Capítulo 11

La gente tiende a olvidar que Sam cuenta con uno de los índices de resolución de casos más elevados de la brigada de Homicidios. A veces me pregunto si ello se debe a una razón muy simple: no malgasta energía. Otros detectives, entre los que me incluyo, nos lo tomamos a la tremenda cuando las cosas salen mal, nos impacientamos, nos frustramos y nos irritamos con nosotros mismos, con las pistas que conducen a callejones sin salida y con el puñetero caso en su conjunto. Sam apuesta por la carta más alta y, si la jugada no le sale bien, se encoge de hombros, suelta un «Bueno» y prueba una estrategia distinta.

Esa semana había dicho «Bueno» un montón de veces cuando yo le había preguntado por el estado de la investigación, pero no en su tono habitual, vago y abstraído. Parecía tenso y abrumado, un poco más agobiado cada día. Se había pateado puerta a puerta la mayor parte de Glenskehy, preguntando acerca de Whitethorn House, pero topó con una lisa y resbaladiza pared de té, galletas y miradas inescrutables: «Allí en el caserío viven unos chicos muy agradables, no se meten con nadie, no causan problemas, ¿por qué tendría que haber algún resentimiento hacia ellos, detective? Es terrible lo que le pasó a esa pobre chica; recé un rosario por ella, debió de ser alguien a quien conoció en Dublín»… Conozco ese silencio de los pueblos pequeños, he tenido que lidiar con él en el pasado y es intangible como el humo y sólido como la piedra. Nosotros los irlandeses lo practicamos con los británicos durante siglos y está profundamente arraigado en nuestros genes: el instinto de un lugar de cerrarse como un puño cuando la policía llama a la puerta. A veces no significa nada más que eso; pero ese silencio es muy potente, siniestro, peliagudo y anárquico. Aún esconde huesos enterrados en algún lugar en las montañas, arsenales ocultos en pocilgas. Los británicos lo infravaloraron, se dejaron engatusar por las tan ensayadas miradas estúpidas, pero yo sabía -y Sam sabía- que es peligroso.

El martes por la noche, aquel tono absorto volvió a nublar la voz de Sam.

– Debería haber sabido mejor por dónde empezar -comentó risueño-. Si se niegan a hablar con los polis locales, ¿por qué iban a querer hacerlo conmigo? -Retrocedió, cambió de opinión y luego tomó un taxi hasta Rathowen para pasar la noche en el pub-. Byrne dijo que la gente de por aquí no sentía demasiada simpatía por los habitantes de Glenskehy, e imaginé que nadie deja pasar la oportunidad de cotillear acerca de sus vecinos, así que…

Y tenía razón. Las gentes de Rathowen eran de una calaña muy diferente a las de Glenskehy: lo recibieron como policía en menos de treinta segundos («Venga aquí, joven, ¿ha venido a hablar de esa muchacha a la que apuñalaron en aquel camino?») y Sam se había pasado el resto de la noche rodeado por granjeros fascinados que lo invitaban a pintas de cerveza y se mostraban más que dispuestos, contentos, a aportarle alguna pista para la investigación.

– Byrne tenía razón: consideran Glenskehy un manicomio. En parte no me sorprende, es lo que suele ocurrir entre poblaciones pequeñas vecinas: Rathowen es algo más grande, tiene escuela y comisaría y algunos comercios, de manera que aquí se refieren a Glenskehy como un lugar atrasado. Pero hay algo más intenso que la típica rivalidad. Creen firmemente que los habitantes de Glenskehy son unos perturbados. Un tipo aseguró que no entraría en el Regan's ni por todo el té de China.

Yo estaba encaramada a un árbol, me había tapado el micrófono con un calcetín y fumaba un cigarrillo. Desde que había tenido noticia de las pintadas, aquellos senderos me ponían los nervios a flor de piel y me hacían sentir vulnerable; no me gustaba estar a la altura del suelo mientras hablaba por teléfono, con la mitad de mi atención dedicada a otra cosa. Había encontrado un rinconcito en lo alto de una gran haya, justo donde empezaban las ramas, en un punto en el que el tronco se seccionaba en dos. Mi trasero encajaba perfectamente en la horqueta, desde donde disfrutaba de una visión clara del camino en ambas direcciones y de la casucha situada a los pies de la colina y, si encogía las piernas, desaparecía entre la copa del árbol.

– ¿Te explicaron algo acerca de Whitethorn House?

Hubo un breve silencio.

– Sí -contestó Sam-. Esa casa no tiene muy buena reputación, ni en Rathowen ni en Glenskehy. Parece que guarda relación con ese tal Simon March. El viejo era un loco y un cabrón, de eso no cabe duda; dos tipos lo recordaban disparándoles con su arma cuando, de críos, se habían acercado a fisgonear en los terrenos del caserío. Pero el asunto se remonta a mucho tiempo atrás.

– El bebé muerto -aventuré. Y aquellas palabras hicieron que una sensación suave y fría me recorriera de arriba abajo-. ¿Sabían algo sobre eso?

– Un poco. No estoy seguro de que los datos que barajan sean exactos (comprobarás a qué me refiero en un minuto), pero sólo con que sean aproximados, ya te prevengo que no es una historia agradable… agradable para la gente de Whitethorn House, quiero decir.

Sam hizo una pausa.

– Cuéntame -lo insté-. Estas personas no son mi familia, Sam. Y, a menos que se trate de algo que ha ocurrido en los últimos seis meses, que presumo que no será así o ya tendríamos noticia de ello, no tiene nada que ver con nadie a quien yo haya conocido. No me voy a sentir herida por algo que el bisabuelo de Daniel hizo hace cien años. Te lo prometo.

– Me alegro -replicó Sam-. La versión de Rathowen (hay algunas variantes, pero lo esencial es esto) es que hace un tiempo un joven descendiente de Whitethorn House mantuvo un romance con una muchacha de Glenskehy, a quien dejó encinta. Era algo que sucedía con frecuencia en aquellos tiempos, claro está. El problema es que la muchacha en cuestión se negaba a desaparecer en un convento o a casarse con algún pobre diablo a toda prisa antes de que alguien se percatase de su estado.

– Una de las mías -puntualicé.

Aquella historia no podía acabar bien.

– Lástima que el bueno de March no pensara de la misma forma. Montó en cólera; estaba previsto que se casara con una joven angloirlandesa bella y rica, y aquel asunto podría haber tirado por tierra todos sus planes. Le dijo a la chica que no quería saber nada con ella ni con el bebé. Ella ya era bastante impopular en el pueblo, no sólo por haberse quedado embarazada sin estar casada, cosa que en aquel entonces ya transgredía todas las normas, sino porque el padre fuera un March… Poco después la hallaron muerta. Se ahorcó.

La historia de nuestro país está salpicada de relatos como éste. La mayoría de ellos se encuentran enterrados en las profundidades, acallados como las hojas del año pasado, transmutados desde hace largo tiempo en viejos romances y cuentos para las noches invernales. Pensé que aquél se había mantenido latente durante más de un siglo, germinando lentamente como una semilla oscura, hasta florecer al fin con vidrios rotos, cuchillos y bayas envenenadas de sangre entre los setos de espino. Me pinché en la espalda con el tronco del árbol. Apagué el cigarrillo contra la suela de mi zapato y guardé la colilla en el paquete.

– ¿Tenemos alguna confirmación de que sea una historia verídica? -quise saber-. Aparte de parecer un cuento que explican a los niños de Rathowen para que no se acerquen a Whitethorn House.

Sam resopló sonoramente.

– Nada. Coloqué a un par de refuerzos a revisar los expedientes, pero no han descubierto nada de nada. Y está descartado que algún lugareño de Glenskehy me cuente su versión. Parece como si prefirieran olvidar lo ocurrido.

– Pues salta a la vista que alguien no lo ha olvidado -objeté.

– En los próximos días debería tener una idea más clara sobre quién es nuestro hombre; estoy recabando toda la información posible acerca de los habitantes de Glenskehy para cotejarla con el perfil que trazaste. Aunque me gustaría tener más datos sobre el problema que tiene nuestro hombre antes de hablar con él. Pero no tengo ni idea de por dónde empezar. Uno de los tipos de Rathowen afirma que todo esto ocurrió en tiempos de su bisabuela, lo cual, lógicamente, no resulta de gran ayuda: la mujer vivió hasta los ochenta años. Otro jura que sucedió en el siglo xix, durante la Gran Hambruna, pero… no sé qué pensar al respecto. Tengo la sensación de que le interesa que el episodio se remonte tanto cuanto sea posible; sería capaz de afirmar que sucedió en la época de Brian Boru [17] si con ello pensara que iba a creerlo. Así que tengo una horquilla temporal que abarca desde 1847 hasta aproximadamente 1950, y no tengo a nadie para que me la delimite un poco más.

– Bueno, tal vez yo pueda ayudarte -apunté, aunque me sentía sucia, como una traidora-. Dame un par de días y veré si consigo información más precisa.

Una pequeña pausa, como un interrogante, hasta que Sam cayó en la cuenta de que no tenía intención de entrar en más detalle.

– Fantástico. Cualquier cosa que descubras nos irá de perlas. -Y, luego, en un tono distinto, casi tímido, añadió-: Escucha, había pensado pedirte algo antes de que todo esto ocurriera. Pensaba… Nunca he ido de vacaciones, salvo la vez que visité Youghal siendo un niño. ¿Tú?

– Pasaba los veranos en Francia.

– Pero se trataba de visitas familiares, ¿no? Me refiero a unas vacaciones de verdad, como las de la tele, con playa, buceo y cócteles a gogó en un bar con una cantante de salón cutre entonando el «I Will Survive».

Era consciente de adónde quería llegar.

– Pero ¿qué diantre has estado viendo en la tele?

Sam soltó una carcajada.

– Descubre Ibiza. ¿Ves lo que le ocurre a mi sentido del gusto cuando no te tengo cerca?

– Tú lo que quieres es ver tías en topless -atajé-. Emma, Susanna y yo siempre hemos querido ir al extranjero de vacaciones, desde que estábamos en la escuela, pero aún no lo hemos logrado. Quizás este verano.

– Pero ellas ahora tienen hijos, ¿no? Aún os resultará más difícil disfrutar de una escapada femenina. Había pensado… -Otra vez esa nota tímida-. Tengo un par de folletos de agencias de viaje. De Italia, en concreto; sé que te gusta la arqueología. ¿Me dejarás que te invite a unas vacaciones cuando todo esto termine?

Yo no tenía ni idea de qué pensar sobre aquello y, además, no podía invertir energía en hacerlo.

– Suena genial -contesté-. Eres maravilloso por proponérmelo. ¿Podemos decidirlo cuando vuelva a casa? La verdad es que no sé cuánto tiempo nos va a llevar esta misión.

Se produjo un brevísimo silencio que yo lidié con un mohín. Detesto hacerle daño a Sam; es como pegarle una patada a un perro demasiado bueno para morderte.

– Ya hace más de dos semanas. Creía que Mackey había dicho que duraría un mes como máximo.

Frank dice lo que más le conviene en cada momento. Las investigaciones encubiertas pueden prolongarse durante meses, incluso años y, aunque yo no pensaba que fuera a ser éste el caso, puesto que las operaciones largas se impulsan para desentrañar una actividad delictiva constante, y no para delitos esporádicos, casi podía asegurar que un mes era el plazo que Frank había calculado aleatoriamente para desembarazarse de Sam. Por un instante, casi deseé que así fuera. La mera idea de abandonar todo aquello, regresar de nuevo a Violencia Doméstica, a las muchedumbres de Dublín y a los trajes sastre me deprimía hasta lo indecible.

– En teoría, sí -contesté-, pero es imposible fijar una fecha exacta a una operación como ésta. Podría ser menos de un mes, podría regresar a casa en cualquier momento, si alguno de nosotros descubre algo consistente. Pero si detecto una pista lo suficientemente fiable como para seguirla, podría requerir una o dos semanas adicionales.

Sam emitió un sonido furioso, de frustración.

– Si alguna vez vuelvo a tener la brillante idea de emprender una investigación conjunta, enciérrame en un armario hasta que recupere la cordura. Necesito una fecha límite. Tengo en suspenso un montón de cosas, como tomar muestras de ADN de tus compañeros de casa para contrastarlas con las del bebé… Hasta que tú no salgas de ahí no puedo decirle a nadie que tenemos un homicidio entre manos. Unas cuantas semanas es una cosa…

Yo ya había dejado de escucharle. En algún punto, al final del sendero o entre los árboles, se produjo un sonido. No uno de esos ruidos habituales, de aves nocturnas, hojas y pequeños depredadores. Por entonces yo ya conocía aquellos sonidos; éste era distinto.

– Espera -dije, en voz baja, interrumpiendo a Sam a media frase. Me aparté el teléfono del oído y escuché, conteniendo la respiración. Procedía de la parte baja del sendero, en dirección a la carretera principal, y era leve, pero se aproximaba: un crujido pausado y rítmico. Pasos sobre guijarros-. Te dejo -susurré al teléfono-. Te llamo más tarde si puedo.

Apagué el teléfono, me lo guardé en el bolsillo, encogí las piernas entre las ramas y me quedé sentada, inmóvil. Los pasos eran constantes y se acercaban más y más; a juzgar por su peso, se trataba de una persona corpulenta. Aquel camino no conducía a ninguna parte, tan sólo a Whitethorn House. Me subí el jersey, lentamente, para taparme la parte inferior del rostro. En medio de la oscuridad, es el destello del blanco lo que te delata.

La noche altera la noción de la distancia, hace que las cosas suenen más cerca de lo que están, y me pareció que transcurría una eternidad antes de que alguien saliera a la vista: al principio no fue más que un rápido movimiento, una sombra veteada que pasó lentamente bajo las hojas. Un destello de pelo claro, plateado como el de un fantasma bajo la pálida luz. Tuve que refrenar el instinto de volver la cabeza. Aquél era un mal lugar donde esperar que algo saliera de la oscuridad. Estaba rodeada por demasiados seres que me eran desconocidos, que se desplazaban con mirada atenta por sus propias rutas secretas cumpliendo sus propias misiones personales, y algunos de ellos debían de ser de esa clase que nos desagrada ver.

Entonces emergió a un charco de luz de la luna y vi que se trataba de un hombre, alto, con complexión de jugador de rugby y una chaqueta de piel con pinta de diseñador caro. Se movía con paso inseguro, dubitativo, mirando las copas de los árboles a ambos flancos. Cuando se encontraba a sólo unos metros volvió la cabeza y clavó la vista en mi árbol. Y en ese instante, justo antes de cerrar los ojos (otro elemento que puede delatarte: ese destello, todos estamos programados para detectar ojos que nos observan), vi su rostro. Tenía mi edad, quizá fuera un poco más joven, era guapo, una de esas bellezas objetivas y poco memorables, con el ceño nublado, perplejo, y no figuraba en la lista de ACS. Nunca antes lo había visto.

Pasó por debajo de mí, tan cerca que podría haber dejado caer una hoja sobre su cabeza, y se desvaneció en el camino. Me quedé quieta. Si era el amigo de alguien que había venido de visita, tendría que permancer encaramada a aquel árbol bastante rato, pero no me parecía que lo fuera. La duda, sus miradas confusas alrededor; no buscaba la casa. Buscaba algo… o a alguien.

Las últimas semanas, Lexie se había encontrado con N en tres ocasiones, o al menos había previsto encontrarse con él en algún lugar. La noche que falleció, si los otros cuatro decían la verdad, había salido a dar un paseo y había encontrado a su asesino.

La adrenalina bombeaba con fuerza en mis venas y me moría de ganas de ir detrás de aquel tipo, o al menos de interceptarlo a su vuelta, pero sabía que era una mala idea. No estaba asustada, al fin y al cabo tenía un arma y, pese a su corpulencia, no me parecía un adversario formidable, pero sabía que sólo tenía un tiro, metafóricamente hablando, y no podía permitirme dispararlo mientras me encontraba sumida en la más completa oscuridad. Probablemente no tenía modo alguno de averiguar si -o cómo- estaba vinculado con Lexie, tendría que jugar esa carta de oídas, pero al menos no estaría de más saber su nombre antes de entablar una conversación con él.

Bajé del árbol deslizándome con suma cautela; el roce con la corteza me levantó el jersey y a punto estuvo de arrancarme el micrófono: Frank pensaría que me estaba atropellando un tanque. Me oculté tras el tronco a esperar. Tuve la sensación de que transcurría una eternidad antes de que aquel hombre regresara paseando por el sendero, frotándose la nuca y aún con expresión desconcertada. Fuera lo que fuese aquello que buscaba, no lo había encontrado. Cuando pasó por delante de mí, conté treinta pasos y me dispuse a seguirlo, manteniéndome al margen del camino, entre las hierbas, apoyando los pies con sumo cuidado y ocultándome tras los troncos de los árboles.

Había dejado aparcado el típico coche de capullo fanfarrón en la carretera principal, un enorme todoterreno negro con las deprimentes e inevitables lunas oscuras. Se encontraba a unos cincuenta metros del desvío, y la carretera estaba bordeada por amplias praderas, hierbas altas, ortigas y un viejo mojón inclinado, de manera que no había ningún escondite posible; no podía arriesgarme a acercarme lo bastante como para leer la matrícula. Mi hombre dio un golpecito afectuoso al capó, entró en el coche, cerró la puerta de un portazo (un silencio frío y repentino se apoderó de los árboles que me rodeaban) y permaneció allí sentado un rato, contemplando lo que sea que los hombres contemplan, probablemente su corte de pelo. Finalmente pisó a fondo el acelerador y puso rumbo a Dublín cual apisonadora.


Una vez estuve segura de que se había ido, volví a trepar al árbol y reflexioné sobre lo ocurrido. Cabría la posibilidad de que aquel individuo me hubiera estado acechando durante un tiempo, podía ser él el causante de esa sensación eléctrica en la nuca, pero lo dudaba. Andará tras lo que ándase, no se había mostrado particularmente cauto aquella noche y no me daba la impresión de que atravesar sigilosamente el bosque fuera una de sus habilidades. Lo que me tenía con la mosca detrás de la oreja no iba a dejarse ver tan fácilmente.

De una cosa sí estaba segura: ni Sam ni Frank necesitaban conocer la existencia del Príncipe Todoterreno, al menos no hasta que tuviera algo más concreto que contarles. Sam se iba a poner hecho una furia si descubría que me dedicaba a eludir a extraños en el mismo paseo nocturno donde Lexie no había logrado esquivar a su asesino. A Frank no le inquietaría en absoluto, puesto que confiaba en que yo sabía cuidar de mí misma pero, si se lo contaba, tomaría cartas en el asunto, localizaría a aquel tipo, lo arrestaría y lo interrogaría hasta sacarle la última papilla, y no era eso lo que yo quería. Una parte de mí me decía que aquél no era el modo de tratar aquel caso. Y algo más profundo me decía que no era asunto de Frank, no en el fondo. Había tropezado con él por casualidad. Aquello era entre Lexie y yo. De todos modos, le telefoneé. Ya habíamos hablado esa noche y era tarde, pero me respondió enseguida:

– ¿Sí? ¿Estás bien?

– Estoy bien -me apresuré a contestar-. Lo siento, no pretendía asustarte. Sólo quería preguntarte algo antes de que se me olvide de nuevo. ¿La investigación os ha conducido a un varón de un metro ochenta de alto, complexión fuerte, entre veinticinco y treinta años, guapo, con el pelo claro, con ese tupé tan de moda y una cazadora de cuero marrón cara?

Frank bostezó, lo cual me hizo sentir culpable pero también un cierto alivio: era agradable saber que alguien dormía de vez en cuando.

– ¿Por qué?

– Me crucé con un chico en el Trinity hace un par de días que me sonrió y me saludó, como si me conociera. No está en la lista de ACS. No es relevante, no actuó como si fuéramos amigos del alma ni nada por el estilo, pero pensé que estaría bien comprobar su identidad. No me gustaría que me sorprendiera si volvemos a tropezamos.

En cierto modo era verdad, aunque con matices: el tipo en cuestión era bajito, flacucho y pelirrojo. Había tenido que devanarme los sesos durante diez minutos para averiguar de qué me conocía. Su cubículo estaba en nuestro rincón de la biblioteca.

Frank reflexionó unos instantes; oí el susurro de las sábanas mientras daba vueltas en la cama.

– No me suena de nada-contestó-. La única persona que se me ocurre es Eddie el Bobo, el primo de Daniel. Tiene veintinueve años, es rubio y lleva una chaqueta de cuero marrón, y supongo que podría parecer atractivo, si te gustan los tipos corpulentos y tontos.

– ¿Qué ocurre? ¿No es tu tipo?

Seguía sin aparecer ninguna N. ¿Y por qué diablos iba a andar Eddie el Bobo, merodeando por Glenskehy en plena noche?

– Me gustan con más canalillo. Además, Eddie asegura que no conocía a Lexie. Y no hay motivo para pensar que miente. Él y Daniel no se llevan bien; no es que Eddie se deje caer por la casa para tomar el té o unirse a la pandilla una noche de juerga. Además, vive en Bray y trabaja en Killiney; no veo motivo para que estuviera en el Trinity.

– De acuerdo, no te preocupes -lo tranquilicé-. Probablemente sea alguien que la conoce de la universidad. Vuelve a dormirte. Y perdona por haberte despertado.

– Ningún problema -replicó, entre otro bostezo-. Más vale prevenir que curar. Grábame su descripción completa en una cinta y, si vuelves a verlo, házmelo saber.

Estaba ya medio dormido.

– Así lo haré. Felices sueños.

Permanecí sin moverme en mi árbol durante varios minutos más, aguzando el oído para detectar sonidos extraños. Nada; sólo la maleza a mis pies bamboleándose como un océano bajo el viento, y aquel pinchazo, levísimo pero perceptible, arañándome en ¡a nuca. Me dije que si algo iba a azuzar mi imaginación, sería la historia de Sam acerca de la joven apartada de su amante, de su familia, de su futuro, colgada de una soga de una de aquellas oscuras ramas por todo lo que le quedaba en la vida: su propia vida y la de su bebé. Telefoneé de nuevo a Sam antes de adentrarme por aquellos derroteros. Seguía en vela.

– ¿De qué iba eso? ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien -respondí-. Lo lamento muchísimo. Pensaba que había oído a alguien acercándose. Me imaginaba al destripador misterioso de Frank ataviado con una máscara de hockey y una sierra eléctrica en ristre, pero no he tenido tanta suerte.

También era cierto, evidentemente, pero tergiversar los hechos paraSam no era como tergiversarlos para Frank, y hacerlo me provocó un retortijón en la barriga. Se produjo un segundo de silencio.

– Estoy preocupado por ti -confesó Sam en voz baja.

– Ya lo sé, Sam -contesté-. Lo sé perfectamente. Pero estoy genial. Pronto volveré a casa.

Me pareció oírlo suspirar, un leve suspiro de resignación, demasiado imperceptible como para estar segura.

– Sí -replicó-. Y entonces podremos hablar de nuestras vacaciones.

Regresé a casa paseando mientras pensaba en el vándalo de Sam, en aquella sensación inquietante y en Eddie el Bobo. Lo único que sabía de él es que trabajaba para una agencia inmobiliaria, que él y Daniel no se llevaban bien, que Frank no tenía su inteligencia en gran estima y que había querido apropiarse de Whitethorn House hasta el punto de acusar a su abuelo de enajenación mental. Sopesé varios escenarios: un Eddie maníaco y homicida acabando con la vida de los ocupantes de la casa uno a uno, un Eddie Casanova manteniendo un romance peligroso con Lexie y alucinando al descubrir la noticia del bebé, pero todo se me antojaba demasiado rocambolesco y, además, me complacía pensar que Lexie había tenido mejor gusto como para tirarse a un yuppie estúpido en el asiento trasero de un todoterreno.

Si había merodeado alrededor de la casa en una ocasión y no había encontrado lo que buscaba, las probabilidades de que regresara eran altas, a menos que sólo estuviera echando un último vistazo al lugar que tanto había amado y luego había perdido. Pero no tenía aspecto de sentimental. Lo archivé en la carpeta «Cosas de las que preocuparse en otro momento». Por ahora no figuraba entre mis prioridades.

Lo que ocultaba a Sam era una nueva sospecha sombría que se desplegaba y revoloteaba en un rincón de mi mente: que alguien guardaba un rencor imperdonable contra Whitethorn House; que alguien había estado citándose con Lexie en aquellos caminos, alguien sin rostro cuyo nombre empezaba por N, y que alguien la había ayudado a concebir ese niño. Si aquellas tres personas eran la misma… El vándalo de Sam tal vez no estuviera muy bien cubierto, pero era lo bastante inteligente, al menos cuando estaba sobrio, para ocultarlo; podía ser guapísimo, encantador, todo bondades y, además, ya sabíamos que el proceso de toma de decisiones de Lexie funcionaba de manera algo distinta al de la mayoría de las personas. Especulé encontrarme con alguien en aquellos caminos y dar largos paseos juntos bajo la alta luna invernal y ramas cubiertas de filigranas de hielo, pensé en aquella sonrisa dibujándose bajo las pestañas de Lexie, en la casucha en ruinas y en el refugio tras la cortina de zarzas.

Si al tipo que imaginaba se le había presentado la oportunidad de dejar embarazada a una muchacha de Whitethorn House, le habría parecido una bendición del cielo, una simetría perfecta, cegadora: una bola de oro depositada en sus manos por unos ángeles, irrechazable. Y luego la había matado.


La mañana siguiente alguien escupió sobre nuestro coche. Íbamos de camino a la universidad, Justin y Abby delante, Rafe y yo en el asiento trasero. Daniel se había marchado temprano, sin dar explicaciones, mientras los demás nos encontrábamos a medio desayuno. Se había levantado un día frío y gris, el silencio del amanecer reinaba en el aire y una suave llovizna empañaba las ventanas; Abby hojeaba unos apuntes y canturreaba al son de Mahler, que sonaba en el reproductor de CD, cambiando de octava de manera espectacular a media frase, y Rafe aún andaba en calcetines, intentando desatar un nudo gigante del lazo de sus zapatillas. Mientras atravesábamos Glenskehy, Justin frenó frente al estanco para permitir que un transeúnte atravesara la carretera: se trataba de un anciano, encorvado y enjuto, vestido con un raído traje de tweed de campesino y tocado con una boina. Levantó su bastón en una especie de saludo al pasar junto a nosotros y Justin le devolvió el gesto.

Entonces el hombre vio a Justin. Se detuvo en mitad de la calzada y nos miró a través del parabrisas. Durante una milésima de segundo, su rostro se distorsionó en una máscara tensa de pura furia y repulsión; entonces golpeó con su bastón en el capó, con un sonido metálico tan nítido que escindió la mañana en dos. Todos nos sobresaltamos en nuestros asientos y, antes de que ninguno pudiera reaccionar con sensatez, el viejo escupió en el parabrisas, justo donde estaba Justin, y atravesó renqueando la calzada hasta la acera de enfrente, al mismo ritmo deliberado.

– Pero ¿qué…? -balbuceó Justin sin aliento-. Pero ¿qué diablos? ¿Qué ha pasado?

– No les gustamos -respondió Abby sin alterarse, estirando la mano para activar el limpiaparabrisas. La calle era larga y estaba desierta, casitas de colores pastel se apiñaban bajo la lluvia, con una oscura nube de montañas irguiéndose a sus espaldas. Ni un solo movimiento, más allá del cojeo lento y mecánico del anciano y el coletazo de una cortina de ganchillo al fondo de la calle-. Conduce, cielo.

– ¡Vejestorio de mierda! -exclamó Rafe, mientras agarraba su zapato como si fuera un arma, con los nudillos blancos de tanto apretar-. Deberías haberlo atropellado, Justin. Deberías haber esparcido lo que sea que tiene dentro de ese minúsculo cerebro por toda esta desgraciada calle.

Empezó a bajar la ventanilla.

– Rafe -lo reprendió Abby-. Sube ese cristal ahora mismo.

– ¿Por qué? ¿Por qué tenemos que dejarle que se vaya de rositas?

– Porque sí -dije yo, en voz baja-. Quiero salir a pasear esta noche.

Rafe se detuvo en seco, tal como había supuesto que haría; me miró atónito, con una mano todavía en la manivela de la ventanilla. A Justin se le caló el coche con un terrible chirrido, consiguió meter de nuevo la marcha y pisó a fondo el acelerador.

– Encantador -dijo. Su voz tenía un deje quebradizo: el menor asomo de maldad lo entristecía-. Ha sido realmente encantador. Sé perfectamente que no les gustamos, pero eso era completamente innecesario. Yo no le he hecho nada a ese hombre. Es más, he frenado para dejarlo cruzar. ¿Por qué ha hecho eso?

Estaba bastante segura de conocer la respuesta a aquella pregunta. Sam había estado ocupado en Glenskehy los últimos días. Un detective de Dublín que despierta admiración con su traje de chico de ciudad y entra en las salas de estar del pueblo haciendo preguntas, desenterrando con paciencia historias sepultadas en el tiempo, y todo eso porque habían apuñalado a una de las muchachas de aquel caserío. Sam habría hecho su trabajo con amabilidad y diligencia, como siempre; no era a él a quien iban a odiar.

– Por nada -contestó Rafe. Ambos andábamos retorcidos en nuestros asientos para observar a través de la luna trasera al viejo, que aún seguía de pie en la acera, frente a la puerta del estanco, apoyado en su bastón y en actitud desafiante-. Lo ha hecho sencillamente porque es un monstruo del Paleolítico y odia a cualquiera que no sea su esposa, su hija o ambas cosas a la vez. Es como vivir en medio de la maldita Deliverance. [18]

– ¿Queréis que os confiese algo? -dijo Abby con frialdad, sin ni siquiera volver la vista-. Empiezo a estar muy, pero que muy harta de vuestra actitud colonialista. Sólo porque no fuese a una elitista escuela preparatoria inglesa no significa necesariamente que sea inferior a vosotros. Y si Glenskehy no está a vuestra altura, sois perfectamente libres de buscaros otro sitio para vivir.

Rafe abrió la boca, luego se encogió de hombros enfurruñado y la cerró sin decir nada. Le dio un fuerte tirón a la lazada de la zapatilla, tan fuerte que se le rompió, y blasfemó en voz baja.

Si aquel hombre hubiera sido treinta o cuarenta años más joven, yo me habría dedicado a memorizar sus rasgos para facilitárselos a Sam. El hecho de que no se tratara de un sospechoso viable (aquel tipo no había dejado sin aliento a cinco estudiantes que lo perseguían corriendo) hizo que un desagradable escalofrío me recorriera los hombros. Abby subió el volumen de la radio; Rafe arrojó la zapatilla al suelo y enseñó el dedo corazón a través de la luna trasera. «Nos vamos a meter en un lío», pensé.


– Escucha -me dijo Frank esa misma noche-. Le insistí a mi amigo del FBI que ordenara a sus muchachos que indagaran un poco más. Le expliqué que teníamos razones para creer que nuestra joven se largó porque sufrió una crisis nerviosa, de modo que íbamos tras la pista de posibles síntomas o causas. Porque es eso lo que creemos, ¿no es así?

– No tengo ni idea de lo que tú crees, querido Frankie. A mí no me pidas que me zambulla en ese agujero negro que es tu cerebro. -Estaba encaramada a mi árbol. Acomodé la espalda contra una mitad del tronco y apuntalé los pies en la otra para poder apoyarme el cuaderno de notas en los muslos. A través de las ramas se filtraba una luz de luna suficiente para poder ver la página-. Aguarda un segundo -le pedí sosteniendo el teléfono bajo la mandíbula para buscar mi bolígrafo.

– Pareces contenta -comentó Frank con un dejo de sospecha.

– Acabo de disfrutar de una cena maravillosa y de compartir unas risas. ¿Por qué no debería estar contenta? -Logré sacar el bolígrafo del bolsillo de mi chaqueta sin caerme del árbol-. Lista, dispara.

Frank emitió un ruido de exasperación.

– Suena maravilloso, sí, pero procura mantener las distancias. Existe la posibilidad de que tengas que arrestar a una de esas personas.

– Pensaba que apuntabas a un extraño misterioso con capa negra.

– Mantengo abiertas todas las hipótesis. Y la capa es opcional. Bueno, esto es todo lo que tenemos, dijiste que querías cosas triviales, así que luego no te quejes. El dieciséis de agosto de 2000, Lexie-May-Ruth cambió de proveedor de telefonía móvil para disfrutar de una tarifa local más barata. El veintidós le subieron el sueldo en la cafetería, setenta y cinco centavos más la hora. El veintiocho, Chad le propuso en matrimonio y ella aceptó. El primer fin de semana de septiembre, ambos viajaron en coche hasta Virginia para conocer a los padres de Chad, quienes afirmaron que se trataba de una joven muy dulce que les había regalado una planta enmacetada.

– El anillo de compromiso -dije, en un tono informal. Aquella información estaba haciendo que en mi cabeza las ideas estallaran como palomitas, pero no quería que Frank lo supiera-. ¿Lo llevaba puesto cuando se separaron?

– No. Los policías se lo preguntaron a Chad. Lo dejó en la mesilla de noche, pero eso no lo inquietó. Siempre lo hacía cuando iba a trabajar, para evitar perderlo o que se le cayera en la freidora o lo que fuera. Tampoco estamos hablando de un pedrusco. Chad es bajista en un grupo grunge llamado Man From Nantucket y aún no han dado el salto a la fama, así que de momento se gana la vida como carpintero. Está sin blanca.

Mis notas eran meros garabatos que, a causa de la luz y el árbol, estaban adquiriendo una inclinación divertida. Pero lograría descifrarlas.

– ¿Qué pasó a continuación?

– El doce de septiembre, nuestra joven y Chad compraron una PlayStation con su tarjeta de crédito conjunta, lo cual supongo que es tan buena señal de compromiso como cualquier otra en los tiempos que corren. El dieciocho ella vendió su coche, un Ford del 86, por seiscientos dólares; explicó a Chad que quería comprarse algo menos destartalado ahora que había obtenido un aumento de sueldo. El veintisiete acudió al médico a causa de una infección de oído, probablemente contraída por nadar; le prescribieron antibióticos y se curó. Y el diez de octubre había desaparecido. ¿Es esto lo que buscabas?

– Sí -contesté-. Es exactamente la clase de datos que tenía en mente. Gracias, Frank. Eres una joya.

– Debió de ocurrir algo entre el doce y el dieciocho de septiembre. Hasta el día doce, todo el mundo asegura que no tenía intención de moverse de allí: se había comprometido, había ido a conocer a los padres de su novio y se dedicaba a comprar cosas con Chad como cualquier pareja. Sin embargo, el dieciocho vende el coche, lo cual me indica que está reuniendo fondos para largarse. ¿Estás conmigo?

– Tiene sentido -respondí, aunque sabía que Frank se equivocaba.

Un último y suave clic había hecho que aquel súbito cambio de comportamiento encajara de repente, y supe sin más por qué Lexie había huido a toda prisa de Carolina del Norte, lo supe con la misma claridad que si ella estuviera sentada, ingrávida, en una rama junto a mí, balanceando sus piernas a la luz de la luna y susurrándomelo al oído. Y supe por qué se disponía a escapar también de Whitethorn House. Alguien había intentado retenerla.

– Procuraré averiguar algo más acerca de esa semana, quizá consiga que alguien entreviste al pobre Chad. Si logramos adivinar qué la hizo cambiar de planes, deberíamos ser capaces de señalar a nuestro hombre misterioso.

– Suena bien. Gracias, Frank. Mantenme al corriente de tus pesquisas.

– No hagas nada que yo no haría -me recomendó antes de colgar el teléfono.

Incliné la pantalla de mi móvil hacia el cuaderno para poder leer mis apuntes. La PlayStation era irrelevante; es fácil comprar con una tarjeta de crédito si no se tiene intención de pagar; no había ningún plan de largo recorrido. El último dato sólido que confirmaba su pretensión de quedarse era el cambio de operador telefónico, en agosto. Uno no se preocupa de obtener una tarifa más económica a menos que vaya a usarla. El 16 de agosto se había sentido encerrada en su vida como May-Ruth, sin salidas.

Y entonces, menos de dos semanas después, el pobre músico grunge le había propuesto en matrimonio. Después de aquello, ninguno de los movimientos de Lexie indicaba que pretendiera quedarse. Había dado su consentimiento, había sonreído y se había tomado su tiempo hasta reunir el dinero necesario, y luego había echado a correr lo más lejos y rápidamente que había podido, sin volver la vista atrás ni una sola vez. Al final resultaba que no había sido el apuñalador misterioso de Frank, ni ninguna amenaza enmascarada emergiendo sigilosamente de entre las sombras con una cuchilla reluciente. Había sido algo tan simple como un anillo barato.

Y en esta última ocasión había sido el bebé, un vínculo de por vida con un hombre, con un lugar. Podría haberse desprendido de él, tal como se había desembarazado de Chad, pero eso no había sido lo importante. El mero hecho de pensar en ese vínculo la había hecho estrellarse contra las paredes, frenética como un ave enjaulada.

La primera falta y los precios de los vuelos, y, en algún lugar en medio de todo aquello, N. N era o bien la trampa que la retenía aquí o, de algún modo que yo debía descifrar, su válvula de escape a aquella situación.


Los otros estaban despatarrados en el suelo del salón de estar, frente a la chimenea, como niños, hurgando en una maleta hecha polvo que Justin acababa de encontrar en algún sitio. Rafe tenía las piernas echadas amigablemente sobre Abby; según parecía habían hecho las paces tras su bronca matutina. La alfombra estaba sembrada de tazas y de un plato con galletas de jengibre y un popurrí de objetos pequeños y maltrechos: canicas con agujeros, soldaditos de plomo, medio caramillo de arcilla.

– ¡Caramba! -exclamé, al tiempo que lanzaba mi chaqueta al sofá y me dejaba caer entre Daniel y Justin-. ¿Qué tenemos aquí?

– Rarezas muy raras -respondió Rafe-. Ten. Para ti.

Agarró un ratoncillo mecánico apolillado, le dio cuerda y lo envió en mi dirección, arrastrándose por el suelo. Se detuvo a medio camino, con una rascada sorda.

– Espera, toma mejor esto -intervino Justin, al tiempo que estiraba la mano y me ofrecía el plato de galletas-. Sabe mejor.

Cogí una galleta con una mano, metí la otra en la maleta y encontré algo duro y pesado. Al sacarlo me quedé observando lo que parecía una caja de madera desvencijada; en la tapa otrora se leyeron las iniciales «EM», en un grabado madreprela, pero ahora sólo quedaban leves restos.

– ¡Vaya! ¡Qué suerte la mía! -exclamé al tiempo que abría la tapa-. Esta casa es como la mejor tómbola del mundo.

Era una caja de música, con un cilindro deslustrado y un forro de seda azul desgarrado y, tras runrunear unos segundos, acabó por emitir la melodía «Mangas verdes», oxidada y dulce. Rafe puso una mano sobre el ratoncito mecánico, que seguía silbando a medio gas. Se produjo un largo silencio, tan sólo interrumpido por el crepitar del fuego, mientras escuchábamos.

– Bellísima -opinó Daniel con voz suave, cerrando la caja una vez que la melodía hubo concluido-. Es maravillosa. Las próximas Navidades…

– ¿Puedo guardarla en mi habitación para oírla antes de dormir? -pregunté-. ¿Hasta Navidades?

– ¿Ahora necesitas que te canten nanas? -preguntó Abby, pero con una sonrisa-. Claro que puedes.

– Me alegro de no haberla encontrado antes -observó Justin-. Debe de tener cierto valor; nos habrían obligado a venderla para pagar los impuestos.

– No creo que sea tan valiosa -objetó Rafe, arrebatándome la caja de las manos y examinándola de cerca-. Las cajas básicas como ésta valen unas cien libras, mucho menos en estas condiciones. Mi abuela tenía una colección, docenas de ellas, cubrían absolutamente todas las superficies de la casa, a la espera de caer y hacerse añicos si andabas con demasiado ímpetu, y provocarle un ataque de cólera.

– ¡Para! -lo regañó Abby, dándole una patadita en el tobillo («nada de pasados»), pero su enfado no parecía auténtico. Por algún motivo, quizá simplemente por esa alquimia misteriosa que se crea entre los amigos, toda la tensión de los últimos días parecía haberse desvanecido; volvíamos a sentirnos felices juntos: nuestros hombros se rozaban y Justin le bajó el jersey a Abby, que se le había remangado por la cintura-. Pero es posible que tarde o temprano encontremos algo de valor en medio de todo este barullo.

– ¿Qué haríais con el dinero? -preguntó Rafe al tiempo que alargaba la mano para coger otra galleta-. Con unos cuantos miles, pongamos por caso.

En aquel momento me vino a la memoria la voz de Sam, susurrándome al oído: «Esa casa está repleta de bártulos viejos. Si hubiera habido algo de valor…».

– Comprar una cocina nueva con horno de leña incorporado -contestó Abby al instante-, así tendríamos un sistema de calefacción decente y unos fogones que no se desharían en montones de óxido con sólo mirarlos. Mataríamos dos pájaros de un tiro.

– ¡Qué derrochadora! -bromeó Justin-. ¿Qué me dices de comprarte unos cuantos vestidos caros y pasar los fines de semana en Montecarlo?

– Me conformo con que no se me vuelvan a congelar los dedos de los pies.

«Quizás hubieran acordado una cita para que ella le diera algo y no se entendieron, Lexie cambió de opinión», había conjeturado yo… Caí en la cuenta de que tenía agarrada la caja de música como si temiera que alguien me la robara.

– Yo haría reconstruir el tejado, creo -explicó Daniel-. Dudo que se desintegre en los próximos años, pero no estaría de más evitar tener que esperar a que lo haga.

– ¿En serio? -preguntó Rafe, sonriéndole de medio lado mientras volvía a dar cuerda al ratón mecánico-. Yo habría apostado a que jamás venderías este trasto, fuera cual fuese su valor; que te limitarías a enmarcarlo y colgarlo de la pared. Historia familiar por encima del cochino dinero.

Daniel movió la cabeza y extendió una mano para que yo le pasara su taza de café (había estado mojando mi galleta en ella).

– Lo que importa es la casa -aclaró, le dio un sorbo al café y me devolvió la taza-. Lo demás no es más que decoración, a decir verdad; les tengo cariño, pero vendería estos cachivaches sin titubear si necesitáramos el dinero para pagar la reconstrucción del tejado o algo por el estilo. Esta casa encierra bastante historia entre sus paredes y, al fin y al cabo, lo que estamos haciendo es hacerla nuestra, día a día.

– ¿Y qué harías tú, Lex? -quiso saber Abby.

Allí estaba, por supuesto, la pregunta del millón de dólares, la que había estado repicando en mi cabeza como un martillo hidráulico. Sam y Frank no habían seguido la pista del trato con un anticuario venido a pique porque, básicamente, nada apuntaba en esa dirección. Todos los objetos de valor se habían destinado a pagar los impuestos de sucesión, no se había logrado establecer ninguna conexión entre Lexie y un anticuario o perista, y nada indicaba que necesitara dinero… hasta ahora.

Lexie tenía ochenta y ocho libras en su cuenta bancaria; apenas le llegaba para salir de Irlanda, por no hablar ya de empezar una nueva vida en otro lugar, y sólo le quedaban un par de meses antes de que empezara a notársele el embarazo, de que el padre se diera cuenta, y entonces sería demasiado tarde. La última vez había vendido su coche; en esta ocasión no tenía nada que vender.

Es asombroso la facilidad con la que uno puede tirar su vida a la cuneta y hacerse con una nueva, si se limita a vivir con poco y a aceptar cualquier trabajo que pague un sueldo. Después de la Operación Vestal, yo pasé muchas noches conectada a internet, comprobando precios de hoteles y anuncios de demanda de empleos en varios idiomas y haciendo cálculos. Hay un montón de ciudades donde se puede conseguir un piso de mala muerte por trescientas libras al mes o una cama en un hostal por diez la noche; un pasaje de avión y suficiente dinero para alimentarte durante unas cuantas semanas, mientras contestas a los anuncios para camarera, guía turística o pinche de cocina, y uno puede hacerse con una vida nueva por el precio de un coche de segunda mano. Yo tenía ahorradas dos mil libras: más que suficiente.

Y Lexie de eso sabía mucho más que yo; ya lo había practicado con anterioridad. No habría necesitado encontrar un Rembrandt perdido en el fondo de un armario. Lo único que necesitaba era la baratija acertada, una joya de cierto valor o un jarrón de porcelana raro (he oído subastas en las que se pagan varios cientos de libras por osos de peluche), y un comprador, además de la voluntad de vender fragmentos de aquella casa a escondidas de los demás.

Había huido en el coche de Chad, pero yo habría puesto la mano en el fuego a que esta vez todo había sido distinto: aquél había sido su hogar.

– Yo compraría estructuras para las camas -respondí-. A mí los muelles del somier se me clavan a través del colchón, como en el cuento aquel de la princesa y el guisante, y oigo a Justin cada vez que cambia de postura.

Volví a abrir la caja de música para poner fin a aquella conversación.

Abby empezó a cantar al son de la música, mientras hacía girar el caramillo entre sus manos. Rafe dio media vuelta al ratón de juguete y empezó a examinar el mecanismo interno. Justin propinó un golpe experto a una canica con otra y la primera rodó por el suelo hasta chocar con la taza de Daniel; éste alzó la vista del soldadito de plomo con el que estaba entretenido y sonrió, con el pelo cayéndole a mechones sobre la frente. Yo los observé a todos y acaricié con mis dedos la vieja seda, rogando al cielo haber dicho la verdad.

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