Capítulo 3

Y así fue como el domingo por la tarde Sam y yo acudimos al castillo de Dublín para asistir al consejo de guerra de Frank. El castillo de Dublín es la sede de la brigada de Homicidios. Yo había vaciado mi escritorio allí otra tarde otoñal larga y fría: había apilado mis documentos en montones bien definidos y había etiquetado cada uno de ellos con una notita adhesiva; había tirado a la papelera los dibujos que tenía pegados en el ordenador, los bolígrafos mordisqueados, las postales de Navidades pasadas y los M &M caducados que aún quedaban por los recovecos de mis cajones; había apagado la luz y había cerrado la puerta a mi espalda.

Sam vino a recogerme con ánimo taciturno. Se había levantado y había salido de casa muy temprano esa mañana, tan temprano que el piso aún estaba oscuro cuando se agachó para darme un beso de despedida. No le pregunté por el caso. Si hubiera descubierto algo de utilidad, aunque fuera la pista más nimia, me lo habría comunicado.

– No permitas que tu amigo te presione a hacer nada que no quieras hacer -me instó en el coche.

– Vamos, Sam -repliqué-. ¿Cuándo he permitido yo que alguien me presione para hacer algo que no quiero hacer?

Sam ajustó el retrovisor con cuidado.

– Sí -contestó-. Es cierto.

Cuando abrió la puerta, el olor del edificio me asaltó como un alarido: era un olor viejo y escurridizo, a humedad, a humo y a limón, nada que ver con el penetrante olor a antiséptico de Violencia Doméstica, en el nuevo edificio del parque Phoenix. Detesto la nostalgia, su pereza con los accesorios más bonitos, pero cada paso que daba era como un puñetazo directo al estómago: yo corriendo escaleras abajo con un puñado de expedientes en cada mano y una manzana entre los dientes; mi compañero y yo chocando los cinco tras obtener nuestra primera confesión en esa sala de interrogatorios; los dos haciendo piña para convencer al superintendente en el vestíbulo, cada uno comiéndole una oreja, intentando persuadirlo para que nos concediera un poco más de tiempo… Aquellos pasillos parecían dibujados por Escher: las paredes se inclinaban en ángulos sutiles y vertiginosos, y yo era incapaz de enfocar la vista lo suficiente como para discernirlos con exactitud.

– ¿Qué tal lo llevas? -preguntó Sam con dulzura.

– Me muero de hambre -respondí-. ¿Quién ha tenido la genial idea de convocar la reunión a la hora de la cena?

Sam sonrió aliviado y me dio un apretujoncito.

– Todavía no nos han asignado un centro de coordinación -explicó-. Hasta que decidamos…, bueno, hasta que decidamos cómo vamos a enfocar el caso.

Sam abrió la puerta de la sala de la brigada de Homicidios. Frank estaba sentado a horcajadas en una silla en la parte delantera, frente a la gran pizarra blanca y me quedó claro que toda su cháchara embaucadora acerca de una charla informal entre él, Sam y yo no había sido más que un embuste. Cooper, el forense oficial, y O'Kelly, el superintendente de la brigada de Homicidios, estaban sentados ante sendos escritorios en lados opuestos de la sala, con los brazos doblados y el mismo gesto encabronado en el rostro. La imagen debería haber resultado divertida: Cooper tiene pinta de garza real y O'Kelly parece un bulldog repeinado, pero a mí me dio mala espina. Cooper y O'Kelly se detestan; conseguir que ambos estén en la misma estancia durante un rato requiere grandes dosis de persuasión y un par de botellas de vino del caro. Por alguna razón críptica que sólo él conocía, Frank había movido todas las teclas para contar con la presencia de los dos. Sam me lanzó una mirada recelosa de advertencia. Tampoco se esperaba aquello.

– Maddox -dijo O'Kelly, esforzándose por que su voz sonara quejumbrosa. O'Kelly nunca había demostrado ningún afecto por mí cuando trabajaba en Homicidios pero, en cuanto solicité el traslado, me metamorfoseé misteriosamente en la niña mimada que había desairado años de formación personalizada para luego largarse a Violencia Doméstica-. ¿Cómo va la vida en la liga de segunda división?

– El sol brilla y las plantas florecen -contesté. Cuando me pongo tensa, me vuelvo un poco frívola-. Buenas noches, doctor Cooper.

– Es un placer volver a verla, detective Maddox -me saludó Cooper.

Cooper obvió la presencia de Sam. Cooper también odia a Sam, y prácticamente a todo el mundo. Yo he permanecido en el libro de los afortunados hasta ahora pero, si descubriera que salgo con Sam, saltaría de su lista de envío de postales de Navidad a la velocidad de la luz.

– Al menos en Homicidios -apuntó O'Kelly, lanzando una mirada sospechosa a mis tejanos desgarrados; no sé por qué, pero había sido incapaz de vestirme con mis nuevas ropas para causar buena impresión, no para aquel caso-, la mayoría podemos permitirnos comprarnos ropa decente. ¿Cómo le va a Ryan?

No estaba segura de si era una pregunta con malas intenciones o no. Rob Ryan era mi compañero cuando trabajaba en Homicidios. Hacía un tiempo que no lo veía. Tampoco había visto a O'Kelly ni a Cooper desde que me habían transferido. Todo aquello estaba sucediendo demasiado deprisa y escapaba a mi control.

– Les envía mucho amor y besos -contesté.

– Me lo esperaba -replicó O'Kelly burlándose de Sam, que apartó la mirada.

En la sala de la brigada de Homicidios trabajan veinte personas, pero aquel día lucía el aspecto inerte de los domingos por la noche: los ordenadores estaban apagados y las mesas repletas de documentos y envoltorios de comida rápida esparcidos por encima, dado que el servicio de limpieza no acude hasta el lunes por la mañana. En el rincón posterior, junto a la ventana, los escritorios que ocupábamos Rob y yo seguían estando en ángulo recto, tal como a nosotros nos gustaba, para podernos sentar hombro con hombro. Algún otro equipo, quizás unos principiantes, los habría ocupado. Quienquiera que se sentara ahora a mi mesa tenía un hijo: había una fotografía con marco de plata de un niño sonriendo al que le faltaban los dientes de delante y un montón de hojas de declaraciones bañadas por los últimos rayos vespertinos de sol. El sol siempre solía darme en los ojos a esta hora del día.

Me costaba respirar; el aire se me antojaba demasiado denso, casi sólido. Uno de los fluorescentes estaba estropeado y confería a la estancia un aspecto titilante, epiléptico, como salido de un sueño febril. Un par de grandes carpetas colocadas en el archivador aún exhibían mi caligrafía en el lomo. Sam acercó su silla a su mesa y me observó con el ceño levemente fruncido, pero no dijo nada, y yo se lo agradecí. Me concentré un instante en el rostro de Frank. Tenía ojeras y se había cortado afeitándose, pero parecía completamente despierto, alerta y cargado de energía. Estaba expectante ante nuestra reunión. Me sorprendió observándolo.

– ¿Contenta de estar otra vez aquí?

– Extasiada -respondí.

De repente me pregunté si me habría convocado en aquella sala a propósito, sabiendo que podía despertar todos mis fantasmas. Deposité mi maletín sobre una mesa, la de Costello; reconocí su escritura en los documentos, me apoyé contra la pared y me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta.

– La compañía es muy grata -apuntó Cooper, alejándose un poco más de O'Kelly-, pero yo agradecería sinceramente que fuéramos al grano del porqué de esta pequeña reunión.

– De acuerdo -dijo Frank-. Estamos aquí por el caso Madison, bueno, el caso de Jane Doe alias Madison. ¿Cuál es el nombre oficial?

– Operación Espejo -aclaró Sam.

Resultaba evidente que el rumor de mi parecido con la víctima había llegado hasta la comisaría central. Encantador. Me pregunté si sería demasiado tarde para cambiar de idea, regresar a mi casa y encargar una pizza.

Frank asintió.

– Eso es: Operación Espejo. Han transcurrido tres días y aún no tenemos sospechoso, pistas ni conocemos la identidad de la víctima. Como todos saben, soy de la opinión de que convendría adoptar un enfoque diferente…

– Para el carro -lo interrumpió O'Kelly-. Abordaremos tu «enfoque diferente» dentro de un momento, descuida. Pero antes de eso tengo una pregunta.

– Adelante -lo invitó Frank con magnanimidad y un gesto expansivo acorde.

O'Kelly le lanzó una mirada asesina. En aquella estancia se respiraba testosterona por un tubo.

– A menos que me haya perdido algo -dijo-, a esa muchacha la han asesinado. Corrígeme si me equivoco, Mackey, pero yo no aprecio ningún signo de violencia doméstica y tampoco ningún indicio que lleve a pensar que pertenecía a la secreta. Así que, para empezar, podéis explicarme por qué diablos os interesa este caso -espetó y nos apuntó con la mejilla a Frank y a mí.

– A mí no me interesaba -contesté-. No me interesa, quiero decir.

– La víctima utilizaba una identidad que yo creé para una de mis subordinadas -explicó Frank-, y yo eso me lo tomo como un asunto personal. Así que vas a tener que aguantarme. Y quizá tengas que aguantar también a la detective Maddox, pero eso aún está por ver.

– Os lo puedo aclarar ahora mismo -objeté.

– Vamos, dame un poco de coba -me solicitó Frank-. No me lo digas hasta que haya concluido. Una vez hayas escuchado todo lo que tengo que decir, puedes mandarme a hacer puñetas si te apetece y no pondré objeción alguna. ¿No te parece estimulante?

Me rendí. Ésa es otra de las habilidades de Frank: sonar como si estuviera haciendo una gran concesión para que los demás queden como una mula terca si no ceden un poco de terreno.

– Tanto como una cita con mi príncipe azul -respondí.

– ¿Todos conformes, entonces? -preguntó Frank a los presentes-. Al final de esta reunión podéis decirme que vuelva a encerrarme en mi cajita y nunca más volveré a mencionar mi pequeña idea. Pero antes dejadme hablar. ¿Está todo el mundo de acuerdo?

O'Kelly profirió un gruñido que no lo comprometía a nada; Cooper se encogió de hombros como si aquello no hiera con él, y Sam, transcurrido un momento, asintió con la cabeza. Cada vez me invadía más el presentimiento de una catástrofe inminente típica de Frank.

– Y antes de que todos nos entusiasmemos demasiado -continuó Frank-, asegurémonos de que el parecido aguanta una mirada clínica. En caso contrario, carece de sentido seguir discutiendo este asunto, ¿no creéis?

Nadie contestó. Se levantó de la silla, extrajo un puñado de fotos de su carpeta y empezó a engancharlas en la pizarra blanca con Blutack. Una primera fotografía del carné de estudiante del Trinity, ampliada a veinte por veinticinco centímetros; el rostro de la muchacha fallecida de perfil, con el ojo cerrado y amoratado; una imagen de cuerpo entero sobre la mesa de la sala de autopsias, aún vestida, gracias al cielo, con los puños apretados encima de aquella oscura estrella de sangre; un primer plano de sus manos, abiertas y punteadas con marrón negruzco y vetas de pintauñas plateado visibles a través de la sangre.

– Cassie, ¿te importa hacerme un favor? ¿Podrías venir aquí un momento?

«Pedazo de capullo», pensé. Me despegué de la pared, me dirigí hasta la pizarra blanca y me coloqué de espaldas a ella como si fueran a tomarme las fotografías para ficharme. Habría apostado algo a que Frank ya había obtenido mi fotografía de Documentación y la había comparado con todas aquellas con ayuda de una lupa. Prefiere formular preguntas cuyas respuestas ya conoce.

– En realidad deberíamos estar usando el cadáver para esto -comentó Frank alegremente, mientras partía con los dientes un trozo de Blutack por la mitad-, pero he considerado que podía resultar un poco truculento.

– ¡Dios nos libre! -exclamó O'Kelly.

Maldita sea, quería que Rob estuviera allí. Nunca antes me había permitido pensarlo, ni siquiera una vez en todos aquellos meses que llevábamos sin hablarnos, por muy cansada que estuviera o por muy tarde que fuera. Al principio sentía tantas ganas de abofetearle que tenía que morderme los puños para contenerme. De hecho, para relajarme me dedicaba a lanzar objetos contra las paredes. Así logré dejar de pensar en él. Pero el hecho de estar en la sala de Homicidios, con aquellos cuatro analizándome como si fuera una muestra forense exótica y todas aquellas fotografías tan cerca de mis mejillas que casi las notaba, hacía que la sensación de ácido que me había invadido durante toda la semana se estuviera hinchando hasta convertirse en una ola salvaje y abrumadora que me punzaba en algún punto bajo el esternón. Habría dado un ojo por que Rob estuviera allí en aquel momento, enarcando una ceja con mohín sardónico en dirección a mí sin que O'Kelly se percatara, y puntualizando que el trueque sencillamente no funcionaría porque la muchacha muerta era guapa. Por un segundo macabro habría jurado que olí su loción para después del afeitado.

– Observad las cejas -indicó Frank, dando unos golpecitos en la fotografía del carné de identidad; tuve que reprimirme para no saltar-, las cejas encajan. Los ojos encajan. Lexie tenía el flequillo más corto (tendrás que repasártelo) pero, aparte de eso, el pelo también encaja. Las orejas, ponte de lado un momento, así, las orejas también son iguales. ¿Tú tienes agujeros?

– Tres -contesté.

– Ella sólo tenía dos. A ver… -Frank se me acercó-. Bueno, no parece que vaya a ser ningún problema. Yo ni siquiera los vería si no los buscara. La nariz también se parece. Y la boca. Y la barbilla. Y el mentón.

Sam pestañeaba, con un rápido gesto de estremecimiento cada vez.

– Tus pómulos y tus clavículas son un poco más pronunciados que los de la víctima -apuntó Cooper, examinándome con un interés profesional un tanto escalofriante- ¿Puedo preguntar cuánto pesas?

Nunca me peso.

– Cincuenta y algo. Cincuenta y uno o cincuenta y uno y medio.

– Estás un poco más delgada que ella -aclaró Frank-, pero eso no importa: una o dos semanas a base de comida de hospital lo justifican. Lleva ropa de la talla 38, los tejanos son una 29 de cintura, lleva una 90 B de sujetador y calza un 38. ¿Se parecen a tus medidas?

– Bastante, sí -contesté.

Me pregunté cómo diablos mi vida había acabado así. Pensé en buscar un botón mágico que me rebobinara a la velocidad del rayo hasta la época en la que holgazaneaba alegremente en aquel rincón y le daba una patadita en la pierna a Rob cada vez que O'Kelly aparecía con un cliché, en lugar de encontrarme allí como una marioneta mostrando mis orejas e intentando disimular el temblor de mi voz mientras debatíamos si cabría en el sujetador de una muerta.

– Un vestuario nuevo -me dijo Frank con una sonrisa-. ¿Quién dice que este trabajo no tiene beneficios extra?

– Te sentará bien -fue el comentario insidioso de O'Kelly.

Frank avanzó a la fotografía de cuerpo entero y la recorrió con un dedo desde los hombros a los pies, contrastando sucesivamente sus rasgos con los míos con la mirada.

– Tienen una complexión muy parecida, kilo arriba, kilo abajo. -Al deslizarse por la pizarra, sus dedos emitieron un largo chirrido; Sam se removió, inquieto, en su silla-. La anchura de hombros también encaja y la proporción de cintura a cadera; podemos medirla, sólo para cerciorarnos, pero la diferencia de peso nos concede cierto margen en este punto. La longitud de las piernas también es igual. -Dio unos golpecitos al primer plano-. Las manos son importantes. La gente se fija en ellas. Enséñanos las tuyas, Cassie, por favor.

Extendí las manos como si fueran a esposarme. No fui capaz de volver la vista hacia aquella foto; apenas si podía respirar. Frank aún no tenía respuesta para aquella pregunta. Aquí podía acabar todo: mis manos podían ser la diferencia que me escindiría de aquella muchacha, que cercenaría el lazo de manera definitiva y me permitiría regresar a casa.

– Vaya -comentó Frank en tono apreciativo tras observarme con detenimiento-, quizá sean las manos más bonitas que he visto nunca.

– Es extraordinario -apuntó Cooper con entusiasmo, inclinándose hacia delante para observarnos a mí y a la joven anónima por encima de sus gafas-. Las posibilidades son de una entre varios millones.

– ¿Alguien aprecia alguna diferencia? -preguntó Frank.

Nadie dijo nada. Sam apretaba la mandíbula.

– Caballeros -anunció Frank dibujando una floritura con el brazo-, son idénticas.

– Lo cual no implica necesariamente que tengamos que explotar esa coincidencia -alegó Sam.

O'Kelly aplaudió a cámara lenta, en ademán sarcástico.

– Felicidades, Mackey. ¡Eso sí que es un truco de magia! Y ahora que todos sabemos qué aspecto tiene Maddox, ¿podemos retomar el caso?

– ¿Os importa que me siente otra vez? -pregunté. Las piernas me temblaban como si hubiera estado corriendo y estaba enfadadísima con todos los presentes en aquella estancia, yo incluida-. A menos que me necesitéis como musa.

– Claro que no, siéntate -dijo Frank, mientras buscaba un rotulador para la pizarra blanca-. Bien, resumiendo, esto es lo que tenemos hasta el momento. Alexandra Janet Madison, alias Lexie, registrada como nacida en Dublín el 1 de marzo de 1979, como bien debería saber yo, que fue quien la inscribió en el Registro Civil. En octubre de 2000 -empezó a esbozar una cronología con trazos rápidos- se matriculó en el University College de Dublín para cursar un posgrado en Psicología. En mayo de 2001 abandonó la universidad debido a una enfermedad relacionada con el estrés y se refugió con sus padres en Canadá para recuperarse. Ahí debería haber acabado su historia…

– Un momento. ¿Me liquidaste con un ataque de nervios? -pregunté.

– Tu tesis te había superado -me explicó Frank con una sonrisa-. El mundo académico es un mundo difícil; no fuiste capaz de soportar la presión, de modo que te retiraste. Tenía que desembarazarme de ti de algún modo.

Volví a recolocarme contra la pared y le hice un puchero; Frank me guiñó un ojo. Había jugado con aquella chica años antes de que apareciera en escena. Cualquier desliz que tuviera con un viejo conocido que empezara a sonsacar información, cualquier pausa fuera de lo normal, cualquier reticencia a encontrarse con alguien de nuevo podía solucionarla con un: «Bueno, ya sabes, sufrió una crisis nerviosa…».

– Pero en febrero de 2002 -continuó Frank mientras cambiaba el rotulador azul por el rojo-, Alexandra Madison reapareció en escena. Obtuvo su expediente en el University College de Dublín y lo utilizó para matricularse en el Trinity en un posgrado en Lengua y Literatura inglesas. No tenemos ni idea de cómo es realmente esta joven, de lo que hacía antes de eso o de cómo tropezó con la identidad de Lexie. Le hemos tomado las huellas dactilares, pero no aparecen en el sistema.

– Quizá deberíamos ampliar la red -apunté-. Existe una posibilidad nada desdeñable de que no sea irlandesa.

Frank me miró con expresión inquisitiva.

– ¿Por qué dices eso?

– Cuando un irlandés quiere ocultarse, no se queda por aquí. Se va al extranjero. De ser irlandesa, podía haber tropezado con alguien del club de bingo de su mamá en menos de una semana.

– No necesariamente. Llevaba una vida bastante ermitaña.

– Además -proseguí sin subir el volumen de voz-, yo me parezco a mi familia francesa. Nadie piensa que sea irlandesa hasta que abro la boca. Y si yo no debo mi fisonomía a este país, lo más probable es que ella tampoco.

– Maravilloso -exclamó O'Kelly algo apesadumbrado-. Operaciones Secretas, Violencia Doméstica, Inmigración, los ingleses, la Interpol, el FBI… ¿A alguien más le apetece participar en esta fiesta? ¿La Asociación de Mujeres del Ámbito Rural de Irlanda, por ejemplo? ¿La Diócesis de San Vincente de Paúl?

– ¿Existe alguna posibilidad de identificarla por la dentadura? -preguntó Sam-. ¿O de ubicarla en un país, como mínimo? ¿Se puede determinar eso mediante un estudio dental, por cómo se le han practicado los empastes y demás?

– Ocurre que esa jovencita tenía una dentadura impecable -contestó Cooper-. Por supuesto, yo no soy ningún especialista en la materia, pero no tenía empastes, ni puentes, ni extracciones ni ninguna otra intervención identificable.

Frank me miró arqueando una ceja en señal de interrogación. Le respondí con la mayor cara de desconcierto de la que fui capaz.

– Tenía dos incisivos inferiores ligeramente superpuestos -añadió Cooper- y también una muela superior claramente desalineada, lo cual implica que de niña no llevó aparatos. Me aventuraría a afirmar que las probabilidades de identificarla por la dentadura son prácticamente nulas.

Sam movió la cabeza en un gesto de frustración y volvió a fijar la vista en su cuaderno de notas. Frank seguía repasándome de arriba abajo, y empezaba a ponerme nerviosa. Me aparté de la pared, abrí la boca todo lo que pude y señalé mis dientes. Cooper y O'Kelly me miraron horrorizados.

– No, no tengo empastes -le aclaré a Frank-. ¿Lo ves? Aunque tampoco creo que eso importe mucho.

– Buena chica -dijo Frank con aprobación-. No dejes de pasarte la seda dental.

– Encantador, Maddox -terció O'Kelly-. Gracias por compartirlo con nosotros. De manera que en otoño de 2002 Alexandra Madison se matriculó en el Trinity y en abril de 2005 aparece asesinada a las afueras de Glenskehy. ¿Sabemos a qué ha dedicado el tiempo entre tanto?

Sam se removió en su silla, alzó la vista y dejó su bolígrafo sobre el cuaderno.

– A cursar su doctorado, principalmente -aclaró-. Un tema relacionado con mujeres escritoras y seudónimos; la verdad es que no logré entenderlo del todo. Le iba fantásticamente bien, según afirma su supervisor; iba un poco retrasada con el calendario, pero lo que escribía estaba bien. Hasta septiembre vivía en una habitación amueblada en una calle que corta con la South Circular Road. Se sufragaba los gastos a base de créditos para estudiantes, becas y trabajando en el departamento de Lengua y Literatura inglesas y en Caffeine, una cafetería del pueblo. No tiene antecedentes policiales ni deudas conocidas, salvo el préstamo para pagar las tasas de los tres años de universidad; su cuenta bancaria no refleja movimientos turbios, no se le conocen adicciones ni novio ni ningún ex novio. -Cooper enarcó una ceja-. Tampoco enemigos ni peleas recientes.

– Así que no tenemos ningún móvil -concluyó Frank, de cara a la pizarra-, ni tampoco sospechosos.

– Sus seres más cercanos -continuó Sam sin alterarse- eran una pandilla de estudiantes de posgrado: Daniel March, Abigail Stone, Justin Mannering y Raphael Hyland.

– ¡Fuá! Vaya nombre -comentó O'Kelly-. ¿Qué es, marica o británico?

Cooper cerró los ojos un instante con un gesto de desagrado, como un gato.

– Es medio inglés -puntualizó Sam; O'Kelly emitió un gruñidito de petulancia-. Daniel tiene dos multas por exceso de velocidad y Justin una; aparte de eso, están limpios como los chorros del oro. No saben que Lexie utilizaba una identidad falsa o, si lo saben, no lo han mencionado. Según dicen, estaba distanciada de su familia y no le gustaba hablar de su pasado. Ni siquiera saben de dónde era originaria; Abby cree que probablemente de Galway, Justin que de Dublín y Daniel me ha mirado con altanería y me ha soltado que «no revestía el menor interés» para él. Y lo mismo ocurre con su familia. Justin piensa que sus padres estaban muertos; Rafe dice que estaban divorciados; Abby, que era hija ilegítima…

– Y quizá ninguno esté en lo cierto -lo interrumpió Frank-. Ya sabemos que nuestra joven no era trigo limpio.

Sam asintió.

– En septiembre, Daniel heredó de su tío abuelo, Simon March, la casa de Whitethorn, cerca de Glenskehy, y todos se mudaron allí. El pasado miércoles por la noche, los cinco estaban en casa, jugando al póquer. Lexie fue la primera en perder y salió a dar un paseo alrededor de las once y media; se ve que los paseos nocturnos formaban parte de su rutina; la zona es segura, aún no había empezado a llover y los demás no pensaron que hubiera nada malo en ello. Acabaron de jugar pasada la medianoche y se fueron a dormir. Todos coinciden al describir la partida de cartas: quién ganó, cuánto ganó, en qué mano… con ligeras divergencias aquí y allá, pero nada digno de mencionar. Los hemos entrevistado a todos varias veces y no se han contradicho en ningún momento. O son inocentes o están organizados de un modo que raya en lo enfermizo.

– Y la mañana siguiente -Frank tomó el testigo, rematando la cronología con una floritura-, Lexie aparece muerta.

Sam separó un puñado de papeles del montón que había en su mesa, se dirigió hasta la pizarra y colocó algo en una esquina: era un mapa de topógrafo de una parcela de campo, detallado hasta la última casa y verja delimitadora, marcado con equis clarísimas y con garabatos resaltados en fluorescente.

– Ésta es la localidad de Glenskehy. Whitethorn House se encuentra a sólo un kilómetro y medio en dirección sur. Aquí, a medio camino y ligeramente hacia el este se halla la casucha en ruinas donde encontramos a la muchacha. He señalado todas las rutas evidentes que pudo tomar para llegar hasta allí. La policía científica y los uniformados siguen rastreando el lugar, pero aún no han encontrado nada. Según los amigos de la joven, siempre salía por la verja trasera de la casa y caminaba por las praderas de los alrededores más o menos una hora; son prados pequeños, casi laberínticos; luego entraba o bien por la puerta delantera o bien por la posterior, en función de la ruta que hubiera tomado.

– ¿En plena noche? -quiso saber O'Kelly-. ¿Estaba loca o qué?

– Siempre llevaba consigo la linterna que le encontramos en el bolsillo -explicó Sam-, a menos que la luna alumbrara lo suficiente como para ver sin ella. Le encantaban los senderos viejos; salía casi cada noche, aunque lloviera a cántaros; se abrigaba bien e iba a dar su paseo. No creo que su intención fuera hacer ejercicio, sino buscar un poco de intimidad; viviendo tan cerca de los otros cuatro, ése debía de ser el único momento que tenía para sí misma. Los demás no saben si siempre iba a la casa abandonada, pero sostienen que le gustaba. Justo después de mudarse al caserío, los cinco pasaron un día explorando los alrededores de Glenskehy, en una excursión de reconocimiento del terreno. Cuando divisaron esa casucha, Lexie se negó a continuar hasta haber entrado a echar un vistazo, pese a que los demás le advirtieron de que, probablemente, en cualquier momento saldría el granjero detrás de ellos armado con un rifle. A Lexie le gustaba que siguiera en pie aunque ya nadie la utilizara; de hecho, Daniel ha comentado que «a ella le gusta la ineficacia», signifique eso lo que signifique. De manera que no podemos descartar que fuera una parada habitual durante sus caminatas.

Definitivamente, entonces no era irlandesa, o al menos no se había criado aquí. Esas granjuchas de la época de la Gran Hambruna salpican todo el ámbito rural y a los nativos nos pasan prácticamente desapercibidas. Sólo los turistas, principalmente de los países de más reciente creación, como Estados Unidos y Australia, las contemplan el tiempo suficiente para percatarse de su relevancia.

Sam extrajo otro papel y lo colocó en la pizarra: era un plano de la planta de la casucha, con una escala clara y diminuta en la parte inferior.

– Al margen de cómo acabara allí -prosiguió, presionando la última esquina del plano para colocarlo en su sitio-, fue en ese lugar donde murió, contra esta pared, en lo que hemos denominado «la estancia exterior». En algún momento después de su muerte y antes de que el rigor mortis se cerniera sobre su cadáver, la trasladaron a «la estancia interior». Fue allí donde la encontraron el jueves a primera hora de la mañana.

Le hizo una seña a Cooper, que estaba en Babia, con la mirada perdida y sumido en una especie de trance. Se tomó su tiempo. Se aclaró la garganta remilgadamente, echó un vistazo alrededor para comprobar que contaba con la atención de todos los presentes y explicó:

– La víctima era una mujer blanca sana, de un metro cincuenta y tres centímetros de altura y cincuenta y cuatro kilos de peso. No tenía cicatrices, tatuajes ni otras marcas identificativas. El contenido de alcohol en sangre era de 0,03, coherente con la ingesta de dos o tres copas de vino unas horas antes. Por lo demás, el examen toxicológico estaba limpio: en el momento de su muerte no había consumido drogas, toxinas ni medicamentos. Todos los órganos se encontraban dentro de los parámetros de la normalidad; no he hallado defectos ni indicios de enfermedad. Los epífisis de los huesos largos están completamente fusionados y las suturas internas de los huesos del cráneo muestran signos tempranos de fusión, lo cual sitúa su edad en la franja de finales de la veintena. La pelvis demuestra que nunca dio a luz. -Extendió la mano para agarrar el vaso del agua y le dio un sorbo consciente, pero yo sabía que su intervención no había concluido; hacía aquella pausa para crear expectación. Cooper se guardaba un as en la manga. Depositó el vaso en la mesa y lo colocó perfectamente alineado con el borde-. Sin embargo -añadió-, se encontraba en las primeras fases del embarazo.

Cooper se reclinó en su silla y contempló el impacto que habían provocado sus palabras.

– Válgame Dios -susurró Sam.

Frank se apoyó contra la pared y silbó, una nota larga y baja. O'Kelly alzó los ojos al cielo. Era lo único que le faltaba a este caso. Deseé haber tenido la precaución de sentarme.

– ¿Alguno de sus amigos ha mencionado este hecho? -pregunté.

– Ni uno solo -contestó Frank, al tiempo que Sam negaba con la cabeza-. Nuestra joven era muy cauta con sus amistades y mucho más aún con sus secretos.

– Es posible que aún no lo supiera -aventuré-. Si no tenía la menstruación regular…

– Calla, por favor, Maddox -me atajó O'Kelly horrorizado-. No necesitamos conocer los detalles de su menstruación. Escríbelo en el informe, si quieres.

– ¿Hay alguna posibilidad de identificar al padre mediante el ADN? -preguntó Sam.

– No veo por qué no -respondió Cooper-, si pudiéramos contar con una muestra de ADN del supuesto padre. El embrión tenía aproximadamente cuatro semanas y sólo medía un centímetro y era…

– ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó O'Kelly; Cooper sonrió con suficiencia-. Sáltate los detalles, ¿quieres? ¿Cómo murió la víctima?

Cooper efectuó una larga pausa para demostrarnos a todos que no aceptaba órdenes de O'Kelly.

– En algún momento de la noche del miércoles -especificó, cuando consideró que su puntualización había quedado clara- le asestaron una única puñalada en el pecho, en la derecha, bajo la caja torácica. Lo más probable es que la atacaran por delante: el ángulo y el punto de incisión resultarían difíciles de conseguir viniendo desde atrás. He hallado ligeros rasguños en las palmas de ambas manos y en una rodilla, coherentes con una caída en un suelo duro, pero no hay heridas que indiquen que opuso resistencia. El arma era una cuchilla de al menos siete centímetros y medio de longitud, de una sola cara, con la punta afilada y sin características distintivas; podría haber sido cualquier navaja de bolsillo, incluso un cuchillo de cocina afilado. La hoja penetró por la línea clavicular, a la altura de la octava costilla, en ángulo inclinado hacia arriba, y punzó el pulmón, lo cual le provocó un neumotórax a tensión. Para explicarlo de la manera más inteligible posible -miró a O'Kelly de soslayo con insidia-, la cuchilla creó una especie de válvula de mariposa en el pulmón. Cada vez que inhalaba, el aire escapaba del pulmón al espacio pleural y, cuando exhalaba, la aleta de la válvula se cerraba, de manera que el aire quedaba atrapado. Una asistencia médica temprana le habría salvado la vida casi con absoluta seguridad. Pero en ausencia de tales cuidados el aire fue acumulándose poco a poco y comprimiendo el resto de órganos torácicos dentro de la cavidad pectoral. Al final la sangre no logró llegar al corazón, y falleció.

Se produjo un breve silencio, interrumpido tan sólo por el leve zumbido de los fluorescentes. Pensé en ella en aquella casa en ruinas, fría, con las aves nocturnas emitiendo sus lamentos y la lluvia cayendo a su alrededor, muriendo por el simple hecho de respirar.

– ¿Cuánto tiempo debió de transcurrir? -preguntó Frank.

– La progresión depende de una serie de factores -explicó Cooper-. Por ejemplo, si la víctima corrió después de que la apuñalaran, su respiración sin duda se aceleró y se hizo más profunda, lo cual habría acelerado el avance del neumotorax a tensión. Además, la cuchilla seccionó levemente una de las venas principales del pecho; con actividad física, esa incisión debió de transformarse en un desgarro y, probablemente, poco a poco empezó a sangrar a borbotones. Para daros un cálculo aproximado, me aventuraría a decir que debió de caer inconsciente entre veinte y treinta minutos después de que la apuñalaran, y que murió entre diez y quince minutos más tarde.

– Y en esos treinta minutos -preguntó Sam-, ¿qué distancia pudo recorrer?

– No soy adivino, detective -replicó Cooper en tin tono amable-. La adrenalina puede causar efectos fascinantes en el organismo humano, y las pruebas demuestran que la víctima se hallaba efectivamente en un estado de agitación considerable. La presencia de espasmos cadavéricos (en este caso en concreto, la víctima cerró las manos en el momento de la muerte y los puños ni siquiera se han abierto con el rigor mortis) suele relacionarse con un estrés emocional extremo. Si estaba lo bastante motivada, y a juzgar por las circunstancias me atrevo a afirmar que así era, sin duda pudo recorrer un kilómetro y medio, tal vez dos. En otra situación podría haberse desvanecido a los pocos metros.

– De acuerdo -contestó Sam. Encontró un rotulador fluorescente en el escritorio de alguien y dibujó un círculo amplio alrededor de la casita en el mapa, que englobaba la población, Whitethorn House y unas cuantas hectáreas de ladera despoblada-. Así pues, nuestra escena del crimen principal se situaría más o menos aquí.

– ¿El dolor no sería demasiado insoportable para recorrer una distancia tan larga? -pregunté.

Noté la vista de Frank clavarse en mí. No preguntamos si las víctimas sufrieron. A menos que se las torturara, no tenemos necesidad de saberlo e involucrarnos emocionalmente con ellas sólo sirve para echar por la borda nuestra objetividad y provocarnos pesadillas; además, a la familia siempre le decimos que no sufrieron.

– Refrene su imaginación, detective Maddox -me aconsejó Cooper-. Un neumotorax a tensión normalmente es indoloro. Probablemente ella fuera consciente de que cada vez le faltaba más el aire y se le aceleraba el corazón; cuando entró en estado de shock, debió de quedársele la piel fría y sudorosa y probablemente se sintiera mareada, pero no hay razón para suponer que murió en una agonía insoportable.

– ¿Con cuánta fuerza le asestaron la puñalada? -preguntó Sam-. ¿Podría haberlo hecho cualquiera o tuvo que ser un tipo fuerte?

Cooper suspiró. Siempre preguntamos: ¿podría haberlo hecho un tipo escuálido? ¿Y una mujer? ¿Un niño? ¿Y un niño fortachón?

– La forma de la incisión en corte transversal -estableció-, junto con la falta de escisión en la piel en el punto de entrada indica que se usó una cuchilla con una punta bastante afilada. No encontró hueso ni cartílago en su trayectoria. Y partiendo del supuesto de que el pulmón bombearía rápidamente, diría que esta herida la podría haber infligido un hombre corpulento, un hombre escuálido, una mujer corpulenta, una mujer escuálida o incluso un niño pubescente robusto. ¿Responde eso a su pregunta?

Sam guardó silencio.

– ¿Hora de la muerte? -preguntó O'Kelly.

– Entre las once de la noche y la una de la madrugada -respondió Cooper, mientras se examinaba una cutícula-, tal como creo que indicaba en mi informe preliminar.

– Podemos concretarla un poco más -puntualizó Sam. Encontró un rotulador e inició una nueva cronología debajo de la de Frank-. En esa zona empezó a llover alrededor de las doce y media de la noche, y la policía científica apunta a que Lexie debió de pasar a la intemperie un máximo de quince o veinte minutos, a juzgar por el grado de humedad de su ropa, de manera que debió de entrar en el refugio en torno a las doce y media. Y entonces ya estaba muerta. A tenor de las explicaciones del doctor Cooper, eso sitúa el apuñalamiento a medianoche, probablemente antes. Yo diría que debía de estar ya semiinconsciente cuando empezó a llover, o se habría cobijado en la estancia interior. Si sus amigos dicen la verdad respecto a que salió de la casa vivita y coleando a las once y media, eso nos da una horquilla de media hora para el apuñalamiento. Si mienten o están en un error, podría haberse producido en cualquier momento entre las diez y las doce.

– Y eso -sentenció Frank, pasando una pierna por encima de su silla- es todo lo que tenemos. No hay huellas de pisadas ni restos de sangre; la lluvia lo ha borrado todo. Tampoco hay huellas dactilares: alguien le rebuscó los bolsillos y luego limpió todas las pertenencias de la muchacha. Y según la policía científica, tampoco hay nada que nos pueda ser de utilidad bajo las uñas; al parecer no se enfrentó al asesino. Están analizando todos los rastros pero, a bote pronto, no hay nada a lo que agarrarnos, todos los cabellos v las fibras parecen coincidir o bien con los de la víctima misma o bien con los de sus amigos o con varios objetos de la casa, lo cual significa que no nos sirven para nada. Aún estamos peinando la zona, pero hasta el momento no tenemos ninguna pista del arma asesina ni del lugar donde se produjo la emboscada ni de que existiera una reyerta. Básicamente, lo único que tenemos es una joven muerta.

– Maravilloso -remató O'Kelly en tono quejumbroso-. Uno de esos casos. ¿Qué pasa, Maddox, acaso llevas un imán de casos indeseables en el sujetador?

– Este caso no es mío, señor -le recordé.

– Y, sin embargo, aquí estás. ¿Cuáles son las líneas de investigación?

Sam depositó el rotulador de nuevo en la mesa y levantó el dedo pulgar.

– La primera: un ataque aleatorio. -En Homicidios, uno adquiere la costumbre de enumerarlo todo; a O'Kelly le hace feliz-. Había salido a dar un paseo y alguien la asaltó, por dinero, con intención de violarla o simplemente para causar problemas.

– De haber habido algún indicio de agresión sexual -intervino Cooper cansinamente, sin apartar la vista de sus uñas-, creo que a estas alturas ya lo habría mencionado. De hecho, no he encontrado nada que indicara un contacto sexual reciente de ningún tipo.

Sam asintió.

– Tampoco hay signos de robo; conservaba su monedero, con dinero dentro, no tenía tarjeta de crédito y se había dejado el teléfono en casa. Pero eso no demuestra que el hurto no fuera el móvil. Pudo oponer resistencia, él la apuñaló, ella escapó corriendo, la persiguió y luego le entró el pánico al comprobar lo que había hecho…

Sam me lanzó una rápida mirada interrogativa. O'Kelly tiene una opinión muy concreta acerca de la psicología y le gusta fingir que no sabe nada sobre los especialistas que se dedican a trazar perfiles de asesinos. Así que yo lo hago con mucho tacto.

– ¿Eso crees? -pregunté-. No lo veo tan claro. Yo más bien había imaginado… Quiero decir, que la movieron después de muerta, ¿no es cierto? Si tardó media hora en morir, entonces o bien ese tipo se pasó todo ese tiempo mirándola (¿y por qué iba un ladrón o un violador a hacer eso?) o bien otra persona la encontró, la trasladó y no se preocupó en telefonearnos. Ambas hipótesis son plausibles, en mi opinión, pero no creo que ninguna sea probable.

– Por suerte, Maddox -intervino O'Kelly en un tono bastante desagradable-, tu opinión ya no cuenta. Tal como has señalado, no participas en este caso.

– Por ahora -puntualizó Frank como quien no quiere la cosa.

– Pero la hipótesis del desconocido plantea algunos problemas adicionales -prosiguió Sam-. Esa zona está bastante desierta durante el día, por no mencionar de noche. Si era un maleante cualquiera, ¿por qué iba a quedarse en un sendero en medio de la nada, donde las probabilidades de que pase una posible víctima son prácticamente nulas? ¿Por qué no dirigirse a Wicklow o a Rathowen o al menos a Glenskehy, pero a una población al fin y al cabo?

– ¿Se han producido casos con alguna similitud en la zona? -inquirió O'Kelly.

– No ha habido hurtos con arma blanca ni agresiones sexuales a extraños -aclaró Sam-. Glenskehy no es más que una aldea; los dos delitos principales son beber hasta altas horas de la madrugada y regresar luego a casa en coche. El único apuñalamiento en el último año se produjo por accidente entre un grupo de amigotes borrachos. A menos que se presente algo parecido, por el momento guardaría en la recámara la hipótesis del extraño.

– Estoy de acuerdo -convino Frank, sonriéndome. Un asalto aleatorio no nos aportaría información sobre la vida de la víctima; no habría pruebas ni motivos por descubrir, ni ninguna razón para infiltrarme con una identidad falsa-. No podría estar más de acuerdo.

– Yo tampoco tengo inconveniente -concordó O'Kelly-. Por muy fortuito que sea, estamos pringados hasta las cejas: o nos sonríe la suerte o nada de nada.

– Fantástico, entonces. Hipótesis número dos. -Sam sacó un segundo dedo-: Un enemigo reciente, es decir, alguien que la conoció como Lexie Madison. Lexie se movía en un círculo bastante limitado, de manera que no nos resultará muy difícil averiguar si tenía problemas con alguien. Estamos empezando con sus compañeros de la casa y luego continuaremos ampliando el círculo: el personal del Trinity, el resto de alumnos…

– Pero hasta el momento no ha habido suerte -puntualizó Frank, a nadie en particular.

– La investigación acaba de arrancar -lo atajó Sam con firmeza-. Estamos en los interrogatorios preliminares. Y ahora que sabemos que estaba embarazada, se nos abre una nueva línea de investigación. Tenemos que localizar al padre.

O'Kelly lanzó un resoplido.

– Pues buena suerte… Con las jóvenes de hoy en día nunca se sabe. Probablemente sea algún mequetrefe a quien conoció en una discoteca y follaron en medio de la carretera.

Sentí un repentino y confuso ataque de ira: «Lexie no era así». Me recordé que mi información estaba obsoleta; por lo que sabía hasta el momento, esta nueva versión había sido una promiscua de cinco estrellas.

– Las discotecas pasaron de moda en la época de las reglas de cálculo, señor -apostillé con afabilidad.

– Aunque se trate de un tipo al que conoció en un club -continuó Sam-, tenemos que dar con él y descartarlo. Es posible que nos lleve algún tiempo, pero lo conseguiremos. -Hablaba mirando a Frank, que asentía con gravedad-. Para empezar, solicitaré a los muchachos de la casa que nos entreguen muestras de ADN.

– Tal vez sería mejor que no lo hagamos por el momento -intervino Frank en tono cordial-, en función de la decisión que tomemos, claro está. Si por casualidad sus conocidos tuvieran que creer que sigue viva y se encuentra bien, no tenemos necesidad de alertarlos. Nos interesa que estén relajados, con la guardia baja, y piensen que la investigación está bajo control. No pasa nada si les pedimos el ADN dentro de unas semanas.

Sam se encogió de hombros. Empezaba a tensarse de nuevo.

– Lo decidiremos en función del curso de los acontecimientos. Hipótesis tres: un enemigo de su vida anterior, alguien que le guardaba rencor y la persiguió hasta dar con ella.

– Ésa es la hipótesis que más me gusta -remarcó Frank mientras se ponía en pie-. No tenemos ningún indicio de problemas en su vida como Lexie Madison, ¿no es cierto? Pero fuera quien fuese esa muchacha antes, algo salió mal. No andaba por ahí con una identidad falsa sólo por afán de divertirse. O bien huía de la policía o huía de alguien. Me apostaría todo lo que tengo a que huía de alguien.

– Yo no apostaría tanto -objeté. ¡Al cuerno con los sentimientos de O'Kelly! Sabía exactamente adonde quería ir a parar Frank con aquello y no soporto que me presionen-. Nos enfrentamos a un asesinato caótico: una herida de cuchillo que ni siquiera tenía que ser mortal y luego, en lugar de rematarla, o al menos retenerla para que no pueda huir en busca de ayuda y delatarlo, la deja escapar, hasta tal punto que tarda media hora en volver a encontrarla. A mi parecer, eso indica que no hubo premeditación, posiblemente ni siquiera tuviera intención de matarla.

O'Kelly me hizo una mueca de disgusto.

– Alguien le clavó un cuchillo a esa joven en el pecho, Maddox. Yo diría que había bastantes posibilidades de que muriera.

Gracias a mis años de experiencia, los comentarios de O'Kelly me resbalan.

– Claro que había una posibilidad. Pero si alguien hubiera dedicado años a planear el asesinato de esa joven, probablemente habría calculado hasta el menor detalle. Habría contemplado todas las opciones, tendría un guión y se adheriría a él.

– Quizá tuviera un guión -apuntó Frank-, pero no incluía violencia. Digamos que no fuera una rencilla el motivo para perseguirla, sino un amor no correspondido. Él se empecina en que están hechos el uno para el otro, planea un reencuentro con final feliz y, en su lugar, ella lo manda a freír espárragos. Ella es la que se sale del guión, y él no lo tolera.

– Un acosador -sentencié-, sí. Aunque los acosadores actúan de un modo mucho más salvaje. Con ellos cabe esperar un frenesí violento: puñetazos varios, desfiguración del rostro, una violencia desmedida. Y, en lugar de ello, nosotros tenemos una única puñalada, apenas lo bastante profunda para matarla. No encaja.

– Quizá no tuviera tiempo de dar rienda suelta a su arrebato de violencia -intervino Sam-. La apuñala, ella huye corriendo y, para cuando la alcanza, ya está muerta.

– Aun así -rebatí-, estáis hablando de alguien lo bastante obsesionado como para esperar años y seguirla Dios sabe desde dónde. Ese nivel de sentimiento, cuando al fin encuentra una válvula de escape, no se desvanece sencillamente con la muerte del objetivo. Y además, el hecho de que volviera a escabullírsele sólo habría conseguido enfurecerlo aún más si cabe. Yo por lo menos esperaría encontrar alguna puñalada más, un par de patadas en la cara o algo por el estilo.

Me gustaba andar metida en un caso como aquél, como si volviera a ser una detective de Homicidios y ella fuera otra víctima más; la sensación me embriagaba con la fuerza, la dulzura y la suavidad de un whisky caliente tras una larga jornada bajo la lluvia y el viento. Frank estaba repantingado informalmente en su butaca, pero notaba que me observaba, y sabía que yo empezaba a mostrar un interés excesivo en el caso. Me encogí de hombros, apoyé la nuca en la pared y levanté la vista hacia el techo.

– Lo importante es -no pudo evitar decir Frank- que si ella es extranjera y él la ha perseguido hasta aquí, por el motivo que sea, entonces, en el preciso momento en que haya cumplido su misión pondrá pies en polvorosa para desaparecer del país. La única razón para que se quede el tiempo suficiente para que podamos echarle el guante es que crea que ella sigue con vida.

Se produjo un silencio breve y rotundo.

– Podemos controlar a todas las personas que salgan del país -puntualizó Sam.

– ¿Qué tipo de control? -preguntó Frank-. No tenemos ni idea de qué buscamos, de adonde puede dirigirse, ni siquiera sabemos si buscamos a un hombre o a una mujer. No sabemos nada. Antes de poder actuar, necesitamos conocer la identidad de esa muchacha.

– Estamos trabajando en ello. Ya lo he explicado antes. Si esa mujer podía hacerse pasar por irlandesa, lo más probable es que el inglés fuera su idioma materno. Empezaremos por Inglaterra, Estados Unidos, Canadá…

Frank sacudió la cabeza.

– Pero eso llevará su tiempo. Necesitamos retener a nuestro hombre o a nuestra mujer aquí hasta que descubramos a quién diablos buscamos. Y a mí se me ocurre un modo perfecto para hacerlo.

– Cuarta hipótesis -dijo Sam con firmeza. Sacó un cuarto dedo y me miró durante una fracción de segundo; luego desvió la mirada-. Identidad equivocada.

Se produjo otro breve silencio. Cooper salió de su trance y puso expresión de estar seriamente intrigado. Yo empezaba a notar que me ardía la cara, como cuando te excedes con la sombra de ojos o te pones una camiseta demasiado corta, algo que mejor no te hubieras puesto.

– ¿Has jorobado a alguien últimamente? -me preguntó O'Kelly-. Más de lo habitual, quiero decir.

– Más o menos a un centenar de maltratadores y a un par de maltratadoras -contesté yo-. Ninguno que haya atraído especialmente mi atención, pero puedo enviaros los expedientes y marcar con una nota los casos más deleznables.

– ¿Y qué nos dices de cuando vivías bajo identidad secreta? -preguntó Sam-. ¿Es posible que alguien tuviera algo en contra de Lexie Madison?

– ¿Aparte del imbécil que me apuñaló? -pregunté-. No que yo recuerde.

– Ése hace un año que está en la cárcel -aclaró Frank-. Posesión con alevosía. Tenía que decírtelo. En cualquier caso, tiene el cerebro tan frito que dudo que fuera capaz de reconocerte en una rueda de identificación. Y he revisado a todos los del servicio de inteligencia de esa época: no hay ni una sola bandera roja. La detective Maddox no molestó a nadie, no hay indicios de que nadie sospechara nunca que era policía y, cuando la hirieron, la sacamos de allí e infiltramos a otra persona para iniciar la operación de cero. No se arrestó a nadie como resultado directo de su trabajo y ella nunca tuvo que testificar. Básicamente, nadie tenía motivo alguno para querer verla muerta.

– ¿Acaso ese imbécil no tiene amigos? -quiso saber Sam. Frank se encogió de hombros.

– Supongo que sí pero, una vez más, no veo por qué tendría que calentarles la cabeza con la detective Maddox. No lo inculparon por atacarla. Lo arrestamos, nos contó no sé qué historia sobre autodefensa, fingimos que nos lo creíamos y lo dejamos libre. Nos era mucho más útil fuera que dentro.

Sam sacudió la cabeza atónito y empezó a decir algo, pero se mordió la lengua y concentró su atención en borrar un manchón de la pizarra. Al margen de su opinión acerca de alguien que deja libre a un homicida que ha intentado asesinar a un policía, él y Frank estaban obligados a entenderse. Aquella investigación se presumía larga.

– ¿Y qué hay de Homicidios? -me preguntó Frank-. ¿Hiciste enemigos allí?

O'Kelly emitió una risita amarga.

– Todas mis víctimas siguen en la cárcel -expliqué-, pero supongo que tendrán amigos, familia, cómplices. Y hay sospechosos a quienes no conseguimos condenar.

El sol se había deslizado de mi antigua mesa; nuestro rincón había quedado sumido en la penumbra. La sala de la brigada de Homicidios de repente me pareció más fría y más vacía, barrida por largos y funestos vientos.

– Yo me encargo de comprobar eso -se ofreció Sam.

– Si alguien va a por Cassie -apuntó Frank con gran sentido práctico-, estará mucho más segura en Whitethorn House que en su propio piso.

– Yo puedo quedarme con ella -se ofreció Sam, sin mirar a Frank.

No teníamos previsto señalar que pasaba la mitad del tiempo en mi casa, y Frank lo sabía. Arqueó una ceja divertido.

– ¿Qué, veinticuatro horas siete días a la semana? Si la infiltramos de incógnito, le pondrán un micro y habrá alguien escuchándolo día y noche…

– No con el presupuesto de mi departamento -le advirtió O'Kelly.

– Ningún problema: lo cargaremos al nuestro. Trabajaremos desde la comisaría de Rathowen; si alguien la persigue, nuestros hombres entrarán en escena en cuestión de minutos. ¿Podemos proveerle ese nivel de seguridad en casa?

– Si pensamos que anda suelto un tipo que quiere asesinar a un agente de policía, sí -replicó Sam-, entonces deberíamos proporcionarle ese nivel de seguridad, sin ningún género de dudas.

Noté que empezaba a tensársele la voz.

– De acuerdo. ¿Con qué presupuesto cuentas para costear una guardia de veinticuatro horas? -preguntó Frank a O'Kelly.

– Ni hablar del peluquín -protestó O'Kelly-. Maddox es agente de Violencia Doméstica, así que es asunto de Violencia Doméstica.

Frank extendió las manos y sonrió a Sam. Cooper no se estaba divirtiendo demasiado.

– No necesito protección día y noche -aclaré-. Si ese tipo estuviera obsesionado conmigo, no se habría detenido con una sola puñalada, y tampoco lo habría hecho de estar obsesionado con Lexie. ¿Qué tal si nos relajamos todos un poco?

– Está bien -dijo Sam transcurrido un momento. No parecía especialmente feliz-. Creo que eso es todo.

Se sentó con violencia y acercó su silla a su mesa.

– No la mataron por dinero, eso es indudable -añadió Frank-. En la casa funcionan con fondo común: cada uno pone cien libras a la semana en el bote y con eso pagan la comida, la gasolina, las facturas, la limpieza y toda la pesca. En el caso de Lexie, no tenía mucho más ahorrado. Le quedaban ochenta y ocho libras en la cuenta corriente.

– ¿Tú qué opinas? -me preguntó Sam.

En realidad, con esa pregunta me estaba pidiendo que trazara un perfil del asesino. Este tipo de técnica no es infalible, y de hecho yo casi no tengo ni idea de cómo lo hago pero, por los datos que barajábamos, la había asesinado alguien que la conocía, cuyo motivo obedecía más a un temperamento impulsivo que a viejas rencillas. La respuesta evidente era el padre del bebé o uno de sus compañeros de casa, o tal vez ambos. Pero si lo decía, nuestra reunión se daría por concluida, al menos por lo que a mí concernía; Sam sufriría un ataque de furia con sólo pensar que yo pudiera compartir techo con los principales sospechosos. Y no me interesaba que eso ocurriera. Intenté convencerme de que era porque yo quería tomar una decisión, en lugar de permitir que Sam lo hiciera por mí… pero la realidad era muy distinta: sabía que la idea me estaba persuadiendo, que aquella sala, la compañía y la conversación estaban ejerciendo una sutil presión sobre mí, tal como Frank había pronosticado. Nada en este mundo corre por tus venas con la fuerza de un caso de homicidio, nada te llama ni a nivel mental ni corporal con una voz tan potente, atronadora e irresistible. Hacía meses que no trabajaba de aquella manera, que no me concentraba de tal modo en encajar pruebas, modelos de conducta y teorías, y me invadió la súbita sensación de no haberlo hecho en años.

– Yo apuesto por la segunda hipótesis -declaré al fin-. Alguien que la conoció cuando era Lexie Madison.

– Si apostamos por esta línea -dijo Sam-, entonces sus compañeros de casa fueron los últimos que la vieron con vida y eran las personas más allegadas a ella. Eso los sitúa en el centro de la diana.

Frank negó con la cabeza.

– Yo no estoy tan seguro. Lexie llevaba puesto el abrigo, y no se lo pusieron después de morir: presenta un corte en la parte delantera derecha que encaja perfectamente con la herida. En mi opinión, eso corrobora que estaba lejos de la casa, lejos de sus amigos, cuando la apuñalaron.

– No pienso descartarlos aún -se defendió Sam-. No imagino por qué alguno de ellos querría apuñalarla ni por qué lo haría fuera de la casa, pero lo que sí sé es que en este trabajo la respuesta evidente suele ser la respuesta correcta… y, se mire por donde se mire, ellos son la respuesta evidente. A menos que encontremos un testigo que la viera con vida después de abandonar la casa, seguiré considerándolos los principales sospechosos.

Frank se encogió de hombros.

– De acuerdo. Digamos que ha sido uno de sus compañeros. Han formado una barrera infranqueable, se han sometido a interrogatorios durante horas sin ni siquiera pestañear. Las posibilidades de que desmontemos su coartada son prácticamente nulas. Pensemos, en cambio, que la asesinó un extraño: no tenemos ni la más remota idea de quién se trata, de cómo conoció a Lexie o de por dónde empezar a buscarlo. Hay algunos casos que, sencillamente, no pueden resolverse desde fuera. Por eso existe Operaciones Secretas, lo cual nos conduce como un hilo de seda a mi táctica alternativa.

– Arrojar a una detective en medio de una pandilla de sospechosos de homicidio -remató Sam.

– Para que quede claro -le dijo Frank, enarcando ligeramente una ceja con gesto divertido-, no acostumbramos a infiltrar policías para investigar a santos inocentes. Estar rodeados de delincuentes es nuestro pan de cada día.

– Y por delincuentes nos referimos al IRA, a gánsteres, a camellos -puntualizó O'Kelly-. Esto no es más que una pandilla de puñeteros estudiantes. Es probable que incluso Maddox sea capaz de manejarlos.

– Exactamente -convino Sam-. A ésos son exactamente a los que me refiero: Operaciones Secretas investiga el crimen organizado, el narcotráfico, los cárteles; no se involucra en homicidios normales y corrientes. ¿Por qué debería entonces hacerlo en este caso?

– El hecho de que esa pregunta la plantee un agente de Homicidios -comentó Frank consternado- me deja perplejo. ¿Insinúas acaso que la vida de esa muchacha vale menos que mil libras de heroína?

– No -replicó Sam sin inmutarse-. Lo que digo es que existen otros métodos de investigar un asesinato.

– ¿Como cuáles? -preguntó Frank, tirando a matar-. En el caso de este homicidio en concreto, ¿qué alternativas tenemos? Ni siquiera conocemos la identidad de la víctima -continuó, inclinándose hacia Sam al tiempo que iba tachando opciones con los dedos-. No tenemos sospechoso ni móvil ni arma ni una escena del crimen ni huellas ni un testigo ni pruebas ni una sola pista útil. ¿Me equivoco?

– Hace sólo tres días que la investigación ha dado comienzo -replicó Sam-. ¿Quién sabe lo que tendremos…?

– Por ahora, limitémonos a pensar en lo que tenemos hasta el momento -lo interrumpió Frank con un dedo en alto-: una agente secreta de primera categoría, bien entrenada y con experiencia que es la viva imagen de la víctima. Eso es lo que tenemos. ¿Qué razón podrías esgrimir para no utilizarla?

Sam soltó una carcajada seguida de un gruñido y venció su peso hacia atrás, hasta quedar apoyado sólo en las patas traseras de la silla.

– ¿Me preguntas por qué no quiero arrojarla a una piscina infestada de tiburones?

– No olvides que es una detective -observó Frank en tono suave.

– Sí -aceptó Sam tras una larga pausa. Apoyó de nuevo las patas delanteras de su silla en el suelo con cuidado y añadió-: Sí, lo es.

Apartó la vista de Frank y recorrió la sala de reuniones, con sus mesas vacías en rincones en penumbra, la explosión de garabatos, mapas y fotografías de Lexie en la pizarra, y por último yo.

– A mí no me mires -advirtió O'Kelly-. Es tu caso. Es tu decisión.

Si el tiro salía por la culata, y era evidente que O'Kelly pensaba que así ocurriría, no quería que le salpicara.

La verdad es que los tres empezaban a hartarme.

– ¿Os acordáis de mí? -pregunté-. Tal vez te convendría empezar a intentar convencerme a mí también, Frank, porque diría que, a fin de cuentas, la decisión es mía.

– Tú irás donde te envíen -sentenció O'Kelly.

– Por supuesto que es decisión tuya -me reprochó Frank-. Ahora estoy contigo. He considerado más educado empezar por discutir algunos asuntos con el detective O'Neill, dado que se trata de una investigación conjunta y todas esas cosas. ¿Me equivoco?

Por esto es por lo que las investigaciones conjuntas parecen forjadas en el infierno: nadie está nunca seguro de quién es el mandamás y, en realidad, a nadie le interesa determinarlo. Oficialmente, se supone que Sam y Frank deberían estar de acuerdo en todas las decisiones importantes pero, a la hora de la verdad, todo lo relacionado con las operaciones de incógnito era decisión de Frank. Sam probablemente podría desautorizarlo, puesto que la investigación original era suya, pero no sin un espantoso tira y afloja y una razón inapelable. Y Frank se estaba asegurando («Fue considerado más educado») de que a Sam no se le olvidara.

– Tienes toda la razón -acepté-. Pero recuerda que también tendrás que discutir algunos asuntos conmigo. Hasta el momento no he oído nada que acabe de convencerme.

– ¿De cuánto tiempo estamos hablando? -quiso saber Sam.

La pregunta era para Frank, pero los ojos de Sam estaban posados en mí y su mirada me desconcertó: era intensa y muy seria, casi triste. En aquel instante supe que Sam iba a dar su aprobación. Frank también lo supo; su voz no se modificó, pero se le enderezó la espalda y su rostro reflejaba algo nuevo, una especie de halo entre alerta y depredador.

– No mucho. Un mes a los sumo. No es que andemos investigando a la mafia y necesitemos infiltrar a alguien durante años. Si el caso no está resuelto en cuestión de semanas, nunca lo resolveremos.

– Estará protegida.

– Las veinticuatro horas.

– Si existe algún indicio de peligro, por nimio que sea…

– Sacaremos a la detective Maddox al instante, o entraremos y nos la llevaremos si es preciso. Y lo mismo si consigues información que demuestre que no necesitamos que siga infiltrada: la sacaremos ese mismo día.

– Entonces será mejor que me ponga manos a la obra -comentó Sam con voz pausada y respiró hondo-. De acuerdo entonces: si la detective Maddox acepta intervenir, lo haremos. Con la condición de que se me mantenga informado de todos los movimientos en todo momento. Sin excepción.

– Excelente -convino Frank, deslizándose de su butaca antes de que Sam tuviera tiempo de cambiar de opinión-. No te arrepentirás. Espera, Cassie, antes de decir nada, quiero enseñarte esto. Te prometí vídeos y soy un hombre de palabra.

O'Kelly soltó un bufido e hizo un comentario predecible sobre la pornografía amateur, pero hice oídos sordos. Frank rebuscó en su mochila negra, blandió en el aire un DVD etiquetado con un rotulador en dirección a mí y lo insertó en el reproductor de pacotilla que teníamos en la unidad.

– El sello de la fecha indica que se grabó el doce de septiembre pasado -señaló, a la par que encendía la pantalla-. A Daniel le entregaron las llaves de la casa el día diez. Él y Justin se acercaron hasta allí en coche esa misma tarde para asegurarse de que el techo no se hubiera derrumbado y de que todo estuviera en condiciones. El once estuvieron empaquetando sus enseres y el doce todos entregaron las llaves de sus pisos y se mudaron a Whitethorn House. Punto y final.

Frank se sentó a la mesa de Costello, a mi lado, y pulsó el botón de reproducción del mando a distancia. Oscuridad; un chasquido y un ruido, como el de una vieja llave girando; unos pies golpeando en la madera.

– «¡Ostras! -exclamó alguien. Una voz perfectamente modulada con un deje de Belfast: Justin-. ¡Qué pestazo!»

– «¿Qué te esperabas?» -preguntó una voz más grave, fría y casi sin acento.

– Ése es Daniel -me susurró Frank.

– «Ya sabías lo que íbamos a encontrarnos» -añadió Daniel.

– «Se me había olvidado.»

– «¿Funciona este trasto? -preguntó una voz de mujer-. Rafe, ¿puedes comprobarlo?»

– Ésa es nuestra chica -comentó Frank en voz baja, aunque yo ya lo sabía.

Tenía una voz un poco más aterciopelada que la mía, más aguda y muy nítida, y aquella primera sílaba me clavó una punzada en la nuca, justo donde muere la espina dorsal.

– «Madre mía -exclamó divertido un tipo con acento inglés: Rafe-. ¿Lo estás grabando?»

– «Por supuesto que sí. Es nuestro nuevo hogar. Lo que ocurre es que no sé si estoy grabando algo, porque todo está negro. ¿Funciona la electricidad?»

Otro repiqueteo de pisadas.

– «Se supone que esto es la cocina -explicó Daniel-. Si no recuerdo mal.»

– «¿Dónde está el interruptor?»

– «Yo tengo un mechero» -indicó otra voz femenina: Abigail, Abby.

– «Preparaos» -advirtió Justin.

Una llama diminuta ondulaba en el centro de la pantalla. Sólo se veía la cara de Abby, con una ceja enarcada y la boca entreabierta.

– «¡Por todos los santos, Daniel!» -exclamó Rafe.

– «Os lo advertí» -comentó Justin.

– «Es verdad, lo hizo -convino Abby-. Si mal no recuerdo, la describió como un cruce entre un yacimiento arqueológico y los fragmentos más truculentos de las novelas de Stephen King.»

– «Sí, lo sé, pero pensaba que exageraba, como de costumbre. No esperaba que escatimara en su descripción.»

Alguien (Daniel) le arrebató el mechero a Abby y, protegiéndose del aire con una mano, encendió un cigarrillo; apareció una bocanada de humo de la nada. Su rostro en aquella pantalla temblorosa parecía sereno, imperturbable. Alzó la vista por encima de la llama y le dedicó un guiño resuelto a Lexie. Quizá por el hecho de haber pasado tanto rato contemplando aquella fotografía, me fascinó verlos en acción. Era como ser uno de esos niños de los cuentos que encuentra un catalejo mágico que le permite colarse en la vida secreta de algún cuadro antiguo, lleno de misterio y de aventuras.

– «¡Apaga eso! -lo regañó Justin, arrebatándole el mechero y apoyándose con cuidado en una estantería desvencijada-. Si quieres fumar, sal fuera.»

– «¿Por qué? -preguntó Daniel-. ¿Para no manchar el papel de las paredes o para que las cortinas no cojan olor?»

– «Tiene razón» -convino Abby.

– «¡Hatajo de cobardes! -exclamó Lexie-. A mí este lugar me parece terrifantástico. Me siento como una del Club de los Cinco.»

– «Los Cinco encuentran una ruina prehistórica» -añadió Daniel.

– «Los Cinco encuentran el planeta del moho -propuso Rafe-. Sencillamente sensacional.»

– «Deberíamos comer pastel de jengibre y paté de carne» -apuntó Lexie.

– «¿Junto?» -preguntó Rafe.

– «Y sardinas -agregó Lexie-. ¿Qué diantres es el paté de carne?»

– «Fiambre enlatado elaborado con carne de cerdo» -explicó Abby.

– «¡Puaj!»

Justin se dirigió al fregadero, acercó el mechero y abrió los grifos. Uno de ellos chisporroteó, escupió un poco de agua y al final dejó manar un chorro fino.

– «Huummm -dijo Abby-. ¿A alguien le apetece un té tifoideo?»

– «Yo me pido a George -dijo Lexie-. Era mi personaje preferido.»

– «A mí me da lo mismo, siempre que no me toque ser Anne -aclaró Abby-. Siempre se quedaba fregando los platos por el simple hecho de ser una niña.»

– «¿Y qué tiene eso de malo?» -preguntó Rafe.

– «Tú podrías ser el perro, Timmy» -le dijo Lexie a Rafe.

El ritmo de su conversación era más rápido de lo que yo había previsto; eran inteligentes y agudos, y me quedó claro por qué el resto del departamento de Lengua y Literatura inglesas pensaba que se las daban de listos. Debía de ser imposible entablar conversación con ellos; todas esas síncopas perfectas, tan bien trenzadas, no dejaban espacio a nadie más. De alguna manera, sin embargo, Lexie había conseguido colarse en el grupo, se había amoldado o bien los había recompuesto centímetro a centímetro, se había hecho un hueco hasta convertirse en parte indivisible del todo. Fuera cual fuese su juego, había jugado con maestría.

Una vocecilla clara e interior me susurró: «De la misma manera que yo juego con maestría al mío».

Milagrosamente, la pantalla se iluminó, más o menos, al encender lo que debía de ser una bombilla de unos cuarenta vatios: Abby había encontrado el interruptor en un rincón improbable junto a los fogones grasientos.

– «Bien hecho, Abby» -la felicitó Lexie, al tiempo que tomaba una panorámica de la estancia.

– «Yo no estoy tan segura -replicó ésta-. Tiene peor pinta ahora que se ve.»

Tenía razón. Las paredes se habían empapelado en algún momento, pero un moho verdoso había dado un golpe de Estado y trepaba por cada rincón, hasta unirse prácticamente en el centro. Unas telarañas espectaculares, como las de mentira que se usan para adornar las casas en Halloween, descendían del techo con un suave balanceo. El linóleo estaba grisáceo, empezaba a arrugarse y tenía unas siniestras vetas oscuras; en la mesa había un jarrón de vidrio con un ramo de flores más que marchitas, con ios tallos partidos y colgando en ángulos imposibles. Todo estaba recubierto por una capa de polvo de unos siete centímetros de espesor. Abby contemplaba la estancia con profundo escepticismo; Rafe parecía divertido, a la par que horrorizado; Daniel tenía pinta de estar ligeramente intrigado, y Justin ofrecía el aspecto de alguien a punto de echarse a vomitar de un momento a otro.

– ¿En serio me estás pidiendo que viva ahí? -le pregunté a Frank.

– Ahora ya no es así -me reprochó-. La verdad es que han hecho un trabajo asombroso en esa casa.

– ¿Qué han hecho? ¿Derribarla y levantarla de nuevo?

– Es un sitio encantador. Te gustará. Chissss.

– «Mirad -dijo Lexie; la cámara dio una sacudida y se quedó colgando, atrapada en unas cortinas naranjas llenas de telarañas con unas espantosas volutas setenteras-. ¿Sabéis qué es? Me apetece investigar.»

– «Espero que hayas filmado lo que querías -dijo Rafe-. ¿Qué quieres que haga con esto?»

– «No me tientes» -contestó Lexie y entró en plano.

Se dirigió hacia los armarios. Se movía con más ligereza que yo, con pasos cortos, de puntillas, más femeninos: sus curvas no eran más impresionantes que las mías, lógicamente, pero tenía un contoneo danzarín que te obligaba a percatarte de ellas. Por entonces llevaba el pelo más largo, justo lo suficiente para recogérselo en dos coletas rizadas sobre las orejas, y vestía unos vaqueros y un jersey ajustado de color crema, muy parecido a uno que yo tenía. Seguía sin tener claro si nos habríamos caído bien, de haber tenido la oportunidad de conocernos; probablemente no, pero eso no tenía mayor trascendencia; de hecho, era tan irrelevante que ni siquiera sabía cómo debía enfocarlo.

– «¡Caramba! -exclamó Lexie, asomándose a uno de los armarios-. ¿Qué es esto? ¿Estará vivo?»

– «Es posible que lo estuviera -observó Daniel, asomándose por encima del hombro de Lexie-, pero de eso hace ya mucho tiempo.»

– «Yo creo que es al revés -apuntó Abby-. Antes no estaba vivo, pero ahora sí. ¿Qué? ¿Ya ha desarrollado pulgares oponibles?»

– «Echo de menos mi piso» -comentó Justin en tono lúgubre desde una distancia prudente.

– «¡Qué va! -le regañó Lexie-. Tu piso medía dos metros cuadrados y estaba fabricado con cartón reconstituido y lo detestabas.»

– «Ya, pero no había formas de vida no identificadas.»

– «¿Y qué me dices del Fulano de Tal ése que vivía en el piso de arriba, ponía la música a todo trapo y pensaba que era Ali G [5]

– «Creo que se trata de un hongo.»

Daniel lanzó aquella hipótesis mientras inspeccionaba el armario con interés.

– «Ya está -atajó Rafe-. No estoy dispuesto a grabar esto. Cuando seamos viejos y tengamos el pelo canoso y nos regodeemos en la nostalgia, los primeros recuerdos de nuestro hogar no deberían estar definidos por hongos. ¿Cómo se apaga este chisme?»

Un segundo de linóleo y luego fundido a negro.

– Tenemos cuarenta y dos vídeos parecidos a éste -me explicó Frank, mientras accionaba varios botones-, todos ellos de entre uno y cinco minutos de duración. A eso añádele, por decir algo, otra semana de interrogatorios intensivos con sus compañeros de piso, y estoy prácticamente seguro de que dispondremos de información suficiente para componer nuestra propia Lexie Madison. Siempre y cuando, claro está, estés dispuesta a aceptar mi oferta.

Congeló la imagen en un fotograma de Lexie, con la cabeza girada hacia atrás en un ademán para decir algo, los ojos brillantes y la boca entreabierta, sonriendo. La contemplé, difuminada y parpadeante como si pudiera saltar de aquella pantalla en cualquier momento, y pensé: «Yo antes era así. Segura de mí misma e invulnerable, dispuesta a participar en todo lo que se presentara. Hace sólo unos meses, yo era así».

– Cassie -me interpeló Frank con dulzura-. Tú decides.

En un instante que me pareció una eternidad sopesé la posibilidad de negarme. Volvería a Violencia Doméstica: la cosecha habitual de todos los lunes, con las secuelas del típico fin de semana, demasiados moretones, jerséis de cuello alto y gafas de sol en interiores, los típicos cargos contra novios que se retiran la noche del martes, Maher sentado a mi lado como una loncha gigante de jamón rosa vestido con una chaqueta y soltando risitas predecibles cada vez que tratamos un caso con nombres extranjeros.

Si regresaba allí la mañana siguiente, ya nunca lo dejaría. Lo sabía con la misma certeza que si me hubieran propinado un puñetazo en el estómago. Aquella chica era un desafío, un reto preciso y directo dirigido a mí: una oportunidad única en la vida, un «píllame si puedes».

O'Kelly estiró las piernas y suspiró con ostentación; Cooper examinaba las grietas del techo. La quietud de los hombros de Sam me transmitía que estaba conteniendo la respiración. Sólo Frank me miraba, con ojos firmes, sin pestañear. El aire de aquella estancia me dolía con sólo rozarme. Lexie, en aquella tenue luz dorada en la pantalla, era como un lago oscuro donde podía zambullirme, era un río cubierto por una fina capa de hielo sobre el que podía patinar, era un vuelo de larga distancia que despegaba en aquel preciso instante.

– Por favor, dime que esta mujer fumaba -supliqué.

Las costillas se me abrieron como una ventana; había olvidado que podía respirar tan profundamente.

– Vaya, te ha llevado tu tiempo -opinó O'Kelly, que acto seguido se puso en pie y se remangó los pantalones por encima del ombligo-. Creo que eres de lo más predecible, pero eso no me sorprende. Cuando consigas que te maten, no vengas llorándome.

– Fascinante-dijo Cooper, observándome con aire especulativo; una parte de él estaba barajando las posibilidades de que yo acabara tumbada sobre su mesa-. Mantenedme informado.

Sam se pasó una mano por la boca, con fuerza, y lo vi agachar el cuello.

– Marlboro Lights -aclaró Frank y pulsó la tecla de expulsión, mientras una gran sonrisa se dibujaba lentamente en sus labios-. Ésta es mi chica.


Antes creía, a riesgo de que se me tache de ingenua, que tenía algo que ofrecer a los muertos a quienes habían arrebatado sus vidas. No era venganza, no existe venganza en el mundo que pueda devolverles ni siquiera una minúscula fracción de lo que han perdido, ni tampoco justicia, signifique eso lo que signifique, sino lo único que queda por brindarles: la verdad. Y se me daba bien. Al menos, tenía una de las virtudes de todo buen detective: el instinto por encontrar la verdad, ese imán interno cuya fuerza te dice de manera inequívoca que es escoria, qué es aleación y qué es metal auténtico, sin impurezas. Yo desenterraba las pepitas sin preocuparme de si me cortaban los dedos y las llevaba con las manos ahuecadas hasta sus tumbas, donde las depositaba, hasta que descubrí, otra vez la Operación Vestal, lo resbaladizas que eran esas tumbas y la facilidad con que se desmoronaban, lo profunda que era la grieta que abrían y, al final, lo poco que valían.

En Violencia Doméstica, si consigues que una muchacha maltratada interponga una denuncia o se traslade a un hogar de acogida, al menos tienes la certeza de que esa noche su novio no le propinará una paliza. La seguridad es una moneda degradada, peniques bañados en cobre en comparación con el oro que yo había buscado en Homicidios, pero su valor es auténtico. Y para entonces yo había aprendido a no tomarme ese valor a la ligera. Unas cuantas horas de seguridad y una hoja con números de teléfono a los que llamar: nunca había podido ofrecerle a ninguna víctima de asesinato algo parecido.

No tenía ni idea de qué podía aportarle a Lexie Madison. Obviamente, seguridad no, y la verdad no parecía ser una de sus prioridades en la vida. Pero había venido en mi busca, viva y muerta había caminado en mi dirección hasta llamar a mi puerta dando un ¡pam! espectacular: quería algo de mí. Lo que yo quería de ella a cambio (así lo creía sinceramente por entonces) era muy sencillo: que se largara de mi vida sin dejar rastro. Sabía que iba a ser un regateo difícil, pero se me daba bien regatear: ya lo había hecho con anterioridad.

No voy por ahí proclamándolo, porque no es asunto de nadie, pero para mí este trabajo es lo más parecido que tengo a una religión. El dios del detective es la verdad, y no hay más cielo ni más infierno que ése. El sacrificio, al menos en Homicidios y en Operaciones Secretas (y ésos fueron siempre los departamentos en los que quise colaborar, ¿por qué ir en busca de versiones edulcoradas cuando puedes disfrutar de lo auténtico?), es todo lo que tienes, todo, tu tiempo, tus sueños, tu matrimonio, tu cordura, tu vida. Ésos son los dioses más fríos y caprichosos del panteón, y si te aceptan a su servicio, no toman lo que tú les ofreces, sino lo que ellos demandan.

Operaciones Secretas me arrebató la sinceridad. Debería haberlo previsto, pero supongo que estaba tan absorta en la deslumbrante plenitud de mi trabajo que se me pasó por alto lo más evidente: que uno se pasa el día mintiendo. No me gusta mentir, y tampoco me gustan los mentirosos; a decir verdad, consideraba repugnante buscar la verdad engañando. Pasé meses caminando por una delgada línea de ambigüedades, adulando a aquel camello de medio pelo y contándole chistes o desplegando mi sarcasmo para confundirlo con verdades literales. Y entonces, un día, se frió las dos neuronas que le quedaban a base de speed, me amenazó con un cuchillo y me preguntó si lo estaba utilizando para acceder a su proveedor. Patiné por esa delgada línea durante lo que me parecieron horas («Tranquilízate, ¿qué te pasa? ¿Qué he hecho para que creas que intento jugártela?»), entreteniéndolo y rogándole a Dios que Frank estuviera escuchándome a través del micro. El camello me colocó el cuchillo entre las costillas y me gritó a la cara: «¿Me la estás jugando? ¿Me la estás jugando o qué? Nada de chorradas. Sí o no. Dímelo». Al ver que dudaba, porque por supuesto lo hacía, aunque no fuera por la razón que él tenía en mente, y aquél me parecía un momento demasiado crucial para contar mentiras, me apuñaló. Luego rompió a llorar y en algún momento Frank llegó y me trasladó discretamente hasta el hospital. Pero yo era consciente. Me habían pedido un sacrificio y no había sido capaz de hacerlo. Y ahora tenía treinta puntos que me lo recordaban: «No vuelvas a hacerlo».

Yo era una buena detective de Homicidios. Rob me dijo una vez que durante su primer caso tuvo visiones elaboradas en las que lo echaba todo a perder, ya fuera estornudando sobre pruebas de ADN, despidiéndose alegremente de alguien que acababa de pasar de incógnito una información, trastabillando sin darse cuenta sobre todas las pistas o llevándose por delante todos y cada uno de los banderines rojos de alerta. A mí nunca me ha sucedido nada parecido. Mi primer caso en Homicidios fue de los más banal y deprimente: un chaval yonqui al que habían acuchillado en las escaleras de un edificio de pisos dantesco, con charcos de sangre cayendo a borbotones por los peldaños y un montón de ojos observándonos a través de las mirillas de puertas cerradas con cadenas y un horrible hedor a meado que lo impregnaba todo. Me quedé de pie en el descansillo con las manos en los bolsillos para no tocar nada por error, con la vista fija en la víctima, que estaba desparramada en las escaleras, con los pantalones de chándal medio bajados, ya fuera por la caída o por la pelea, y pensé: «Así que es esto. Aquí era adonde tanto anhelaba llegar».

Aún recuerdo la cara de aquel yonqui: demasiado delgada, una leve mancha de barba pálida de dos días, la boca entreabierta, como si se hubiera quedado atónito al darse cuenta de lo que ocurría. Se había partido las palas delanteras. Y contra todo pronóstico y las incesantes y depresivas predicciones de O'Kelly, resolvimos el caso.

En la Operación Vestal, el dios de Homicidios escogió a mi mejor amigo y mi honestidad, y no me dio nada a cambio. Pedí el traslado sabiendo que pagaría un precio por aquella deserción. En el fondo, esperaba que mi porcentaje de resolución de casos cayera en picado, esperaba que todos los maltratadores me golpearan hasta no dejarme ver la luz del día, que todas las mujeres encolerizadas me arrancaran los ojos de furia. No tenía miedo; sólo tenía ganas de acabar con todo. Pero entonces comprobé que no ocurría nada, que me hallaba ante una marea fría y lenta, que aquél era mi castigo: haber salido impune, haber podido optar por otro camino. Mi ángel de la guarda me había abandonado.

Y entonces Sam telefoneó y Frank me esperaba en la cima de la ladera y unas manos fuertes e implacables volvían a empujarme. Si a uno le resulta más fácil, puede achacarlo todo a un arrebato supersticioso o a la clase de vida interior secreta que tienen no pocos huérfanos e hijos únicos. No me importa. Pero quizá sí sirva para explicar de algún modo por qué accedí a participar en la Operación Espejo y por qué, cuando di mi beneplácito, pensé que existía una probabilidad alta de que me asesinaran.

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