Capítulo 22

Frank, el capullo máximo del universo, me soltó en una sala de interrogatorios («Enviaremos a alguien para que se ocupe de ti en un minuto») y me abandonó allí durante dos horas. Y ni siquiera era una de las salas bien acondicionadas, con refrigerador de agua y sillas cómodas; era la patética salita que medía dos centímetros más que una celda de calabozo, la que utilizamos para poner nerviosos a los sospechosos. Funcionaba: me tensaba a cada minuto que pasaba recluida allí. Frank podía estar haciendo cualquier cosa ahí fuera, explicándoles a los demás el asunto del bebé, que sabía lo de Ned, lo que fuera. Era consciente de estar reaccionando exactamente como él quería que lo hiciera, como un sospechoso, pero en lugar de tranquilizarme, sólo conseguía enfurecerme más. Ni siquiera podía explicarle a la cámara qué opinaba de aquella situación, puesto que, por lo que yo sabía, tenía a uno de los otros observándome y confiaba en que hiciera exactamente eso.

Cambié las sillas. Como no podía ser de otra manera, Frank me había dado la silla a la que le faltaba el taco en una pata, la que usamos para incomodar a los sospechosos. Tenía ganas de gritarle a la cámara: «Antes trabajaba aquí, gilipollas; éste es mi territorio, así que no intentes joderme». En lugar de ello, encontré un bolígrafo en el bolsillo de mi chaqueta y me divertí escribiendo LEXIE ESTUVO AQUÍ en la pared, con una caligrafía decorativa. Nadie se dio cuenta de ello, pero tampoco esperaba que lo hiciera: las paredes estaban garabateadas con años de firmas, dibujos y complejas sugerencias anatómicas. Reconocí un par de nombres.

Odiaba aquella situación. Había estado en aquella sala tantas veces, con Rob, interrogando a sospechosos con la coordinación impecable y telepática de dos cazadores que acechan su momento, que estar allí sin él me hacía sentir como si alguien me hubiera arrancado los órganos vitales y estuviera a punto de desplomarme, demasiado hueca para mantenerme en pie. Al final clavé el bolígrafo en la pared, con tanta fuerza que saltó la punta. Lo arrojé contra la cámara y la alcancé. Sonó un crujido, pero ni siquiera eso me hizo sentir mejor.

Para cuando Frank decidió efectuar su entrada teatral, a mí se me llevaban los demonios.

– Vaya, vaya, vaya -dijo, estirando la mano para apagar la cámara-. Qué agradable encontrarme aquí contigo. Siéntate, por favor.

Seguí de pie.

– ¿Qué diablos planeas?

Arqueó las cejas.

– Estoy entrevistando a sospechosos. ¿Qué pasa? ¿Acaso ahora necesito tu permiso para hacerlo?

– Lo que necesitas es hablar conmigo antes de lanzarme un misil tierra-aire. Frank, yo no es que esté precisamente divirtiéndome en esa casa, estoy trabajando, y esto podría echarlo todo a perder.

– ¿Trabajando? ¿Así lo llamáis hoy en día?

– Así es como tú lo llamaste. Estoy haciendo exactamente lo que tú me enviaste a hacer y por fin estoy llegando a algún sitio. ¿Por qué me pones palos en las ruedas?

Frank se apoyó en la pared y cruzó los brazos.

– Si tú juegas sucio, Cass, yo también puedo hacerlo. No es tan divertido cuando es uno quien recibe, ¿verdad?

El caso es que yo sabía que él no estaba jugando sucio, no de verdad. Obligarme a permanecer sentada en aquel rincón nauseabundo y a pensar en lo que había hecho era una cosa, pero Frank estaba furioso, y con razón, tanto que probablemente le apeteciera darme un puñetazo en el ojo, y yo sabía bien que, a menos que me sacara de la manga una baza espectacular de última hora, iba a encontrarme en serios problemas cuando apareciera allí al día siguiente. Sin embargo, jamás en la vida, por muy irritado que estuviera, Frank haría nada que pudiera poner en peligro la investigación. Y yo sabía, fría como la nieve bajo toda aquella locura, que podía utilizarlo a mi favor.

– De acuerdo -cedí, respirando hondo y atusándome el pelo-. Está bien. De acuerdo. Me lo merecía.

Se rió; una carcajada breve y tensa.

– Será mejor que no me hagas hablar de lo que te mereces, pequeña. Te lo digo en serio.

– Ya lo sé, Frank-dije-. Y cuando tengamos tiempo te dejaré que me sermonees tanto como quieras, pero ahora no. ¿Qué tal te ha ido con los otros?

Se encogió de hombros.

– Tan bien como era previsible.

– En otras palabras: que no tienes nada.

– ¿Eso crees?

– Sí, eso creo. Los conozco. Puedes seguir intentándolo con ellos hasta el día de tu jubilación y seguirás sin obtener nada.

– Es posible -comentó Frank en un tono insulso-. Tendremos que esperar y ver, ¿no es cierto? Aún me quedan unos cuantos años por delante.

– Vamos, Frank. Fuiste tú quien lo dijo desde el principio: esos cuatro están enganchados con cola y son inexpugnables desde el exterior. ¿No es por eso por lo que me infiltraste? -Otra imperceptible inclinación de barbilla evasiva de Frank, como un encogimiento de hombros-. Sabes perfectamente que no conseguirás sacarles nada de utilidad. Simplemente intentas ponerlos nerviosos, ¿no es cierto? Pues pongámoslos nerviosos juntos. Sé que estás enfadado conmigo, pero eso puede esperar hasta mañana. Por ahora seguimos en el mismo barco.

Frank arqueó las cejas.

– ¿En serio?

– Claro que sí, Frank. Y los dos juntos podemos hacer mucho más daño que uno de nosotros solo.

– Suena divertido -opinó. Estaba apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos y los ojos ligeramente entornados para camuflar su mirada afilada y evaluadora-. ¿Qué tipo de daño tienes en mente?

Rodeé la mesa y me senté en el borde, inclinándome hacia él tanto como pude.

– Interrógame y deja que los otros crean que pueden escucharnos a escondidas. Salvo a Daniel: él no se inquietará y si lo presionamos sólo conseguiremos que se largue. A los otros tres. Activa sus intercomunicadores para que puedan seleccionar esta sala, sitúalos cerca de los monitores, lo que sea. Si puedes simular que parezca accidental, fantástico pero, si no es así, no importa. Si prefieres comprobar tú mismo sus reacciones, entonces deja que sea Sam quien me someta al interrogatorio.

– ¿Mientras tú explicas qué, exactamente?

– Dejaré caer que estoy empezando a recuperar la memoria. Hablaré en términos vagos, ciñéndome a hechos sin riesgo a equivocarme: como correr hacia la casucha, verme ensangrentada, esa clase de cosas. Si eso no los inquieta, nada lo hará.

– Vaya -comentó Frank, con una levísima sonrisa sardónica-. Así que eso era lo que estabas tramando, con todos esos enfurruños y berrinches y todo ese teatro de diva. Debería haberlo adivinado. ¡Qué tonto soy!

Me encogí de hombros.

– Claro, pensaba ponerlo en práctica de todas maneras. Pero de este modo es incluso mejor. Como ya te he dicho, podemos hacer mucho más daño si aunamos fuerzas. Puedo mostrarme inquieta, evidenciar que oculto algo más de lo que te estoy confesando… Si quieres confeccionarme el guión tú mismo, ningún problema, adelante, diré lo que quieras. Venga, Frankie, ¿qué me dices? ¿Tú y yo?

Frank reflexionó unos instantes.

– ¿Y qué quieres a cambio? -inquirió-. Sólo por saberlo. Le ofrecí mi mejor sonrisa perversa.

– Tranquilízate, Frank. Nada que ponga en peligro tu alma profesional. Sólo necesito saber qué les has contado, para no meter la pata. Además, supongo que tenías pensado compartirlo conmigo, ¿me equivoco?, puesto que ambos estamos en el mismo barco.

– Claro -contestó Frank con sequedad y un suspiro-. Naturalmente. Les he contado chorradas, Cass. Tu arsenal sigue intacto. Y ya que sale el tema a colación, me harías muy feliz si utilizaras alguna de tus armas, antes o después.

– Pienso hacerlo, créeme, lo cual me recuerda -añadí, como si se me acabara de ocurrir- que necesito algo más: ¿puedes quitarme a Daniel de encima por un tiempo? Cuando hayas concluido con nosotros, ¿podrías enviarnos al resto a casa? Pero no le digas que nos hemos ido; de lo contrario, saldrá para allí disparado como una bala. Concédeme una hora, dos si puedes, antes de dejarlo marchar. No lo asustes, haz que parezca un trámite rutinario, hazle hablar. ¿De acuerdo?

– Interesante -apuntó Frank-. ¿Por qué?

– Quiero tener una conversación con los demás sin que él esté presente.

– Eso ya lo he entendido. ¿Por qué?

– Porque creo que funcionará, por eso. Él es quien maneja el cotarro, ya lo sabes; él decide lo que dicen y lo que no dicen. Si los demás están inquietos y no lo tienen cerca para que los escude, ¿quién sabe lo que podrían revelar?

Frank agarró algo entre sus dientes delanteros y se examinó la uña del pulgar.

– ¿Qué es lo que buscas exactamente? -preguntó.

– No lo sabré hasta que lo encuentre. Pero siempre hemos creído que ocultaban algo, ¿no es cierto? No quiero apearme de este caso sin haber hecho todo cuanto estaba en mi mano para hacerlos hablar. Les voy a golpear con todo lo que tengo: cargos de conciencia, llantos, berrinches, amenazas, el bebé, Eddie el Bobo, todo lo que se te ocurra. Quizás obtenga una confesión…

– Cosa que ya he aclarado desde el principio que no es lo que necesitamos de ti -recalcó Frank-. No olvides esa pequeña regla de la admisibilidad ante un juicio.

– ¿Insinúas acaso que desecharías una confesión si te la ofreciera en bandeja de plata? Aunque no sea admisible, eso no implica que no pueda resultarnos útil. Los mandas venir, les reproduces la cinta y los atacas con dureza. Justin está empezando a desmoronarse; un buen empujoncito y se hará pedazos. -Tardé un segundo en darme cuenta de cuál era el origen de aquel déjà vu. El hecho de estar manteniendo exactamente la misma discusión con Frank que la que había mantenido con Daniel hizo que se me retorciera el estómago-. Tal vez una confesión no sea lo que le has pedido a Papá Noel, pero a estas alturas, Frankie, sabes tan bien como yo que no podemos permitirnos ser tiquismiquis.

– Debo admitir que sería mejor que lo que tenemos hasta ahora, que no es más que un montón de mierda.

– Más a mi favor. Y podrías acabar con algo mucho mejor que eso. Quizá nos revelen el arma, la escena del crimen, ¿quién sabe?

– La antigua técnica del kétchup -apuntó Frank, sin dejar de inspeccionarse la uña del pulgar con interés-. Les das la vuelta, los agitas bien y esperas a que suelten algo.

– Frank -rogué, y esperé hasta que alzó la vista y me miró-. Es mi última oportunidad. Mañana regreso. Concédeme ese favor.

Frank suspiró, echó la cabeza hacia atrás, la apoyó contra la pared y echó un vistazo alrededor de la sala; lo vi percatarse de la nueva pintada y de los trozos de bolígrafo roto en el rincón.

– Lo que aviva mi curiosidad -dijo al fin- es por qué estás tan segura de que uno de ellos lo hizo.

Se me heló la sangre. Lo único que Frank había querido de mí era una pista sólida. Si descubría que ya la tenía, estaba vendida: fuera del caso y metida en un buen lío sin remedio. Ni siquiera tendría la oportunidad de regresar a Glenskehy.

– Bueno, no estoy segura -respondí sin más-. Pero tal como tú mismo has dicho, tienen un móvil.

– Sí, tienen un móvil. Y bastante factible. Pero también lo tienen Naylor y Eddie y un montón de personas, algunas de las cuales aún no hemos identificado siquiera. Esa joven era propensa a ponerse en peligro, Cass. Es posible que no timara económicamente hablando, aunque eso es discutible, puesto que podría argumentarse que obtuvo su parte de Whitethorn House fingiendo ser quien no era, pero sí era una estafadora emocional. Y manipular los sentimientos de los demás es muy peligroso. Le gustaba el riesgo. Y, sin embargo, tú estás absolutamente segura de qué riesgo le pasó factura.

Me encogí de hombros, con las palmas de las manos hacia fuera.

– Éste es el único riesgo que yo tengo oportunidad de explorar. Sólo me queda un día; no quiero lanzar a la cuneta este caso sin poner toda la carne en el asador. Además, ¿de qué te quejas? Siempre te han gustado precisamente por eso.

– Vaya, ¿te habías dado cuenta? Te he subestimado, pequeña. Sí, es verdad, siempre me han gustado. Pero a ti no. Hace sólo unos días afirmabas que eran una pandilla de conejitos de peluche incapaces de herir a una mosca y ahora tienes esa mirada de acero y estás urdiendo el mejor modo para impulsarles a perder los estribos. Y eso me induce a preguntarme qué me ocultas.

Me miraba con ojos firmes, sin pestañear. Hice una breve pausa, me pasé las manos por el pelo, como si estuviera sopesando la mejor explicación.

– No te oculto nada -aclaré al fin-. Simplemente tengo un presentimiento, Frank. No es más que una intuición.

Frank me observó durante un minuto; yo balanceaba mis piernas e intentaba parecer clara y sincera. Y entonces:

– Bien -dijo, poniéndose de repente manos al asunto, apartándose de la pared y dirigiéndose a encender de nuevo la cámara-. Trato hecho. ¿Habéis venido en dos coches o voy a tener que llevar al pequeño Daniel a Glendemierda cuando haya terminado con él?

– Hemos venido en dos coches -contesté. El alivio y la adrenalina me estaban aturdiendo; la mente me iba a mil por hora intentando organizar aquel interrogatorio; tenía ganas de salir disparada al aire como si fuera un fuego de artificio-. Gracias, Frank. No te arrepentirás.

– Bien -dijo Frank-. De nada. -Volvió a intercambiar las sillas-. Siéntate. Y espera aquí. Ahora vuelvo.


Me abandonó allí otro par de horas, durante las cuales supuestamente la emprendió de nuevo con los demás pertrechado con todas sus armas, con la esperanza de que uno de elios se derrumbara y no tener que recurrir a mi. Pasé el rato fumando cigarrillos ilegales (cosa que no pareció preocupar a nadie) y ultimando los detalles de cómo proceder. Sabía que Frank volvería. Desde el exterior, los otros eran inexpugnables, impenetrables; incluso Justin se mostraría frío como el hielo frente al Frank más desalmado. Los extraños estaban demasiado lejos para inquietarlos. Eran como una de esas fortalezas medievales construidas con tal ahínco, tan intricadas y defensivas que sólo podían tomarse desde dentro, a traición.

Finalmente la puerta se abrió de golpe y Frank asomó la cabeza por ella.

– Voy a conectarte con las otras salas de interrogatorios, así que métete en el papel. Tienes cinco minutos para que se levante el telón.

– No conectes a Daniel -repetí, sentándome sin demora.

– No me vengas con jodiendas -replicó Frank, antes de volver a desvanecerse.

Cuando regresó yo estaba sentada encima de la mesa, doblando el tubo de tinta del bolígrafo a modo de catapulta y lanzando los trocitos de plástico a la cámara.

– Hola -lo saludé, con el rostro iluminado sólo de verlo-. Pensaba que se había olvidado de mí.

– Eso jamás -contestó Frank, con su mejor sonrisa-. Incluso te he traído un café, con leche y dos azucarillos, ¿verdad que es así como te gusta? No, no, no te preocupes por eso -comentó al verme saltar de la mesa y agacharme a recoger los pedacitos de bolígrafo-, ya lo limpiarán más tarde. Siéntate. Tengamos una pequeña conversación. ¿Cómo te has encontrado últimamente?

Corrió una silla y empujó uno de los vasos de plástico con café en mi dirección.

Empezó el interrogatorio, dulce como la miel. Se me había olvidado lo encantador que puede ser Frank cuando se lo propone. Estás guapísima, Madison, y cómo va la vieja herida de guerra y (cuando le seguí el juego y me estiré para enseñarle lo bien que habían cicatrizado los puntos) qué imagen más deliciosa, con el toque justo de flirteo filtrándose a través de su voz. Yo lo miraba entre pestañeos coquetos y prorrumpía en risitas, mínimas, sólo para fastidiar a Rafe.

Frank me explicó toda la saga de John Naylor o, mejor dicho, una versión de ésta, no la que había ocurrido de verdad, pero sin duda una versión que hacía sonar a Naylor como un sospechoso digno de consideración: tranquilizaba a los demás antes de activar el detonador.

– Estoy impresionada -le dije, inclinando mi silla hacia atrás y mirándolo con picardía de reojo-. Pensaba que habían arrojado la toalla hace tiempo.

Frank sacudió la cabeza.

– Nosotros no nos rendimos -replicó con seriedad-, no con un tema tan serio como éste. Por mucho tiempo que nos lleve. No nos gusta hacerlo explícito, pero continuamos nuestro trabajo, uniendo piezas del rompecabezas. -Era asombroso; debería ir acompañado de una banda sonora propia-. Nos estamos acercando. Y en estos momentos, Madison, necesitamos que nos ayudes un poco.

– Desde luego -contesté, apoyando de nuevo las patas delanteras de la silla y prestando atención-. ¿Quiere que vuelva a ver a ese tal Naylor otra vez?

– No, no, nada de eso. En esta ocasión necesitamos tu mente, no tus ojos. ¿Recuerdas que los médicos dijeron que empezarías a recobrar la memoria a medida que te fueras recuperando?

– Sí -contesté con un titubeo, tras una pausa.

– Cualquier cosa que recuerdes, lo que sea, podría sernos de gran ayuda. Quiero que medites bien tu respuesta antes de contestarme a esta pregunta: ¿has recordado algo?

Dejé transcurrir un latido demasiado largo antes de contestar en un tono casi convincente.

– No. Nada. Sólo lo que le he explicado antes.

Frank entrelazó sus manos sobre la mesa y se inclinó hacia mí. Aquellos atentos ojos azules, aquella voz dulce y persuasiva: de haber sido yo una auténtica civil, me habría derretido en la silla.

– Bueno, para ser sincero, no estoy convencido del todo. Tengo la sensación de que has recordado algo nuevo, Madison, pero que te preocupa compartirlo conmigo. Quizá creas que puedo malinterpretarlo y perjudicar así a la persona equivocada. ¿Es eso lo que ocurre?

Le lancé una rápida mirada implorante.

– Sí, supongo, más o menos.

Me sonrió, y se le dibujaron unas enormes patas de gallo.

– Confía en mí, Madison. No vamos por ahí acusando a las personas de delitos graves a menos que tengamos pruebas sólidas. Tu testimonio por sí solo no bastaría para que arrestáramos a nadie.

Me encogí de hombros, mire el café con una mueca y dije:

– No es nada del otro mundo. Probablemente no signifique nada de todos modos.

– Eso ya me ocuparé yo de determinarlo, ¿de acuerdo? -comentó Frank con ternura. Estuvo a un paso de darme una palmadita en la mano y llamarme «pequeña»-. Te sorprendería saber lo que puede resultar de utilidad. Y, si no nos sirve, pues no hacemos daño a nadie, ¿no es cierto?

– Está bien -dije, respirando hondo-. Sólo… Bien. Recuerdo sangre en mis manos. Mis manos ensangrentadas.

– ¿Ves? -preguntó Frank, sin deponer aquella sonrisa tranquilizadora-. Bien hecho. No ha sido tan duro, ¿verdad?

Yo negué con la cabeza.

– ¿Recuerdas qué estabas haciendo? ¿Si estabas de pie? ¿Sentada?

– De pie -contesté. No tuve que fingir el temblor en mi voz. A sólo unos pasos de distancia, en las salas de interrogatorios que yo me conocía de arriba abajo, Daniel esperaba pacientemente a que alguien regresara mientras a los otros tres empezaba a cortárseles la respiración, lenta y silenciosamente-. Estaba apoyada contra un seto, me pinchaba. Estaba… -Me arremangué el jersey y me lo apreté contra las costillas- así. Por la sangre, quería detener la hemorragia. Pero no funcionaba.

– ¿Te dolía?

– Sí -contesté en voz baja-. Me dolía. Mucho. Pensé… Pensé que iba a morir. Estaba muerta de miedo.

Frank y yo formábamos un buen equipo; estábamos en la misma página. Funcionábamos como un engranaje perfectamente engrasado, como Abby y yo cuando preparábamos el desayuno, con la complicidad de un par de torturadores profesionales. «No puedes ser ambas cosas -me había advertido Daniel. Y-: Lexie nunca era cruel.»

– Lo estás haciendo de maravilla -me alentó Frank-. Ahora que has empezado a recobrar la memoria, lo recordarás todo enseguida, ya verás. Eso es lo que nos dijeron los médicos, ¿no es cierto? Una vez que se abren las compuertas… -Hojeó el expediente y extrajo un mapa, uno de los que habíamos utilizado durante nuestra semana de entrenamiento-. ¿Crees que podrías señalarme dónde te encontrabas?

Me tomé mi tiempo, elegí un punto a tres cuartas partes de distancia entre la casa y la casita y lo señalé con el dedo.

– Quizás aquí, creo. Pero no estoy segura.

– Genial -dijo Frank, garabateando algo con esmero en su cuaderno de notas-. Ahora quiero que hagas algo más por mí. Estás apoyada en el seto, sangrando y asustada. ¿Puedes intentar remontarte más atrás? Justo antes de eso, ¿qué habías estado haciendo?

Clavé los ojos en el mapa.

– Me costaba respirar, como si… Corriendo, estaba corriendo. Tan rápidamente que me caí. Me lastimé la rodilla.

– ¿Desde dónde? Piénsalo bien. ¿De qué escapabas?

– No… -Sacudí la cabeza con violencia-. No. No sé decirle qué fragmentos ocurrieron en realidad y cuáles sencillamente he… soñado o algo así. Podría haberlo soñado todo, incluso lo de la sangre.

– Es posible -confirmó Frank, asintiendo sin más-. Lo tendremos presente. Pero por si acaso, creo que necesitas contármelo todo, incluso los fragmentos que probablemente hayas soñado. Los clasificaremos a medida que avancemos. ¿De acuerdo?

Dejé transcurrir una larga pausa.

– Eso es todo -dije al fin, demasiado débilmente-. Recuerdo correr y caerme. Y la sangre. Nada más.

– ¿Estás segura?

– Sí. Completamente. No recuerdo nada más. Frank suspiró.

– El problema es el siguiente, Madison -continuó. En su voz iba aposentándose un sedimento fino y acerado-. Hace sólo unos minutos estabas preocupada por involucrar a la persona errónea. Pero nada de lo que has dicho hasta el momento apunta a nadie en concreto. Eso me dice que ocultas algo.

Lo miré con la mirada desafiante de Lexie y la barbilla erguida.

– No, no oculto nada.

– Claro que sí. Y la pregunta más interesante, desde mi punto de vista, es ¿por qué? -Frank corrió su silla hacia atrás y comenzó a pasear con parsimonia por la sala de interrogatorios, con las manos en los bolsillos, obligándome a cambiar de postura constantemente para no perderlo de vista-. Llámame bobo, pero pensaba que luchábamos en el mismo bando, tú y yo. Pensaba que los dos intentábamos descubrir quién te apuñaló y meter a esa persona en la cárcel. ¿Acaso estoy loco? ¿Te suena eso a locura?

Me encogí de hombros, sin apartar la vista de él. Frank describía círculos y más círculos a mi alrededor.

– Cuando estabas en el hospital respondías a todas las preguntas que te hacía, sin preocupaciones, sin dudas, sin titubeos. Fuiste una testigo excepcional, Madison, encantadora y útil. En cambio ahora, de repente, has perdido el interés en colaborar. Así que o bien has decidido ofrecerle la otra mejilla a alguien que ha estado a punto de acabar con tu vida (y, discúlpame si me equivoco, pero a mí no me pareces ninguna santa) o bien hay algo más, algo más importante que se ha interpuesto entre nosotros.

Se apoyó en la pared que quedaba a mi espalda. Aparté la vista de él y empecé a hacer saltar el pintaúñas de mi uña del dedo pulgar.

– Y eso me obliga a preguntarme -continuó Frank en voz baja-, ¿qué podría haber más importante que meter al culpable entre rejas? Dímelo tú, Madison. ¿Qué es más importante para ti?

– El chocolate negro -contesté, con la mirada concentrada aún en mi uña.

Frank no varió el tono de su voz.

– Tengo la sensación de haber llegado a conocerte bastante bien. Cuando estuviste en el hospital, ¿de qué hablabas, cada día, en cuanto entraba por la puerta? ¿Qué era por lo que no dejabas de preguntarme, aunque sabías que no podías tenerlo? ¿Qué era lo único que te morías de ganas de ver en cuanto salieras de nuevo a la luz? ¿Qué te hizo emocionarte tanto que casi consigue que te estallen los puntos?

Yo no levanté la cabeza. Mordisqueé el pintaúñas.

– Tus amigos -aclaró Frank, muy dulcemente-. Tus compañeros de la casa. Te importan, Madison. Más que nada en el mundo que yo sea capaz de imaginar. Quizá más que detener a quien te apuñaló. ¿No es cierto?

Me encogí de hombros.

– Claro que me importan. ¿Y qué tiene eso que ver?

– Pues que, si tuvieras que elegir, Madison, si, pongamos por caso, sólo por casualidad, recordaras que uno de ellos te había apuñalado, ¿qué harías?

– Pero es que no tendría que elegir, porque ninguno de ellos me haría daño nunca. Jamás. Son mis amigos.

– A eso me refiero exactamente. Estás protegiendo a alguien y no creo que se trate de John Naylor. ¿A quién protegerías, salvo a tus amigos?

– No estoy protegiendo…

Antes de que me diera tiempo a oírlo moverse se había despegado de la pared y había dado un puñetazo con ambos puños en la mesa, a mi lado, con su cara a centímetros de la mía. Me estremecí más de lo previsto.

– Me estás mintiendo, Madison. ¿De verdad no te das cuenta de lo evidente que es? Sabes algo importante, una información relevante que podría resolver este caso, y lo estás ocultando. Y eso se llama obstrucción a la justicia. Es un delito. Y puede hacer que acabes con los huesos en la cárcel.

Eché la cabeza hacia atrás, aparté mi silla de él y dije:

– ¿De verdad piensa arrestarme? ¿Por qué motivo? ¡Pero si ha sido a mí a quien han apuñalado! Yo solamente quiero olvidarme de todo este incidente…

– Me importa un bledo si te apuñalan cada día de la semana o dos veces el domingo. Pero sí me importa, y mucho, que me hagas malgastar el tiempo, a mí y a mis subordinados. ¿Sabes cuánta gente ha estado trabajando en este caso desde el mes pasado, Madison? ¿Tienes la menor idea de cuánto tiempo, energía y dinero hemos invertido en esto? Bajo ningún concepto voy a dejar que todo eso se vaya al carajo sólo porque una mocosa malcriada quiere demasiado a sus amigos como para importarle nada o nadie más. Bajo ningún concepto.

No fingía. Me miraba muy de cerca; sus azules ojos echaban chispas: estaba enfadado y hablaba muy en serio, conmigo, con Lexie, es probable que ni siquiera supiera con quién de las dos. Aquella joven combaba la realidad a su alrededor como una lente refractaria, se plegaba en tantas caras centelleantes que era imposible saber cuál tenía delante y, cuanto más se la miraba, más se mareaba uno.

– Voy a resolver este caso -anunció Frank-. Me importa un comino cuánto tiempo necesite para ello, pero quien te hizo esto lo pagará con la cárcel. Y si eres incapaz de dejar de comerte los mocos y no te das cuenta de lo importante que es este asunto, si sigues jugando a jueguecitos estúpidos conmigo, vas a acabar entre rejas haciéndole compañía a esa persona. ¿Ha quedado claro?

– Apártese de mi vista -dije.

Alcé mi antebrazo entre nosotros para bloquear su avance. En ese segundo me di cuenta de que tenía el puño apretado y de que estaba tan enfadada como él.

– ¿Quién te apuñaló, Madison? ¿Puedes mirarme a los ojos y decirme que no lo sabes? Hazlo, vamos. Dime que no lo sabes. Adelante.

– ¡Al infierno! Yo no tengo que demostrarle nada. Recuerdo correr y mis manos ensangrentadas, y haga con eso lo que quiera. Y ahora déjeme en paz.

Me levanté con tal ímpetu que derribé mi silla, me metí las manos en los bolsillos y me quedé mirando la pared que tenía delante. Noté los ojos de Frank clavados en mi perfil, su respiración rápida, largo tiempo.

– Bien -dijo al fin. Se apartó lentamente de la mesa-. Entonces lo dejaremos aquí. Por ahora.

Y se fue.


Transcurrió mucho tiempo antes de que regresara, otra hora quizá, dejé de comprobar el reloj. Recogí los fragmentos de bolígrafo, uno a uno, y me entretuve haciendo dibujitos con ellos en el borde de la mesa.

– Bueno -dijo Frank, cuando al fin decidió reunirse conmigo-. Tenías razón: ha sido divertido.

– Poesía en movimiento -opiné-. ¿Ha funcionado?

Se encogió de hombros.

– Desde luego los ha inquietado. Están completamente descolocados. Pero no se han desmoronado, aún no. Otro par de horas y quizá lo harían, no lo sé, pero Daniel empieza a impacientarse, muy educadamente, eso sí; no deja de preguntar cuánto tiempo más va a prolongarse esta situación. Por eso, imagino que, si quieres disfrutar de un rato a solas con los otros tres antes de que lo suelte, será mejor que te los lleves ahora.

– Gracias, Frank -le agradecí de todo corazón-. Gracias.

– Lo retendré tanto como pueda, pero no te garantizo nada. -Cogió mi abrigo de la percha de detrás de la puerta y lo sostuvo en alto. Mientras me deslizaba en su interior, dijo-: Estoy jugando limpio contigo, Cassie. Ahora veremos si tú juegas limpio conmigo.

Los otros estaban abajo, en el vestíbulo. Tenían los ojos hinchados y un aspecto gris. Rafe estaba junto a la ventana, sacudiendo una rodilla; Justin estaba acurrucado en una butaca como una gran cigüeña desolada. Sólo Abby, sentada erguida con las manos enlazadas en su regazo, parecía guardar la compostura.

– Gracias por venir -nos despidió Frank alegremente-. Habéis sido todos de mucha, mucha utilidad. Estamos ultimando unos detalles con vuestro amigo Daniel; me ha dicho que os dijera que fuerais tirando y os alcaizaría de camino.

Justin empezó a erguirse, como si acabara de despertarse.

– ¿Y eso por qué? -balbuceó, pero Abby lo interrumpió apretándole con los dedos la muñeca.

– Gracias, detective. No dude en llamarnos si necesita algo más.

– Así lo haré -contestó Frank, guiñándole el ojo. Antes de que nadie tuviera tiempo de replicar, nos aguantó la puerta para que saliéramos con una mano mientras con la otra se despedía de nosotros-. Hasta pronto -nos dijo a cada uno al pasar a su lado.

– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó Justin, en cuanto la puerta se cerró a nuestras espaldas-. Yo no quiero irme sin Daniel.

– Calla -ordenó Abby, dándole un apretujen en el brazo con fingida normalidad- y sigue caminando. No te des la vuelta. Mackey probablemente nos esté observando.

En el coche, todos guardamos silencio durante un rato largo.

– Bueno -suspiró Rafe, tras un silencio que me provocaba dentera-. ¿De qué habéis hablado esta vez?

Se abrazó a sí mismo, dio una minúscula sacudida con la cabeza y se volvió para mirarme.

– Déjalo -lo interrumpió Abby, desde delante.

– ¿Por qué Daniel? -quiso saber Justin. Conducía como la abuela lunática de alguien, alternando tramos a una velocidad suicida (rogué al cielo por que no nos tropezáramos con un agente de tráfico) y otros de una precaución obsesiva, y por el tono de voz parecía como si estuviera a punto de romper a llorar-. ¿Qué quieren? ¿Lo han arrestado?

– No -contestó Abby con firmeza. Evidentemente, no había modo de que ella supiera eso, pero los hombros de Justin se relajaron unos milímetros-. Estará bien. No te preocupes.

– Siempre está bien -añadió Rafe, mirando por la ventana.

– Daniel sospechaba que ocurriría algo así -explicó Abby-. No sabía a cuál de nosotros se quedarían, pensaba que probablemente a Justin o a Lexie, quizás a ambos, pero se figuraba que nos dividirían.

– ¿A mí? ¿Por qué a mí?

La voz de Justin empezaba a sonar como un retintín histérico.

– Por todos los santos, Justin, por una vez compórtate como un hombre -le espetó Rafe.

– Aminora un poco la velocidad -le indicó Abby- o nos multarán. Simplemente intentan desconcertarnos por si sabemos algo y se lo estamos ocultando.

– Pero ¿por qué creen…?

– No empecemos con esa canción. Eso es precisamente lo que quieren que ocurra: que nos preguntemos qué piensan, por qué están actuando así, que nos asustemos. No permitas que jueguen contigo.

– Si dejamos que esos primates se burlen de nosotros -comentó Rafe-, entonces merecemos ir a la cárcel. Y estoy seguro de que somos más inteligentes que…

– ¡Basta! -grité, dando un puñetazo al respaldo del asiento de Abby. Justin reprimió un grito y a punto estuvo de salirse de la carretera, pero no me importaba- ¡Basta de una vez! ¡Esto no es ningún concurso! ¡Estamos hablando de mi vida, no de ningún puñetero juego, y os odio a todos!

Yo misma me quedé atónita cuando rompí a llorar. No lloraba desde hacía meses, ni por Rob, ni por mi carrera dilapidada en Homicidios ni por ninguno de los terribles aludes de la Operación Vestal… y, sin embargo, entonces lloré. Me tapé la boca con la manga del jersey y lloré hasta desgañitarme, por Lexie en cada una de sus caras, por el bebé cuyo rostro nadie conocería jamás, por Abby dando vueltas sobre sí misma en la hierba, bajo la luz de la luna, y Daniel sonriendo mientras la miraba, por las manos expertas de Rafe deslizándose sobre el piano y por Justin besándome la frente, por lo que les había hecho y por lo que estaba a punto de hacerles, por un millón de cosas perdidas, por la velocidad salvaje de aquel coche, por lo despiadadamente rápido que nos estaba conduciendo a nuestro destino.

Al cabo de un rato, Abby abrió la guantera y me pasó un paquete de pañuelos. Llevaba su ventanilla abierta y el largo rugido del aire sonaba como un viento huracanado entre las copas de los árboles, y era tal la paz que reinaba en aquel coche que sólo podía llorar.

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