Capítulo 5

El trayecto hasta Glenskehy nos llevó casi una hora, pese a que no había tráfico y Frank iba al volante, y debería haber sido insoportable. Sam viajaba abatido por la tristeza en el asiento trasero, con todos los artilugios; Frank intentó animar el ambiente sintonizando el dial 98FM a todo volumen, meneándose al ritmo de la música, silbando, sacudiendo la cabeza y matando el tiempo en general. Yo prácticamente ni me percataba de la presencia de ellos dos. Hacía una tarde esplendorosa, soleada y limpia, y era el primer día en toda una semana en que salía de mi apartamento. Llevé la luna de la ventanilla bajada todo el trayecto y dejé que el viento me acariciara el cabello. Aquella roca negra y dura de miedo se había desvanecido en cuanto Frank puso en marcha el motor del coche y había dejado paso a algo dulce, de color amarillo limón y salvajemente embriagador.

– Bueno -dijo Frank cuando llegamos a Glenskehy-, ha llegado el momento de comprobar si te has aprendido bien la geografía. Dame tú las indicaciones.

– Métete en el pueblo y gira a la derecha en la cuarta bocacalle. Es muy estrecha, no es extraño que parezca que Daniel y Justin conducen a trompicones; prefiero el peor de los dublines a esto -le dije, imitando su acento.

Estaba simpática, qué le iba a hacer. Aquella chaqueta llevaba poniéndome los pelos de punta toda la tarde: era por el olor a lirios del valle, tan cerca de mí que no lograba dejar de volver la vista para comprobar si me perseguían, y el hecho de que se me estuviera poniendo la piel de gallina, como si fuera un objeto salido de un cuento del Dr. Seuss [7], hacía que sintiese ganas de reírme por lo bajini. Ni siquiera ver que dejábamos atrás la salida para la casita donde me había encontrado con Frank y Sam aquel primer día me serenó.

El camino, sin pavimentar, estaba lleno de baches. Los árboles habían perdido su forma a causa de una hiedra que llevaba años trepando a sus anchas y las ramas de los setos raspaban los laterales del coche e iban golpeando mi ventanilla, y entonces llegamos a las inmensas verjas de hierro forjado, desconchadas por el óxido y colgando ebrias de las bisagras. Los pilares de piedra aparecían medio ahogados por un espino que crecía a su libre albedrío.

– Es aquí -dije.

Frank asintió, giró y de repente nos hallamos ante una infinita y elegante avenida flanqueada por cerezos en flor.

– ¡Caray! -exclamé-. ¿Me explicas otra vez por qué dudaba de querer vivir aquí? ¿Puedo colar a Sam conmigo en la maleta y nos instalamos para siempre?

– Desquítate ahora -me instó Frank-, porque cuando lleguemos a esa puerta deberás actuar con displicencia con respecto a este lugar. Además, la casa sigue siendo una birria, así que no te entusiasmes demasiado.

– Me dijiste que la habían rehabilitado. Como no encuentre cortinas de cachemir y rosas blancas en mi vestidor, te aseguro que te las tendrás con mi agente.

– Mis palabras fueron que la estaban rehabilitando. En ningún momento dije que tuvieran una varita mágica.

El camino de acceso describía una pequeña curva y desembocaba en una planicie para carruajes semicircular, con gravilla esparcida entre hierbajos y margaritas de los prados. Fue entonces cuando vi Whitethorn House por vez primera. Las fotografías no le hacían justicia. Por todo Dublín se ven casas georgianas diseminadas, la mayoría de ellas reconvertidas en oficinas y socavadas por los deprimentes fluorescentes que se vislumbran a través de las ventanas, pero aquélla era especial. Sus proporciones transmitían un equilibrio tan perfecto que la casa parecía haber brotado allí mismo, acunada por las montañas, con Wicklow desparramándose a sus pies, exuberante y gentil, erguida entre la explanada para los carruajes y las sinuosas curvas difuminadas de las colinas, con sus tonalidades marrones y verdes, como un tesoro sostenido en una mano ahuecada.

Oí a Sam respirar hondo.

– Hogar, dulce hogar -comentó Frank, al tiempo que apagaba la radio.

Me esperaban en la entrada, alineados en la cabecera de las escaleras. Aún hoy los recuerdo así, bañados por la pátina dorada del sol del atardecer y resplandecientes como si de una visión se tratara, cada pliegue de sus ropas y cada curva de sus rostros prístinos y dolorosamente nítidos. Rafe apoyado contra la verja con las manos en los bolsillos de sus tejanos; Abby en medio, de puntillas, con un brazo sobre los ojos para protegerse la vista del sol; Justin, con los pies muy juntos y las manos entrelazadas en la espalda. Y detrás de ellos, Daniel, enmarcado entre las columnas de la puerta, con la cara en alto y la luz astillándose en sus gafas.

Ninguno de ellos se movió cuando Frank detuvo el coche y las piedrecillas saltaron bajo las ruedas. Parecían estatuas de un friso medieval, independientes y misteriosas, que transmitieran un mensaje en un código arcano olvidado. Sólo la falda de Abby revoloteaba de manera espontánea a causa de la brisa. Frank volvió la vista por encima de su hombro y me preguntó:

– ¿Lista?

– Sí.

– Buena chica -dijo-. Buena suerte. Allá vamos. Salió del coche y se dirigió al portaequipajes para sacar mi maleta.

– Ten muchísimo cuidado -me aconsejó Sam, casi sin mirarme-. Te quiero.

– Regresaré a casa pronto -respondí. No había modo ni siquiera de tocarle el brazo bajo aquellos ojos impertérritos-. Intentaré llamarte mañana.

Asintió con la cabeza. Frank cerró el maletero de un golpe, con gran estrépito, con un estruendo que rebotó en la fachada de la casa e hizo que los cuervos alzaran el vuelo de los árboles. Luego me abrió la puerta. Salí, llevándome la mano al costado un segundo mientras me enderezaba.

– Gracias, detective -le agradecía a Frank-. Gracias por todo.

Nos dimos un apretón de manos.

– Ha sido un placer -replicó Frank-. Y no se preocupe, señorita Madison: atraparemos a ese tipo.

Levantó el asa de la maleta con un chasquido rápido y me la entregó; y yo la arrastré a través de aquella explanada en dirección a las escaleras y a los demás.

Permanecieron inmóviles. Al irme acercando percibí algo que me desconcertó. Aquellas espaldas rígidas, las cabezas erguidas: una cierta tirantez se extendía entre los cuatro, tan tensa que retumbaba en medio del silencio. Las ruedecillas de mi maleta, que chirriaban sobre la grava, recordaban al sonido de una metralleta en plena acción.

– Hola -los saludé desde la parte baja de la escalinata, con la vista alzada hacia ellos.

Durante un segundo creí que no iban a responderme; ya me habían visto lo suficiente y me pregunté qué demonios se suponía que debía hacer a continuación. Entonces Daniel dio un paso al frente y aquella imagen tembló y se rompió en mil pedazos. Una sonrisa empezó a dibujarse en el rostro de Justin; Rafe se enderezó y levantó un brazo en ademán de saludo, y Abby descendió corriendo los peldaños y me abrazó con fuerza.

– ¡Hola! -exclamó entre risas-, bienvenida a casa.

Le olía el cabello a manzanilla. Deposité la maleta en el suelo y le devolví el abrazo; era una sensación extraña, como si estuviera tocando a una figura salida de un cuadro antiguo, y me sorprendió descubrir que sus omóplatos eran cálidos y sólidos como los míos. Daniel me hizo un mohín con la cabeza por encima de Abby y me alborotó el pelo, Rafe cogió mi maleta y la subió hasta la puerta dándole trompicones con cada peldaño, Justin me daba palmaditas en la espalda, una y otra vez, y yo me eché a reír también. Ni siquiera oí a Frank encender el motor del coche y desaparecer.


Lo primero que pensé al entrar en Whitethorn House fue: «Yo he estado aquí antes». Aquel pensamiento me atravesó como un silbido e hizo que se me enderazara la espalda como un choque de platillos. Claro que aquel maldito lugar me resultaba familiar, después de todas las horas que había pasado contemplando las fotografías y los vídeos, pero no era sólo eso. Era el olor, a madera vetusta y hojas de té y una ligera fragancia a lavanda seca; era la luz que incidía sobre las planchas rayadas del suelo; el modo como el taconeo en los escalones se colaba por el pozo de la escalera y reverberaba tibiamente en los pasillos de la planta superior. Tuve la sensación, y aunque pudiera parecer que me agradó, no fue así, sino que me puso sobrealerta, tuve la sensación, decía, de regresar a casa.

A partir de aquel momento, la mayor parte de la noche es como un tiovivo borroso: colores, imágenes y voces arremolinándose en un estallido demasiado resplandeciente como para mirarlo. Un rosetón y un jarrón de porcelana roto, un taburete frente a un piano y un frutero con naranjas, unos pies corriendo escaleras arriba y una risa aguda. Los dedos de Abby, delgados y fuertes, apretando mi muñeca, conduciéndome al patio interior enlosado que había detrás de la casa, sillas metálicas con arabescos, antiguas mecedoras de mimbre balanceándose por efecto de la suave brisa; un espectacular prado de hierba descendiendo hasta unas altas murallas de piedra semiocultas entre los árboles y la hiedra; el destello de la sombra de un pajarillo sobre el empedrado; Daniel encendiéndome un cigarrillo, con la mano ahuecada alrededor de la cerilla y su cabeza inclinada a centímetros de la mía. El timbre real de sus voces, que yo había escuchado amortiguado por el audio del vídeo, me dejó estupefacta, y sus ojos eran tan claros que casi me abrasaban la piel. En ocasiones todavía me despierto oyendo una de sus voces susurrándome al oído, salida directamente de aquel día: «Ven aquí -me llama Justin-, sal aquí fuera, hace una noche maravillosa» o Abby diciéndome: «Tenemos que decidir qué hacer con el jardín de hierbas aromáticas, pero te estábamos esperando…». Entonces me despierto y se desvanecen.

Supongo que yo también hablé en algún momento, pero apenas recuerdo mis palabras. Tan sólo recuerdo haber intentado vencer el peso sobre los dedos de los pies, tal como hacía Lexie, agudizar el tono de mi voz para adecuarlo a su registro, mantener los ojos, los hombros y el humo en los ángulos correctos, intentar no mirar mucho a mi alrededor, no moverme demasiado rápido sin hacer un gesto de dolor, no decir ninguna idiotez e intentar no tropezar con los muebles. Ah, y allí estaba de nuevo el regusto del incógnito en mi lengua, su tacto acariciando el vello de mis brazos. Creía que recordaba qué se sentía, cada detalle, pero me equivocaba: los recuerdos no son nada, suaves como la gasa frente a la finura afiladísima y despiadada de esa hoja de acero, bella y letal, que te rebana hasta el hueso al menor desliz.

Aquella noche me sobrecogió. Si alguna vez ha soñado con entrar en su libro, en su película o en su programa televisivo favorito, entonces quizá se haga una idea de lo que sentí: los objetos cobrando vida a mi alrededor, extraños y nuevos y totalmente familiares al mismo tiempo; mi corazón deteniéndose sobresaltado al avanzar por aquellas estancias con una presencia tan vivida y al tiempo insondable en mi memoria; mis pies deslizándose por la moqueta; mis pulmones respirando ese aire; la inquietante e íntima calidez que se siente cuando esas personas a quienes has estado contemplando durante tanto tiempo, tan lejanas, abren su círculo y te dejan entrar en él. Abby y yo nos mecimos en el balancín perezosamente; los muchachos entraban y salían a través de las puertas cristaleras que separaban el patio de la cocina, mientras preparaban la cena (el olor a patatas asadas y el chisporroteo de la carne me despertaron el apetito), llamándonos. Rafe salió, se apoyó en el respaldo del columpio, entre nosotras, y le dio una calada al pitillo de Abby. El cielo, de color oro rosado, empezaba a oscurecerse y a poblarse de grandes nubes parecidas al humo de un fuego arrasador lejano; el aire, frío, olía a hierba y a tierra y a plantas que crecían.

– ¡La cena está lista! -gritó Justin, por encima de un repiqueteo de platos.

La larga mesa repleta de comida, inmaculada con su grueso mantel de damasco rojo y sus servilletas blancas como la nieve; los candelabros entrelazados con tallos de hiedra, las llamas resplandeciendo en miniatura en las curvas de las copas, reflejándose en la plata, haciendo señas en las ventanas oscuras como un fuego fatuo. Y ellos cuatro, arrastrando sillas de respaldo alto, con sus pieles tersas y sus ojos oscurecidos por efecto de la confusa luz dorada. Daniel presidiendo la mesa y Abby en el extremo opuesto, Rafe a mi lado y Justin frente a nosotros. En persona, la sensación de ceremonia que había percibido en los vídeos y en los apuntes de Frank resultaba tan intensa como el incienso. Era como sentarse en un banquete, en un consejo de guerra, en un juego de ruleta rusa en un torreón solitario.

Eran todos de una belleza espectacular. Rafe era el único que podría haberse calificado objetivamente de guapo; pero aun así, cuando los recuerdo, su belleza es lo único que me asalta la memoria.

Justin sirvió el solomillo en los platos y fue pasándolos.

– Especialmente para ti -me dedicó con una tímida sonrisa.

Con ayuda de un cucharón, Rafe sirvió las patatas asadas sobre el solomillo a medida que Justin le pasaba los platos. Daniel vertió vino tinto en copas disparejas. Aquella noche me estaba sorbiendo hasta la última neurona que me quedaba; lo último que podía hacer era emborracharme.

– Yo no debo…, puedo beber alcohol -me disculpé-. Es por los antibióticos.

Era la primera vez que salía a colación el apuñalamiento, aunque fuera de manera indirecta. Durante una fracción de segundo, o quizá fuera sólo en mi imaginación, la estancia pareció quedar inmóvil, la botella suspendida en el aire, medio inclinada, las manos detenidas a medio camino en sus gestos. Entonces Daniel continuó sirviéndome, con un diestro juego de muñeca que hizo caer menos de dos centímetros de vino en mi copa.

– ¡Vamos! -me alentó sereno-. Un sorbito no te hará ningún daño. Sólo para brindar.

Me pasó mi copa y llenó la suya.

– Por los regresos al hogar -brindó.

En el instante en que aquella copa se deslizó de su mano a la mía, en algún rincón de mi mente algo profirió un grito salvaje de alerta. Las semillas de granada irrevocables de Perséfone: «Nunca aceptes comida de extraños»; viejas leyendas en las que un sorbo o un mordisco sellan las paredes del hechizo para la eternidad, desdibujan el camino de regreso a casa en medio de la niebla y el viento lo hace desaparecer de un solo soplido. Y luego, con más intensidad aún: «Y si al final fueron ellos y esto está envenenado…, ¡vaya por Dios, qué manera más absurda de morir!». En aquel momento caí en la cuenta, con un escalofrío similar a una descarga eléctrica, de que serían perfectamente capaces de hacerlo. Aquel cuarteto impostado aguardándome en la puerta, con sus espaldas enderezadas y sus ojos fríos y escrutadores: eran muy capaces de seguirme el juego toda la noche, esperando con un control inmaculado y sin un solo desliz el momento elegido por ellos.

Pero todos me sonreían, con las copas en alto, y no me quedaba otra alternativa.

– Por los regresos al hogar -repetí yo, y me incliné sobre la mesa para chocar mi copa con las suyas entre la hiedra y las velas de los candelabros: Justin, Rafe, Abby y Daniel.

Le di un sorbito al vino: templado, con cuerpo y suave, con un paladar a miel y bayas estivales, y lo noté descender hasta las mismísimas puntas de mis dedos; luego agarré el cuchillo y el tenedor y corté la carne.

Quizá sólo necesitara alimento; el solomillo estaba delicioso y mi apetito había resurgido como si procurara recuperar el tiempo perdido pero, para mi desgracia, nadie había mencionado nada sobre que Lexie zampara como una vaca, así que me abstuve de repetir. No obstante, fue entonces cuando todos ellos entraron finalmente en mi panorama, durante aquel ágape; es en ese momento cuando todos los recuerdos empiezan a hilvanarse en una secuencia, como cuentas de cristal ensartadas en una cuerda, y es entonces cuando aquella velada cesa de ser un difuminado luminoso para convertirse en algo real y gestionable.

– Abby ha encontrado una muñeca diabólica -anunció Rafe, mientras se servía más patatas-. Íbamos a quemarla en la hoguera por brujería, pero decidimos aguardar tu regreso para poder someter la moción a una votación democrática.

– ¿Quemar a Abby o a la muñeca? -pregunté yo.

– A ambas.

– No es ninguna muñeca diabólica -se defendió Abby, dándole una torta en el brazo a Rafe-. Es una muñeca de finales de la época victoriana, y estoy segura de que Lexie sabrá apreciarla, porque no es ninguna filistea.

– Si yo fuera tú -me aconsejó Justin-, la apreciaría desde la distancia. Creo que está poseída. No deja de seguirme con la mirada.

– Pues túmbala. Así se le cerrarán los ojos.

– No pienso tocarla. ¿Qué pasará si se le ocurre morderme? Estaré condenado a vagar entre tinieblas el resto de la eternidad en busca de mi alma…

– ¡No sabes cuánto te he echado de menos! -me dijo Abby-. He estado aquí encerrada sin nadie con quien hablar salvo esta pandilla de cobardicas. No es más que una muñeca chiquitita, Justin.

– Una muñeca diabólica -masculló Rafe, con la boca llena de patatas-. En serio, está confeccionada con la piel de una cabra sacrificada.

– No se habla con la boca llena -lo reprendió Abby, y a continuación me dijo-: Es de piel de cabritilla. Y la cabeza es de cerámica. La encontré en una sombrerera en la habitación que hay frente a la mía. Tiene la ropa hecha jirones, pero acabo de terminar de arreglar el escabel, así que igual me dedico a confeccionarle un nuevo vestuario. Hay un montón de retales viejos.

– Y eso por no mencionar el pelo -añadió Justin, pasándome las hortalizas por encima de la mesa-. No te olvides de su pelo. Es espantoso.

– El pelo es de un cadáver -me informó Rafe-. Si le clavas un alfiler a esa muñeca, oirás unos chillidos procedentes del camposanto. Pruébalo.

– ¿Ves a lo que me refiero? -me preguntó Abby-. Cobardicas. El pelo es auténtico, eso es cierto. Pero ¿por qué tiene que pertenecer a un muerto…?

– Porque esa muñeca la confeccionaron alrededor de 1890 y no es tan difícil atar cabos.

– ¿Y de qué camposanto hablas? No hay ningún camposanto.

– Tiene que haberlo. En algún lugar de por ahí fuera. Cada vez que tocas esa muñeca, alguien se revuelve en su tumba.

– Tal vez deberías deshacerte tú de «La cabeza» -sugirió Abby con dignidad-. Basta ya de acusar a mi muñeca de ser espeluznante.

– No es lo mismo en absoluto. «La cabeza» es una herramienta científica de gran valor.

– A mí me gusta «La cabeza» -intervino Daniel, levantando la vista sorprendido-. ¿Qué tiene de malo?

– Pues que es el tipo de objeto que Aleister Crowley [8] llevaría por ahí consigo, eso es lo que realmente tiene de malo. Por favor, Lex, ayúdame con esto.

Frank y Sam no me habían explicado, quizá porque no se habían percatado, el rasgo más importante de aquellas cuatro personas: lo unidas que estaban. Los vídeos del móvil tampoco habían captado la fuerza de su comunión, tal como tampoco ofrecían un reflejo fiel de la casa. Era como si un resplandor iluminara el aire que flotaba entre ellos, como si hilos finísimos y brillantes de una tela de araña entretejiesen cada movimiento y cada palabra reverberase en todo el grupo: Rafe le pasaba a Abby su cajetilla de cigarrillos aun antes de que ella levantara la vista para buscarlos, Daniel ponía las palmas hacia arriba listo para sostener la bandeja con el solomillo en el preciso instante en que Justin la sacaba a través de la puerta, las frases saltaban ágilmente de uno a otro como si estuvieran jugando al ¡Burro! a las cartas, sin la menor interrupción o dilación. Rob y yo también habíamos sido así: inseparables.

Mi primer pensamiento es que estaba perdida. Aquellos cuatro tenían una armonía semejante a la del grupo de a cappella más sincronizado del planeta, y yo tenía que insertar mi frase y unirme a aquella jam session sin perder un solo compás. Contaba con una cierta licencia gracias a mi fragilidad, al hecho de estar bajo medicación y al trauma en general, y en aquellos momentos estaban todos tan contentos de que hubiera regresado a casa y estuviera charlando con ellos que lo que dijera apenas si revestiría importancia, pero sólo se trataba de eso, una cierta licencia… y nadie me había hablado de ninguna «cabeza». Poco importaba lo optimista que fuera Frank, yo estaba bastante segura de que se hacían apuestas en el centro de coordinación (a espaldas de Sam, pero no necesariamente de Frank) acerca de cuánto tiempo transcurriría antes de que me precipitara colina abajo en una espectacular bola de fuego y que el margen máximo que me concedían era de tres días. No los culpaba. Si yo hubiera participado en la porra, me habría jugado diez libras a veinticuatro horas.

– ¿Por qué no me ponéis al corriente de todo? -pregunté-. Me muero de ganas de saber qué ha ocurrido. ¿Ha venido alguien preguntando por mí? ¿He recibido postales deseándome una pronta recuperación?

– Te enviaron unas flores horripilantes -contestó Rafe- del departamento de Lengua y Literatura inglesas. Unas de esas margaritas imitantes gigantescas teñidas con colores chillones. Ya se han marchitado, por suerte para todos.

– Brenda Cuatrotetas intentó consolar a Rafe -añadió Abby con una sonrisa chueca- en estos momentos tan duros.

– Calla, calla -replicó Rafe horrorizado, al tiempo que dejaba en la mesa tenedor y cuchillo y se cubría el rostro con las manos. Justin empezó a reírse por lo bajini-. Es verdad. Brenda y su pechuga me arrinconaron en la sala de fotocopias para preguntarme cómo me sentía.

Sin duda se trataba de Brenda Grealey. No se me antojaba el tipo de Rafe. Yo también me reí; se estaban esforzando mucho por mantener un ambiente distendido y en cualquier caso Brenda parecía una mujer insoportable.

– ¡Bah! Si en el fondo te lo pasaste en grande -apostilló Justin recatadamente-. Salió de allí apestando a perfume barato.

– Casi me asfixio. Me arrinconó contra la fotocopiadora…

– ¿Sonaba música romántica de fondo? -pregunté, consciente de que era una broma pésima, pero lo estaba haciendo lo mejor que podía y noté la rápida sonrisa de complicidad de Abby y el destello de alivio en el rostro de Justin.

– ¿Qué diablos has estado viendo en la televisión en ese hospital? -quiso saber Daniel.

– … y me echó el aliento por encima -continuó explicando Rafe-. Parecía vaho. Era como si te intentara violar una morsa bañada en ambientador.

– El interior de tu cabeza es como un laberinto terrorífico -sentenció Justin.

– Quería invitarme a tomar algo para hablar conmigo, ¿te imaginas? Insistía en que debía abrirme y expresar mis sentimientos. ¿Qué diantre significa eso?

– A mí me suena a que la que quería «abrirse» era ella -opinó Abby.

– En otra acepción de la palabra, claro está.

Rafe fingió sentir arcadas.

– Y además eres desagradable -añadió Justin.

– Suerte que me tenéis a mí -intervine, aunque manifestarme seguía pareciéndome como intentar clavar una vara en hielo negro-. Yo soy la única civilizada.

– Bueno, yo no diría tanto -me rebatió Justin con una media sonrisa chueca-. Pero te queremos de todos modos. Come un poco más de carne; pareces un pajarillo. ¿Qué ocurre? ¿No te gusta?

¡Aleluya! Al parecer, Lexie y yo no sólo nos parecíamos por fuera, sino también por dentro.

– Está buenísimo -aclaré-. Pero voy recuperando el apetito poco a poco.

– ¡Ah, claro! -Justin se inclinó sobre la mesa para servirme otro pedazo más de carne-. Venga, come, tienes que recobrar fuerzas.

– Justin -dije-, siempre has sido mi favorito.

Se puso como un pimiento y, antes de que tuviera tiempo de ocultarse tras su copa, advertí como si un velo de dolor (aunque no sabía por qué) le cubriera el rostro.

– No digas tonterías -protestó-. Te echábamos de menos.

– Yo también a vosotros -contesté, dedicándole una sonrisa pícara-, sobre todo por la comida del hospital.

– Típico de ti -terció Rafe.

Por un momento estuve segura de que Justin iba a añadir algo más, pero Daniel estiró el brazo en busca de la botella para rellenarse la copa y Justin pestañeó, ya menos ruborizado, y volvió a empuñar cuchillo y tenedor. Se produjo uno de esos silencios comedidos de ensimismamiento que acompañan a las comidas. Algo recorrió toda la mesa: un murmullo, un acomodamiento, un largo suspiro demasiado bajo para ser oído. «Un angepasse», habría dicho mi abuelo francés: «Ha pasado un ángel». En algún lugar de la planta superior escuché una tenue y onírica nota de un reloj dando la hora.

Daniel miró de soslayo a Abby, tan sutilmente que apenas tuve tiempo de percibirlo. Era el que menos había hablado durante la velada. También se mostraba callado en los vídeos del móvil, pero me dio la sensación de que entonces era distinto, que aquella noche su silencio rezumaba una intensidad concentrada, y no estaba segura de si la cámara no había conseguido captarla o de si era algo nuevo.

– Y bien, cuéntanos -dijo Abby-. ¿Cómo te encuentras, Lex?

Habían dejado todos de comer.

– Bien -contesté-. Se supone que no debo levantar peso en unas cuantas semanas.

– ¿Te duele? -preguntó Daniel.

Me encogí de hombros.

– Bueno, me han recetado unos analgésicos increíbles, pero la mayor parte del tiempo no necesito tomármelos. Ni siquiera me va a quedar una cicatriz muy grande. Tuvieron que coserme entera por dentro, pero por fuera sólo tengo seis puntos.

– Enséñanoslos -dijo Rafe.

– ¡Dios santo! -exclamó Justin, dejando caer el tenedor en la mesa. Pareció a punto de levantarse y largarse-. Eres tan morboso… Yo no tengo ningunas ganas de verlos, muchísimas gracias.

– A mí, desde luego, lo último que me apetece es verlos mientras cenamos -se sumó Abby-. Sin ánimo de ofender…

– Aquí nadie va a ver nada -resolví yo, escudriñando con la mirada a Rafe (me había preparado para aquello)-. Llevan una semana manoseándome y pinchándome y os aseguro que a la próxima persona que se acerque a mis puntos le muerdo un dedo.

Daniel seguía inspeccionándome a conciencia.

– Bien dicho -terció Abby.

– ¿Seguro que no te duele? -Justin tenía la cara transida de dolor, como si el mero hecho de pensar en ello lo hiciera padecer-. Al principio debió de dolerte mucho, ¿no?

– Se encuentra bien -respondió Abby-. Lo acaba de decir.

– Sólo preguntaba. La policía no dejaba de decir…

– ¿Por qué no dejas de hurgar en la herida?

– ¿Qué? -pregunté yo-. ¿Qué no de dejaba de decir la policía?

– Opino que deberíamos dejarlo aquí -sugirió Daniel con voz tranquila pero taxativa, girando su silla para mirar a Justin.

Otro silencio, en esta ocasión algo incómodo. El cuchillo de Rafe chirrió contra su plato; Justin se estremeció; Abby alargó el brazo para agarrar el pimentero, dio un golpe seco con él en la mesa y lo agitó con brío.

– La policía preguntó -continuó Daniel sin previo aviso, mirándome por encima de su copa- si escribías un diario o tenías agenda o algo por el estilo. Consideré más prudente que dijéramos que no.

¿Un diario?

– Hiciste bien -convine-. No me gustaría nada que manosearan mis cosas.

– Pues ya lo han hecho -me informó Abby-. Lo siento. Registraron tu habitación.

– ¿Cómo? -pregunté indignada-. ¿Por qué no se lo impedisteis?

– No nos pareció que eso fuera una opción -atajó Rafe con brusquedad.

– ¿Y qué habría pasado si guardara cartas de amor o revistas porno de tíos cachas o algo privado?

– Creo que precisamente eso era lo que buscaban.

– Si te soy sincero, fue fascinante -opinó Daniel-. La policía, quiero decir. La mayoría de los agentes no parecía tener el menor interés: era pura rutina. Me habría encantado observarlos mientras registraban tu cuarto, pero no creo que hubiera sido buena idea preguntar si podía hacerlo.

– En cualquier caso, no encontrarían lo que buscaban -aclaré con satisfacción-. ¿Dónde está, Daniel?

– No tengo ni idea -respondió él ligeramente sorprendido-. Supongo que donde tú lo guardes.

Luego dio otro pinchazo a su solomillo.

Los chicos recogieron la mesa; Abby y yo permanecimos sentadas, fumando en medio de un silencio que empezaba a antojárseme cordial. Oí a alguien trajinando en el salón, oculto tras las amplias puertas correderas y un olor a madera quemada se filtró hasta nosotras.

– ¿Qué te apetece? ¿Una noche tranquilita? -preguntó Abby observándome por encima de su cigarrillo-. ¿Un poco de lectura?

La cena daba paso al tiempo libre: jugar a las cartas, música, lectura, conversaciones, adecentar la casa poco a poco. Leer me pareció la opción más sencilla con diferencia.

– Una idea estupenda -dije-. Tengo que ponerme al día con la tesis.

– Relájate -me tranquilizó Abby, con otra de esas sonrisitas chuecas-. Acabas de llegar a casa. Tienes todo el tiempo del mundo.

Apagó la colilla y abrió las puertas correderas de par en par.

El salón era inmenso y, contra todo pronóstico, maravilloso. Las fotografías únicamente habían captado su vetustez, pero no la atmósfera general. Techos altos con molduras en los bordes; anchas tablas de madera cubriendo el suelo, sin barnizar y llenas de nudos; un papel pintado con un estampado de flores espantoso que comenzaba a pelarse por algunos puntos y dejaba a la vista las capas inferiores: una a rayas rojas y doradas, y otra de un tono blanco roto apagado, como de seda. El mobiliario era disparejo y antiguo: una mesa de juego llena de rozaduras, sillones de brocado descolorido, un largo sofá con pinta de incómodo, estanterías repletas de libros encuadernados en cuero destrozados y muchos otros con cubierta de papel de tonos vivos. No había ninguna luz cenital, sólo lámparas de pie y el fuego crepitando en una gigantesca chimenea de hierro forjado, proyectando sombras feroces que se deslizaban entre las telarañas de los rincones del techo. Aquella estancia era un caos, pero yo me enamoré perdidamente de ella aun antes de franquear la puerta.

Los sillones parecían cómodos y estaba a punto de acomodarme en uno de ellos cuando mi mente pisó a fondo el freno. Casi podía oír el latido de mi corazón. No tenía ni idea de dónde solía sentarme; se me había olvidado por completo. La comida, las bromas fáciles, el silencio confortable con Abby: me había relajado.

– Enseguida vuelvo -me excusé, y me oculté en el lavabo para dejar que los otros me allanaran el terreno sentándose en sus lugares de costumbre y para aguardar a que mis rodillas dejaran de temblar.

Cuando pude volver a respirar con normalidad, mi cerebro volvió en sí y supe cuál era mi sitio: una butaca victoriana baja que había a un flanco de la chimenea. Frank me la había mostrado en un montón de fotografías. Eso lo sabía. Habría sido así de fácil: sentarse en el asiento equivocado. Apenas cuatro horas. Justin alzó la vista, con un leve fruncido de preocupación en el entrecejo, cuando regresé al salón, pero nadie dijo nada.

Mis libros estaban esparcidos sobre una mesa baja junto a mi butaca: gruesas referencias históricas, un ejemplar sobado y con las esquinas gastadas de Jane Eyre abierto boca abajo sobre una libreta de rayas, una novela barata que empezaba a amarillear titulada Vestida para matar de Rip Corelli (supuse que no guardaba relación con la tesis, pero quién sabía) con una fotografía en la portada de una mujer de silicona vestida con una falda con raja y con una pistola en la liga («¡Atraía a los hombres como la miel a las abejas… y luego les clavaba el aguijón!»). Mi bolígrafo, un anodino bolígrafo azul mordisqueado por la parte de atrás, seguía allí, donde yo lo había dejado, a media frase, aquel miércoles por la noche.

Observé al resto por encima de mi libro en busca de señales de tensión nerviosa, pero todos se habían sumido en su lectura con una concentración instantánea, propia de la costumbre, que me resultó casi amedrentadora. Abby, sentada en un sillón con los pies apoyados en uno de los escabeles bordados (probablemente su proyecto de restauración), pasaba las hojas con brío mientras se enredaba un mechón de pelo en un dedo. Rafe estaba sentado al otro lado de la chimenea, frente a mí, en la otra butaca; de vez en cuando bajaba el libro y se inclinaba hacia delante para atizar el fuego o añadir otro leño. Justin estaba tumbado en el sofá con su cuaderno de notas apoyado en el pecho, garabateando, y de vez en cuando murmuraba algo o se enfurruñaba consigo mismo o chasqueaba la lengua con un sonido de desaprobación. Había un tapiz deshilachado de una escena de caza en la pared, encima de él; habría tenido que parecer incongruente allí debajo, con sus pantalones de pana y sus gafitas sin montura, pero por algún motivo no era así, en absoluto. Daniel estaba sentado a la mesa de juego, con su cabeza morena agachada bajo el resplandor de una lámpara alta, y únicamente se movía para avanzar las páginas, a un ritmo deliberadamente pausado. Las pesadas cortinas de terciopelo verde estaban descorridas e imaginé la estampa que debíamos de ofrecer a un espectador oculto en la oscuridad del jardín; cuán arropados y seguros debíamos de parecer a la luz de aquel fuego, tan concentrados; cuán brillantes y sosegados, como salidos de un sueño. Por un segundo, punzante y desconcertante, envidié a Lexie Madison.

Daniel notó mis ojos posados en él; levantó la cabeza y me sonrió desde el otro lado de la mesa. Aquélla fue la primera vez que lo vi sonreír, y lo hacía con una dulzura grave e inmensa. Volvió a agachar la cabeza para retomar su lectura.


Me acosté temprano, alrededor de las diez, en parte porque era un rasgo de mi personaje y en parte porque Frank estaba en lo cierto: estaba extenuada. Tenía la sensación de haber sometido mi cerebro a un triatlón. Cerré la puerta del dormitorio de Lexie (perfume a lirios del valle, un torbellino sutil ascendiendo en volutas sobre mi hombro y alrededor del cuello de mi camiseta, curioso y observador) y me recosté en ella. Había llegado a pensar que no acabaría por acostarme aquella noche, que me deslizaría por la puerta y me quedaría dormida antes de pisar siquiera la alfombra. Aquello era mucho más duro de lo que recordaba, y no creo que fuera porque me estuviera haciendo vieja o perdiendo facultades o por ninguna de las atractivas posibilidades adicionales que O'Kelly habría sugerido. La vez anterior había sido yo quien había tenido la última palabra y quien había decidido con quién quería relacionarme, durante cuánto tiempo y con qué grado de intensidad. Pero en esta ocasión Lexie lo había decidido todo por mí y no me quedaba otra alternativa: tenía que seguir sus instrucciones al pie de la letra y estar al tanto de todo y en todo momento, como si ella me dirigiera dándome órdenes a través de un pinganillo.

Yo ya había tenido esa sensación anteriormente, en algunas de las investigaciones que menos me habían gustado: la sensación de que otra persona llevaba la batuta. La mayoría de esos casos no habían terminado bien. Pero en todos ellos esa otra persona había sido el asesino, un ser petulante que siempre nos sacaba tres pasos de ventaja. Nunca me había enfrentado a un caso donde esa otra persona fuera la víctima.

Pese a ello, había algo que me resultaba más fácil. La última vez, en el University College de Dublín, cada palabra que salía de mi boca me dejaba un poso amargo, un regusto a estar diciendo algo sucio y equivocado, como un pan recubierto de moho. Como ya he dicho, no me gusta mentir. En esta ocasión, en cambio, mis palabras no habían dejado en su estela más que el sabor a algodón limpio de la verdad. Y la única explicación que le encontraba es que me estaba autoengañando de lo lindo (la racionalización es un don de todo agente secreto) o que, de un modo enrevesado mucho más profundo y seguro que la realidad ineludible, no estaba mintiendo. Y mientras lo hiciera bien, prácticamente todo lo que dijera sería la verdad, tanto de Lexie como mía. Resolví que lo más sensato sería apartarme de aquella puerta y meterme en la cania antes de empezar a analizar en detalle cualquiera de ambas posibilidades.

La habitación de Lexie estaba en la planta superior, en la parte posterior de la casa, frente a la de Daniel y encima de la de Justin. Era de dimensiones medianas, con el techo bajo, unas cortinas blancas lisas y una cama individual con estructura de hierro forjado desvencijada que crujió como un mangle viejo cuando me senté en ella (si Lexie había logrado quedarse embarazada en aquel catre, tenía todos mis respetos). El edredón, de color azul celeste, estaba recién planchado; alguien me había cambiado las sábanas. Lexie no tenía demasiados muebles: una estantería, un armario de madera estrecho con unas prácticas etiquetas de estaño en las estanterías para indicar dónde iba cada cosa (sombreros, medias), una birria de lámpara de plástico sobre una birria de mesilla de noche, y un tocador de madera con unos pergaminos polvorientos y un espejo de tres lunas que reflejaba mi rostro en ángulos confusos y me espeluznaba de todas las maneras predecibles. Me planteé cubrirlo con una sábana o algo por el estilo, pero habría tenido que ofrecer alguna explicación al respecto y, de todas maneras, no me habría desprendido de la sensación de que el reflejo seguiría existiendo por debajo, inmutable.

Abrí la maleta, manteniendo el oído aguzado por si oía algún ruido en las escaleras, y saqué mi nueva pistola y el rollo de esparadrapo para mis vendajes. Ni siquiera en casa duermo sin tener la pistola a mano; es una vieja costumbre y no me parecía que aquél fuera precisamente el momento de abandonarla. Enganché la pistola a la parte posterior de la mesilla de noche con el esparadrapo, de manera que quedara fuera de la vista, pero al alcance de mi mano. No había ni una telaraña ni una delgada película de polvo detrás de aquella mesilla: la policía científica me había precedido.

Antes de enfundarme el pijama azul de Lexie me arranqué el vendaje falso, me solté el micro y escondí todo aquel tinglado en el doble fondo de mi maleta. A Frank le daría un berrinche de campeonato, pero no me importaba; tenía mis motivos para hacerlo.

Irse a dormir la primera noche de una misión de incógnito es algo que no se olvida nunca. Durante todo el día uno ha estado sometido al más férreo y reconcentrado de los controles, observándose a sí mismo con la misma perspicacia e implacabilidad con que observa todo y a todos los que le rodean. Pero cuando se abate la noche y uno se tumba solo en un colchón extraño en un dormitorio donde el aire huele diferente, no le queda otra alternativa que abrir las manos y dejar escapar la tensión, sumirse en un sueño profundo y en la vida de otra persona como un guijarro se hunde a través de las frías aguas verdosas de un río. Incluso la primera vez uno sabe que en ese segundo algo irreversible empezará a ocurrir y que por la mañana se despertará siendo otro. Y yo necesitaba adentrarme en ese otro yo desnuda, con nada salvo mi propia vida en mi cuerpo, tal como los hijos de los leñadores en los cuentos de hadas se desprenden de sus amuletos antes de entrar en el castillo encantado, tal como los devotos de las antiguas religiones participaban desnudos en sus ritos iniciáticos.

Encontré una edición antigua ilustrada, bellísima y frágil de los cuentos de los hermanos Grimm en la estantería y me la llevé a la cama conmigo. Los otros se la habían regalado a Lexie en su cumpleaños del año anterior: en la guarda se leía, en una caligrafía inclinada y fluida escrita con pluma (la caligrafía de Justin, estaba casi segura): «3/1/04. Feliz cumpleaños, JOVENCITA (¡a ver si creces de una vez!). Con cariño», y los cuatro nombres.

Me senté en la cama con el volumen sobre las rodillas, pero era incapaz de leer. Esporádicamente, los rápidos y apagados ritmos de la conversación ascendían desde el salón y, al otro lado de la ventana, el jardín rebosaba vida: el viento en las hojas, un lobo aullando y un búho a la caza, susurros y reclamos y escaramuzas por doquier. Me senté, eché un vistazo alrededor de la extraña habitacioncita de Lexie Madison, y escuché.

Poco antes de la medianoche, las escaleras crujieron y alguien llamó discretamente con los nudillos a mi puerta. Del susto casi me estampo con el techo, agarré mi mochila para asegurarme de que estaba cerrada con cremallera y dije:

– Entra.

– Soy yo -dijo Daniel o Rafe o Justin, al otro lado de la puerta, con voz demasiado baja para poder discernir quién era-. Sólo quería desearte buenas noches. Nos vamos a dormir.

El corazón me latía a mil por hora.

– Buenas noches -contesté-. Felices sueños.

Las voces subían y bajaban por los largos tramos de escaleras, inidentificables y entrelazadas como un coro de grillos, suaves como dedos sobre mi cabello. «Buenas noches -me deseaban-, buenas noches, que duermas bien. Bienvenida a casa, Lexie. Sí, bienvenida. Buenas noches. Dulces sueños.»


Dormí con sueño ligero, aguzando el oído. En algún momento de la noche me desvelé por completo, en un instante. Al otro lado del pasillo, en la habitación de Daniel, alguien susurraba.

Contuve el aliento, pero debido al grosor de las puertas lo único que pude discenir fue un murmullo sibilante en la oscuridad, no palabras ni voces. Saqué el brazo de debajo del edredón y, con mucho sigilo, comprobé el móvil de Lexie, que estaba en la mesilla de noche. Eran las 3.17.

Seguí el débil rastro doble de los susurros, tejiéndose entre los chillidos de los murciélagos y las ráfagas de viento, durante largo rato.

Dos minutos antes de las cuatro de la madrugada escuché el lento chirrido de una manilla al girar y luego el cauteloso clic de la puerta de Daniel al cerrarse. Una exhalación al otro lado del rellano, casi imperceptible, como una sombra moviéndose en la oscuridad; y luego, nada.

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