Capítulo 2

Lo cierto es que no me pasé los tres días siguientes tragándome telebasura, como le había dicho a Frank. Para empezar, la inactividad no va conmigo y, cuando estoy nerviosa, necesito moverme. Lo que hice (a fin de cuentas me dedico a esto por la emoción) fue ponerme a limpiar. Froté, pasé la aspiradora y pulí hasta el último centímetro de mi apartamento, zócalos y el interior del horno incluidos. Descolgué las cortinas, las lavé en la bañera y las puse en la escalera de incendios para que se secaran. Colgué el edredón del alféizar de la ventana y lo sacudí con una espátula de madera para quitarle el polvo. De haber tenido pintura, la habría emprendido con las paredes. Si soy sincera, pensé en ponerme mi disfraz de idiota y buscar una tienda de bricolaje, pero como le había hecho una promesa a Frank, en lugar de eso limpié la parte posterior de la cisterna.

Y en ningún momento dejé de pensar en lo que Frank me había dicho: «No me esperaba esta reacción… De ti menos que de nadie…». Después de la Operación Vestal solicité que me transfirieran de la brigada de Homicidios. Tal vez, comparativamente hablando, el departamento de Violencia Doméstica no suponga un gran desafío, pero al menos se respira paz, pese a que soy plenamente consciente de que es una palabra extraña para usar en este contexto. O alguien pega a alguien o no lo hace; es tan sencillo como eso, y lo único que hay que descifrar es si hay o no un maltratador y cómo conseguir que deje de serlo. El departamento de Violencia Doméstica es así de directo y útil de todas todas, y eso es exactamente lo que yo deseaba con todas mis fuerzas en aquel momento. Estaba agotada de apostar siempre fuerte y de enfrentarme constantemente a complicaciones y dilemas morales.

«No me esperaba esta reacción… De ti menos que de nadie…» La sola visión de mi traje chaqueta para ir al trabajo perfectamente planchado y colgado de la puerta del armario, listo para el lunes, me intranquilizó. Al final, incluso me costaba mirarlo. Lo metí en el armario y cerré la puerta de un portazo.

Y, por supuesto, durante todo aquel tiempo, hiciera lo que hiciese, no dejé de pensar en aquella muchacha muerta. Tenía la sensación de que tal vez habría podido detectar alguna pista en su rostro, algún mensaje cifrado en un código que sólo yo podía descifrar… siempre y cuando hubiera tenido las agallas de contemplarlo. Si aún hubiera estado en Homicidios, habría hurtado una fotografía de la escena del crimen o una copia de su identidad y me la habría llevado a casa para examinarla en privado. Sam me habría traído una si se la hubiera pedido, pero no lo hice.

En algún lugar y en algún momento del transcurso de aquellos tres días, Cooper le practicaría la autopsia. Sólo de pensarlo se me revolvía el estómago.

Jamás había visto a nadie tan parecido a mí. Dublín está infestado de muchachas escalofriantes que juraría por mi vida que son la misma persona, o al menos han salido de la misma botella de bronceado falso; en cambio, yo tal vez no sea una mujer de bandera, pero no soy para nada común. Mi abuelo materno era francés y, por alguna razón, la combinación de sangre francesa e irlandesa engendra algo bastante específico y característico. No tengo hermanos ni hermanas; mi familia, a grandes rasgos, se compone de tías, tíos y un montón de primos segundos alegres, ninguno de los cuales se parece físicamente a mí.

Mis padres fallecieron cuando yo tenía cinco años. Mi madre era cantante de cabaré y mi padre periodista. Una noche lluviosa de diciembre, durante el trayecto de regreso de un espectáculo en el que ella actuaba en Kilkenny encontraron un tramo de calzada resbaladizo. Conducía él. El coche dio tres vueltas de campana (es probable que se debiera a un exceso de velocidad) y quedó boca abajo en un campo hasta que un granjero atisbo la luz de los faros y se acercó a husmear. Mi padre falleció al día siguiente; mi madre ni siquiera llegó con vida a la ambulancia. Acostumbro a explicarle a la gente esta historia al poco de conocerla, para quitármela de encima. Hay quien se queda mudo y quien adopta una actitud sensiblera («Debes de echarlos mucho de menos») y, cuanto más nos conocemos, más se prolonga la fase de ñoñería. Nunca sé qué responder, porque sólo tenía cinco años y de eso hace ya veinticinco; creo que es justo afirmar que lo he superado, más o menos. Me gustaría recordarlos lo suficiente para echarlos de menos, pero lo único que añoro es la idea y, en ocasiones, las canciones que mi madre solía cantarme, pero eso no se lo cuento a nadie.

Tuve suerte. Miles de niños en la misma situación habrían resbalado por las grietas hasta ir a dar con sus huesos en un hospicio o a esa pesadilla de las escuelas industriales. Pero de camino al concierto, mis padres me habían dejado en Wicklow para que pernoctara en casa de la hermana de mi padre y su marido. Recuerdo los teléfonos sonando en medio de la noche, pasos apresurados por las escaleras y murmullos urgentes en el pasillo, el motor de un coche al encenderse, gente yendo y viniendo durante lo que me parecieron varios días y, por último, a mi tía Louisa sentándome en el salón, bajo la luz tenue, y explicándome que iba a quedarme con ellos durante un tiempo, porque mi madre y mi padre no iban a regresar.

Era mucho mayor que mi padre, y ella y el tío Gerard no tienen hijos. Él es historiador y les encanta jugar al bridge. No creo que nunca acabaran de acostumbrarse del todo a la idea de que yo viviera allí; me cedieron la habitación de invitados, con su cama de matrimonio, unos cuantos objetos de decoración pequeños y fácilmente rompibles y una impresión bastante inapropiada de El nacimiento de Venus, y adoptaron una cierta pose de preocupación cuando crecí lo suficiente para querer colgar mis propios pósteres en las paredes. Pero durante doce años y medio me alimentaron, me enviaron a la escuela, a clases de gimnasia y a lecciones de música, me dieron palmaditas distantes pero afectuosas en la cabeza cuando estaba a su alcance, y en general me dejaron vivir en paz. A cambio, yo me preocupé de que no me descubrieran cuando hacía campana, cuando me caía de sitios a los que no debería haber trepado, me castigaban después de clase o empezaba a fumar.

La mía fue, y es algo que nunca deja de asombrar a las personas a quienes se lo explico, una infancia feliz. Durante los primeros meses pasé mucho tiempo en el confín del jardín, llorando hasta vomitar y gritando palabrotas a los niños del vecindario que intentaban trabar amistad conmigo. Pero los niños son seres pragmáticos y siempre se las ingenian para salir vivitos y coleando de infiernos mucho peores que la orfandad; yo no podía seguir resistiéndome al hecho de que mis padres no fueran a regresar y a los miles de cosas llenas de vida que me rodeaban: a Emma, la vecinita de al lado, asomándose por la verja para invitarme a jugar con ella, a mi nueva bicicleta roja refulgiendo bajo el sol o a los gatitos semisalvajes del cobertizo del jardín, todos ellos aguardando con insistencia a que despertara de mi letargo y saliera de nuevo a jugar. Pronto descubrí que no puedes malgastar tu vida dedicándote a echar de menos lo que has perdido.

Me acostumbré a una nostalgia equivalente a la metadona (menos adictiva, menos obvia y menos capaz de volverte loca): echaba de menos lo que nunca había tenido. Cuando mis nuevos compañeros de clase y yo comprábamos barritas de chocolate Curly Wurly en la tienda, reservaba la mitad de la mía para mi hermana imaginaria (las guardaba en la parte inferior de mi armario, donde acababan por convertirse en un pringue que se me enganchaba a las suelas de los zapatos), y dejaba espacio en la cama de matrimonio para ella cuando ni Emma ni ninguna otra amiga se quedaba a pasar la noche. Cuando el asqueroso de Billy MacIntyre se sentaba en el pupitre de detrás del mío en la escuela y me pegaba los mocos en la falda, mi hermano imaginario le zurraba hasta que yo aprendí a defenderme por mí misma. En mi mente, los adultos nos admiraban, tres cabezas oscuras idénticas alineadas, y exclamaban: «¡Vaya, es innegable que son familia! Son como tres gotas de agua».

No era afecto lo que yo buscaba. En absoluto. Lo que anhelaba era la sensación de comunión con alguien, de complicidad indudable e inequívoca; alguien cuya simple mirada fuera una garantía, una prueba irrefutable de que nos protegeríamos para el resto de nuestras vidas. En las fotografías aprecio un ligero parecido con mi madre, pero con nadie más, ni el más mínimo. No sé si puede imaginarse lo que es. Todos mis amigos de la escuela tenían la nariz de la familia o el pelo del padre o los mismos ojos que sus hermanas. Incluso Jenny Bailey, una niña adoptada, podía pasar por la prima del resto de la clase: corrían los años ochenta y en Irlanda todo el mundo era pariente de todo el mundo. De pequeña, cuando buscaba algo por lo que angustiarme, aquella carencia era equivalente a no tener reflejo. No existía nada para demostrar que yo tenía derecho a estar allí. Podría haber venido de cualquier parte: podían haberme soltado en la Tierra unos alienígenas, haberme canjeado unos elfos o haber sido diseñada en una probeta por la CIA, y si cualquiera de ellos aparecía un día para llevarme consigo, nada en el mundo hubiera podido detenerlos.

Si aquella misteriosa muchacha hubiera entrado en el aula de mi escuela una mañana, en aquel entonces, me habría hecho inmensamente feliz. Pero como no lo hizo, crecí, me acostumbré a la idea y dejé de pensar en ello. Y ahora, de repente, tenía un reflejo más idéntico que el de nadie, y no me gustaba en absoluto. Me había acostumbrado a ser sólo yo, sin lazos personales. Y aquella muchacha era como unas esposas salidas de la nada y apresadas a mi muñeca, y el dolor me llegaba hasta el tuétano.

Además, sabía cómo se había adueñado de la identidad de Lexie Madison. Lo tenía más claro que el agua, tanto como si me hubiera ocurrido a mí misma, y eso tampoco me gustaba en absoluto. En algún lugar de la población, en la barra de un pub atestado de gente o mirando ropa en una tienda, detrás de ella, alguien habría exclamado: «¿Lexie? ¿Lexie Madison? ¡Ostras! ¡Hacía siglos que no te veía!». Y después sólo habría sido cuestión de hacer las preguntas oportunas en el momento oportuno y con ese aire de informalidad para no levantar sospechas: «Es verdad, hace tanto tiempo que ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que nos vimos… ¿Qué hacíamos por entonces?». Poco a poco habría ido desgranando todo cuanto necesitaba saber. Aquella muchacha no debía de tener un pelo de tonta.

Un montón de casos de homicidios se convierten en batallas psicológicas, en luchas de ingenio, pero aquél era diferente. Por vez primera sentía que mi verdadero contrincante no era el asesino, sino la víctima: desafiante, con los nudillos blancos de tanto apretar los secretos en su puño, y tan, tan igual a mí, tan idéntica que resultaba difícil distinguirnos a la una de la otra.

El sábado a mediodía mi chaladura había llegado a tal extremo que ya había trepado a la encimera de la cocina, había bajado mi caja de zapatos de «Cosas Oficiales» del armario de arriba, había esparcido los documentos por el suelo y buscado entre ellos mi partida de nacimiento. «Maddox, Cassandra Jeanne, mujer, 3,100 kg. Parto: único.»

– Eres una boba -me dije en voz alta, y volví a encaramarme a la encimera.


Por la tarde, Frank vino a visitarme. Para entonces estaba tan ansiosa (mi piso es pequeño y ya lo había dejado más limpio que una patena) que incluso me alegré de oír su voz por el interfono.

– ¿En qué año vivimos? -le pregunté cuando acabó de subir las escaleras- ¿Quién es el presidente?

– No seas pesada -replicó, mientras me abrazaba por el cuello con un solo brazo-. Tienes este encantador apartamento enterito para ti. Podrías ser un francotirador atrapado en una guarida, sin mover un solo músculo durante días sin fin y haciendo pis en una botella. Te he traído provisiones.

Me entregó una bolsa del supermercado. Contenía los elementos básicos para la supervivencia: galletas de chocolate, cigarrillos, café molido y dos botellas de vino.

– Eres una joya, Frank -dije-. Me conoces demasiado bien.

Y era cierto. Habían pasado cuatro años y aún recordaba que fumo Lucky Strike Lights. No es que aquello me reconfortara, pero tampoco era su intención hacerlo. Frank arqueó una ceja con mohín inocente.

– ¿Tienes un sacacorchos?

Se me levantaron las antenas, pero soy capaz de controlar la bebida bastante bien, y Frank sin duda sabía que no era tan estúpida como para emborracharme con él. Le lancé el sacacorchos y rebusqué un par de copas.

– Te has montado un piso muy bonito, Cassie -opinó, mientras se disponía a descorchar la primera botella-. Me daba miedo encontrarte en uno de esos espantosos apartamentos de yuppie con superficies cromadas.

– ¿Con el salario de un poli?

Los precios de la vivienda en Dublín no son muy diferentes a los de Nueva York, con la salvedad de que en Nueva York uno disfruta de Nueva York a cambio de lo que paga. Mi piso ocupa la planta superior de una casa georgiana reformada y consta de una única estancia de dimensiones medias. Conserva la chimenea de hierro forjado original y hay espacio suficiente para un futón, un sofá, todos mis libros, una graciosa inclinación en una esquina, una familia de búhos que anida bajo el tejado y vistas a la playa de Sandymount. A mí me gusta.

– Con el salario de dos polis. ¿Acaso no sales con nuestro chico, con Sammy?

Me senté en el futón y sostuve las dos copas en alto para que vertiera el vino.

– Sólo hace un par de meses. Aún no hemos entrado en la fase de vivir en pecado.

– Me dio la impresión de que hacía más tiempo. Me pareció bastante protector contigo el jueves. ¿Es amor verdadero?

– No es de tu incumbencia -contesté, al tiempo que hacía sonar mi copa contra la de él-. ¡Salud! -brindé-. Y bien, ¿qué has venido a hacer aquí?

Frank pareció dolido.

– Vaya…, pues a hacerte compañía. Me sentía un poco culpable por tenerte aquí encerrada sola. -Lo miré con recelo; se dio cuenta de que aquel ardid no le estaba funcionando y sonrió-. Eres demasiado lista y eso no te hará ningún bien, lo sabes, ¿verdad? No quería que murieras de hambre o de aburrimiento, ni que desesperaras por un cigarrillo y decidieras aventurarte a ir a comprar a la tienda. Las posibilidades de que alguien que conozca a nuestra chica se tropezara contigo son de una entre mil, pero ¿por qué arriesgarse?

La consideré una excusa plausible, pero Frank tiene la costumbre de tender señuelos en varias direcciones al mismo tiempo para distraerte del anzuelo que guarda en el medio.

– Sigo sin tener intención de involucrarme en este asunto, Frankie -aclaré.

– De acuerdo -contestó inmutable. Dio un trago largo a su vino y se acomodó en el sofá-. Por cierto, he tenido una charla con los mandamases y «este asunto» es ahora oficialmente una investigación conjunta: Homicidios y Operaciones Secretas. Pero seguramente tu novio ya te lo habrá dicho.

No era así. Sam se había quedado en su casa las dos últimas noches («Tengo que despertarme a las seis de la mañana y no hay motivo para que tú también lo hagas. A menos que quieras que me quede. ¿Te las apañarás bien?»). No había vuelto a verlo desde la escena del crimen.

– Estoy convencida de que todo el mundo estará encantado -tercié.

Las investigaciones conjuntas son un fastidio. Siempre acaban con todos los agentes empantanados en espectaculares y absurdas competiciones de testosterona que no llevan a ninguna parte. Frank se encogió de hombros.

– Sobreviviremos. ¿Quieres saber lo que tenemos sobre esa joven hasta el momento?

Por supuesto que quería, tanto como un alcohólico anhela un trago: lo quería tanto como para alejar el pensamiento de que aquello era una idea nefasta.

– Si te apetece contármelo… -respondí-. Ya que has venido…

– Maravilloso -dijo Frank, mientras hurgaba en la bolsa del supermercado en busca de los cigarrillos-. Bien: la primera vez que se la vio fue en febrero de 2002, cuando esgrimió el certificado de nacimiento de Alexandra Madison para abrir una cuenta bancaria. Utiliza el certificado, un extracto del banco y su rostro para hacerse con tu expediente del University College de Dublín, y luego se sirve de todo ese material para poder cursar un doctorado en Lengua y Literatura inglesas en el Trinity.

– Una chica organizada -opiné.

– Y que lo digas. Organizada, creativa y persuasiva. Actuaba con absoluta naturalidad; ni yo mismo lo habría hecho mejor. Nunca intentó pedir el subsidio del desempleo, lo cual fue muy inteligente por su parte; optó por conseguir un empleo en una cafetería de la ciudad, donde trabajó a jornada completa durante el verano, y luego empezó a estudiar en el Trinity en octubre. El título de su tesis (ya verás cómo te gusta) es: «Otras voces: identidad, ocultación y verdad». Versa sobre mujeres que escribieron bajo otra identidad.

– ¡Genial! -exclamé-. Al menos tenía sentido del humor.

Frank me lanzó una mirada socarrona.

– No tiene por qué gustarnos, cariño -comentó al cabo de un instante- Simplemente tenemos que descubrir quién la asesinó.

– Tienes que descubrirlo tú. No yo. ¿Sabes algo más?

Se colocó un pitillo entre los labios y buscó el mechero.

– Sigamos: estudia en el Trinity. Entabla amistad con otros cuatro doctorandos de su mismo posgrado y prácticamente se comunica sólo con ellos. El pasado septiembre uno de ellos hereda una casa de su tío abuelo y todos se mudan allí. Se la conoce como Whitethorn House. Está en las afueras de Glenskehy, a poco menos de un kilómetro de donde hemos encontrado su cadáver. El miércoles por la noche, nuestra chica salió a dar un paseo y no regresó a casa. Los otros cuatro se sirven de coartada mutuamente.

– Cosa que podrías haberme explicado por teléfono -apunté.

– Cierto -convino Frank y, mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta, añadió-: pero no podría haberte enseñado esto. Mira: los Cuatro Fantásticos. Sus compañeros de piso.

Sacó un puñado de fotografías y las diseminó sobre la mesa. Una de ellas era una instantánea tomada un día de invierno, con el cielo gris y unos copos de nieve en el suelo: cinco personas frente a una gran mansión georgiana, con las cabezas juntas y el cabello hacia un lado por efecto de un golpe de viento. Lexie aparecía en el centro, enfundada en el mismo chaquetón que llevaba el día de su muerte, riendo, y yo volví a notar una brusca sacudida en el cerebro: «¿Cuándo he estado yo…?». Frank me observaba como un perro sabueso. Dejé la fotografía sobre la mesa.

Las demás fotografías eran fotogramas extraídos de lo que parecía un vídeo casero; tenían ese aspecto tan característico, con los contornos difuminados en los puntos justo donde las personas se mueven. Las habían impreso en Homicidios; fácil deducción, puesto que la impresora que usan siempre deja una raya en la esquina superior derecha. Eran cuatro fotografías de cuerpo entero y otras cuatro de primeros planos, todas ellas tomadas en la misma estancia, con el mismo papel raído de florecillas diminutas como telón de fondo. En una esquina de dos de las imágenes se aprecia un inmenso abeto, aún sin decorar, justo antes de Navidades.

– Daniel March -indicó Frank, señalando con el dedo-. No Dan ni Danny, sino Daniel. El heredero de la casa. Hijo único, huérfano, nacido en el seno de una familia angloirlandesa de rancio abolengo. El abuelo perdió la mayor parte de su fortuna en negocios turbios en los años cincuenta, pero conservó dinero suficiente para legarle al pequeño Daniel una exigua renta. Disfruta de una beca, de modo que no paga tasas en la universidad. Está cursando un doctorado en, y no bromeo, «El objeto inanimado como narrador en la poesía épica de principios de la Edad Media».

– Así que no es ningún tonto -aventuré.

Daniel era un tipo grandullón, de más de un metro ochenta de altura y complexión fuerte, con el pelo moreno y brillante y la mandíbula cuadrada. Aparecía sentado en un sillón de orejas, extrayendo con delicadeza un adorno de cristal de su caja y mirando a la cámara. Sus ropas (camisa blanca, pantalones negros y jersey gris suave) parecían caras. En el primer plano, sus ojos, enmarcados por unas gafas de montura de acero, se apreciaban grises y fríos como la piedra.

– Ni un pelo de tonto. Ninguno de ellos lo es, pero él menos que ninguno. Vigila con éste. Hay que andarse con mucho cuidado al lado de alguien así.

Pasé por alto el comentario.

– Justin Mannering -continuó Frank. Justin se había enredado en una guirnalda de luces de Navidad blancas y las miraba con aire indefenso. También era alto, pero más delgado, con más aspecto de académico. Su cabello corto y desvaído empezaba a retroceder, llevaba unas gafitas sin montura y tenía el rostro alargado y afable-. Es de Belfast. Su tesis versa sobre el amor sagrado y profano en la literatura renacentista, sea lo que sea el amor profano; a mí me suena a que cuesta un par de libras por minuto. Su madre falleció cuando él tenía siete años, su padre volvió a casarse y tiene dos hermanastros. No se deja caer mucho por casa. Pero papá (papá es abogado) sigue pagando sus tasas y le envía una asignación mensual. Algunos lo tienen muy fácil en la vida, ¿no crees?

– ¿Qué van a hacer si sus padres tienen dinero? -comenté con aire distraído.

– Podrían buscarse un trabajo, por decir algo. Lexie daba clases particulares, corregía trabajos, vigilaba en exámenes. Fue camarera en una cafetería hasta que se trasladaron a Glenskehy y el transporte hasta allí se complicó. ¿Tú trabajaste durante la universidad?

– Sí, de camarera. Era un asco. Lo último que habría hecho de haber podido elegir. Dejar que contables borrachos te pellizquen el culo no te convierte necesariamente en mejor persona.

Frank se encogió de hombros.

– No me gusta la gente a la que se lo dan todo masticado. Y ya que estamos en ello, éste es Raphael Hyland, apodado Rafe. Un zorro sarcástico. Papá es un ejecutivo de un banco mercantil originario de Dublín pero emigrado a Londres en los años setenta. Mamá es alguien muy conocido en la buena sociedad. Se divorciaron cuando él tenía seis años y lo soltaron en un internado, del cual lo trasladaban cada par de años, cuando papá conseguía un nuevo ascenso y podía permitirse pagar una institución más cara. Rafe vive de su fondo de fideicomiso. Su doctorado gira en torno al descontento en el teatro jacobino.

Rafe aparecía repantingado en un sofá con una copa de vino y un gorro de Papá Noel, a guisa de objeto de decoración, y además hacía bien su papel. Era guapo hasta la ridiculez, con esa guapura que incita a muchos tipos a sentir la necesidad imperiosa de demostrar su ingenio oculto. Tenía una estatura y una complexión parecidas a las de Justin, pero su rostro era todo huesos y curvas peligrosas, y estaba cubierto por una pátina dorada: una densa cabellera de color rubio ceniza, una de esas pieles que siempre parece ligeramente bronceada y unos ojos almendrados de color té helado con los párpados caídos como los de un halcón. Parecía la máscara de la tumba de un príncipe egipcio.

– ¡Guau! -exclamé-. Este asunto empieza a pintar mucho mejor…

– Si te portas bien, no me chivaré a tu novio de lo que has dicho. Además, probablemente sea travestí -añadió Frank, con una predictibilidad demoledora-. Y la última, pero no por ello menos importante, es Abigail Stone. La llaman Abby.

Abby no era exactamente guapa, era bajita, con una melena castaña hasta los hombros y la nariz respingona, pero había algo en su cara, la singularidad de sus cejas y el gesto de sus labios, que le confería un aire socarrón que te incitaba a mirarla de nuevo. Estaba sentada frente a la persona que sujetaba la cámara, supuestamente Lexie, con mirada irónica, y su mano libre borrosa me hizo pensar que acababa de lanzar una palomita a la cámara.

– Abby es una historia aparte -prosiguió Frank-. Originaria de Dublín, no conoció a su padre y su madre la abandonó en un hogar de acogida cuando tenía diez años. Abby aprobó la Selectividad, entró en el Trinity, se dejó el alma estudiando y se licenció con el mejor expediente de su promoción. Realiza una tesis sobre la clase social en la literatura victoriana. Solía pagarse los gastos limpiando oficinas y dando clases particulares de inglés a niños pequeños; ahora que no tiene que pagar alquiler (Daniel no les cobra), imparte algunas clases de refuerzo en institutos que le dan un dineral y ayuda a su director de la tesis en sus investigaciones. Os llevaréis bien.

Incluso sorprendidas con la guardia baja, como en aquellas imágenes, algo impulsaba a querer saber más de aquellas personas. En parte se debía a la perfección pura y luminosa que emanaba todo: casi podía oler el pan de jengibre horneándose y escuchar a los niños cantando villancicos de fondo; estaban a un paso de componer una postal. Pero también llamaba la atención su forma de vestir, austera, casi puritana: las camisas de los muchachos eran de un blanco resplandeciente y las rayas de sus pantalones parecían trazadas con un cuchillo; la falda larga de lana de Abby se le ajustaba recatadamente por debajo de las rodillas, y no había una sola marca comercial o eslogan a la vista. En mis años de universidad, parecía que todos habíamos lavado nuestras prendas con demasiada frecuencia en una lavandería de mala muerte con un detergente de marca barata, lo cual era cierto. Aquellos muchachos, en cambio, lucían un aspecto tan prístino que resultaba espeluznante. Por separado habrían podido parecer reprimidos, casi aburridos, en medio de la orgía dublinesa de la expresión personal mediante marcas de diseñador, pero juntos ofrecían una imagen cuádruple fría y desafiante que no sólo los hacía parecer excéntricos, sino casi alienígenas, gentes de otro siglo, remotas y formidables. Como la mayoría de los detectives, y Frank lo sabía, por supuesto que lo sabía, nunca he sido capaz de despreocuparme de algo que no entiendo.

– ¡Vaya pandilla más curiosa! -recalqué.

– Es precisamente lo que son, de acuerdo con el resto del departamento de Lengua y Literatura inglesas. Los cuatro se conocieron al empezar la universidad, hace ahora cerca de siete años. Desde entonces han sido inseparables; no tienen tiempo para nadie más. No son especialmente populares en el departamento; los otros estudiantes los tildan de pretenciosos, lo cual no me sorprende en absoluto. Pero de alguna manera nuestra chica consiguió hacer migas con ellos al poco tiempo de matricularse en el Trinity. Otros estudiantes intentaron entablar amistad con ella, pero ella no sentía interés en ellos. Tenía las miras puestas en este grupo.

Entendí el porqué y me cayó simpática, pero sólo un poco. Fuera quien fuese aquella muchacha, no tenía un gusto barato.

– ¿Qué les has dicho?

Frank sonrió.

– Cuando llegó a la casucha y se desmayó, la conmoción y el frío la sumieron en un coma hipotérmico. Eso ralentizó sus pulsaciones, de manera que cualquiera que la hubiera encontrado podría haber creído fácilmente que estaba muerta, pero gracias a ello se detuvo la hemorragia y se evitó que los órganos resultaran dañados. Cooper sostiene que es «clínicamente absurdo, pero posiblemente bastante plausible para gente sin conocimientos médicos», cosa que a mí me va de perlas. Hasta ahora nadie parece ponerlo en duda. -Encendió un cigarrillo y lanzó unos cuantos aros de humo en dirección al techo-. Sigue estando inconsciente y se debate entre la vida y la muerte, pero podría recuperarse. Nunca se sabe.

No sentí ningunas ganas de brindar por ello.

– Querrán verla… -aventuré.

– Sí, sí, han pedido hacerlo. Por desgracia, por motivos de seguridad, no podemos revelar dónde se encuentra en estos momentos.

Parecía disfrutar con ello.

– ¿Cómo se lo han tomado? -quise saber.

Frank reflexionó unos instantes, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, mientras fumaba lentamente.

– Están impresionados -explicó al fin-, como es natural. Sin embargo, me pregunto si lo están por el hecho de que la hayan apuñalado o si uno de ellos, en concreto, lo está ante la perspectiva de que Lexie pueda recobrar la conciencia y explicarnos lo sucedido. Se han mostrado muy colaboradores, han respondido a todas nuestras preguntas sin objeción alguna… Pero en realidad no nos han contado prácticamente nada. Son una pandilla extraña, Cass, difíciles de interpretar. Me encantaría comprobar cómo te las apañas con ellos.

Formé un montoncito con las fotografías y se las entregué de nuevo a Frank.

– Aclárame una cosa -le pedí-: ¿por qué has venido a enseñarme estas fotos?

Frank se encogió de hombros y me miró con sus ojos azules abiertos como platos, con gesto inocente.

– Para comprobar si reconocías a alguno de ellos. Eso podría dar un giro radical a…

– Pues no. Sin rodeos, Frankie. ¿Qué quieres?

Frank suspiró. Golpeó metódicamente las fotografías contra la mesa para alinear los bordes y se las guardó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta.

– Quiero saber -contestó con voz pausada- si estoy perdiendo el tiempo contigo. Necesito saber si estás cien por cien segura de regresar a trabajar el lunes por la mañana en Violencia Doméstica y olvidar que todo esto ha ocurrido.

El tono irrisorio y la impostura habían desaparecido de su voz, y yo conocía lo bastante a Frank para saber que precisamente en aquellos momentos era cuando se volvía más peligroso.

– No estoy segura de tener opción a olvidarme de todo esto -confesé con un titubeo-. Este asunto me ha dejado helada. No me gusta y no quiero involucrarme en él.

– ¿Estás segura? Porque me he pasado los dos últimos días trabajando como un condenado, sonsacando hasta el último de los detalles sobre la vida de Lexie Madison a todo aquel que se me ha cruzado en el camino…

– Cosa que tendría que haberse hecho de todos modos. Deja de hacerme chantaje emocional.

– Y si estás segura al cien por cien, no tiene sentido que malgastes tu tiempo ni que me hagas malgastar el mío siguiéndome la corriente.

– Tú has querido que te diera coba -señalé-. Sólo por tres días, sin compromiso y blablablá.

Frank asintió pensativo.

– Así que eso es lo único que te has dedicado a hacer: seguirme la corriente. Estás contenta en Violencia Doméstica. Te sientes segura.

La verdad es que Frank tiene un talento especial para tocar la fibra sensible, y lo había hecho. Quizá fuera el simple hecho de verlo de nuevo, de ver su sonrisa y de oír la rápida cadencia de su voz lo que me había devuelto a aquella época en que aquel trabajo se me antojaba tan luminoso y estimulante que lo único que me apetecía era tomar carrerilla y lanzarme de cabeza. Quizá fuera la frescura de la primavera en el aire lo que me arrastraba. O tal vez fuera simplemente que nunca se me había dado bien autocompadecerme durante mucho tiempo. Pero fuera cual fuese el motivo, tenía la sensación de estar despierta por primera vez en meses y, de repente, la idea de reincorporarme a Violencia Doméstica el lunes, aunque no tenía intención de confesárselo a Frank, me provocaba un sarpullido. Trabajaba con un tipo de Kerry llamado Maher que llevaba jerséis de golf, que pensaba que cualquier acento de fuera de Irlanda era una fuente de diversión infinita y que respiraba por la boca cuando tecleaba y, de repente, no estaba segura de poder soportar su compañía otra hora más sin arrojarle la grapadora a la cabeza.

– ¿Qué tiene eso que ver con este caso? -pregunté.

Frank se encogió de hombros y aplastó la colilla del cigarrillo.

– Simple curiosidad. La Cassie Maddox a quien yo conocí no habría sido feliz con un trabajo seguro de nueve a cinco que podría hacer con los ojos cerrados. Eso es todo.

Un arrebato de ira se apoderó de mí y quise que Frank se largara de mi casa. Hacía que pareciera demasiado pequeña, abarrotada y peligrosa.

– Sí, bueno -repliqué, al tiempo que retiraba las copas de vino y las dejaba en el fregadero-. Hace mucho que no nos vemos.

– Cassie -dijo Frank a mis espaldas con una voz dulcísima-. ¿Qué te ha sucedido?

– Descubrí en Jesús a mi Salvador personal -contesté, dejando las copas con un golpetazo en el fregadero-, y no aprueba que la gente vaya por ahí volviéndose loca. Me hicieron un trasplante de cerebro, cogí la enfermedad de las vacas locas, me apuñalaron, me he hecho mayor y ahora tengo sentido común o comoquiera que te apetezca llamarlo. No sé qué fue lo que me pasó, Frank. Lo único que sé es que quiero vivir con un poco de paz y tranquilidad por una vez en mi vida, algo que este caso truculento y esa macabra idea tuya no me van a dar. ¿Queda claro?

– Tranquila, queda claro -respondió Frank, con una voz serena que me hizo sentir como una idiota-. Tú decides. Pero si te prometo no seguir hablando del caso, ¿me invitas a otra copa de vino?

Me temblaban las manos. Abrí el grifo y no contesté.

– Podemos charlar y ponernos al día. Como tú misma has dicho, hace mucho tiempo que no nos vemos. Nos quejaremos del tiempo y te enseñaré fotos de mi hijo, y tú puedes explicármelo todo sobre tu nuevo novio. ¿Qué ocurrió con el Fulano aquel al que veías entonces, el abogado? Siempre pensé que era un poco insulso para ti.

Lo que ocurrió con Aidan fue que yo trabajaba como agente secreto. Me dejó porque nunca acudía a nuestras citas y no le explicaba por qué ni le explicaba a qué me dedicaba durante el día. Me argumentó que mi trabajo me preocupaba más que él mismo. Aclaré las copas y las coloqué en el escurridero.

– A menos que necesites quedarte a solas para reflexionar sobre todo esto -añadió Frank preocupado-. Lo entiendo. Es, una decisión muy importante.

No pude reprimirme y solté una carcajada. Frank puede ser un capullo integral cuando le apetece. Si lo echaba de casa entonces, sería como decirle que estaba planteándome aquella chifladura suya.

– De acuerdo -dije-. Está bien. Tómate todo el vino que quieras. Pero si vuelves a mencionar el caso, te daré una buena zurra. ¿Ha quedado claro?

– Estupendo -replicó-. Normalmente tengo que pagar cuando quiero que me peguen.

– Pues yo te pego gratis cuando quieras.

Le lancé las copas, de una en una. Las secó con su camisa y alargó el brazo para agarrar la botella de vino.

– Cuéntame entonces -me alentó-. ¿Cómo es nuestro Sammy en las distancias cortas?

Nos terminamos la primera botella y descorchamos la segunda. Frank me contó todos los cotilleos de Operaciones Secretas, cosas que jamás llegan a oídos de las demás brigadas. Yo sabía exactamente lo que estaba haciendo, pero me gustaba, me gustaba volver a oír los nombres de todo el mundo, la jerga, las peligrosas bromas internas y las carreras profesionales rápidas, truncadas. Jugamos al «¿Te acuerdas de…?»: aquella vez en que yo estaba en una fiesta y Frank necesitaba pasarme una información, de modo que envió a otro agente encubierto para que fingiera ser un pretendiente mío desairado y encarnara a Stanley Kowalski [4] bajo la ventana, aullando «¡Lexiiiiiie!» hasta que yo me asomara; o la vez en que ambos estábamos enzarzados en una conversación para ponernos al día en un banco en Merrion Square y yo divisé a un alumno de la universidad dirigiéndose hacia nosotros y empecé a gritar como una desesperada que Frank era un viejo verde y me largué indignada. Me gustara o no, me alegraba de la visita de Frank. Antes siempre recibía visitas: amigos, mi ex pareja… Se repantingaban en el sofá y se quedaban hasta altas horas de la madrugada, con la música sonando de fondo y todos un poco achispados; pero hacía mucho tiempo que nadie, aparte de Sam, venía a mi casa y mucho más aún que no me reía como me estaba riendo, y me estaba sentando de fábula.

– ¿Sabes? -dijo Frank con aire meditativo, mucho después, escudriñando su copa-. Aún no has dicho que no.

No me quedaba energía para enfadarme.

– ¿He dicho algo que suene remotamente a un sí? -pregunté.

Chasqueó los dedos.

– Mira, tengo una idea. Mañana por la noche se celebra una reunión sobre el caso. ¿Por qué no acudes? Tal vez eso te ayude a decidir si quieres participar o no.

¡Bingo! Ahí estaba: el anzuelo camuflado entre los señuelos, el objetivo real tras todas las galletas de chocolate y los chismorreos y las preocupaciones por mi salud emocional.

– Por el amor de Dios, Frank -contesté-. ¿Te das cuenta de que se te ve el plumero?

Frank sonrió sin el menor bochorno.

– No puedes culparme por intentarlo. Hablo en serio, deberías venir. Los refuerzos no se incorporan hasta el lunes por la mañana, de manera que, básicamente, seremos Sam y yo exponiendo lo que tenemos hasta ahora. ¿No sientes curiosidad?

Evidentemente que la sentía. Toda la información que Frank me había facilitado no me había revelado lo único que yo quería saber: cómo había sido aquella chica. Apoyé la cabeza en el futón y encendí otro cigarrillo.

– ¿De verdad piensas que podemos resolver este caso? -pregunté.

Frank meditó su respuesta. Vertió vino en su copa y agitó la botella en mi dirección; negué con la cabeza.

– En circunstancias normales -contestó al fin, acomodándose de nuevo en el sofá-, diría que probablemente no. Pero no nos enfrentamos a circunstancias normales y tenemos un par de elementos a nuestro favor, aparte del más evidente. En primer lugar, a efectos prácticos, esa muchacha sólo existió durante tres años, así que no tendrías que aprenderte toda una vida. No tendrías ni padres ni hermanos, no te encontrarías con ningún amigo de la infancia y nadie te preguntaría si recuerdas el primer baile de la escuela. Además, durante estos tres años, su vida parece haber estado bastante circunscrita: salía con una pandilla reducida, estudiaba en un departamento pequeño y tenía un empleo. No tendrías que lidiar con amplios círculos de familiares, amigos y compañeros de clase.

– Estaba cursando un doctorado en Literatura inglesa -señalé-. Yo no tengo ni puñetera idea de literatura inglesa, Frank. Saqué un excelente en las pruebas de acceso a la universidad, pero eso es todo. Ni siquiera conozco la jerga.

Frank se encogió de hombros.

– Por lo que sabemos, Lexie tampoco la conocía y logró apañárselas. Y si ella pudo hacerlo, tú también. Una vez más, la suerte juega a nuestro favor: podría haber estado estudiando farmacia o ingeniería. Y si te hartas de su tesis, cariño, ¿qué se le va a hacer? Ironías del destino. Esa puñalada puede resultarnos muy útil: podemos hacer que sufras estrés postraumático, amnesia o lo que nos plazca.

– ¿Tenía novio?

Existe un límite en lo que estoy dispuesta a hacer por mi trabajo.

– No, así que tu virtud estará a salvo. Y la otra cuestión que juega a nuestro favor: ¿sabes lo de todas esas fotos? Pues resulta que nuestra chica tenía un teléfono móvil con vídeo, que al parecer utilizaban los cinco como cámara para filmar sus batallitas. La calidad de la imagen no es espectacular, pero tenía una tarjeta de memoria cojonuda y está llena de grabaciones: ella y sus amigos saliendo de fiesta, en picnics, mudándose a su palacio, arreglándolo, todo, todo. De manera que dispones de un manual de su voz, su lenguaje corporal, sus gestos, el tono de sus relaciones… todo cuanto una chica podría desear. Y tú eres muy buena, Cassie. Eres una agente secreta sensacional. Combinémoslo todo y se podría decir que tenemos un porcentaje bastante elevado de posibilidades de resolver este caso. -Inclinó la copa para beberse las últimas gotas de vino y alargó el brazo para agarrar su chaqueta-. Ha sido divertido charlar contigo, cariño. Tienes mi número de móvil. Comunícame tu decisión acerca de la reunión de mañana por la noche.

Y desapareció, sin aguardar siquiera a que lo acompañara hasta la puerta. Sólo cuando la oí cerrarse a sus espaldas me di cuenta de que había caído en la trampa de preguntar: «¿Y qué hay de la universidad? ¿Tenía novio?», como si estuviera comprobando las posibles fisuras de aquel caso, como si estuviera planteándome aceptarlo.


Frank siempre ha tenido un sexto sentido para saber exactamente cuándo tiene que marcharse. Una vez se hubo ido, permanecí sentada en el alféizar un largo rato, con la vista perdida en los tejados, sin verlos. Sólo cuando me puse en pie para servirme otra copa de vino caí en la cuenta de que había dejado algo sobre la mesita de centro.

Era la fotografía de Lexie y sus amigos ante Whitethorn House. Me quedé allí quieta, con la botella de vino en una mano y la copa en la otra. Pensé en apartar la vista y dejar la foto allí hasta que Frank se rindiera y regresara a por ella; por un instante incluso pensé en echarla a un cenicero y prenderle fuego. Pero acabé por cogerla y llevármela conmigo hasta la ventana.

Podría tener mi edad. Podría tener más de veintiséis años, pero me habría creído tanto que tenía diecinueve como treinta. No tenía ninguna marca en el rostro, ni una arruga, ni una cicatriz ni siquiera un grano. Fuera lo que fuese lo que la vida le hubiera deparado antes de que Lexie Madison se cruzara en su camino, se había evaporado de ella como un manto de niebla, dejándola intacta y prístina, lisa, sin ninguna grieta. Yo parecía mayor que ella: la Operación Vestal había hecho que me salieran las primeras patas de gallo y unas ojeras que se resistían a desaparecer incluso después de un sueño reparador. Me parecía estar oyendo a Frank: «Has perdido un montón de sangre y has pasado en coma varios días; esas ojeras son perfectas, no pierdas el tiempo usando cremas de noche».

Sus compañeros de la casa me observaban, posando sonrientes, con largos abrigos oscuros hinchados por el viento y la bufanda de Rafe convertida en un destello carmesí. El encuadre de la fotografía estaba un poco descentrado; habrían colocado la cámara sobre algo y utilizado el temporizador. No había ningún fotógrafo al otro lado del visor pidiéndoles que dijeran «Luiiiis». Las suyas eran sonrisas privadas, cómplices, reservadas para cuando en el futuro ellos mismos volvieran a contemplarlas, reservadas para mí.

Y tras ellos, casi rellenando el encuadre, Whitethorn House. Era una casa sencilla: un caserón georgiano de color gris y tres plantas, con ventanas de guillotina que se empequeñecían conforme los pisos ascendían para transmitir la ilusión de mayor altura. La puerta era de color azul marino y presentaba grandes desconchones; un tramo de peldaños de piedra a cada lado conducía hasta ella. Tres sombreretes coronaban otras tantas chimeneas y unos densos tallos de hiedra ascendían serpenteando por las paredes casi hasta alcanzar el tejado. La puerta estaba flanqueada por columnas estriadas y un montante en forma de cola de pavo real pero, aparte de eso, no había decoración, sólo la casa.

Este país lleva impresa en los genes una pasión por las propiedades inmobiliarias tan potente y primigenia como el anhelo. Siglos de haber quedado abandonados en la cuneta por capricho del terrateniente, indefensos, le enseñan a uno que en la vida todo se reduce a tener una casa de propiedad. Por eso los precios de la vivienda están por las nubes: los constructores saben que pueden cobrar medio millón de libras por un cuchitril si se compinchan y se aseguran de que no haya más alternativa, y los irlandeses venderán un riñon y trabajarán cien horas a la semana para pagarlo. Por alguna razón que desconozco, quizá por mi sangre francesa, ese gen no está en mi ADN. La idea de que una hipoteca me subyugue me pone los pelos de punta. Me gusta tener un apartamento de alquiler: un aviso con cuatro semanas de antelación y un par de bolsas de la basura y podría largarme de aquí en cualquier momento, si lo quisiera.

Sin embargo, de haber querido tener una casa, se habría parecido mucho a aquélla. No tenía nada en común con esas seudoviviendas anodinas que todos mis amigos estaban comprando, cajas de zapatos diminutas en medio de la nada anunciadas con potentes chorros de eufemismos pegajosos («residencia-joya diseñada por célebre arquitecto en una nueva comunidad de lujo»), a un precio veinte veces superior a la renta que uno percibe y construidas para durar justo hasta que el constructor se las quite de las manos. Aquella casa era real, una casa seria con la fuerza, la elegancia y el orgullo necesarios para sobrevivir a cualquiera que la contemplara. Diminutos copos de nieve moteaban la hiedra y las ventanas oscuras, y el silencio era tan sepulcral que tuve la sensación de poder atravesar con la mano la superficie brillante de la fotografía y adentrarme en su gélido abismo.

Podía descubrir quién era aquella chica y qué le había ocurrido sin necesidad de acudir allí. Sam me lo explicaría cuando contaran con una identidad o un sospechoso; probablemente incluso me permitiría presenciar el interrogatorio. Pero en lo más hondo de mi ser sabía que eso era lo máximo que él averiguaría, su nombre y su asesino, y yo seguiría preguntándome todo lo demás el resto de mis días. Aquella casa titilaba en mi mente como un castillo de hadas que sólo pudiera vislumbrarse una vez en la vida, hechizante y lleno de historia, con aquellas cuatro figuras a modo de guardianes y secretos ocultos demasiado sombríos como para nombrarlos. Mi rostro sería el pase que me franquearía la entrada. Whitethorn House aguardaba y se desvanecería en la nada en el preciso instante en que yo formulara mi negativa.

Me sorprendí con la foto a un palmo de las narices; había permanecido allí sentada el tiempo suficiente para que oscureciera y los buhos realizaran sus ejercicios de calentamiento sobre el tejado. Me terminé el vino y contemplé el mar mientras adquiría un color tormentoso, con el parpadeo del faro distante en el horizonte. Al caer en la cuenta de que estaba lo bastante borracha como para no importarme su regodeo, le envié un mensaje a Frank: «¿A qué hora es la reunión?».

Mi teléfono emitió un pitido unos diez segundos después: «A las 19 h en punto. Nos vemos allí». Tenía el teléfono a mano, a la espera de que yo diera el sí.


Aquella noche Sam y yo tuvimos nuestra primera discusión. Probablemente ya nos tocaba, dado que llevábamos saliendo tres meses sin ni siquiera un leve desacuerdo, pero sucedió en el momento menos oportuno.

Sam y yo empezamos a salir pocos meses después de que yo dejara Homicidios. No estoy muy segura de cómo ocurrió exactamente. Tengo un recuerdo nebuloso sobre esa época; según parece, me compré un par de jerséis verdaderamente deprimentes, esa clase de jerséis que una sólo lleva cuando lo único que quiere hacer es pasarse varios años hecha un ovillo en la cama, cosa que de vez en cuando me invita a replantearme si en aquel entonces tenía la lucidez necesaria para iniciar una relación. Sam y yo nos habíamos hecho amigos en la Operación Vestal y así seguimos después de que todo se desmoronara (los casos de pesadilla generan eso, o bien todo lo contrario) y mucho antes de que el caso concluyera y yo decidiera que él era una joya, pero que tener una relación, con cualquiera, era lo último que tenía pensado en aquellos momentos.

Llegó a mi casa en torno a las nueve de la noche.

– Hola -me saludó, al tiempo que me daba un beso y un fuerte abrazo. Tenía la mejilla fría a causa del viento-. ¡Qué bien huele!

Olía a tomate, a ajo y a especias. Tenía una complicada salsa haciendo chupchup en el fuego y estaba hirviendo en agua un montón de raviolis, guiada por el mismo principio que las mujeres han seguido desde el amanecer de los tiempos: si tienes que contarle algo que no quiere oír, asegúrate de hacerlo delante de un buen plato de comida.

– Es que me estoy domesticando -bromeé-. Mira, he hecho la limpieza y todo. Hola, cariño, ¿cómo te ha ido el día?

– Claro, claro -contestó él con aire distraído-. Luego te lo cuento. -Mientras se quitaba el abrigo, mis ojos se posaron en la mesita de centro: botellas de vino, corchos y copas-. ¿Has estado viendo a otro en mi ausencia?

– A Frank -contesté-. Pero no me gusta mucho.

Sam soltó una carcajada.

– Vaya. ¿Y qué quería? -preguntó.

Había albergado la esperanza de reservar aquella conversación para después de la cena. Para ser una detective, debo confesar que mis habilidades para limpiar la escena del crimen son una birria.

– Quería que acudiera a la reunión del caso que habéis convocado mañana por la noche -respondí en el tono más informal del que fui capaz, mientras me dirigía a la cocina para comprobar cómo iba el pan de ajo-. Ha dado unos cuantos rodeos, pero era su propósito.

Sam dobló su abrigo con lentitud y lo dejó caer sobre el respaldo del sofá.

– ¿Y qué le has contestado?

– Lo he meditado mucho -respondí-. Quiero ir.

– No tenía derecho a hacerlo -apuntó Sam con voz tranquila. Sus pómulos empezaban a adquirir un tono sonrosado-. No tenía derecho a venir aquí a mis espaldas y presionarte cuando yo no estaba presente para…

– Habría decidido exactamente lo mismo si hubieras estado aquí delante -aseguré-. Ya soy mayorcita, Sam. No necesito que me protejan.

– No me gusta ese tipo -terció Sam con acritud-. No me gusta cómo piensa y no me gusta cómo actúa.

Cerré la puerta del horno de un portazo.

– Sólo intenta resolver este caso. Quizá no estés de acuerdo con su forma de hacerlo…

Sam se apartó el pelo de los ojos con un gesto brusco del antebrazo.

– No -me cortó-. No es eso. No se trata de resolver este caso. Ese tipo, Mackey, no tiene ningún interés en este caso, no tiene más interés del que haya podido tener en cualquier otro homicidio en el que yo haya trabajado, y nunca antes lo había visto mover tantas teclas para entrar en acción. Lo hace para divertirse. Cree que será divertido lanzarte en medio de un puñado de sospechosos de asesinato sólo porque puede hacerlo y aguardar a ver qué ocurre. Está como un cencerro.

Saqué un par de platos del armario.

– ¿Y qué hay de malo en ello? Lo único que voy a hacer es asistir a una reunión. ¿Por qué te preocupa tanto?

– Porque ese chiflado te está utilizando, por eso me preocupa. Tú no has estado bien desde aquel asunto del año pasado…

Aquellas palabras me hicieron sentir un escalofrío, una sacudida feroz como una descarga de una valla eléctrica. Arremetí contra él, olvidándome por completo de la cena; lo único que me apetecía hacer en aquel instante era lanzarle los platos a la cabeza.

– Oh, no. Por favor, Sam, no lo hagas. No metas aquello en este asunto.

– Es que ya lo está. Con una sola mirada, tu amigo, Mackey, sabía que pasaba algo y estaba seguro de que no le costaría convencerte para que le siguieras la corriente con esa insensata idea suya…

Me enfurecía aquella actitud suya tan posesiva, allí de pie, con los pies plantados en mi suelo y los puños apretados con furia dentro de sus bolsillos: mi caso, mi mujer. Dejé los platos en la encimera con un golpetazo.

– Me importa un bledo lo que haya pensado, no me está obligando a hacer nada. Esto no tiene nada que ver con los deseos de Frank; de hecho, no tiene nada que ver con Frank. Punto y final. Claro que ha intentado arrastrarme a este caso. Pero le he dicho que se fuera al cuerno.

– Pues tienes una forma bien curiosa de decirle que se vaya al cuerno, porque estás haciendo exactamente lo que él quiere…

Durante un instante de locura me pregunté si Sam estaría sintiendo celos de Frank y, en caso de ser así, qué diablos podía hacer yo para atajarlos.

– Y si no asisto a esa reunión, estaré haciendo exactamente lo que tú quieres. ¿Significaría eso que me estoy dejando convencer por ti? He decidido yo sólita que quiero ir a esa reunión mañana. ¿Es que acaso te cuesta creer que sea capaz de tomar una decisión por mí misma? ¡Por todos los santos, Sam, el año pasado no me ha lobotomizado el cerebro!

– Yo no he dicho nada parecido. Lo único que digo es que no has vuelto a ser tú misma desde…

– Soy yo misma, Sam. Mírame bien: ésta soy yo, maldita sea. Fui agente secreto varios años antes de que se presentara la Operación Vestal. Así que, por favor, deja aquel asunto al margen de todo esto.

Nos quedamos mirando el uno al otro. Transcurridos unos instantes, Sam habló con voz pausada:

– Tienes razón, supongo que lo fuiste. -Se desplomó en el sofá y se pasó las manos por la cara. De repente pareció rendido, y la idea de cómo habría pasado él aquel día me hizo sentir una punzada-. Lo siento -se disculpó-. Perdóname por sacarlo a colación.

– No tengo ningún interés en discutir contigo -aclaré. Me temblaban las rodillas y no tenía ni idea de cómo habíamos acabado peleándonos por aquello, cuando, a decir verdad, ambos estábamos del mismo bando-. Dejémoslo, ¿de acuerdo? Te lo ruego, Sam.

– Cassie -dijo Sam. Un extraño velo de angustia cubría su rostro redondo y afable-. No puedo hacerlo. ¿Qué pasará si…? Dios. ¿Y si te sucede algo? No podría soportar que te ocurriera algo por no conseguir atrapar a tiempo al sospechoso de uno de mis casos. No podría vivir con ello.

Parecía faltarle el aliento. No sabía si abrazarlo o darle un puntapié.

– ¿Qué te hace pensar que este caso no tiene nada que ver conmigo? -pregunté-. Esa joven es mi doble, Sam. Iba por ahí con mi puñetera cara. ¿Cómo sabes que el sospechoso de tu caso mató a quien quería matar? Piénsalo bien. Una posgraduada que se pasa el día leyendo a la maldita Charlotte Brontë o una detective que ha metido a decenas de personas en el talego: ¿quién es más probable que tenga un enemigo suelto con ganas de asesinarla?

Se produjo un silencio. Sam también había participado en la Operación Vestal. Ambos conocíamos al menos a una persona que me habría asesinado alegremente sin pensárselo dos veces y que era muy capaz de hacerlo. Noté que el corazón me palpitaba con fuerza bajo las costillas.

– ¿Acaso crees que…? -preguntó Sam.

– Los casos concretos no son el tema que nos ocupa -lo atajé en un tono demasiado cortante-. Lo que nos concierne es que, al menos por lo que sabemos, yo podría estar involucrada en esto hasta las cejas. Y no quiero tener que pasarme el resto de mi vida volviendo la vista atrás para cerciorarme de que nadie me persigue. No soy capaz de vivir así.

Se estremeció.

– No será por el resto de tu vida -aclaró con voz queda-. Espero poder prometerte al menos eso. Pretendo cazar a ese tipo, ¿sabes?

Me apoyé en la encimera y respiré hondo.

– Lo sé, Sam -respondí-. Lo siento. No me refería a eso.

– Además, si ese tipo iba por ti, entonces más razón aún para que te quites de en medio y me dejes encontrarlo.

El agradable olor a comida se había convertido en un hedor acre y peligroso: algo se estaba quemando. Apagué los fogones, aparté las cacerolas (ninguno de los dos iba a tener hambre durante un rato) y me senté con las piernas cruzadas en el sofá, de cara a Sam.

– Me tratas como a tu novia, Sam -dije-. No soy tu novia, o al menos no en lo que concierne a estos asuntos. Sólo soy otra detective.

Me dedicó una triste sonrisa chueca.

– ¿Y no podrías ser ambas cosas?

– Ojalá -respondí. Deseé no haberme acabado el vino; aquel hombre necesitaba una copa-. Lo digo en serio. Pero no así.

Transcurrido un rato, Sam resopló y reclinó la cabeza contra el respaldo del sofá.

– Así que quieres hacerlo -insistió-, quieres seguir adelante con el plan de Mackey.

– ¡No! -refuté yo-. Sólo quiero saber algo acerca de esa chica. Por eso he aceptado asistir a la reunión. No tiene nada que ver con Frank y con su truculenta idea. Sólo quiero saber algo acerca de ella.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Sam. Se enderezó en el asiento, me tomó ambas manos entre las suyas y me obligó a mirarlo a los ojos. Su voz sonaba entrecortada, frustrada, casi suplicante-. ¿Qué tiene que ver contigo? No tenéis ningún parentesco ni es tu amiga, nada de nada. Es pura casualidad, eso es todo, Cassie. Era una muchacha que buscaba una vida nueva y tropezó con la oportunidad ideal para iniciarla.

– Lo sé -repliqué-. Ya lo sé, Sam. Ni siquiera parece que fuera una buena persona; de habernos conocido, probablemente ni me habría caído bien. Pero quizás ahí radique el quid de la cuestión. No quiero que forme parte de mi paisaje mental. No quiero estar preguntándome por ella. Lo que espero es que, si descubro lo suficiente sobre ella, pueda desprenderme de toda esta historia y olvidar que existió alguna vez.

– Yo tengo un doble -explicó Sam-. Vive en Wexford, es ingeniero y eso es todo lo que sé sobre él. Hace alrededor de un año alguien se me acercó y me dijo que era su vivo retrato; de hecho, la mitad de las veces me llaman Brendan. Nos reímos de ello, a veces me sacan una fotografía con sus teléfonos para enseñársela. Fin de la historia.

Sacudí la cabeza.

– Es distinto.

– ¿Por qué?

– Muy sencillo: porque a él no lo han asesinado.

– Es cierto, nadie le ha hecho ningún daño -concedió Sam-. Pero si se lo hicieran, me importaría un bledo. A menos que me asignaran el caso, no lo consideraría problema mío.

– El problema de esa chica es mi problema -sentencié. Las grandes y cálidas manos de Sam envolvían las mías con solidez, el cabello le caía cruzándole la frente, como ocurre siempre que está preocupado. Era una noche de un sábado primaveral. Podríamos haber estado paseando por una playa, rodeados por la oscuridad, las olas y zarapitos, o cocinando un plato experimental para la cena con la música a todo trapo, o acurrucados en un rincón de uno de los pocos pubs apartados que quedan donde los parroquianos aún cantan baladas mucho después de echar el cierre-. Me gustaría que no fuera así, pero es lo que hay.

– Hay algo que no acabo de entender -añadió Sam. Había dejado caer nuestras manos sobre mis rodillas y las miraba con el ceño fruncido mientras me acariciaba los nudillos con un ritmo constante, mecánico-. Lo único que yo veo es un caso de homicidio normal y corriente, con una coincidencia que podría ocurrirle a cualquiera. No voy a negarte la conmoción que me ha causado verla, pero sólo ha sido porque creía que eras tú. Una vez despejada esa duda, había imaginado que todo seguiría el cauce habitual. Pero tú y Mackey, ambos actuáis como si conocierais a esa muchacha de algo, como si fuera algo personal. ¿Qué es lo que se me escapa?

– En cierto sentido -contesté- es personal, sí. Para Frank, en parte es exactamente lo que tú has dicho: cree que todo esto puede ser una aventura emocionante. Pero es más que eso. Lexie Madison nació como una responsabilidad suya, fue su responsabilidad durante ocho meses mientras yo adopté esa identidad y sigue siéndolo ahora.

– Pero esa chica no es Lexie Madison. Es una suplantadora de identidad; podría dirigirme al Departamento de Fraudes por la mañana y encontrar cientos de casos como el de ella. No existe ninguna Lexie Madison. Tú y Mackey la inventasteis.

Me apretaba las manos con fuerza.

– Lo sé -dije-. Eso es precisamente lo más inquietante.

Sam torció ligeramente el gesto.

– Como ya he dicho antes, ese tipo está chiflado.

Yo no estaba totalmente en desacuerdo con él. Siempre había creído que una de las razones de la legendaria intrepidez de Frank era que, en el fondo, nunca había logrado conectar con la realidad. Para él, cada operación es como uno de esos juegos de guerra a los que juega el Pentágono, sólo que incluso más frío, porque las apuestas son más altas y los resultados son tangibles y duraderos. La fractura es lo bastante pequeña y él es lo bastante inteligente para no mostrarlo nunca de una manera evidente; pero mientras cubre todos y cada uno de los ángulos de todas y cada una de las situaciones a las mil maravillas, y lo mantiene todo bajo un control gélido, parte de él cree seriamente que Sean Connery está interpretando su papel.

Soy consciente de ello porque me reconozco en esa sensación. Mi propia frontera entre la realidad y la ficción nunca ha sido demasiado firme. Mi amiga Emma, a quien le gusta que todo tenga sentido, lo achaca a que mis padres murieron cuando yo era demasiado pequeña para asimilarlo: existían un día y se habían ido al siguiente, derribando esa barrera con tal fuerza que la habían dejado astillada para siempre. Cuando me metí en la piel de Lexie Madison durante ocho meses, en mi cabeza acabó por convertirse en una persona real, una hermana a quien había perdido o dejado atrás en el camino, una sombra oculta en algún lugar dentro de mí, como las sombras de dos gemelas desvaneciéndose que aparecen en las radiografías de las personas de higos a brevas. Incluso antes de que viniera a mi encuentro, yo sabía que le debía algo, por ser la que había sobrevivido.

Seguramente aquello no fuera lo que Sam quería oír; ya tenía bastante en el puchero como para que yo fuera añadiéndole nuevos ingredientes a la receta. Lo máximo que pude hacer por él fue narrarle mi vida como agente infiltrada. Le expliqué que tus sentidos nunca vuelven a ser los mismos, que los colores se vuelven lo bastante intensos como para grabársete y que el aire cobra un sabor agudo y penetrante, como un licor transparente con minúsculas pepitas de oro. Le expliqué cómo cambia tu forma de caminar y que el equilibrio se te agudiza y se vuelve tan tenso como el de un surfero cuando uno pasa cada segundo de su vida en la cresta cambiante de esa veloz y arriesgada ola. Le expliqué que después de aquello jamás volví a compartir un canuto con mis amigos ni me volví a tomar un éxtasis en una discoteca, porque ningún subidón es comparable a eso. Le expliqué lo buenísima que era desempeñando aquel trabajo, tan natural, mejor policía de lo que sería en Violencia Doméstica en un millón de años.

Cuando acabé, Sam me contemplaba con una ligera arruga de preocupación en el entrecejo.

– ¿Qué demonios quieres decir? -preguntó-. ¿Acaso quieres que te transfieran de nuevo a Operaciones Secretas?

Había apartado sus manos de las mías. Lo miré, sentado al otro lado del sofá, con el pelo peinado hacia un lado y el ceño fruncido.

– No -contesté-, no es eso. -Contemplé cómo un gesto de alivio le recorría el rostro-. No es eso en absoluto.


Ahora viene la parte que no le conté a Sam: a los agentes encubiertos les suceden cosas malas. A algunos los matan. La mayoría de ellos se quedan sin amigos o asisten al desmoronamiento de su matrimonio y sus relaciones. Un par de ellos se asilvestran y cruzan al otro lado de manera tan paulatina que no lo ven venir hasta que ya es demasiado tarde y se encuentran metidos en complejos y discretos planes de jubilación anticipada. Algunos, y nunca los que uno pronosticaría, pierden el valor, sin previo aviso; simplemente se levantan una mañana y de repente se dan cuenta de lo que están haciendo y se quedan paralizados, como un funámbulo que desciende la vista hacia el suelo. Recuerdo a un tipo, McCall, que se infiltró en un grupo escindido del IRA; nadie pensaba que supiera siquiera lo que era el miedo hasta que una tarde telefoneó desde un callejón situado fuera de un pub. Se veía incapaz de volver a entrar allí, aseguró, y no podía huir porque le temblequeaban las piernas. Lloraba. «Venid a buscarme -suplicó-. Quiero volver a casa.» Cuando lo conocí trabajaba en Documentación. Y los hay que reaccionan de otra manera, de la manera más letal de todas: cuando la presión se vuelve demasiado insoportable, no es el valor lo que pierden, sino el miedo. Pierden la capacidad de sentir miedo, incluso cuando deberían sentirlo. Ésos no pueden regresar a sus casas. Son como esos aviadores de la Primera Guerra Mundial, los mejores de todos, que tras brillar por su temeridad y su aura de invencibles regresaron a sus hogares y descubrieron que allí no había lugar para ellos. Algunas personas son agentes secretos hasta la médula; su trabajo se ha apoderado de sus vidas.

Nunca tuve miedo de que me mataran ni de perder el valor. Mi valentía responde bien bajo presión; son otros peligros, los más refinados e insidiosos, los que me inquietan. Pero sí me preocupan las demás perspectivas. Frank me dijo en una ocasión -y no sé si tenía razón o no y tampoco quise decírselo a Sam- que los mejores agentes infiltrados tienen un hilo oscuro tejido en su interior, en algún lugar.

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