Capítulo 16

Regresé al Trinity a la hora de comer, pero los demás seguían en sus cubículos. En cuanto aparecí en el largo pasillo de libros que conducía a nuestro rincón, alzaron la vista, rápidamente, casi al mismo tiempo, y dejaron caer sus bolígrafos.

– ¡Por fin! -exclamó Justin, con un gran suspiro de alivio, mientras yo llegaba hasta ellos-. Aquí estás. Ya era hora.

– ¡Pero bueno! -soltó Rafe-. ¿Por qué has tardado tanto? Justin pensaba que te habían arrestado, pero le he dicho que lo más probable era que te hubieras fugado con O'Neill.

Rafe tenía el pelo arremolinado y Abby se había pintarrajeado una mejilla con el bolígrafo y no podían ni imaginarse lo guapos que me parecieron entonces, lo cerca que habíamos estado de perdernos unos a otros. Tenía ganas de tocarlos, de abrazarlos, de apretujarles las manos.

– Me han hecho esperar una eternidad -expliqué-. ¿Vamos a comer? Me muero de hambre.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Daniel-. ¿Has podido identificar a ese energúmeno?

– ¡Qué va! -respondí, inclinándome por delante de Abby para coger mi mochila-. Aunque estoy segura de que se trata del tipo de la otra noche. Deberíais haberle visto la cara. Parece que se haya enfrentado en diez rounds a Muhammad Alí.

Rafe soltó una carcajada y levantó la palma para chocar los cinco conmigo.

– ¿Qué os hace tanta gracia? -quiso saber Abby-. Ese hombre os podría haber acusado de agresión, si quisiera. Eso es precisamente lo que Justin pensaba que había sucedido, Lex.

– No presentará cargos. Le ha dicho a la policía que se cayó de la bicicleta. Está todo controlado.

– ¿Y ha habido algo que te haya hecho recuperar la memoria? -inquirió Daniel.

– No.

Arranqué el abrigo de Justin de su silla y lo agité en el aire.

– ¡Venga! ¿Os apetece ir al Buttery? Me apetece comer comida de verdad. Esos polis me han puesto hambrienta.

– ¿Y tienes idea de qué ocurrirá ahora? ¿Creen que es el hombre que te atacó? ¿Lo han arrestado?

– No -respondí-. No tienen pruebas suficientes, o algo por el estilo. Y no creen que fuera quien me apuñaló.

Me había dejado arrastar por la idea de que era una buena noticia y había olvidado que podía no serlo desde la perspectiva de los demás. De repente se produjo un silencio sepulcral, nadie miraba a nadie. Rafe cerró los ojos un instante, como si sintiera un estremecimiento.

– ¿Por qué no? -quiso saber Daniel-. A mí me parece un sospechoso más que lógico.

Me encogí de hombros.

– ¿Quién sabe qué se les pasa por la cabeza? Es lo que me han dicho.

– ¡Por todos los diablos! -lamentó Abby.

Había empalidecido y, bajo la luz de los fluorescentes, sus ojos parecían cansados.

– Entonces -observó Rafe-, a fin de cuentas, todo esto no tenía ningún sentido. Volvemos a estar donde empezamos.

– Aún no lo sabemos -replicó Daniel.

– Pues llámame pesimista si quieres, pero yo lo veo bastante claro.

– Vaya -lamentó Justin en voz baja-. Tenía la esperanza de que por fin fuera a acabarse esta historia.

Nadie le respondió.


Daniel y Abby volvían a hablar en el patio, muy entrada ya la noche. Ya no necesité guiarme por el tacto de las paredes para llegar hasta la cocina; a aquellas alturas podría haber recorrido la casa con los ojos vendados sin dar un mal paso ni hacer crujir una tabla del suelo.

– No sé por qué -decía Daniel. Estaban sentados en el balancín, fumando, sin tocarse-. No atino a verbalizarlo. Posiblemente tanta tensión esté nublando mi juicio… Sólo estoy preocupado.

– Lexie ha pasado una mala época -justificó Abby con cuidado-. Creo que su único deseo es volver a la normalidad y olvidar lo ocurrido.

Daniel la miró; la luz de la luna se reflejaba en sus gafas y apantallaba sus ojos.

– ¿Qué es lo que me ocultas? -preguntó.

El bebé. Me mordí el labio y rogué al cielo por que Abby creyera en la lealtad fraternal. Ella sacudió la cabeza.

– En esta ocasión tendrás que confiar en mí.

Daniel apartó la mirada y la proyectó a lo lejos, y justo entonces yo atisbé un destello de algo -agotamiento o pesar- cubrirle el rostro.

– Antes nos lo contábamos todo -se quejó-, no hace tanto. ¿No es verdad? ¿O soy sólo yo quien lo recuerda así? Los cinco contra el mundo, sin secretos, nunca.

Abby arqueó las cejas.

– ¿En serio? No estoy tan segura de que todo el mundo lo cuente todo. Tú no lo haces, sin ir más lejos.

– Me gustaría pensar -replicó Daniel al cabo de un momento- que lo hago lo mejor que puedo. A menos que exista una razón de peso para no hacerlo, yo os cuento a ti y a todos los demás todo lo que importa de verdad.

– Pero siempre existe alguna razón de peso, ¿no? Contigo al menos. El rostro de Abby estaba pálido, reconcentrado.

– Es posible, sí -contestó Daniel con voz queda y un largo suspiro-. Antes no era así.

– Tú y Lexie -añadió Abby-. ¿Alguna vez os habéis…? -Un silencio; los dos se miraban de hito en hito, con la intensidad de los enemigos-. Porque eso sería una razón de peso…

– ¿De verdad? ¿Por qué? -Otro silencio. La luna se ocultó; sus rostros se fundieron en la noche-. No -confesó Daniel al fin-. Nunca. Pero te respondería lo mismo de todas maneras, puesto que no veo qué importancia puede tener eso, así que no espero que me creas. Pero por si sirve de algo, no lo hemos hecho.

De nuevo el silencio. El diminuto resplandor rojizo de una colilla describiendo un arco en la oscuridad como un meteoro. Yo de pie en la fría cocina, espiándolos a través del cristal y deseando poderles decir: «Todo saldrá bien. Todo el mundo se calmará y volverá a la normalidad con el tiempo, ahora que tenemos tiempo. Me quedo».


Un portazo en medio de la noche; pasos apresurados y descuidados dando trompicones en la madera; otro portazo, esta vez más rotundo, la puerta principal.

Yo escuchaba, sentada en mi cama, con el corazón palpitándome a mil por hora. Hubo un cambio en algún lugar de la casa, tan sutil que más que oírlo lo noté recorrer las paredes y el suelo de madera y sacudir mis huesos: alguien se movía. Podría haber procedido de cualquier sitio. Era una noche tranquila, el viento no agitaba los árboles, sólo se oía el frío y engañoso reclamo de una lechuza a la caza en los distantes prados. Apoyé la almohada contra el cabezal de la cama, me acomodé y esperé. Me vinieron ganas de fumarme un pitillo, pero estaba bastante segura de no ser la única que estaba despierta, con todos los sentidos alerta, a la espera del más leve indicio: el sonido metálico de un encendedor, el olor del humo revoloteando en la penumbra.

Transcurridos unos veinte minutos, la puerta principal volvió a abrirse y cerrarse, esta vez con mucho sigilo. Una pausa; luego pisadas delicadas y cuidadosas subiendo las escaleras, hasta el dormitorio de Justin, y el crujido explosivo de los muelles de la cama en el piso inferior.

Dejé pasar otros cinco minutos. Al ver que no ocurría nada interesante, me deslicé fuera de la cama y bajé corriendo las escaleras (no tenía sentido procurar ser silenciosa).

– Ah -dijo Justin al ver mi cabeza asomar por detrás de su puerta-. Eres tú.

Estaba sentado en el borde de su cama, semivestido: con pantalones y zapatos, pero sin calcetines, con la camisa por fuera y a medio abotonar. Tenía un aspecto terrible.

– ¿Estás bien? -pregunté.

Justin se pasó las manos por la cara y vi que estaba temblando.

– No -respondió-. La verdad es que no.

– ¿Qué ha pasado?

Dejó caer las manos y me miró; tenía los ojos enrojecidos.

– Vete a la cama -dijo-. Vete a la cama y no preguntes, Lexie.

– ¿Estás enfadado conmigo?

– No todo en este mundo gira en torno a ti, ¿sabes? -replicó con frialdad-. Aunque te cueste creerlo.

– Justin -susurré, transcurrido un segundo-. Yo sólo quería…

– Si de verdad quieres ayudar -me interrumpió-, déjame en paz.

Se puso en pie y empezó a estirar las sábanas, con gestos rápidos y torpes y la espalda vuelta hacia mí. Cuando me quedó claro que no iba a decir nada más, salí, cerré su puerta lentamente y regresé arriba. No había luz bajo la puerta de Daniel, pero lo noté allí, a sólo unos pasos de distancia, en la oscuridad, escuchando y pensando.


Al día siguiente, cuando salí de mi tutoría de las cinco de la tarde, Abby y Justin me esperaban en el pasillo.

– ¿Has visto a Rafe? -preguntó Abby.

– Desde la hora de la comida, no -contesté. Estaban vestidos para salir a la calle, Abby con su largo abrigo gris y Justin con su chaqueta de tweed abotonada; gotas de lluvia resplandecían en sus hombros y en su cabello-. ¿No tenía una reunión con el director de la tesis?

– Eso es lo que nos dijo -respondió Abby, apartándose hacia la pared para dejar pasar a una pandilla de estudiantes alborotados-, pero las reuniones de la tesis no duran cuatro horas y, además, hemos ido a comprobar si estaba en el despacho de Armstrong y está cerrado. No está allí.

– Quizás haya ido al Buttery a tomarse una pinta -sugerí.

Justin se estremeció. Todos sabíamos que Rafe había estado bebiendo un poco más de la cuenta, pero nadie hacía alusión a ello, nunca.

– También lo hemos comprobado -replicó Abby-. Y no iría al Pav, dice que está lleno de zoquetes cachas y le hace recordar sus días en el internado. No se me ocurre dónde más mirar.

– ¿Qué sucede? -preguntó Daniel, que venía de su tutoría, al otro lado del pasillo.

– No encontramos a Rafe.

– Hummm -musitó Daniel, mientras se colocaba bien los libros y papeles que cargaba en un brazo-. ¿Lo habéis llamado al móvil?

– Tres veces -responidó Abby-. La primera pulsó la tecla de rechazar llamada y después apagó el teléfono.

– ¿Y sus cosas están en su cubículo?

– No -aclaró Justin, dejándose caer contra la pared mientras se mordisqueaba una cutícula-. Se lo ha llevado todo.

– Bueno, eso es buena señal -opinó Daniel, mirando a Justin con una sonrisa afable-. Significa que no le ha ocurrido nada inesperado; no lo ha atropellado ningún coche ni ha tenido ninguna emergencia de salud y han tenido que llevárselo al hospital. Simplemente se habrá ido solo a dar un paseo.

– Sí, pero ¿dónde? -Justin empezaba a alzar la voz-. ¿Y qué se supone que debemos hacer nosotros ahora? No podrá volver a casa sin nosotros. ¿Nos limitamos a dejarlo aquí?

Daniel dirigió su mirada hacia el otro lado del pasillo, por encima de todas aquellas cabezas arremolinadas. El aire olía a alfombra húmeda; en algún punto a la vuelta de la esquina una chica profirió un chillido, agudo y taladrante, y Justin, Abby y yo nos sobresaltamos, pero antes de darnos cuenta de que sólo fingía estar horrorizada, su alarido ya se había convertido en una regañina coqueta. Daniel reflexionaba mordisqueándose el labio y no pareció darse cuenta. Transcurrido un momento suspiró.

– Rafe -dijo, con una sacudida rápida y exasperada de cabeza-. Estoy harto. Sí, por supuesto que lo dejamos aquí; no podemos hacer otra cosa. Si quiere volver a casa, que nos llame por teléfono o que tome un taxi.

– ¿Hasta Glenskehy? Yo no pienso volver a conducir hasta el pueblo para ir a buscarlo sólo porque le haya apetecido comportarse como un idiota…

– Bueno -contestó Daniel-, estoy seguro de que se las apañará. -Colocó una hoja suelta en el montón con el que cargaba y añadió-: Vayamos a casa.


Cuando acabamos de cenar, una cena bastante mediocre, pechugas de pollo sacadas del congelador, arroz y un frutero dejado de cualquier manera en el centro de la mesa, Rafe aún no había telefoneado. Había vuelto a encender el móvil, pero seguía dejando que nos saltara el contestador.

– No es propio de él -opinó Justin, mientras rascaba de manera compulsiva con la uña del pulgar la cenefa del borde de su plato.

– Y tanto que lo es -sentenció Abby-. Se habrá ido por ahí y se habrá ligado a una chica, como aquella otra vez, ¿os acordáis? Desapareció durante dos días.

– Aquello fue distinto. ¿Y tú por qué asientes? -añadió Justin, en tono amargo, mirándome-. Es imposible que te acuerdes. Ni siquiera vivías aquí.

Se me disparó la adrenalina, pero nadie pareció sospechar nada; estaban todos demasiado absortos en Rafe como para percatarse de mi pequeño desliz.

– Asiento porque os he oído contarlo. Existe una cosa que se llama comunicación; estaría bien que la probaras alguna vez…

Todos estaban de un humor quisquilloso, yo incluida. No es que me preocupara en exceso dónde estuviera Rafe, pero el hecho de que no estuviera en casa me estaba poniendo nerviosa, y también el no saber si mis nervios se debían a motivos puramente relacionados con la investigación (la bienamada intuición de Frank) o simplemente porque, sin él, el equilibrio en aquella estancia era precario.

– ¿Por qué fue distinto? -quiso saber Abby.

Justin se encogió de hombros.

– Porque entonces no vivíamos juntos.

– ¿Y? Más razón aún. ¿Qué se supone que debe hacer si le apetece enrollarse con alguien? ¿Traerla aquí?

– Se supone que tiene que llamarnos o, como mínimo, dejarnos alguna nota.

– ¿Diciendo qué? -pregunté, mientras troceaba un melocotón en daditos-. «Queridos amigos, voy a echar un polvo. Hablamos mañana o esta noche, si no ligo, o a las tres de la madrugada si la piba se lo monta mal…»

– No seas vulgar -me cortó Justin-. Y, por el amor de Dios, cómete el puñetero melocotón o deja de manosearlo.

– No soy vulgar. Simplemente digo lo que pienso. Y me lo comeré cuando me plazca. ¿Te digo yo acaso cómo tienes que comer?

– Deberíamos llamar a la policía -sugirió Justin.

– No -atajó Daniel, dándose unos golpecitos con un cigarrillo en la parte interior de la muñeca-. De momento no serviría de nada. La policía establece un plazo de tiempo antes de declarar a alguien desaparecido, veinticuatro horas, creo, aunque pueden ser más, antes de iniciar la búsqueda. Y Rafe es un adulto.

– En teoría -puntualizó Abby.

– Y además tiene todo el derecho del mundo a pasar una noche fuera de casa si le apetece.

– Pero ¿y si ha cometido alguna tontería?

La voz de Justin se estaba transformando en un lamento.

– Uno de los motivos por los que no me gustan los eufemismos -replicó Daniel, sacudiendo la cerilla para apagarla y depositándola con cuidado en el cenicero- es que excluyen cualquier comunicación real. Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que Rafe seguramente haya cometido alguna tontería, pero eso abarca un amplio abanico de posibilidades. Supongo que te preocupa que se haya suicidado, cosa que, a mi juicio, es sumamente improbable.

Transcurridos unos momentos, Justin dijo sin levantar la vista:

– ¿Alguna vez te ha hablado de aquella ocasión, cuando tenía dieciséis años, en que sus padres lo obligaron a cambiarse de escuela por décima vez o la que fuera?

– Nada de pasados -dijo Daniel.

– No pretendía suicidarse -contestó Abby-. Sólo intentaba llamar la atención del huevón de su padre, y no funcionó.

– He dicho que nada de pasados.

– No estoy hablando de pasados. Yo sólo digo que esto no es lo mismo, Justin. ¿No crees que Rafe ha cambiado muchísimo en los últimos meses? ¿No te parece que está mucho más feliz?

– En los últimos meses sí -respondió Justin-. Pero no en las últimas semanas.

– Bueno, ya -dijo Abby y cortó una rodaja de manzana por la mitad con un gesto rápido-, no ha sido el mejor momento para ninguno de nosotros. Pero aun así, la situación es muy distinta. Ahora Rafe sabe que tiene un hogar, sabe que cuenta con personas que se preocupan por él y dudo mucho que quiera autolesionarse. Simplemente lo está pasando mal y ha salido a emborracharse y perseguir faldas. Regresará cuando se le pase.

– ¿Y qué pasará si…? -La voz de Justin se apagó-. Detesto esta situación -dijo en voz baja, con la mirada fija en su plato-. De verdad que la detesto.

– Todos la detestamos -replicó Daniel con brío- Ha sido un período de prueba para todos nosotros. Tenemos que aceptarlo y tener paciencia con nosotros mismos y con los demás mientras nos recuperamos.

– Dijiste que dejáramos pasar el tiempo, que así la cosa se arreglaría. Pero no se está arreglando nada, Daniel. Cada vez es peor.

– En realidad -apuntó Daniel-, cuando dije eso pensaba en dejar transcurrir algo más que tres semanas. Pero si te parece un plazo poco razonable, no dudes en comunicármelo.

– ¿Cómo puedes estar tan relajado? -Justin estaba a punto de romper a llorar-. Estamos hablando de Rafe.

– Al margen de lo que esté haciendo Rafe -apuntó Daniel, volviendo la cabeza educadamente a un lado para no echarnos el humo-, no consigo ver en qué podría contribuir que yo me pusiera histérico.

– Yo no estoy histérico. Sencillamente, así es como reacciona la gente cuando uno de sus amigos se desvanece como por arte de magia.

– Justin -lo interpeló Abby con voz tranquilizadora-, no pasa nada, ya verás.

Pero Justin no la escuchaba.

– Porque tú seas un maldito robot… ¡Dios mío, Daniel!, sólo por una vez, aunque fuera sólo una vez me gustaría ver que te comportas como si te preocuparas por el resto de nosotros, por algo, por lo que fuera…

– Creo que tienes razones más que suficientes -replicó Daniel con frialdad- para darte cuenta de que yo me preocupo muchísimo por vosotros cuatro.

– Pues no. ¿Qué razones son ésas? A mí me parece que te importamos un bledo…

Abby lo interrumpió alzando la palma de una mano hacia el techo y señalando con el dedo la estancia que nos rodeaba y el jardín de fuera. Pero aquel gesto y el modo como su mano cayó de nuevo en su regazo transmitían algo inquietante; parecía un gesto cansado, casi resignado.

– Ah, claro -convino Justin, repantingándose en su silla. La luz incidía sobre su rostro en un ángulo cruel, ahuecando sus pómulos y dibujando una larga ranura negra entre sus cejas, y por un segundo creí ver su cara recubierta por una máscara temporal y pude intuir qué aspecto tendría dentro de cincuenta años-. Por supuesto. La casa. Y mira dónde nos ha llevado.

Se produjo un silencio afilado, imperceptible.

– Yo nunca he afirmado ser infalible -terció Daniel, con una voz teñida por una peligrosa intensidad de un sentimiento que jamás le había oído con anterioridad-. Sólo puedo deciros que me esfuerzo al máximo por hacer lo mejor para los cinco. Si crees que no lo hago bien, siéntete libre de tomar tus propias decisiones. Si crees que no deberíamos convivir, entonces múdate. Si crees que tienes que denunciar la desaparición de Rafe, descuelga el auricular y telefonea a la policía.

Justin se encogió de hombros con aire desvalido y volvió a picotear de su plato. Daniel fumaba, con la vista perdida en la media distancia. Abby se comió la manzana. Y yo hice picadillo mi melocotón. Todos guardamos silencio un largo rato.


– Veo que habéis perdido al mujeriego -comentó Frank cuando lo telefoneé desde mi árbol. Aparentemente le habíamos inspirado a disfrutar de un momento de alimentación sana: comía algo con pepitas (lo escuchaba escupirlas, con mucho gusto, en su mano o donde fuera)-. Si aparece muerto, entonces quizás alguien empiece a dar crédito a mi teoría sobre el extraño misterioso. Debería haberme apostado algo.

– No seas imbécil, Frankie -lo reprendí.

Frank soltó una carcajada.

– No estarás preocupada por él, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

– Bueno, preferiría saber dónde está.

– Tranquila, pequeña. Una jovencita encantadora conocida mía intentaba averiguar dónde estaba su amigo Martin esta noche y, por casualidad, ha marcado el número de Rafe por error. Por desgracia, él no le ha dicho dónde estaba antes de que se haya solucionado este malentendido, pero el ruido de fondo nos ha dado una idea aproximada. Abby ha dado en el clavo: vuestro amiguito está en un pub, agarrándose una melopea de campeonato y a la caza de una hembra. Regresará sano y salvo; eso sí, con una resaca de ordago.

De manera que Frank también se había preocupado, lo suficiente como para convencer a una de las policías de refuerzo con voz sensual de realizar una llamada telefónica. Quizá Naylor no hubiera sido sólo una excusa para enfrentarse a Sam; quizá Frank hablaba en serio al considerarlo un sospechoso. Escondí un poco más los pies entre las ramas.

– Genial -dije-. Me alegra oírlo.

– Y entonces ¿por qué parece como si se te acabara de morir el canario?

– Están en baja forma -contesté, y me alegré de que Frank no pudiera verme la cara. Estaba tan agotada que me dio la impresión de que podía caerme de aquel árbol en cualquier momento. Me agarré a una rama-. No sé exactamente por qué, quizá porque no llevan bien el hecho de que me apuñalaran o porque no son capaces de sobrellevar lo que sea que nos ocultan, pero empiezan a resquebrajarse.

Tras una breve pausa, Frank dijo con mucha suavidad:

– Sé que has congeniado con ellos, pequeña. Y eso está bien. No son precisamente santo de mi devoción, pero no tengo objeción a que tú sientas algo distinto si eso te facilita el trabajo. Pero recuerda esto: no son tus amigos. Sus problemas no son tus problemas; ellos sólo son tu oportunidad.

– Lo sé -repliqué-. Ya lo sé. Pero me resulta muy difícil contemplarlo.

– Un poco de compasión es indolora -comentó Frank como si tal cosa, y después le dio otro mordisco a lo que fuera que estaba comiendo-. Mientras no se te vaya de las manos. Por el momento, tengo algo que hará que tu mente se olvide de sus problemas por un rato. Tu Rafe no es el único que ha desaparecido.

– ¿De qué estás hablando?

Escupió más pepitas.

– Tenía planeado controlar a Naylor desde una distancia prudencial: comprobar su rutina, quiénes eran sus socios y toda la mandanga, y luego darte un poco más de trabajo con los datos reunidos. Pero al parecer no va a ser posible. Hoy no se ha presentado en el trabajo. Sus padres no lo han visto desde anoche y afirman que es impropio de él; el padre está postrado en una silla de ruedas y John no es de los que delega en su madre el trabajo duro. Tu Sammy y un par de refuerzos están vigilando su casa por turnos y hemos solicitado a Byrne y Doherty que estén al tanto por si acaso. Por intentarlo no perdemos nada.

– No irá muy lejos -aventuré-. Este tipo no se marcharía de Glenskehy a menos que lo sacaran arrastrándolo de los pelos. Ya aparecerá.

– Eso mismo opino yo. En cuanto a lo del apuñalamiento, no creo que su desaparición revele nada en un sentido o en otro; es un mito que sólo los culpables se evaporan. Pero sí sé algo: Naylor escapa, pero no por miedo. ¿A ti te pareció asustado?

– No -contesté-. En ningún momento. Me dio la sensación de que estaba furioso.

– A mí también. No le hizo ni pizca de gracia el interrogatorio. Lo observé mientras se marchaba de la comisaria; dos pasos después de franquear la puerta, volvió la vista y escupió. Eso sólo lo convierte en un capullo muy, muy enfadado, Cassie, y ya sabemos que tiene un cierto problemilla de temperamento. Y como bien dices, lo más probable es que todavía campe por la zona. No sé si ha desaparecido porque no quiere que lo sigamos o porque se guarda un as en la manga, pero ándate con muchísimo cuidado.

Así lo hice. Durante todo el trayecto de regreso a casa caminé por el medio de los senderos, con el revólver empuñado, listo para disparar. No me lo volví a esconder en la faja hasta que la verja posterior se cerró a mis espaldas y estuve segura en el jardín, iluminada por las vetas de luz procedentes de las ventanas.

No había telefoneado a Sam. Y esta vez no podía atribuirlo a un olvido. Era porque no tenía ni idea de si me contestaría o de, en caso de hacerlo, qué nos diríamos el uno al otro.

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