Capítulo 6

Me despertaron unos pasos descendiendo ruidosamente las escaleras. Estaba soñando, un sueño oscuro e inquietante, y tardé un instante en aclararme el pensamiento y figurarme dónde estaba. Mi revólver no estaba junto a la cama, lo busqué a tientas y empecé a inquietarme, hasta que recordé dónde lo había guardado.

Me senté en la cama. Según parecía, al final no me habían envenenado; me encontraba bien. Un olor a fritanga empezaba a colarse por debajo de mi puerta y escuché el brioso ritmo matutino de voces en algún punto de la planta inferior. ¡Joder! Me había perdido la preparación del desayuno. Hacía mucho tiempo que no lograba dormir más allá de las seis de la madrugada, así que ni me había molestado en programar el despertador de Lexie. Volví a colocarme el vendaje con el micro, me embutí en los tejanos, en una camiseta y en un jersey mastodóntico que parecía haber pertenecido a uno de los muchachos (el ambiente era gélido), y bajé.

La cocina se encontraba en la parte posterior de la casa y había mejorado muchísimo desde la película de terror de Lexie. Se habían deshecho del moho, de las telarañas y del linóleo mugriento y, en su lugar, había un suelo enlosado, una mesa de madera bien restregada y una maceta con geranios desgreñados en el alféizar, junto al fregadero. Abby, con una bata de estar por casa de franela roja y con la capucha puesta, daba la vuelta a unas lonchas de beicon y salchichas en la sartén. Daniel estaba sentado a la mesa, completamente vestido, y leía un libro que mantenía abierto con ayuda de su plato mientras se comía unos huevos fritos con un deleite metódico. Justin cortaba su tostada en triángulos entre quejas.

– De verdad que nunca he visto nada parecido. La semana pasada sólo dos de ellos se habían leído las lecturas obligatorias; el resto se limitó a permanecer sentado, mirando y mascando chicle, como si fueran un ganado de vacas. ¿Seguro que no quieres que intercambiemos nuestros puestos, aunque sólo sea por hoy? Quizá tú lograras sacarles algo más…

– No -respondió Daniel sin molestarse siquiera en alzar la vista.

– Pero tus alumnos están con los sonetos. Y yo sé componer sonetos. De hecho, soy muy bueno rimando.

– No.

– Buenos días -saludé desde el vano de la puerta.

Daniel me saludó con gravedad con la cabeza y volvió a zambullirse en la lectura. Abby me saludó con la espátula.

– Buenos días.

– Preciosa -dijo Justin-. Ven aquí. Deja que te eche un vistazo. ¿Cómo te encuentras?

– Bien -contesté-. Perdona, Abby; me he dormido. Ven, dame eso…

Alargué el brazo para coger la espátula, pero ella la apartó de mí.

– No te preocupes, no pasa nada; de momento aún estás herida. Mañana subiré y te sacaré a berridos de la cama. Siéntate.

Otro segundo en el que se detuvo el tiempo. «Herida»: Daniel y Justin parecieron quedarse inmóviles a medio bocado. Luego yo me senté a la mesa, Justin cogió otra tostada y Daniel volvió la página y empujó una tetera de esmalte roja en mi dirección. Abby sirvió tres lonchas de beicon y dos huevos fritos en un plato, sin preguntar, y me lo puso ante las narices.

– Arrrg -gruñó, regresando a toda prisa junto a los fogones-. Por lo que más quieras, Daniel, ya sé lo que piensas de los vidrios dobles, pero, lo digo en serio, creo que al menos deberíamos plantearnos instalarlos…

– Los vidrios dobles son obra de Satán. Son terroríficos.

– Sí, pero conservan el calor. Si no vamos a poner moqueta…

Justin mordisqueaba la tostada, con la mejilla apoyada en la mano, y me observaba con el interés suficiente como para ponerme nerviosa. Me concentré en mi desayuno.

– ¿Seguro que te encuentras bien? -preguntó con preocupación-. Estás pálida. No tendrás pensado ir a la universidad hoy, ¿verdad?

– No, creo que voy a quedarme aquí -respondí. No estaba segura de estar preparada para una jornada completa de aquello, aún no. Y, además, quería tener la oportunidad de explorar la casa a solas; quería encontrar ese diario, esa agenda o lo que quiera que fuese-. Se supone que debo guardar reposo unos cuantos días más. Y hablando del tema, ¿qué ha pasado con mis tutorías todo este tiempo?

Las tutorías concluyen oficialmente en las vacaciones de Semana Santa, pero siempre, por el motivo que sea, quedan unas cuantas que se arrastran hasta el trimestre de verano. A mí aún me quedaban dos turnos, uno los martes y otro los jueves. Y no es que me muriera de ganas de asistir a ellos.

– Te hemos sustituido nosotros -me informó Abby, mientras se servía su propio desayuno en un plato y se nos unía en la mesa-, por decirlo de algún modo. Daniel trató el Manuscrito Beowulf [9] con tu grupo de los jueves. En la versión original.

– Genial -contesté-. ¿Y cómo se lo tomaron?

– Pues no especialmente mal, si he de serte sincero -aclaró Daniel-. Al principio estaban aterrados, pero al final un par de ellos hicieron algunos comentarios inteligentes. La verdad es que la experiencia resultó bastante interesante.

Rafe entró dando trompazos, con el pelo de punta, una camisa y un pantalón de pijama a rayas, como si navegara guiado por un radar. Saludó con un gesto a todos, buscó a tientas una taza, se sirvió un buen chorro de café solo, enganchó un triángulo de la tostada de Justin y volvió a salir de la cocina.

– ¡Veinte minutos! -le gritó Justin-. ¡No pienso esperarte!

Rafe levantó la mano por encima de su hombro y continuó caminando.

– No sé por qué te molestas en decírselo -comentó Abby, mientras cortaba una rodajita de una salchicha-. Dentro de cinco minutos ni siquiera recordará haberte visto. Te lo tengo dicho: después del café. Con Rafe, siempre después del café.

– Sí, pero luego se queja de que no le he dado tiempo suficiente para arreglarse. Hablo en serio, esta vez me voy a ir sin él y, si llega tarde, es su problema. Que se compre un coche o que vaya caminando hasta la ciudad, me importa un bledo…

– Cada santa mañana lo mismo -me dijo Abby, saltándose a Justin, que hacía gestos de indignación con el cuchillo de la mantequilla.

Puse los ojos en blanco. En el exterior, al otro lado de las cristaleras, tras Abby, un conejo mordisqueaba la hierba y dejaba oscuras huellas en el rocío blanco.


Media hora más tarde, Rafe y Justin se marcharon. Justin aparcó el coche a la puerta de casa y permaneció allí sentado, haciendo sonar el claxon y profiriendo amenazas inaudibles por la ventanilla, hasta que Rafe finalmente entró corriendo en la cocina con sólo una manga del abrigo puesta y su mochila colgando de cualquier manera de una mano, cogió otra tostada a toda prisa, se la metió entre los dientes y salió de estampida, cerrando la puerta principal con tal portazo que la casa entera tembló. Abby fregó los platos, canturreando en voz baja: «El río es muy ancho y no logro llegar hasta ella…». Daniel fumaba un cigarrillo sin filtro, delgadas columnas de humo dibujaban volutas en los rayos de sol que penetraban por la ventana. Se habían relajado ante mi presencia; estaba infiltrada.

Debería haberme sentido mucho mejor de lo que me sentía por ello. No se me había ocurrido que aquellas personas pudieran gustarme. Aún no tenía una idea formada sobre Daniel y Rafe, pero Justin rezumaba una calidez que resultaba todavía más atractiva por su nerviosismo y su falta de práctica, y Frank había acertado con Abby: si la situación hubiera sido otra, sé que me habría encantado tenerla por amiga.

Acababan de perder a uno de ellos y ni siquiera lo sabían, y existía la posibilidad de que fuera por mi culpa, y allí estaba yo, sentada en su cocina, comiéndome su desayuno y jugando con sus mentes. Las sospechas de la víspera (un bistec con cicuta, ¡por el amor de Dios!) se me antojaron tan ridículas y siniestras que me avergonzaron.

– Daniel, deberíamos ponernos en movimiento -comentó Abby al fin, tras comprobar la hora en su reloj y limpiarse las manos en un paño de cocina-. ¿Quieres algo del mundo exterior, Lex?

– Cigarrillos -contesté-. Casi no me quedan.

Abby sacó un paquete de Marlboro Lights del bolsillo de su bata y me lo lanzó.

– Quédate éstos. Te compraré más en el camino de vuelta. ¿Qué vas a hacer todo el día?

– Repantingarme en el sofá, leer y comer. ¿Quedan galletas?

– Hay de esas de vainilla que te gustan en la lata de las galletas, y de las que tienen trochos de chocolate en el congelador. -Plegó el paño de cocina con diligencia y lo colgó de la barra del horno-. ¿Estás segura de que no quieres que alguno se quede en casa a hacerte compañía?

Justin ya me lo había preguntado unas seis veces. Alcé la vista al cielo.

– Completamente segura.

Cacé la rápida mirada que Abby le lanzó a Daniel por encima de mi cabeza, pero él estaba volviendo la página y no nos prestaba atención.

– De acuerdo entonces -convino ella-. No te desmayes en las escaleras ni nada por el estilo. Daniel, cinco minutos, ¿vale?

Daniel asintió sin alzar la vista del libro. Abby subió corriendo las escaleras, silenciosa en sus calcetines; la oí abrir y cerrar cajones y, al cabo de un minuto, empezar a tararear de nuevo. «Apoyé la espalda contra un roble, pensaba que era un árbol de confianza…»

Lexie fumaba más que yo, un paquete diario, y empezaba justo después de desayunar. Cogí las cerillas de Daniel y encendí un pitillo.

Daniel comprobó la página del libro, lo cerró y lo apartó a un lado.

– ¿Crees que deberías fumar? -preguntó-. Teniendo en cuenta las circunstancias, quiero decir…

– No -contesté con descaro, y le soplé el humo a la cara por encima de la mesa-. ¿Y tú?

Sonrió.

– Tienes mejor aspecto esta mañana -opinó-. Anoche parecías muy cansada; no sé, como un poco perdida. Supongo que es normal, pero me alegra comprobar que empiezas a recobrar la energía.

Tomé nota mentalmente de que debía aumentar el nivel de agitación, poco a poco, a lo largo de los siguientes días.

– En el hospital no dejaban de repetirme que tardaría un tiempo en recuperarme y que no tuviera prisa -le expliqué-, pero ¡que les zurzan! Estoy aburrida de estar enferma.

Su sonrisa se ensanchó.

– Me lo imagino. Estoy seguro de que has sido una paciente modélica. -Se inclinó sobre el fogón y volcó la cafetera para comprobar si quedaba algo de café-. ¿Qué recuerdas exactamente del incidente?

Mientras se vertía el café, me observaba; su mirada era serena, de franco interés, apacible.

– ¡Nada de nada! -exclamé-. Se me ha olvidado todo de ese día, así como fragmentos de mi vida anterior. Creía que la poli os lo había explicado.

– Sí, lo hizo -confirmó Daniel-, pero eso no significa que sea verdad. Tal vez tuvieras tus motivos para mentirles.

Me quedé atónita.

– ¿Como qué?

– No tengo ni idea -contestó Daniel, al tiempo que dejaba con cuidado la cafetera de nuevo sobre el fogón-. Pero espero que, si recuerdas algo y no estás segura de si es una buena idea explicárselo a la policía, no tienes por qué lidiar con ello sola; no dudes en hablar conmigo o con Abby, ¿entendido?

Le dio un sorbo a su café, apoyado en la encimera con los pies cruzados, mientras me observaba con calma. Empezaba a entender qué había querido decir Frank al afimar que aquellos cuatro individuos eran de lo más enigmático. La expresión de Daniel tan pronto podía revelar que venía de ensayar con su coro como que acababa de asesinar a hachazos a una docena de huérfanos.

– Claro, no lo dudes -contesté-. Pero lo único que recuerdo es regresar a casa de la universidad el miércoles por la noche y luego sentirme muy, muy enferma, postrada en aquella cama, y eso ya se lo he explicado a la policía.

– Huumm -murmuró Daniel. Empujó el cenicero hacia mi lado de la mesa-. La memoria es tan extraña… Déjame preguntarte algo: si tuvieras que…

Pero justo entonces Abby descendió taconeando por las escaleras, aún canturreando, y Daniel sacudió la cabeza, se puso en pie y se palpó los bolsillos para comprobar si lo llevaba todo.


Los despedí desde las escaleras mientras Daniel encaraba el coche hacia el camino de acceso, describiendo un arco rápido y experto, y luego desaparecía entre los cerezos. Cuando tuve la certeza de que se habían ido, cerré la puerta y permanecí de pie, inmóvil, en el vestíbulo, escuchando aquella casa silenciosa. La noté acomodarse, con un largo susurro como arenas movedizas, a la espera de ver cuál sería mi siguiente movimiento.

Me senté a los pies de las escaleras. Habían arrancado la moqueta que las cubría, pero ahí había acabado toda remodelación; una ancha banda sin barnizar recorría cada uno de los peldaños, polvorientos y desgastados bajo generaciones de pisadas. Me apoyé contra el poste de arranque, moví la espalda hasta encontrar una postura cómoda y empecé a pensar en aquel diario.

De haber estado en el dormitorio de Lexie, la policía científica lo habría encontrado. Eso me dejaba el resto de la casa, el jardín al completo y el interrogante de qué había en él que la había incitado a esconderlo incluso de sus mejores amigos. Durante un segundo creí oír la voz de Frank en la sala de la brigada: «Cauta con sus amistades y mucho más aún con sus secretos».

La otra posibilidad era que Lexie lo hubiera llevado encima, que lo tuviera en un bolsillo cuando murió y el asesino se hubiera apropiado de él. Eso explicaría por qué se había tomado su tiempo y corrido el riesgo de perseguirla (de arrastrarla a cubierto en medio de la oscuridad y recorrer rápidamente con sus manos su cuerpo inerte, palpándole los bolsillos, tiesos por la lluvia y la sangre seca): tal vez necesitara aquel diario.

Eso encajaba con lo que yo sabía de Lexie (que era una persona celosa de su intimidad), pero a nivel práctico aquel diario habría tenido que ser muy pequeño y la habría obligado a cambiárselo de bolsillo cada vez que se mudara de ropa. Encontrar un escondrijo le habría resultado más sencillo y más seguro. Algún lugar donde resguardarlo de la lluvia y de un descubrimiento fortuito, algún lugar donde pudiera ir siempre que quisiera, sin llamar la atención de nadie, algún lugar que no fuera su dormitorio.

Había un aseo en la planta baja y un baño completo en el primer piso. Primero comprobé el aseo, pero aquel cuartucho tenía las dimensiones de un ropero y, una vez hube revisado el interior de la cisterna, básicamente mis opciones se habían agotado. El cuarto de baño principal era amplio, con baldosas de los años treinta y una bañera desconchada con una cenefa ajedrezada a cuadritos blancos y negros, y ventanas de vidrio transparente con unas cortinas de tul hechas jirones. Cerré la puerta con pestillo.

No había nada dentro de la cisterna ni detrás de ella. Me senté en el suelo y levanté el panel de madera que revestía el lateral de la bañera. Se desprendió con facilidad; se oyó un ruido como de rozadura, pero nada que no pudiera emitir el agua corriente o una cisterna al accionarse. Debajo había una maraña de telarañas, excrementos de ratones, barridos de huellas dactilares en el polvo y, escondida en un rincón, una libretita roja.

Me faltaba el aire como si hubiera estado corriendo. Aquello no me gustaba; no me gustaba el hecho de que, con tantas hectáreas por explorar, hubiera ido directa al escondrijo de Lexie como si no me quedara más remedio. A mi alrededor, la casa parecía haberse reducido, estrechado e inclinado sobre mi hombro; me observaba, atenta.

Subí a mi dormitorio, al dormitorio de Lexie, a buscar mis guantes y una lima de uñas. Luego me senté en el suelo del cuarto de baño y, con sumo cuidado, sosteniéndola por los bordes, saqué la libretita. Utilicé la lima de uñas para pasar las páginas. Antes o después, la policía científica necesitaría tomar las huellas de aquel hallazgo.

Había anhelado encontrar un diario lleno de confesiones, pero debería haber previsto que no sería así. Se trataba simplemente de una agenda encuadernada con cuero falso y con una página por día. Los primeros pocos meses estaban repletos de citas y recordatorios redactados con aquella caligrafía rápida y redonda de Lexie: «Lechuga, brie, sal de ajo; n tut Sala 3017; fact, electricidad; pedir a D libro Ovidio». Cosas triviales, inocuas, y leerlas solamente me provocó más sospechas. Cuando una es detective se acostumbra a invadir la privacidad de todo el mundo por todos los medios imaginables: había dormido en la cama de Lexie y vestía sus ropas, pero aquello… aquello eran los residuos diarios de su vida, era algo que había escrito para sí misma, y sentía que no tenía derecho a leerlo.

En los últimos días de marzo, no obstante, algo cambió. Las listas de la compra y los horarios de las tutorías se desvanecieron y las páginas quedaron en blanco. Sólo había tres notas, con una caligrafía dura y puntiaguda. El 31 de marzo: 10.30 N. El 5 de abril: 11.30 N. Y el día 11, dos días antes de su muerte: 11 N.

No había ninguna «N» ni en enero ni en febrero; ninguna mención hasta esa cita de finales de marzo. La lista de amigos, conocidos y saludados de Lexie no era excesivamente larga y, por lo que alcanzaba a recordar, no incluía a nadie cuyo nombre empezara por N. ¿Sería un apodo? ¿Un lugar? ¿Una cafetería? ¿Alguien de su antigua vida, tal como había apuntado Frank, que reflotaba a la superficie de la nada y barría el resto de su mundo?

En los últimos dos días de abril había un listado de letras y números, con la misma caligrafía furiosa. AMS 79, LHR 34, EDI 49, CDG 59, ALC 104. ¿Puntuaciones de algún juego, sumas de dinero que había prestado o pedido prestado? Las iniciales de Abby eran AMS (Abigail Marie Stone), pero las otras no encajaban con las de nadie de la lista de ACS. Las observé atentamente un rato, pero lo único a lo que me recordaban era a los números de las matrículas de los coches clásicos y, por mucho que me esforzara, no alcanzaba a imaginar por qué Lexie iba a andar anotando matrículas de coches y, de hacerlo, por qué iba eso a ser un secreto de Estado.

Nadie había comentado nada acerca de un comportamiento tenso o extraño de Lexie en las últimas semanas. Parecía estar bien, habían asegurado todos los interrogados a Frank y a Sam; se la veía feliz; estaba como siempre. El último vídeo grabado correspondía a tres días antes de su muerte y aparecía bajando del ático por una escalera de mano, con el cabello cubierto con un pañuelo rojo y llena de polvo de la cabeza a los pies, estornudando y riendo, sosteniendo algo en la mano que le quedaba libre; «Mira, Rafe, ven. Son -un estornudo estruendoso-, son unos binóculos para la ópera… Creo que son de madreperla, ¿no te parecen preciosos?». Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, lo había ocultado perfectamente, demasiado bien, a decir verdad.

El resto de la agenda estaba vacío, salvo la entrada del 22 de agosto: «Cumpleaños papá».

Así que no se trataba de ninguna niña víctima de un intercambio al nacer ni de una alucinación colectiva. Tenía un padre en algún lugar del mundo y no quería que se le olvidara felicitarlo en su aniversario. Al menos había mantenido un delgado lazo con su vida original.

Revisé las páginas de nuevo, esta vez más lentamente, por si me había dejado algo en el tintero. En la parte del principio había unas cuantas fechas dispersas rodeadas con un círculo rojo: 2 de enero, 29 de enero, 25 de febrero… La primera página incluía un calendario minúsculo de diciembre del 2004 y, como era de prever, también había un círculo alrededor del día 6.

Veintisiete días de distancia. Lexie había tenido la menstruación como un reloj y lo había anotado. A finales de marzo, no aparecía ningún círculo alrededor del 24. Debió de sospechar que estaba embarazada. En algún lugar, no en casa, quizás en el Trinity o en alguna cafetería a salvo de miradas ajenas que pudieran ver el envase en la papelera y hacerse preguntas, se había hecho el test del embarazo y algo había cambiado. Su agenda se había convertido en un secreto inquebrantable, N se había introducido en ella y había expulsado todo lo demás.

N. ¿Sería un ginecólogo? ¿Una clínica? ¿El padre del niño?

– ¿En qué diablos andabas metida? -pregunté en un susurro a aquella estancia vacía.

Oí un murmullo a mis espaldas y di un brinco de medio kilómetro, pero sólo era la brisa acariciando las cortinas de tul.


Pensé en llevarme aquella agenda a mi habitación, pero luego sospeché que tal vez Lexie tuviera sus motivos para no guardarla allí y, al parecer, su encondrijo había funcionado bien hasta entonces. Copié los fragmentos más interesantes en mi propio cuaderno, coloqué el suyo bajo la bañera y repuse el panel en su lugar. A continuación recorrí la casa para familiarizarme con los detalles, al tiempo que efectuaba una búsqueda rápida y no demasiado concienzuda. Seguramente Frank esperaría saber que había hecho algo útil durante el día, y ya había decidido no contarle nada sobre la agenda, al menos no todavía.

Empecé por la planta baja y fui ascendiendo. Si encontraba algo revelador, íbamos a tener que afrontar una batalla de admisibilidad denodada. Yo habitaba en aquella casa, lo cual implicaba que podía revisar los espacios comunes tanto como quisiera, pero los dormitorios de los demás inquilinos quedaban fuera de mi radio de acción y, además, para empezar yo estaba allí fingiendo ser otra persona. Básicamente, el tipo de enredo que permite a los abogados comprarse Porsches nuevos. En cambio, una vez sabes qué buscas, casi siempre puedes hallar un modo legal de ir a por ello.

La casa lucía un aspecto desvencijado que la hacía parecer salida de un cuento; me veía rodando por unas escaleras secretas o saliendo de una estancia y yendo a dar a un pasillo completamente nuevo que sólo existía uno de cada dos lunes. Trabajé con brío: era incapaz de serenarme, de liberarme de la sensación de que en algún lugar del ático había un reloj enorme marcando una cuenta atrás, ingentes puñados de segundos desapareciendo en la nada.

En la planta baja se encontraban el salón doble, la cocina, el aseo y el dormitorio de Rafe. Esta última estancia era un caos: prendas de ropa apiladas en cajas de cartón, vasos pegajosos y montañas de papeles arrugados aquí y allá; no obstante, era un caos ordenado: tenías la impresión de que seguramente él sabía con exactitud dónde estaba cada cosa, aunque nadie más fuera capaz de desentrañarlo. Había andado pintarrajeando, dibujando a trazos rápidos unos bocetos bastante impresionantes en una pared, para algún tipo de mural que incluía un haya, un setter irlandés y un individuo en un sombrero de copa. En la repisa de la chimenea estaba, ¡eureka!, «La cabeza»: un busto de porcelana para el estudio de la frenología que miraba con altivez sobre el pañuelo rojo de Lexie. Empezaba a gustarme Rafe.

La primera planta acogía el dormitorio de Abby y el cuarto de baño en la parte delantera y la habitación de Justin y un cuarto vacío en la parte posterior (o bien había resultado demasiado complicado de limpiar o bien a Rafe le agradaba estar en la planta baja). Empecé por la estancia libre. La idea de entrar en el dormitorio de cualquiera de los demás imprimía un ridículo regusto desagradable a mi paladar.

Era obvio que el tío abuelo Simon nunca había tirado nada a la basura. Aquella estancia tenía un punto esquizofrénico, onírico, como si de un almacén perdido de la mente se tratara: tres teteras de cobre con agujeros, un sombrero de copa mohoso, un caballito de madera con el palo roto que me lanzó una mirada lasciva a lo El padrino y lo que deduje debía de ser medio acordeón. Carezco por completo de conocimientos en materia de antigüedades, pero nada de aquello se me antojaba de mucho valor y, desde luego, no era lo bastante valioso para matar por ello. Parecía más el tipo de trastos que dejas a las puertas de casa con la esperanza de que se lo lleve algún estudiante borracho apasionado por todo lo kitsch.

Abby y Justin eran limpios, cada uno a su manera. A Abby le gustaban las chucherías: un jarrón de alabastro diminuto con un ramillete de violetas, un candelabro de cristal de plomo, una caja de dulces antigua con una imagen de una joven de labios encarnados y una vestimenta egipcia improbable en la tapa, todo ello reluciente y alineado con sumo esmero en prácticamente todas las superficies planas. Y también parecía encantarle el color; había confeccionado sus cortinas cosiendo tiras de tejidos antiguos: damasco rojo, algodón con ramitos de jacintos silvestres y puntilla delicada, y luego había pegado retales de tela sobre los parches de papel pintado descolorido. Era una habitación acogedora y estrafalaria, incluso con su punto irreal, como la guarida de una criatura de los bosques de un cuento infantil que fuera por ahí tocada con un gorrito de volantes y cocinara tartas de mermelada.

Justin, en un requiebro un tanto desconcertante, resultó tener gustos minimalistas. Había un pequeño enjambre de libros y fotocopias y hojas garabateadas junto a su mesilla de noche, y había cubierto la parte posterior de la puerta con fotografías de la cuadrilla, dispuestas de manera simétrica y al aparecer en orden cronológico y cubiertas con una especie de sellador transparente, pero el resto de la habitación estaba vacío y limpio y era funcional: ropa de cama blanca, cortinas blancas hinchadas por el viento, mobiliario de madera oscura barnizado, pulcras hileras de calcetines doblados en los cajones y zapatos abrillantados en la parte inferior del armario. La habitación olía muy vagamente a ciprés, una fragancia masculina.

Durante mi escrutinio no hallé nada que chirriara en ninguno de los dormitorios, pero en todos ellos había algo que me inquietaba. Tardé un rato en determinar qué era. Me encontraba arrodillada en la habitación de Justin, indagando debajo de su cama como un caco (no había nada, ni siquiera borlas de polvo), cuando caí en la cuenta: tenían aspecto de ser permanentes. Yo nunca había vivido en ningún lugar donde pudiera estropear el papel pintado o pegar cosas en la pared; mis tíos no se habrían opuesto exactamente, pero en su casa se respiraba una atmósfera de pasar de puntillas que impedía que tales cosas se me ocurrieran siquiera, y todos los propietarios de los pisos en los que habían vivido parecían creer que me estaban alquilando la mejor obra de Frank Lloyd Wright [10]; había tardado meses en convencer al dueño de mi piso actual de que los valores de la propiedad no se desplomarían si pintaba las paredes de blanco en lugar de ese amarillo plátano y guardaba la moqueta con estampado LSD en el cobertizo del jardín. Nada de ello me había preocupado hasta entonces, pero de repente, en medio de aquella casa embriagada de una sensación de posesión feliz y displicente (me habría encantado tener un gran mural; Sam sabe dibujar), me pareció un modo muy incómodo de vivir, siempre a regañadientes, a capricho de un extraño, pidiéndole permiso como un crío antes de poder dejar mi propia huella, por nimia que fuera.

La planta superior albergaba mi dormitorio, el de Daniel y otras dos habitaciones más. La situada al lado de la de Daniel estaba llena de muebles viejos derribados en montones separados como si un terremoto hubiera arrasado la estancia: unas sillas grisáceas demasiado pequeñas que nunca llegaron a usarse, una vitrina cuyo aspecto parecía un vómito del movimiento rococó al completo y todas las porquerías imaginables en la franja media del espectro. Saltaba a la vista que se habían retirado algunos muebles aquí y allá (había marcas y huecos vacíos), probablemente para acondicionar las habitaciones cuando los cinco se habían mudado a la casa. Lo que quedaba estaba recubierto por unos cuantos dedos de polvo pegajoso. El cuarto situado junto al mío contenía trastos más rudimentarios: una bolsa de agua caliente de piedra toda agrietada, unas botas militares verdes con costras de barro, un cojín tapizado con un motivo de ciervos y flores roído por los ratones y pilas tambaleantes de cajas de cartón y maletas de piel viejas. Alguien había empezado a revisar todo aquello y no hacía mucho tiempo de ello: había huellas dactilares en las tapas de algunas maletas, una incluso desempolvada y semilimpia, y contornos misteriosos en rincones y en las cajas de las que habían sacado objetos. También había marañas de pisadas en las polvorientas tablas del suelo.

Si alguien quisiera ocultar algo, un arma homicida, alguna clase de prueba o una antigüedad pequeña y de gran valor, aquél no sería un mal lugar. Revisé todas las cajas que habían abierto con anterioridad, procurando no tocar las huellas dactilares, por si acaso, pero estaban llenas hasta los topes de páginas y más páginas de unos garabatos rezongones realizados con pluma estilográfica. Imaginé que alguien, supuestamente el tío abuelo Simon, se había pasado la vida escribiendo la historia de la estirpe de los March. Los orígenes de los March eran ancestrales; las fechas se remontaban hasta 1734, año en que se había construido la casa, pero al parecer no habían hecho nada más interesante que casarse, comprar un pura sangre e ir perdiendo poco a poco la mayoría de sus propiedades.

La habitación de Daniel estaba cerrada con llave. Los conocimientos prácticos que Frank me había enseñado incluían abrir una cerradura, y aquélla parecía bastante sencilla, pero ya me sentía bastante inquieta con el asunto de la agenda y aquella puerta no hizo sino aumentar más si cabe mi desasosiego. No tenía manera de saber si Daniel siempre cerraba su habitación con llave o si lo había hecho sólo porque yo estaba allí. De súbito tuve la certeza de que me había dejado alguna trampa, un pelo en el marco, un vaso de agua por dentro, que me delataría si entraba.

Acabé con el dormitorio de Lexie; ya lo habían registrado, pero quería hacerlo por mí misma. A diferencia del tío Simon, Lexie no almacenaba nada. La habitación no estaba exactamente ordenada (los libros estaban puestos de cualquier manera en los estantes, en lugar de alineados, y casi toda su ropa estaba apilada en la base del armario; debajo de la cama había tres paquetes de cigarrillos vacíos, la mitad de una chocolatina y una página arrugada de apuntes sobre Villette), pero era demasiado austera para ser caótica. No había adornos, ni resguardos de compras, ni tarjetas de cumpleaños ni flores secas; tampoco había fotografías; los únicos recuerdos que había querido conservar eran los vídeos de su teléfono móvil. Hojeé todos los libros y revisé absolutamente todos los bolsillos, pero aquella habitación no me reveló nada.

Pese a ello, transmitía aquella misma sensación de permanencia. Lexie había realizado pruebas de color para la pintura de la pared junto a la cama, con brochazos anchos y rápidos: ocre, rosa palo, azul porcelana. Me volvió a recorrer un escalofrío de envidia. «¡Que te jodan! -le grité a Lexie dentro de mi cabeza-. Quizá tú viviste aquí más tiempo, pero a mí me pagan por ello.»

Me senté en el suelo, saqué mi móvil de la mochila y telefoneé a Frank.

– Hola, cariño -me saludó al segundo timbrazo-. ¿Qué? ¿Ya te han pillado?

Estaba de buen humor.

– Sí -contesté-. Lo siento mucho. Venid a sacarme de aquí.

Frank soltó una carcajada.

– ¿Cómo va?

Activé el altavoz, dejé el teléfono en el suelo a mi lado y volví a guardar los guantes y mi cuaderno en la mochila.

– Bien, supongo. No creo que ninguno de ellos sospeche nada.

– ¿Por qué iban a sospechar? Nadie en su sano juicio creería que algo así puede ocurrir. ¿Tienes algo para mí?

– Están todos en la universidad, así que le he echado un vistazo rápido a la casa. No hay ningún cuchillo sangriento ni ropas manchadas de sangre ni Renoirs ni confesiones firmadas. Ni siquiera hay un alijo de hachís o una revista porno. Para ser estudiantes, son de una castidad enfermiza.

Mis vendajes estaban en paquetes cuidadosamente numerados, de manera que las manchas fueran reduciéndose a medida que la herida supuestamente fuera curándose, por si acaso a alguien con la mente muy retorcida se le ocurría revisar la papelera (en este trabajo uno contempla todo tipo de rarezas). Encontré un vendaje con el número «2» rotulado y lo saqué del envoltorio. Quienquiera que hubiera hecho aquella mancha vivía la vida con entusiasmo.

– ¿Algún rastro de ese diario? -quiso saber Frank-. El famoso diario que Daniel tuvo a bien mencionarte a ti, pero no a nosotros.

Me recosté contra la estantería, me levanté la camiseta y me arranqué el vendaje viejo.

– Si está en la casa -contesté-, alguien lo ha escondido muy bien.

Frank emitió un soplido evasivo.

– O bien tú estabas en lo cierto y el asesino se lo arrebató una vez muerta. En cualquier caso, es interesante que Daniel y compañía sintieran la necesidad de mentir con respecto a eso. ¿Alguno de ellos se comporta de manera sospechosa?

– No. Todos estaban algo incómodos al principio, pero es normal. Básicamente, percibo que están contentos de que Lexie esté de nuevo con ellos.

– Sí, eso me pareció por lo que oí a través del micrófono. Y esto me recuerda… -añadió-. ¿Qué sucedió anoche, después de que subieras a tu habitación? Te oía hablar, pero no lograba entender tus palabras con claridad.

Su voz tenía otro tono, y no era alegre. Dejé de alisarme los bordes del nuevo vendaje.

– Nada. Nos dimos las buenas noches.

– Encantador -opinó Frank con cinismo-. Siento habérmelo perdido. ¿Dónde estaba tu micro?

– En mi mochila. Se me clava la batería cuando duermo.

– Pues duerme boca arriba. Tu puerta no se cierra con pestillo.

– La atranco con una silla.

– Claro, perfecto. Ésa es toda la cobertura que necesitas. ¡Por el amor de Dios, Cassie!

Prácticamente podía verlo pasándose la mano libre por el cabello, con furia, y caminando de arriba abajo por la habitación.

– ¿Qué pasa, Frank? La última vez ni siquiera tenía que llevar el micro a menos que estuviera haciendo algo interesante. ¿Tanta importancia tiene si hablo en sueños o no?

– La última vez no estabas conviviendo con sospechosos. Es posible que esos cuatro no encabecen nuestra lista, pero aún no los hemos descartado. A menos que estés en la ducha, lleva ese micro pegado al cuerpo. ¿Quieres que hablemos de la última vez? Si el micro hubiera estado en tu mochila y no lo hubiéramos oído, estarías muerta. Te habrías desangrado antes de que lográramos dar contigo.

– Vale, vale -rezongué-. Ya lo pillo.

– ¿Me has entendido? Pegado al cuerpo en todo momento. Nada de chorradas.

– Entendido.

– Está bien -continuó Frank, algo más sosegado-. Tengo un regalito para ti. -Me pareció poder ver su sonrisa burlona: se había reservado el premio para después de la bronca-. Les he seguido la pista a todos los ACS de nuestra primera Lexie Madison Extravaganza. ¿Te acuerdas de una chica llamada Victoria Flarding?

Corté con los dientes un trozo de esparadrapo.

– ¿Debería?

– Más bien alta, delgada, con una larga melena rubia. Hablaba como una cotorra. ¿No la recuerdas?

– Ah, claro -contesté, mientras me pegaba el vendaje-. Vicky la Lapa. ¡Vaya alud de pasado!

Vicky la Lapa estudiaba conmigo en el University College de Dublín, no recuerdo qué materia. Tenía los ojos azules y vidriosos, llevaba un montón de accesorios combinados y tenía una capacidad frenética e ilimitada de pegarse como una lapa a cualquiera que pudiera resultarle de utilidad, principalmente chicos ricos y chicas amantes de las fiestas. Por algún motivo decidió que yo era lo bastante guay hasta el punto de merecer su compañía, o quizá simplemente pretendiera que le suministrara las drogas gratis.

– Esa misma. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?

Cerré con llave mi maleta y la metí debajo de la cama mientras intentaba acordarme. Vicky no era del tipo de persona que deja una impresión duradera.

– Quizás unos días antes de que me sacarais, no lo recuerdo con exactitud. Desde entonces la he visto por Dublín un par de veces, pero siempre la he esquivado.

– Es curioso -señaló Frank, con esa sonrisa rapaz filtrándose en su voz-, porque ella ha hablado contigo hace mucho menos tiempo. De hecho, mantuvisteis una larga y agradable conversación a principios de enero de 2002; se acuerda de la fecha porque venía de las rebajas de invierno y se había comprado un abrigo de un diseñador de renombre muy bonito, que te enseñó. Según parece estaba confeccionado, y cito textualmente, con «un ante marrón topo que era la ultimísima moda», sea cual sea ese tipo de ante. ¿Te suena?

– No -contesté. El corazón me latía lentamente y con fuerza; notaba las palpitaciones hasta en las plantas de los pies-. No era yo.

– Lo suponía. Vicky recuerda la conversación perfectamente, casi palabra por palabra; esa chica tiene una memoria de elefante, sería la testigo ideal si la necesitáramos. ¿Quieres saber de qué hablasteis?

Vicky siempre había tenido esa clase de mente: puesto que dentro de su cabeza prácticamente no había actividad, las conversaciones se almacenaban en su interior y salían de allí virtualmente intactas. Era uno de los principales motivos por los que me había dignado pasar algún tiempo con ella.

– Refréscame la memoria -lo invité.

– Tropezasteis en Grafton Street. Según ella, tú estabas «en Babia»; al principio no te acordabas de ella ni estabas segura de cuándo había sido la última vez que os habíais visto. Le dijiste que tenías una resaca espantosa, pero ella lo achacó a esa terrible crisis nerviosa de la que había oído hablar. -Frank estaba disfrutando de lo lindo: hablaba con ritmo rápido y enfocado, como un depredador a la caza. Yo me estaba divirtiendo mucho menos. Ya me había imaginado que habrían ocurrido cosas como aquélla, pero me faltaban datos concretos, y estar en lo cierto no resultaba tan satisfactorio como podría suponerse-. Sin embargo, una vez la ubicaste te mostraste muy agradable. Incluso le sugeriste ir a tomar un café para poneros al día. Fuera quien fuese nuestra chica, tenía agallas.

– Sí -contesté. Caí en la cuenta de que estaba agazapada como un velocista, lista para saltar. En aquellos instantes, el dormitorio de Lexie tenía un aire burlón y taimado, con ecos de cajones repletos de secretos y tablas de suelo falsas y trampas de todo tipo-. Eso hay que concedérselo.

– Fuisteis a la cafetería de los grandes almacenes Brown Thomas, te enseñó sus últimas compras y ambas jugasteis al «¿Te acuerdas de?» un rato. Tú, por sorprendente que te parezca, apenas hablaste. Pero escucha esto: en un momento dado, Vicky te preguntó si estudiabas en el Trinity. Según parece, poco antes de sufrir aquella crisis nerviosa, le habías explicado que estabas harta del University College de Dublín y te estabas planteando matricularte en otra universidad, quizás el Trinity o tal vez en el extranjero. ¿Te suena?

– Sí -contesté. Me senté con cuidado en la cama de Lexie-. Sí que me suena.

Se acercaba el fin del trimestre y Frank no me había comunicado si la operación continuaría después del verano; me estaba preparando una salida, por si la necesitaba. Ése era otro don de Vicky: siempre podías confiar en que difundiera un cotilleo por toda la universidad en un abrir y cerrar de ojos.

La cabeza me daba vueltas, piezas de formas inquietantes se reestructuraban y se colocaban en nuevos rincones con leves clics. La coincidencia del Trinity (aquella chica dirigiéndose a mi antigua universidad y tomándome el testigo justo donde yo lo había dejado) me había puesto la piel de gallina, pero la realidad era aún más escalofriante. Lo único que había ocurrido era que dos chicas se habían tropezado por azar, en una ciudad pequeña por cuyas calles Vicky la Lapa, una de ellas, se pasaba la mayor parte del tiempo deambulando en busca de gente útil con quien toparse. Lexie no había acabado en Trinity por esas cosas del destino o por algún atractivo magnético siniestro que le hubiera hecho hacerme sombra o abrirse camino a codazos por mis rincones. Yo misma se lo había sugerido. Ella y yo habíamos planeado aquello juntas sin saberlo. Yo la había conducido a aquella casa, a aquella vida, con la misma claridad y seguridad con las que ahora ella me había arrastrado a mí. Frank seguía relatando.

– Nuestra joven dijo que no, que en aquellos momentos no estaba en la universidad, que había estado viajando. Fue vaga con respecto a los lugares. Vicky sospechó que había estado en un centro psiquiátrico. Pero ahora viene lo bueno: Vicky imaginó que ese centro estaría en Estados Unidos, quizás en Canadá. En parte porque recuerda que tu familia imaginaria vivía en Canadá, pero sobre todo porque en algún momento entre tu época en el University College de Dublín y aquel día en Grafton Street habías adquirido un acento americano bastante acusado. Así que no sólo sabemos cómo se apropió esta chica de la identidad de Lexie Madison y cuándo, sino que tenemos una idea bastante precisa de por dónde empezar a buscarla. Creo que le debemos a Vicky la Lapa un par de cócteles.

– Será mejor que la invites tú -repliqué.

Sabía que mi voz sonaba rara, pero Frank estaba demasiado emocionado para darse cuenta.

– He llamado a los muchachos del FBI y estoy a punto de enviarles un correo electrónico con fotografías y huellas. Existe una alta probabilidad de que nuestra chica se hubiera fugado por algún motivo, de modo que es posible que tengan algo.

El rostro de Lexie me miraba con recelo, por triplicado, desde el espejo del tocador.

– Mantenme informada, ¿de acuerdo? -le rogué-. De todo lo que averigües.

– No lo dudes. ¿Quieres hablar con tu amiguito? Lo tengo aquí al lado.

Sam y Frank compartiendo un centro de coordinación, ¡Jesús!

– Dile que lo llamaré más tarde -contesté.

Oí el profundo murmullo de la voz de Sam en el fondo y durante una fracción de segundo sentí unas ganas tan irrefrenables de hablar con él que casi me retorcí de dolor.

– Dice que ha revisado tus últimos seis meses en Homicidios -me informó Frank- y que todo el mundo a quien pudiste tocar las narices está descartado, por un motivo o por otro. Ahora revisará fechas anteriores y te mantendrá informada.

En otras palabras, aquello no guardaba relación con la Operación Vestal. ¡Oh, Sam! A través de un tercero y desde la distancia intentaba tranquilizarme: estaba yendo discreta y obstinadamente tras la única amenaza que él percibía. Me pregunté cuánto habría dormido la noche anterior.

– Gracias -le contesté-. Dale las gracias, Frank. Dile que lo llamaré pronto.


Necesitaba salir al exterior, en parte porque me lloraban los ojos de tanto polvo como habían acumulado aquellos extravagantes objetos y en parte porque la casa empezaba a provocarme escalofríos en la nuca; tenía el poder de convertir el aire que me rodeaba en demasiado íntimo y demasiado cómplice, como un gesto con la ceja de alguien a quien sabes que nunca podrías engañar. Me encaminé al frigorífico, me preparé un emparedado de pavo (a esta tropa le gustaba la mostaza de categoría) y otro de mermelada y un termo de café, y me lo llevé todo a dar un largo paseo. En algún momento, no muy lejano, tendría que deambular por Glenskehy en medio de la oscuridad, muy posiblemente con la aportación de un asesino que conocía aquella zona como la palma de su mano. Resolví que sería una excelente idea aprender a orientarme.

Aquel lugar era un laberinto, decenas de senderos para recorrer en fila india serpenteaban entre los setos, campos y bosques, salidos de la nada y sin ningún destino, pero resultó que me desplacé por allí mucho mejor de lo que había imaginado; sólo me perdí en dos ocasiones. Empezaba a apreciar a Frank de una manera muy especial. Cuando me entró el hambre, me senté sobre una tapia y me tomé el café y los emparedados con la vista perdida allende las colinas, mientras me imaginaba haciéndoles un corte de mangas al personal de Violencia Doméstica en general y a Maher y su problema de halitosis en particular. El día era soleado y alegre, con nubes neblinosas coronando un bonito cielo azul, y pese a ello no me había cruzado con alma humana en todo el paseo. En la lejanía, un perro ladraba y alguien lo llamaba a silbidos, pero eso era todo. Empezaba a acariciar la hipótesis de que Glenskehy había quedado borrado del mapa por un rayo de la muerte milenario y nadie se había percatado de ello.

En el camino de regreso dediqué un rato a explorar los dominios de Whitethorn House. Pese a que los March hubieran perdido gran parte de sus propiedades, lo que les quedaba seguía siendo harto impresionante. Muros de piedra más altos que mi cabeza delimitaban el territorio, bordeados por árboles, en su gran mayoría los espinos que daban nombre a la casa, pero también divisé robles, fresnos y manzanos en plena floración. El desvencijado establo donde Daniel y Justin aparcaban sus coches estaba situado a una distancia prudente para mantener los olores alejados de la casa. En su época debió de albergar hasta seis caballos; ahora se reducía a montones de herramientas polvorientas y lonas impermeabilizadas, pero me dio la sensación de que nadie las tocaba desde hacía mucho tiempo, así que preferí no fisgonear.

En la parte trasera de la casa se extendía una amplia parcela de césped, de unos cien metros de longitud, bordeada por una gruesa orla de árboles y tapias sepultadas bajo la hiedra. En la parte inferior había una verja de hierro oxidada, la verja por la que Lexie había salido aquella noche, cuando caminó hacia el filo de su vida, y apartada en un rincón vi una era con arbustos. Identifiqué un romero y un laurel: se trataba del jardín de hierbas aromáticas que Abby había mencionado la noche anterior… aunque a mí me pareciera que habían transcurrido varios meses desde entonces.

Desde la distancia, la casa parecía delicada y remota, parte de una vieja acuarela. Una ráfaga momentánea de viento acarició las hierbas, levantando los largos tallos de hiedra a su paso, y el sendero se inclinó bajo mis pies. Junto a uno de los muros laterales, a poco más de veinte o treinta metros de mí, alguien se ocultaba tras la hiedra, alguien delgado y oscuro como una sombra, sentado en un trono. Se me erizó el cabello de la nuca, lentamente.

Mi arma seguía pegada a la parte trasera de la mesilla de noche de Lexie. Me mordí el labio con fuerza y agarré una pesada rama caída de un arbusto sin apartar los ojos de la hiedra, que había regresado inocente a su sitio; la brisa había desaparecido, y el jardín, donde volvía a reinar la quietud, estaba soleado como en un sueño. Caminé junto a la tapia, con naturalidad pero con brío, apoyada contra ella, con la rama bien agarrada en el puño y aparté la hiedra de un golpe seco.

No había nadie. Los troncos de los árboles, las ramas descuidadas y la hiedra configuraban una hornacina contra el muro, como una pequena burbuja bañada por el sol. En su interior había dos bancos de piedra y, entre ellos, un hilillo de agua manaba de un agujero en la pared y se deslizaba sobre unos escalones poco profundos hasta desembocar en un pequeño y fangoso estanque; no había nada más. Las sombras se enmarañaban y, por un instante, reviví aquella alucinación: los bancos adquirieron altos respaldos y se balanceaban, con aquella figura delgada sentada en su trono. Solté la hiedra y la imagen se desvaneció.

Al parecer, no sólo la casa tenía su propia personalidad. Recuperé el aliento y exploré aquella hornacina. Restos de musgo cubrían las grietas de los bancos, si bien los habían limpiado frotando: alguien más conocía aquel lugar. Consideré su potencial como lugar para citas, pero estaba demasiado cerca de la casa para invitar a extraños y la alfombra de hojas y ramitas alrededor del estanque indicaba que hacía un tiempo que nadie pisaba aquel rincón. Aparté los matorrales con la zapatilla y quedaron al descubierto unas losas anchas y lisas. Un objeto metálico destelló en medio de la suciedad y el corazón me dio un vuelco: el cuchillo, pero era demasiado pequeño. Se trataba de un botón: un león y un unicornio, aplastado y dentado. Alguien, mucho tiempo atrás, había pertenecido al Ejército británico.

El caño por donde manaba el agua estaba atascado por la mugre. Me guardé el botón en el bolsillo, me arrodillé sobre las losas y lo desatasqué con una ramita. Tardé un buen rato; el muro era grueso. Cuando hube concluido brotó una especie de cascada en miniatura que murmuraba feliz consigo misma, y mis manos olían a tierra y a hojas en descomposición.

Me las lavé bajo el surtidor y me senté en uno de los bancos a fumarme un cigarrillo y escuchar el borboteo. Se estaba bien allí; era un lugar cálido, apacible y recóndito, como la guarida de un animal o el escondite de un niño. El estanque se llenó. Insectos diminutos sobrevolaban su superficie. El agua sobrante se drenaba a través de una diminuta alcantarilla que había en el suelo. Retiré las hojas que flotaban en ella y, transcurrido un rato, el estanque estaba lo bastante nítido como para devolverme mi reflejo, ondulado.

El reloj de Lexie marcaba las cuatro y media. Había conseguido durar veinticuatro horas y probablemente había batido las apuestas de un buen puñado de personas del centro de coordinación. Guardé la colilla del cigarrillo en el paquete, me agaché para salir por entre la hiedra y regresé a la casa para ponerme al día con los apuntes de la tesis. La puerta principal cedió fácilmente a mi llave, el aire en el interior se arremolinó al percibir mi presencia, pero ya no me sentí intimidada; me pareció más bien que me recibía con una leve sonrisa y una suave caricia en la mejilla, como si me diera la bienvenida.

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