

Daniel volvió a levantar su libro y dio la espalda a los demás. Yo era la única que podía ver su rostro. Estaba perfectamente sereno, pero sus ojos no se movían: no estaba leyendo ni una palabra.

Incluso yo me daba cuenta de que Daniel estaba manejando mal aquella situación. Una vez que Rafe se instalaba en el malhumor, no sabía cómo desembarazarse de él. Necesitaba que alguien le ayudara a hacerlo, que cambiara el ambiente en la estancia con una tontería, que reinstaurara la paz o el pragmatismo para poder seguir adelante. Intentar intimidarlo sólo podía empeorar las cosas, y el hecho de que Daniel hubiera cometido un error tan poco característico de él me produjo un pinchazo en la nuca: sorpresa y algo más, una sensación similar al miedo o a la emoción. Yo podría haber tranquilizado a Rafe en cuestión de segundos («Vaya, vaya, ¿así que crees que sufro trastorno por estrés postraumático? ¿Como los veteranos del Vietnam? Que alguien grite: "Una granada" y veremos si me agacho…») y estuve en un tris de hacerlo; de hecho, me costó horrores contenerme, pero tenía que comprobar cómo se resolvía aquella tensión.

Rafe tomó aliento, como si fuera a añadir algo, pero luego cambió de opinión, sacudió la cabeza molesto y corrió la silla hacia atrás. Tomó su copa con una mano, la botella con la otra y salió del salón indignado. Instantes después la puerta de su dormitorio se cerró de un portazo.

– ¡Qué diablos! -exclamé al cabo de un momento-. Al final voy a ir a ver al loquero para explicarle que vivo con una pandilla de perdedores anclados en el pasado.

– No empieces -me atajó Justin; le temblaba la voz-. Por favor, para.

Abby dejó las cartas en la mesa, se puso en pie, levantó la silla para colocarla con cuidado en su sitio y salió de la estancia. Daniel no se movió. Oí a Justin volcar algo y maldecir con mal genio en voz baja, pero no alcé la vista.


La mañana siguiente, el desayuno transcurrió en silencio, pero no era en absoluto un silencio agradable. Justin me negaba abiertamente la palabra. Abby trajinó por la cocina con el ceño levemente fruncido por la preocupación hasta que acabamos de fregar los platos, apremió a Rafe para que saliera de su habitación y los tres salieron para ir a la universidad.

Daniel estaba sentado a la mesa, mirando por la ventana, envuelto en una bruma privada, mientras yo secaba los platos y los colocaba en su sitio. Finalmente se revolvió en su silla, respiró hondo y me miró:

– Bueno -dijo, parpadeando desconcertado al detectar que el cigarrillo se le había consumido entre los dedos-, será mejor que nos pongamos en movimiento.

No pronunció ni una palabra durante todo el trayecto hasta el hospital.

– Gracias -dije mientras salía del coche.

– De nada -contestó ausente-. Llámame si algo va mal, aunque espero que no, o si cambias de idea y quieres que alguien esté contigo.

Se despidió con la mano, por encima de su hombro, mientras se alejaba.

Cuando me aseguré de que se había ido, pedí algo parecido a un café para llevar en la cafetería del hospital y me apoyé contra la fachada a esperar a Sam. Lo vi estacionar en el aparcamiento y salir del coche antes de que él me divisara. Tardé una milésima de segundo en reconocerlo. Parecía cansado, rechoncho y viejo, ridiculamente viejo, y en aquel instante lo único que me vino a la mente fue: «¿Quién es este tipo?». Entonces me vio y me sonrió y yo recuperé la cordura y volvió a parecerse a sí mismo. Me dije que Sam siempre engorda un par de kilos durante los casos importantes, puesto que la comida basura se convierte en su alimento básico, y que además yo llevaba un tiempo rodeada de veinteañeros y alguien de treinta y cinco sin duda alguna me iba a parecer un vejestorio. Tiré el vaso del café a la papelera y me dirigí hacia él.

– Oh, Dios -exclamó Sam mientras me abrazaba con fuerza-, me alegro tanto de verte…

Su beso fue cálido, firme y extraño; incluso su olor, a jabón y a algodón recién planchado, se me antojaron desconocidos. Tardé un segundo en concluir cómo me sentía: igual que aquella primera noche en Whitethorn House, cuando se suponía que conocía a todas las personas que me rodeaban como si las hubiera parido.

– Hola -lo saludé con una sonrisa.

Atrajo mi cabeza hacia su hombro.

– Dios -volvió a exclamar con un suspiro-. Mandemos este maldito caso al infierno y escapémonos a pasar un día juntos… ¿Qué me dices?

– Trabajo -le recordé-. ¿Te acuerdas? Fuiste tú quien me dijo que nada de ropa interior de blonda blanca.

– He cambiado de idea. -Me acarició los brazos-. Estás guapísima, ¿sabes? Tan relajada y despierta, y además ya no estás tan flaca. Este caso te está sentando bien.

– Es el aire del campo -argumenté-. Además, Justin siempre cocina para doce personas. ¿Cuál es el plan?

Sam suspiró de nuevo, me soltó las manos y se apoyó contra el coche.

– Mis tres hombres están citados en la comisaría de Rathowen, con media hora de diferencia. Espero que dispongamos de tiempo suficiente; por ahora, lo único que me interesa es averiguar de qué van, pero sin alertarlos. No hay sala de observación, pero desde la recepción puedes escuchar todo lo que se habla en la sala de interrogatorios. Bastará con que esperes oculta mientras entran y luego te cueles en la recepción y escuches.

– La verdad es que me gustaría verlos -dije-. ¿Por qué no me quedo por ahí en la recepción, como si también me hubierais citado? No nos hará ningún daño que me vean por ahí, una casualidad preparada. Si uno de ellos es nuestro hombre, el homicida o sólo el vándalo, se va a llevar un buen susto.

Sam sacudió la cabeza.

– Precisamente eso es lo que me preocupa. ¿Recuerdas la otra noche, cuando hablábamos por teléfono? ¿Cuando creías que habías oído a alguien? Si mi hombre te ha estado siguiendo y cree que estás hablando con nosotros… Ya sabemos cómo las gasta.

– Sam -dije con voz pausada, entrelazando mis dedos en los suyos-, para eso estoy aquí, para estrechar el cerco a nuestro hombre. Si no me dejas hacerlo, no soy más que una gandula a la que pagan por comer buena comida y leer novelillas baratas.

Tras una pausa momentánea, Sam soltó una carcajada, seguida por un leve suspiro reticente.

– Está bien. Echa un vistazo a los sospechosos cuando salgan de la sala. -Me dio un apretón en las manos, con suavidad, y me soltó-. Antes de que se me olvide -rebuscó algo en su abrigo-, Mackey te envía esto. -Era un frasco de aspirinas como las que había llevado a Whitethorn House, con la misma etiqueta farmacéutica proclamando a voz en grito que se trataba de amoxicilina-. Me dijo que te dijera que tu herida aún no está del todo curada y que al médico le preocupa la posibilidad de que aún pueda infectarse, de manera que tienes que seguir tomándolas.

– Al menos tengo mi dosis de vitamina C -contesté.

Me guardé el frasco en el bolsillo. Pesaba demasiado y arrastraba hacia abajo un lado de mi chaqueta. «Al médico le preocupa…» Frank empezaba a planear mi salida.


La comisaría de Rathowen era una ratonera. Había visto muchas como aquélla, tachonaban los rincones olvidados del entorno rural: comisarías pequeñas atrapadas en un círculo vicioso, ignoradas por quienes gestionan las finanzas, por quienes asignan a los efectivos y por todo el mundo que puede obtener cualquier otro puesto en cualquier otro lugar del universo. La recepción se componía de una silla desvencijada, de un poster de cascos de moto y de un ventanuco para que Byrne pudiera mirar al vacío mientras mascaba rítmicamente su chicle. La sala de interrogatorios al parecer hacía también las veces de cuarto trastero: había una mesa, dos sillas, un armario archivador (sin cerrojo), una pila de formularios de declaración al alcance de cualquiera y, por algún motivo que fui incapaz de imaginar, un escudo antidisturbios maltrecho de los años ochenta en un rincón. El suelo estaba cubierto de un linóleo amarillento y el cadáver de una mosca aplastada decoraba una de las paredes. No era de sorprender que Byrne tuviera el aspecto que tenía.

Me oculté de la vista tras el mostrador, con Byrne, mientras Sam intentaba conferir algún tipo de forma reconocible a la sala de interrogatorios. Byrne se escondió el chicle en el moflete y me dedicó una larga mirada deprimida.

– No saldrá bien -me aclaró. Yo no sabía exactamente qué responder a ese comentario, pero aparentemente él no esperaba ninguna respuesta; Byrne comenzó a mascar su chicle de nuevo y proyectó la mirada otra vez a través de la ventanilla-. Ahí viene Bannon -informó-, el zoquete feo.

Cuando quiere, Sam tiene un don especial para los interrogatorios, y ese día quería. Mantuvo una conversación distendida, informal, en absoluto amenazadora. ¿Se le ocurre, por alguna casualidad, quién pudo apuñalar a la señorita Madison? ¿Qué opinión le merecen los cinco muchachos que viven en Whitethorn House? ¿Alguna vez ha visto a algún desconocido merodeando por Glenskehy? La impresión que transmitía, sutil aunque firme, era que la investigación empezaba a relajarse.

Bannon respondió básicamente con gruñidos irritados; McArdle se mostró menos neandertal pero más aburrido. Ambos aseguraron no tener ni idea de nada, nunca. Yo los oía a medias. Pero si ocultaban algo, Sam lo captaría; a mí lo único que me interesaba era ver a John Naylor y comprobar la expresión de su cara cuando me viera. Me senté en la silla desvencijada con las piernas estiradas, en una fingida postura que indicaba que me habían arrastrado de nuevo allí para formularme más preguntas estúpidas, y aguardé.

Bannon, ciertamente, era un zoquete grandullón y feo: un barrigón cervecero rodeado de músculos y rematado por una cabeza de patata. Cuando Sam lo acompañó fuera de la sala de interrogatorios y me vio, me repasó de arriba abajo y me miró con desdén y repugnancia; sabía quién era Lexie Madison, de eso no había duda, y no le gustaba. McArdle, por su parte, un fideo de hombre con un conato desgreñado de barba, me saludó con una vaga inclinación de cabeza y salió arrastrando los pies. Volví a esconderme detrás del mostrador y esperé a Naylor.

Su interrogatorio fue muy parecido a los otros dos: no había visto nada, no había oído nada y no sabía nada. Tenía una voz de barítono muy bonita, rápida y con el acento de Glenskehy con el que yo empezaba a familiarizarme, más tosca que la de la mayoría de personas en Wicklow y más salvaje, con un deje de tensión. Por fin Sam dio por concluida la entrevista y abrió la puerta de la sala.

Naylor era de estatura media, enjuto y nervudo, vestía tejanos y un jersey amplio de un color indefinido. Tenía una mata de pelo marrón rojizo y el rostro duro y huesudo: pómulos altos, boca ancha, ojos verdes avellanados y unas cejas pobladas. Yo desconocía el gusto de Lexie para los hombres, pero no cabía duda de que se trataba de un tipo atractivo.

Entonces me vio. Los ojos se le abrieron como platos y me miró con tal intensidad que me dejó clavada en la silla. Una mirada intensísima: podía ser de odio, de amor, de furia, de terror, o de todo a la vez, pero no era el desdén encabronado de Bannon ni nada parecido. Había pasión, una pasión intensa y rugiente como una bengala de alerta.

– ¿Qué opinas? -preguntó Sam al ver a Naylor atravesar la carretera en dirección a un Ford del 89 manchado de barro por el que no darían más de cincuenta libras en chatarra, y eso siendo generosos.

Lo que yo opinaba, básicamente, era que ahora sabía casi con absoluta certeza de dónde había procedido ese cosquilleo en mi nuca.

– A menos que McArdle sea un prodigio de la mentira -contesté-, yo de ti lo eliminaría de la lista. Apostaría lo que fuera a que no tenía ni idea de quién soy y, aunque tu vándalo no sea el homicida, es indudable que le ha dedicado mucha atención a la casa. Al menos reconocería mi rostro.

– Como han hecho Bannon y Naylor -observó Sam-. Y no parecían especialmente contentos de verte.

– Son de Glenskehy -intervino Byrne con pesimismo a nuestra espalda-. Nunca están contentos de ver a nadie, se lo aseguro. Y nadie está contento de verlos a ellos.

– Me muero de hambre -comentó Sam-. ¿Comemos juntos?

Negué con la cabeza.

– No puedo. Rafe ya me ha enviado un mensaje al móvil preguntándome si iba todo bien. Le he dicho que aún estaba en la sala de espera pero, si no llego pronto a la universidad, irán a buscarme al hospital.

Sam tomó aliento y enderezó la espalda.

– Está bien -dijo-. Al menos hemos descartado a uno de la carrera; ya sólo nos quedan dos corredores. Te acerco al pueblo.

Cuando llegué a la biblioteca, nadie me preguntó nada; los demás me saludaron con un movimiento de cabeza como si volviera de fumarme un pitillo. Mi cabreo con Justin la noche anterior había surtido efecto.

Justin seguía enfurruñado conmigo. Yo lo ignoré durante toda la tarde: la terapia del silencio me pone de los nervios, pero Lexie era tozuda como una mula y no habría dado su brazo a torcer. Finalmente rompí la tensión durante la cena, un estofado tan denso que casi no podía considerarse líquido; la casa entera olía deliciosamente, a comida rica y caliente.

– ¿Se puede repetir? -pregunté a Justin.

Se encogió de hombros, sin mirarme.

– No seas melodramático -se quejó Rafe en voz baja.

– Justin -comencé a decir-. ¿Sigues enfadado conmigo por portarme como una capulla contigo anoche?

Otro encogimiento de hombros. Abby, que había alargado los brazos para pasarme la sopera con el potaje, la depositó en la mesa.

– Estaba asustada, Justin. Me preocupaba ir allí hoy y que los médicos me dijeran que algo iba mal y que necesitaba someterme a una nueva operación o algo parecido. -Lo vi levantar la vista, una mirada rápida y nerviosa, antes de seguir desmigajando su pan y haciéndolo bolitas-. No habría sabido sobrellevar tenerte allí conmigo, tan asustado como yo. Lo lamento muchísimo. ¿Me perdonas?

– Bueno -contestó al cabo de un momento con una tímida media sonrisa-. Supongo que sí. -Se inclinó hacia delante para dejar la sopera junto a mi plato-. Ten. Acábatelo.

– ¿Y qué te han dicho los médicos? -quiso saber Daniel-. No tienen que volver a operarte, ¿verdad?

– ¡Qué va! -contesté, mientras me servía un cucharón de estofado-. Sólo tengo que seguir tomando antibióticos. La herida no ha acabado de curarse; temen que aún pueda infectarse.

Sentí un retortijón por dentro, en algún lugar bajo el micro, al pronunciar aquellas palabras en voz alta.

– ¿Te han hecho alguna prueba? ¿Alguna ecografía?

Yo no tenía ni idea de lo que se suponía que tenían que haberme hecho los médicos.

– Estoy bien -dije-. ¿Os importa que dejemos ese tema?

– Buena chica -apuntó Justin, asintiendo con la cabeza mientras miraba mi plato-. ¿Significa eso que a partir de ahora podemos utilizar cebollas más de una vez al año?

Sentí una terrible sensación de caída libre. Miré a Justin estupefacta.

– Bueno, si repites -se explicó remilgadamente-, es que ya no te provocan arcadas, ¿no?

«Joder, joder, joder.» Yo como de todo; ni siquiera se me había ocurrido que Lexie pudiera tener manías con la comida y tampoco era un detalle que Frank pudiera haber descubierto en una conversación informal. Daniel había bajado su cuchara y me observaba.

– Ni siquiera me he dado cuenta de que había cebolla -respondí-. Creo que los antibióticos me están afectando al paladar. Todo me sabe igual.

– Pensaba que lo que en realidad no te gustaba era la textura -puntualizó Daniel.

«Joder.»

– Lo que no me gusta es pensar que hay cebollas. Ahora que sé que el potaje tiene…

– Lo mismo le ocurría a mi abuela -explicó Abby-. Tomaba antibióticos y perdió por completo el sentido del olfato. Nunca lo recuperó. Deberías comentárselo a tu médico.

– Nada de eso -atajó Rafe-. Si hemos encontrado algo que haga que deje de incordiar con el tema de las cebollas, dejemos que la naturaleza siga su curso. ¿Te vas a comer lo que sobra o me lo como yo?

– No quiero perder mi sentido del gusto y comer cebollas -dije-. Prefiero agarrar una infección.

– De acuerdo. Entonces, pásamelo.

Daniel había vuelto a concentrarse en su plato. Yo pinché con cara de duda el mío. Rafe puso los ojos en blanco. El corazón me iba a mil por hora. «Antes o después cometeré un error del que no sabré cómo escabullirme», pensé.


– Felicidades por la reacción con el asunto de las cebollas -me soltó Frank esa noche-. Además, lo has preparado todo a la perfección para cuando haya que sacarte de ahí: los antibióticos te estaban afectando al gusto, dejaste de tomarlos y, ¡eureka!, pillaste una infección. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

Hacía una noche nubosa y una fina llovizna salpicaba las hojas, amenazando con transformarse de un momento a otro en un chubasco en toda regla. Estaba encaramada a mi árbol, arrullada en la chaqueta comunitaria y con el oído aguzado para detectar a John Naylor.

– ¿Lo has escuchado? ¿Es que nunca te vas a casa?

– La verdad es que últimamente no mucho. Ya dispondré de tiempo suficiente para dormir una vez atrapemos a nuestro hombre. Y hablando del tema: se acerca mi fin de semana con Holly y estaría bien ir cerrando el caso para que pueda disfrutar como un feliz campista cualquiera.

– Nada me gustaría más -repliqué-, créeme.

– ¿En serio, Cass? Tenía la sensación de que empezabas a aclimatarte muy bien.

No supe interpretar su voz; nadie es capaz de fingir un tono neutro como Frank.

– Podría ser mucho peor, eso es evidente -contesté con cautela-. Pero esta noche me ha puesto sobre alerta. No puedo seguir así para siempre. ¿Algo de utilidad por tu parte?

– No hemos averiguado qué espoleó la huida de May-Ruth. Chad y sus amigas no recuerdan que sucediera nada extraño esa semana. Pero es normal: han pasado cuatro años y medio.

No me sorprendió.

– Bueno -supiré-, merecía la pena intentarlo.

– No obstante, sí hemos averiguado algo -continuó Frank-. Probablemente no tenga nada que ver con nuestro caso, pero es extraño y, a estas alturas, cualquier dato merece atención. A juzgar por las apariencias, ¿tú cómo dirías que era Lexie?

Me encogí de hombros, aunque Frank no pudiera verme. Había algo retorcido en aquella pregunta, demasiado íntimo, como si me preguntaran que me describiera a mí misma.

– No lo sé. Alegre, supongo. Vivaracha. Segura de sí misma. Llena de energía. Tal vez un poco infantil.

– Sí, yo tenía la misma impresión. Eso es lo que vimos en los vídeos, al menos, y lo que nos dijeron todos sus amigos. Pero no corresponden a los rasgos que mi colega del FBI está obteniendo de los amigos de May-Ruth. -Una sensación fría ondeó en mi estómago. Escondí más los pies entre las ramas y empecé a mordisquearme un nudillo-. La describen como una muchacha tímida, muy callada. Chad pensaba que se debía a que era originaria de un pueblecito en medio de la nada en los Apalaches; explicó que Raleigh le parecía toda una aventura, que le encantaba, pero que se sentía un poco abrumada por todo. Era dulce, una soñadora, adoraba los animales; de hecho, se estaba planteando trabajar como ayudante de un veterinario. ¿Qué me dices? ¿Te suena eso en algo a nuestra Lexie?

Me pasé la mano por el pelo y deseé estar en tierra firme; necesitaba moverme.

– ¿Qué pretendes decirme? ¿Crees que estamos hablando de dos chicas distintas que casualmente son idénticas a mí? Déjame que te advierta algo, Frank: creo que he llegado al límite de mi tolerancia con las coincidencias en este caso.

Me asaltó la loca idea de un montón de dobles saliendo de la carpintería, otras yo que se desvanecían y reaparecían por todo el mundo, otra yo en cada puerto. «Esto es lo que pasa por desear tener una hermana cuando era pequeña -pensé en un arrebato de locura, conteniendo una sonrisa histérica-. Hay que tener mucho cuidado con los deseos…»

Frank soltó una carcajada.

– No. Sabes que te quiero, cariño, pero con dos tú me basta y me sobra. Además, las huellas dactilares de nuestra chica coincidían con las de May-Ruth. Sólo digo que es extraño. Conozco a gente que ha tratado con personas con identidades falsas: testigos protegidos, adultos fugitivos como nuestra joven, y la opinión es unánime: su comportamiento no variaba. Una cosa es adoptar un nombre y una vida nuevos y otra muy distinta forjarse una nueva personalidad. Incluso para los agentes encubiertos formados supone un esfuerzo constante. Ya sabes cómo era fingir ser Lexie Madison veinticuatro horas al día, siete horas a la semana, o fingir ser quien eres ahora. No es fácil.

– Lo llevo bien -me defendí.

Sentí una necesidad imperiosa de volver a reírme. Aquella muchacha, fuera quien fuese, habría sido una agente encubierta sensacional. Quizá deberíamos haber intercambiado nuestras vidas antes.

– Ya lo sé -accedió Frank con tacto-. Pero nuestra chica también lo llevaba bien, y merece la pena comprobar qué ocurría. Quizá tenía un talento natural, pero es posible que hubiera tenido formación, en algún momento u otro de su vida, que fuera también una agente secreta o una actriz. Voy a tantear el terreno; tú reflexiona sobre ello y piensa en si has detectado cualquier señal que apunte en un sentido o en el contrario. ¿Te parece bien?

– Sí -contesté, apoyándome lentamente contra el tronco del árbol-. Buena idea.

Ya no tenía ganas de reír. Acababa de venirme a la memoria aquella primera tarde en el despacho de Frank, un recuerdo tan nítido que por un instante incluso olí el polvo y el cuero y el café con whisky, y por primera vez me pregunté si acaso yo no había entendido nada de lo que sucedía en aquella pequeña estancia soleada, si absorta en mi alegría e inconsciencia no se me habría pasado el momento más crucial de todos. Hasta entonces siempre había creído que mi examen había tenido lugar en aquellos primeros minutos, con aquella pareja en la calle o cuando Frank me preguntó si tenía miedo. Jamás se me había ocurrido que aquello se tratara tan sólo de las verjas exteriores y que el verdadero desafío se hubiera presentado mucho más tarde, cuando yo creía ya que estaba segura en el interior; que el apretón de manos secreto que había dado, incluso sin darme cuenta, hubiera sido la facilidad con la que ayudé a construir a Lexie Madison.

– ¿Lo sabe Chad? -pregunté de repente, cuando Frank estaba a punto de colgar-. Que May-Ruth no era May-Ruth, quiero decir.

– Sí -contestó Frank como si nada-. Lo sabe. Procuré dejarle vivir de la ilusión tanto como pude, pero la semana pasada mi hombre se lo dijo. Necesitaba saber si ocultaba algo, por lealtad o por cualquier otro motivo. Y al parecer no era así.

Pobre desgraciado.

– ¿Cómo se lo tomó?

– Sobrevivirá -contestó Frank-. Hablamos mañana -se despidió, y colgó.

Yo me quedé sentada en mi árbol haciendo dibujitos en la corteza con la uña durante un buen rato.

Empezaba a preguntarme si habría infravalorado no ya al asesino, sino a la víctima. No quería pensar en ello, me había resistido a hacerlo, pero lo sabía: en lo más profundo de Lexie había algo oscuro. Su sacrificio, el modo en que había dejado a Chad sin ninguna explicación y sus risas mientras se preparaba para abandonar Whitethorn House, como un animal que se mordisquea su pata atrapada en una trampa sin gimoteos; podía atribuirse, simplemente, a la desesperación. Eso era algo que había entendido desde el principio. Pero aquello, aquella transformación imperceptible de la dulce y tímida May-Ruth en la Lexie payasa y llena de vida: ésa era otra cuestión, algo malo. Ningún miedo ni ninguna desesperación exige un cambio de esas características. Lo había hecho por voluntad propia. Una joven con tanto por ocultar y un lado tan oscuro podía disparar una ira de alto calibre en otra persona.

«No es fácil», había dicho Frank. Pero eso era lo raro: a mí siempre me lo había resultado. En ambas ocasiones, convertirme en Lexie Madison me había parecido tan sencillo como seguir respirando. Me había deslizado en sus cómodos vaqueros viejos, y eso era precisamente lo que más me había asustado desde el principio.


No lo recordé hasta la hora de meterme en la cama aquella noche: aquel día en la hierba, cuando algo había hecho que todo encajara de repente y yo había contemplado a los cinco como una familia y a Lexie como la hermana pequeña y descarada. La mente de Lexie había seguido la misma trayectoria que la mía, si bien a una velocidad cien veces superior. Una simple mirada le había bastado para captar qué eran y qué les faltaba, y en un abrir y cerrar de ojos se había convertido en la horma de su zapato.

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