Capítulo 20

Los otros regresaron aún con los ojos abotargados, con dolor de cabeza y ánimo irritable. La película era mala, explicaron, una cinta horrorosa protagonizada por uno de los hermanos Baldwin teniendo una retahila de malos entendidos supuestamente cómicos con alguien que se parecía a Teri Hatcher, pero no lo era; el cine estaba atestado de adolescentes cuya edad estaba evidentemente por debajo del límite autorizado y que se habían pasado las dos horas íntegras enviándose SMS, comiendo cosas crujientes y propinando infinidad de patadas al respaldo del asiento de Justin. Rafe y Justin seguían sin dirigirse la palabra y, según parecía, Rafe y Abby tampoco se hablaban ahora. La cena consistió en unos restos de lasaña, crujiente por arriba y chamuscada por abajo, que nos comimos envueltos por un tenso silencio. Nadie se molestó en preparar una ensalada ni de encender el fuego.

Justo cuando yo estaba a punto de gritar, Daniel me preguntó con voz sosegada, alzando la vista:

– Por cierto, Lexie, quería preguntarte algo sobre Anne Finch que me interesa abordar con mi grupo de los lunes, pero tengo la cabeza oxidada. ¿Te importa hacerme un somero resumen después de la cena?

Anne Finch escribió un poema desde el punto de vista de un pájaro, aparecía aquí y allá en las notas de la tesis de Lexie, y ése, puesto que el día sólo tiene veinticuatro horas, era básicamente todo mi conocimiento acerca de ella. Rafe podría haber salido con algo así por pura maldad de niño travieso, sólo para irritarme, pero Daniel nunca abría la boca sin una razón de peso. Aquella breve y extraña alianza del jardín se había disuelto. Intentaba demostrarme, mediante trivialidades, que, si insistía en permancer allí, podía hacerme la vida imposible.

Yo no tenía absolutamente ninguna intención de quedar como una idiota pasando el resto de la velada perorando acerca de la voz y la identidad ante alguien que sabía que lo que decía eran sandeces. Por suerte para mí, Lexie había sido una mujer impredecible, aunque intuyo que la suerte no tenía nada que ver con ello: estaba bastante segura de que había construido esa veta de su personalidad específicamente para momentos como aquél.

– No me apetece -contesté con la cabeza gacha, mientras pinchaba un trozo de aquella lasaña crujiente con el tenedor.

Se produjo un instante de silencio.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Justin.

Me encogí de hombros.

– Sí, normal.

De repente caí en la cuenta de algo. Aquel silencio y el delgado hilo de tensión renovada de la voz de Justin y el cruce de miradas rápidas sobre la mesa: súbitamente y sin motivo aparente, los demás estaban preocupados por mí. Había pasado semanas allí intentando que se relajaran, que bajaran la guardia; jamás se me había ocurrido la facilidad con la que podía hacerlos derrapar en sentido contrario y cuan útil podía resultarme esa arma si la empleaba bien.

– Yo te ayudé con Ovidio cuando lo necesitaste -me reprochó Daniel-. ¿Acaso no te acuerdas? Me llevó una eternidad encontrar aquella cita… ¿cómo era?

Evidentemente, no iba a ponerme a tiro sin pelear.

– Seguramente acabaría confundida y contándote algo sobre Mary Barber o cualquier otra. Hoy me veo incapaz de pensar con claridad. No dejo de… -removí los restos de lasaña con desgana por el plato-. Es igual.

Todo el mundo había dejado de comer.

– ¿No dejas de qué? -preguntó Abby.

– ¡Dejadlo ya! -exclamó Rafe-. Yo, sinceramente, no estoy de humor para la puñetera Anne Finch. Y si ella tampoco…

– ¿Te preocupa algo? -me preguntó Daniel educadamente.

– Déjala en paz.

– Por supuesto -replicó Daniel-. Vete a descansar un rato, Lexie. Lo haremos otra noche, cuando te encuentres mejor.

Me arriesgué a mirarlo, rápidamente. Había vuelto a coger su cuchillo y tenedor y comía pausadamente, con una expresión anodina, pero absorto en sus pensamientos. Le había salido el tiro por la culata, pero andaba ya maquinando, tranquila y concienzudamente, su siguiente movimiento.


Aposté por un ataque preventivo. Tras la cena nos encontrábamos todos en el salón, leyendo, o fingiendo leer; nadie había sugerido siquiera echar una partida a las cartas. Las cenizas del fuego de la noche anterior seguían formando un montón deprimente en la chimenea y un helor húmedo y recargado impregnaba el aire; partes distantes de la casa hacían sonar incesantemente crujidos repentinos y gemidos de mal agüero que nos sobresaltaban a todos. Rafe daba pataditas a la reja de la chimenea con la punta de un zapato, en un ritmo constante e irritable, y yo no conseguía estarme quieta y cambiaba de postura en el sillón cada pocos segundos. Entre los dos estábamos consiguiendo que Justin y Abby se pusieran de los nervios. Daniel, con la cabeza inclinada sobre un libro con una cantidad terrorífica de notas a pie de página, ni siquiera parecía darse cuenta.

En torno a las once, como siempre, salí al recibidor y me enfundé en mi atuendo de paseo nocturno. Luego regresé al salón y me apoyé en el marco de la puerta, con aire inseguro.

– ¿Sales a pasear? -preguntó Daniel.

– Sí -le contesté-. Quizá me ayude a relajarme. Justin, ¿me acompañas?

Justin me miró como un conejo deslumhrado por los faros de un coche.

– ¿Yo? ¿Por qué yo?

– ¿Por qué quieres que te acompañe alguien? -preguntó Daniel, con una chispa de curiosidad.

Me encogí de hombros, con un tic incómodo.

– No lo sé, ¿de acuerdo? Estoy rara. No dejo de pensar… -Me enrollé la bufanda alrededor del dedo y me mordisqueé el labio-. Quizá tuviera un mal sueño anoche.

– Se dice «pesadilla» -me corrigió Rafe sin levantar la vista-. No «malos sueños». No tienes cinco años.

– ¿Qué clase de pesadilla? -inquirió Abby, con un minúsculo fruncido de preocupación entre sus cejas.

Sacudí la cabeza.

– No me acuerdo. No del todo bien. Pero…, no sé, sencillamente no me apetece merodear sola por esos caminos hoy.

– Bueno, a mí tampoco -añadió Justin. Parecía verdaderamente alterado-. Odio salir a pasear por la noche, en serio, lo odio, no sólo… Es horrible. Estremecedor. ¿Por qué no la acompaña otro?

– O, si te inquieta salir, Lexie, ¿por qué no te quedas hoy en casa? -sugirió Daniel con pragmatismo.

– Porque no. Si permanezco sentada aquí un minuto más, me volveré loca.

– Te acompaño yo -se ofreció Abby-. Así hablaremos de cosas de chicas.

– No pretendo ofender -intervino Daniel, con una leve sonrisa de afecto dirigida a Abby-, pero creo que un maníaco homicida se sentiría menos intimidado por vosotras dos de lo que debería estar. Si estás inquieta, Lexie, debería acompañarte alguien más corpulento. Si quieres, voy yo.

Rafe levantó la cabeza.

– Si tú vas -le dijo a Daniel-, entonces yo también.

Se produjo un breve silencio tenso. Rafe clavó sus fríos ojos en Daniel, sin pestañear; Daniel le devolvió una mirada serena.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Porque es un capullo -respondió Abby, sin apartar la vista de su libro-. No le hagas caso y quizá se canse, o con suerte, tal vez cierre esa boquita. Estaría bien, ¿a que sí?

– Pero es que yo no quiero que vengáis vosotros, chicos -aclaré. Me había preparado para aquello, para que Daniel intentara apuntarse a la fiesta. No obstante, no había contado con que Justin pudiera padecer una extraña e inexplicable fobia a los caminos rústicos-. Os limitáis a incordiaros el uno al otro y la verdad es que no es lo que más me apetece. Quiero ir con Justin. Últimamente apenas lo veo.

Rafe resopló.

– Pero si lo ves todo el día, cada día. ¿Cuántas horas puede aguantar una persona con Justin?

– Es distinto. Hace siglos que no hablamos, no de verdad.

– A mí me da miedo salir en plena noche, Lexie -se justificó Justin, casi con un gesto de dolor-. De verdad, me encantaría, pero es que no puedo.

– Bueno -nos dijo Daniel a Rafe y a mí, al tiempo que dejaba su libro en el sillón. Había un destello en sus ojos, algo parecido a una victoria irónica y exhausta-. ¿Nos vamos entonces?

– Olvidadlo -dije, mirándolos con desdén-. Olvidadlo. No importa. Quedaos aquí a cotillear y a quejaros. Iré sola y, si me vuelven a apuñalar, espero que estéis todos contentos.

Justo antes de cerrar la puerta de la cocina de un portazo, haciendo que los vidrios temblaran, oí a Rafe empezar a decir algo y la voz de Abby, baja y furiosa, mandándolo callar. Cuando volví la vista desde la parte inferior del jardín, los cuatro tenían ya la cabeza inclinada de nuevo sobre su lectura, cada uno bañado por el haz de una lámpara de fiexo: resplandecientes, encerrados en sí mismos, intocables.


La noche se había vuelto nubosa, con un aire denso e inmóvil como un edredón mojado echado sobre las montañas. Caminé con brío, intentando cansarme, deseando alcanzar un punto en el que pudiera autoengañarme pensando que era el ejercicio lo que me provocaba taquicardia. Pensé en ese inmenso reloj imaginario que durante los primeros días percibía en algún lugar oculto, urgiéndome a caminar más y más rápido. Después de aquello se había desvanecido de nuevo en la nada y me había dejado contonearme al son de los lentos y dulces ritmos propios de Whitethorn House, con todo el tiempo del mundo por delante. Ahora aquel reloj había regresado y marcaba los minutos con brusquedad, cada vez más alto, acelerándose hacia una inmensa y lúgubre hora cero.

Llamé a Frank desde el sendero; la mera idea de encaramarme a mi árbol y de tener que quedarme quieta en un mismo sitio me provocaba un sarpullido.

– Vaya, así que estás ahí -dijo-. Pero ¿qué hacías, correr una maratón?

Me apoyé en el tronco de un árbol e intenté recuperar mi ritmo de respiración normal.

– Intento huir de la resaca, aclararme la cabeza.

– Eso siempre es una buena idea -opinó Frank-. Pero antes de nada, pequeña, déjame felicitarte por anoche. Te invitaré a un buen cóctel para recompensarte cuando regreses a casa. Creo que tal vez nos hayas conseguido la pausa que todos merecemos.

– Quizá. Pero yo no echaría las campanas al vuelo. Por lo que sabemos, Ned podría estar pegándomela con todo este asunto. Intenta comprar la parte de la casa de Lexie, ella lo deja plantado, él decide intentarlo una vez más, entonces yo menciono la pérdida de memoria y él ve su oportunidad para convencerme de que habíamos llegado a un acuerdo… No es Einstein, pero tampoco es tonto, al menos no cuando se trata de trapichear.

– Quizá no -me secundó Frank-. Quizá no. ¿Cómo conseguiste citarte con él, de todos modos?

Tenía una respuesta preparada para aquella pregunta.

– Llevo vigilando esa casucha cada noche. Imaginé que Lexie iba allí por algún motivo y, si se veía con alguien, ése era el lugar lógico. Eso me indujo a pensar que quienquiera que fuera volvería a aparecer en algún momento.

– Y entonces entró en escena Eddie el Bobo -comentó Frank como si tal cosa-, justo cuando yo te había hablado de la casa y os había dado a los dos tema de qué hablar. Está muy sincronizado ese tipo. ¿Por qué no me llamaste después de que se fuera?

– Me hervía la cabeza, Frankie. Solamente podía pensar en el giro que este asunto daba a todo el caso, en cómo puedo usarlo, en qué hacer a continuación, en cómo descubrir si Ned miente… Pretendía telefonearte, pero sencillamente se me olvidó.

– Más vale tarde que nunca. ¿Y qué tal has pasado hoy el día?

Su voz era agradable, absolutamente neutral, opaca.

– Ya lo sé, soy una vaga -contesté en tono de disculpa avergonzada-. Debería haber intentado sonsacarle algo a Daniel mientras lo tenía para mí sólita, pero me veía incapaz de hacerlo. Tenía una jaqueca de campeonato y ya sabes cómo es Daniel: no es que sea el rey de la fiesta. Lo lamento.

– Humm -contestó Frank, en un tono que no me tranquilizó demasiado-. ¿Y de qué iba el numerito de zorra insolente? Supongo que estabas actuando.

– Quiero desconcertarlos -expliqué, cosa que era verdad-. Hemos intentado relajarlos para que hablen y no ha dado resultado. Pero ahora que hemos abierto esa nueva vía creo que ha llegado el momento de apretar algunas tuercas.

– ¿Y no se te ocurrió debatirlo conmigo antes de pasar a la acción tú sólita?

Dejé transcurrir una breve pausa de asombro.

– Supuse que averiguarías mis intenciones.

– De acuerdo -accedió Frank con una voz templada que activó las sirenas en mi cabeza-. Has hecho un trabajo excelente, Cass. Sé que no querías implicarte y aprecio el hecho de que lo hicieras de todos modos. Eres una buena policía.

Tuve la sensación de que me habían propinado un puñetazo en plena boca del estómago.

– ¿Qué, Frank? -pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

Frank rió.

– Tranquila; tengo buenas noticias. Ha llegado el momento de retirarse, pequeña. Quiero que regreses a casa y empieces a quejarte de que crees que estás incubando la gripe: estás mareada, febril y te duele todo el cuerpo. No menciones que te duele la herida o querrán echarle un vistazo; simplemente finge malestar general. Podrías, por ejemplo, despertar a uno de ellos en medio de la noche (Justin es el más sufridor, ¿me equivoco?) y explicarle que te encuentras cada vez peor. Si no te han llevado a urgencias por la mañana, pídeles que lo hagan. Yo me ocupo del resto.

Tenía las uñas clavadas en la palma de la mano.

– ¿Por qué?

– Pensaba que estarías encantada -replicó Frank fingiéndose sorprendido y un poco ofendido-. No querías…

– No quería infiltrarme al principio. Pero ahora ya estoy dentro y me estoy acercando al objetivo. ¿Por qué diablos ibas a querer ahora arrancar el tapón? ¿Porque no te he pedido permiso antes de agitar la jaula de esta pandilla?

– Claro que no -se defendió Frank, sin deponer su actitud de ingenua sorpresa-. No tiene nada que ver con eso. Te infiltramos para abrir una línea de investigación y has cumplido tu misión con creces. Enhorabuena, cariño. Tu trabajo ahí ha concluido.

– No -refuté-, no es así. Me enviaste para encontrar a un sospechoso, ésas fueron tus palabras exactas, y hasta el momento sólo he hallado un posible móvil con cuatro posibles sospechosos adjuntos, cinco, si tenemos en cuenta que Ned podría estar agitando esa cabeza de chorlito para mentirnos. ¿En qué sentido hace eso avanzar la investigación? Estos cuatro se mantendrán firmes en su historia, tal como tú apuntaste al principio, y estamos exactamente en el mismo punto en que comenzamos. Déjame hacer mi puñetero trabajo.

– Cuido de ti. Ése es mi trabajo. Con todo lo que has averiguado hasta el momento podrías estar en riesgo ahí dentro, y no puedo pasar por alto…

– ¡Y un cuerno, Frank! Si uno de estos cuatro la mató, llevo en peligro desde el Día Uno, y nunca te habías preocupado en absoluto hasta ahora…

– Baja la voz. ¿Qué pasa? ¿Acaso estás enfadada porque no he sido lo bastante protector contigo?

Casi podía verlo alzando las manos indignado, con sus grandes ojos azules ofendidos.

– Dame un respiro, Frank. Ya soy mayorcita; sé cuidar de mí misma y antes nunca te había supuesto ningún problema que lo hiciera. ¿Por qué diablos me retiras del caso?

Se produjo un silencio. Frank suspiró.

– De acuerdo -dijo-. Si quieres saber por qué, te lo diré. Tengo la sensación de que has perdido la objetividad requerida para contribuir a esta investigación.

– ¿De qué narices estás hablando?

El corazón me latía a mil por hora. Si resultaba que sí estaba vigilando la casa o si había adivinado que me había quitado el micrófono («No debería haberlo dejado en el salón durante tanto tiempo -pensé encolerizada-. ¡Qué tonta he sido! Debería haber regresado dentro al cabo de unos minutos y haber hecho algún tipo de ruido»).

– Estás demasiado implicada emocionalmente. No soy tonto, Cassie. Tengo una ligera idea de qué ocurrió anoche, sé que me ocultas algo. Y eso son señales de advertencia que no pienso pasar por alto. -Se había tragado lo de Fauré; no sabía que me habían desenmascarado. Mi corazón se saltó un compás-. Estás perdiendo los parámetros. Quizá nunca debería haberte presionado a realizar esta misión. No conozco los pormenores de lo que ocurrió en Homicidios y no te pido que me los cuentes, pero es evidente que te trastornó la cabeza y, obviamente, todavía no estabas lista para algo como esto.

Yo tengo un genio atroz, estallo como si se me llevaran los demonios, y si no conseguía reprimirme, aquella discusión habría acabado; habría corroborado que Frank tenía razón. Y probablemente fueran ésas sus intenciones. En lugar de gritar, le propiné un puntapié al tronco del árbol, lo bastante fuerte como para pensar que me había roto un dedo del pie. Cuando conseguí articular palabras de nuevo, dije, con frialdad:

– Mi cabeza está donde tiene que estar, Frank, y lo mismo te digo de mis parámetros. Todas y cada una de mis acciones tenían como único fin alcanzar el objetivo de esta investigación y hallar a un sospechoso principal del asesinato de Lexie Madison. Y me gustaría concluir mi trabajo.

– Lo siento, Cassie -replicó Frank, con voz suave pero firme-. Esta vez no.

Hay una regla en el mundo de la investigación encubierta que nadie menciona jamás. Y esa regla es que quien la dirige es quien maneja el freno: él es quien decide si hay que sacar a alguien o si debe salir por sí solo; él es quien conserva la perspectiva general; al fin y al cabo, incluso puede barajar información que el infiltrado desconoce y hay que acatar sus órdenes si valoras tu propia vida, tu carrera o ambas cosas. Sin embargo también hay otro aspecto del que nunca se habla, la granada de mano que el infiltrado siempre lleva a cuestas: no puede obligarte. Nunca he conocido a nadie que detonara esa granada, pero todos sabemos que existe. Si te niegas, el jefe de la operación, al menos durante un tiempo, y quizás ése sea todo el margen que necesitas, no pueda hacer absolutamente nada para remediarlo.

Ese tipo de quiebro de la confianza es irreparable. En ese segundo visualicé los códigos aeroportuarios de la agenda de Lexie, aquellos garabatos rabiosos y despiadados.

– Me quedo -afirmé.

Una crepitante ráfaga de viento barrió el bosque y yo noté que mi árbol se estremecía. Un escalofrío me recorrió todos los huesos.

– No -me vetó Frank-, nada de eso. No me marees con este tema, Cassie. La decisión está tomada; no tiene sentido que discutamos acerca de ello. Vete a casa, haz las maletas y empieza a fingir que estás enferma. Te veo mañana.

– Me metiste aquí para que cumpliera una misión -le repetí- y no pienso dejar mi trabajo a medias. No estoy discutiendo nada contigo, Frank, simplemente te estoy exponiendo lo que va a suceder.

En esta ocasión, Frank me entendió bien. Su voz no se tensó, pero adquirió un tono soterrado que me hizo estremecer.-¿Quieres que te pare por la calle, te registre, encuentre drogas en tu mochila y te meta en el trullo hasta que recuperes la sensatez? Porque lo haré.

– No, no lo harás. Los demás saben que Lexie no consume drogas y, si la detienen bajo una acusación falsa y luego muere estando en custodia policial, les olerá todo tan mal que toda esta operación saltará por los aires y tardarás años en arreglar el desaguisado.

Se produjo un silencio mientras Frank evaluaba la situación.

– Supongo que eres consciente de que esto podría suponer el fin de tu carrera -me amenazó al fin-. Estás desobedeciendo una orden directa de un oficial superior. Sabes que podría entrar allí, quitarte la placa y el arma, desvelar tu identidad y dejar que te las apañes sola.

– Sí -dije-, ya lo sé.

Pero no lo haría, Frank no, y era consciente de estarme aprovechando de ello. También era consciente de otra cosa, aunque ahora no esté segura de por qué, quizá lo atribuyera a la falta de alarma en su voz: en algún momento de su carrera él había actuado igual que yo entonces.

– Y quiero que sepas que por tu culpa voy a perderme mi fin de semana con Holly. Mañana es su cumpleaños. ¿Le explicarás tú por qué su papaíto al final no ha podido acudir a su fiesta?

Hice una mueca de dolor, pero me recordé que hablaba con Frank y que probablemente aún faltaran unos meses para el aniversario de Holly.

– Pues ve y que otra persona supervise la escucha.

– Ni hablar. Aunque quisiera, no tengo a nadie más. Cada vez nos recortan más el presupuesto. Los jefazos están hartos de pagar a policías para que anden sentados por ahí escuchándote beber vino y arrancar papel de las paredes.

– No los culpo -dije-. Lo que hagas con las escuchas del micrófono es asunto tuyo; como si quieres que no haya nadie recibiéndolas, a mí no me importa. Ésa es tu mitad del trabajo. Yo estoy ocupada en la mía.

– De acuerdo -convino Frank, con un largo suspiro de sufrimiento-. Está bien. Procederemos del modo siguiente: tienes cuarenta y ocho horas a partir de este preciso instante para liquidar este asunto…

– Setenta y dos.

– Setenta y dos con tres condiciones: no cometas ninguna tontería, sigue dando el parte telefónico y no te desprendas del micrófono en ningún momento. Quiero que me des tu palabra.

Noté un pinchazo por dentro. Quizá lo supiera, a fin de cuentas; con Frank una nunca podía estar segura.

– La tienes -contesté-. Te lo prometo.

– Tres días a partir de ahora, por mucho que estés a un centímetro de solucionar el caso, y se acabó. Hacia -comprobación del reloj- las doce menos cuarto de la madrugada del lunes estarás fuera de esa casa, en urgencias o, si no, de camino al hospital. Hasta entonces no pienso despegarme de esta cinta. Si cumples esas tres condiciones y regresas a tiempo, la borraré y nadie sabrá nunca que esta conversación ha existido. Si me causas una sola complicación más, por ínfima que sea, iré allí y te sacaré yo mismo de los pelos, independientemente de lo que me cueste y de las consecuencias que pueda acarrear, y te desenmascararé. ¿Está claro?

– Sí -respondí-. Como el agua. No intento fastidiarte, Frank. No se trata de eso.

– Esto, Cassie -comentó Frank-, fue una idea muy, pero que muy mala. Espero que lo sepas.

Sonó un pitido y luego nada, sólo ondas de electricidad estática en mi oído. Me temblaban tanto las manos que se me cayó el teléfono dos veces, pero al final logré pulsar la tecla para cortar la llamada.


Lo más irónico es que Frank estaba a milímetros de la verdad. Veinticuatro horas antes yo ni siquiera había estado trabajando en el caso; había dejado que la situación se desarrollara por sí sola, me había precipitado en caída libre en ella, me había zambullido de cabeza y nadaba bajo el agua. Había un millar de frases y miradas y objetos anodinos que habían estado diseminados por aquel caso a modo de migas de pan, que se me habían pasado por alto y no los había interconectado porque yo había ansiado (o había creído ansiar) ser Lexie Madison con tanta pasión como quería resolver su asesinato. Lo que Frank no sabía, y lo que no podía confesarle, es que, de todas las personas, Ned, en su ignorancia, me había hecho recuperar la cordura. Quería cerrar aquel caso, y estaba preparada (y no es algo que diga a la ligera) para hacer lo que hiciera falta.

Podría pensarse, con toda lógica, que me sublevé luchando porque me había dejado embaucar, casi fatalmente, y aquélla era mi última oportunidad para enmendar mi error; pero posiblemente el único modo de recuperar mi carrera («Es mi trabajo», le había espetado a Daniel sin pensarlo; las palabras me salieron solas) fuera solucionar aquel caso; quizás el hecho de haber fracasado con la Operación Vestal había envenenado el aire que respiraba y necesitaba un antídoto. Quizás hubiera trazos de las tres cosas. Pero no podía ignorar esto: al margen de quién hubiera sido aquella mujer o de qué hubiera hecho, lo cierto es que nuestras vidas habían estado entrelazadas desde que nacimos. Nos habíamos conducido una a la otra a aquella vida, a aquel lugar. Yo sabía cosas de ella que nadie más en todo el mundo conocía. Ahora no podía abandonarla. No había nadie más que pudiera ver a través de sus ojos y leerle el pensamiento, rastrear las líneas plateadas de ruinas que había dejado a modo de huella a sus espaldas, narrar la única historia que no había llegado a concluir.

Yo necesitaba poner fin a aquella historia, ser quien aclarara el caso, y estaba asustada. No me asusto fácilmente pero, al igual que Daniel, siempre he sabido que todo tiene un precio. Lo que Daniel no sabía, o no había mencionado, es lo que yo había dicho justo al principio: que el precio es como un fuego arrasador que cambia de forma constantemente y es imposible predecir qué dirección va a emprender.

El otro asunto que me atosigaba, hasta provocarme arcadas de angustia, era que eso precisamente pudiera ser lo que la había espoleado a buscarme, que quizás aquello fuera lo que ella había deseado desde buen principio: alguien con quien intercambiar los papeles; alguien ansioso por tener la oportunidad de dar carpetazo a su propia vida maltrecha, dejar que se evaporase como el rocío matutino sobre la hierba; alguien deseoso de fundirse gratamente en la fragancia de unos jacintos silvestres y retoños verdes, mientras esta joven se fortalecía y florecía, se reencarnaba y vivía.

Creo que sólo entonces me convencí de que aquella chica a la que jamás había visto con vida estaba muerta. Nunca me libraré de ella. Llevo su cara. Cuando envejezca, su reflejo me acompañará en el espejo, la visión de todas las edades que ella nunca cumplió. Yo viví su vida durante varias semanas, semanas inquietantes y resplandecientes; su sangre me hizo quien soy, tal como hizo florecer aquellos jacintos y el arbusto de espino. Con todo, cuando tuve la oportunidad de dar ese último paso y cruzar la frontera, acostarme con Daniel entre las hojas de hiedra y el murmullo del agua, desprenderme de mi propia vida, con todas sus cicatrices y sus siniestros, y empezar de nuevo, rechacé la oferta.

El aire estaba inmóvil. En cualquier momento debería regresar a la casa y hacer cuanto estuviera en mi mano por demolerla. Súbitamente sentí unas ganas irrefrenables de telefonear a Sam, tantas que noté un retortijón en el estómago. Consideré la cosa más urgente del mundo explicarle, antes de que fuera demasiado tarde, que regresaba a casa; que, de hecho, en lo fundamental, ya había regresado; que estaba atemorizada, aterrorizada como un niño en la oscuridad, y que necesitaba escuchar su voz.

Su teléfono estaba apagado. Me respondió la voz de la mujer del contestador automático invitándome, con aire de superioridad, a dejar un mensaje. Sam estaba trabajando: cubriendo su turno de vigilancia frente a la casa de Naylor, revisando las declaraciones por duodécima vez por si se le había escapado algo. De haber sido yo una mujer de lágrima fácil, en aquel momento habría llorado.

Antes de entender siquiera lo que estaba haciendo, configuré mi teléfono en la opción de privado y marqué el número de Rob. Me tapé el micrófono con la mano que me quedaba libre y noté mi corazón latiendo lenta y pesadamente bajo mi palma. Sabía que aquélla posiblemente fuera la cosa más estúpida que había hecho en toda mi vida, pero se me antojaba impensable no hacerla.

– Ryan -contestó al segundo tono. Estaba completamente despierto: Rob siempre ha padecido insomnio. Al ver que yo no podía responder, preguntó, con una repentina alerta en la voz-: ¿Hola?

Colgué. En el instante antes de que mi pulgar accionara el botón, creo que lo escuché decir, rápidamente, con urgencia: «¿Cassie?», pero mi mano ya se estaba moviendo y era demasiado tarde para retroceder, aunque me habría gustado hacerlo. Resbalé por el tronco del árbol y permanecí allí sentada, abrazada a mis rodillas, durante largo tiempo.

Hubo una noche, durante nuestro último caso. A las tres de la madrugada yo me subí a mi Vespa y acudí a la escena del crimen a recoger a Rob. De regreso, teníamos toda la carretera para nosotros solos y yo pisaba a fondo el acelerador; Rob se inclinaba en los requiebros conmigo y mi moto apenas parecía notar el peso adicional. Dos haces de luz nos deslumbraron al doblar una curva, brillantes y resplandecientes, hasta que llenaron toda la calzada; era un camión; avanzaba casi por la mediana y venía directo hacia nosotros, pero la moto se apartó del camino, ligera como una brizna de hierba, y el camión nos sorteó dejando en su estela una enorme ola de viento y hechizo. Las manos de Rob sobre mi cintura temblaban de vez en cuando, con un temblor violento y rápido, y yo pensaba en llegar a casa, en refugiarnos en el calor y en si tenía algo en el frigorífico.

Ninguno de los dos lo sabíamos todavía, pero acelerábamos a través de nuestras últimas horas juntos. Yo me aferraba a esa amistad alegre e irreflexiblemente, como si fuera un muro de dos metros de grosor, pero menos de un día después empezó a desmoronarse y rodar como una avalancha y no hubo nada en el mundo que yo pudiera hacer para detenerlo. En las noches que siguieron solía despertarme con la mente llena por aquellos faros, más luminosos e intensos que el propio sol. Volvía a verlos, bajo mis párpados, en aquella carretera oscura, y entonces entendí que perfectamente podía haber seguido conduciendo. Podría haber sido como Lexie. Podría haber apretado el acelerador y habernos precipitado al vacío, hacia el insondable silencio en el corazón de aquellas luces y hacia el otro lado, donde seríamos intocables, para siempre.

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