Capítulo 24

– Daniel -lo saludó Abby, y yo noté cómo todo su cuerpo se relajaba, aliviado-. Gracias al cielo.

Rafe se aposentó lentamente en el sofá.

– ¡Una entrada con efecto! -comentó con frialdad-. ¿Cuánto tiempo llevas escuchando a hurtadillas?

Daniel no se movió.

– ¿Qué le habéis explicado?

– Bueno, había empezado a recordar cosas -se justificó Justin, con voz temblorosa-. ¿No lo has oído? ¿En la comisaría? Si no le explicábamos el resto, iba a telefonearlos y…

– ¡Vaya! -exclamó Daniel. Sus ojos se cruzaron con los míos, sólo un instante, inexpresivos, y luego desvió la mirada-. Debería haberlo imaginado. ¿Cuánto le habéis contado?

– Estaba enfadada, Daniel -argumentó Abby-. Le estaban viniendo recuerdos a la memoria y le costaba lidiar con ellos. Necesitaba saber la verdad. Le hemos explicado lo ocurrido. No quién… ya sabes… quién lo hizo. Pero sí todo el resto.

– Ha sido una conversación de lo más ilustrativa -añadió Rafe-. De principio a fin.

Daniel aceptó el embate con un breve cabeceo.

– De acuerdo -replicó-. Os diré qué vamos a hacer. Todo el mundo en esta estancia está muy sensible -Rafe puso los ojos en blanco y emitió un chasquido de disgusto, pero Daniel le hizo caso omiso-, y no creo que salgamos ganando prolongando esta conversación durante más tiempo. Dejémoslo por unos días, dejarla de verdad, mientras el polvo se asienta y asimilamos lo ocurrido. Luego volveremos a hablar de ello.

Una vez que yo y mi micrófono estuviéramos fuera de la casa. Antes de darme tiempo a abrir la boca, Rafe preguntó:

– ¿Por qué?

Había algo en la sacudida de su cabeza, en el lento ascenso de sus párpados, cuando volvió la cara para mirar a Daniel: me sorprendió, con una alerta vaga e imprecisa, lo borracho que estaba. Noté que Daniel se percataba también.

– Si prefieres no resucitarla -dijo con frialdad-, créeme, yo no tengo ningún inconveniente. Estaré encantado de no tener que volver a pensar en este asunto nunca más.

– No. ¿Que por qué tenemos que dejarla?

– Ya te lo he dicho. Porque no creo que ninguno de nosotros se encuentre en condiciones de discutir acerca de esto racionalmente. Ha sido un día largo hasta la extenuación…

– ¿Y qué pasa si me importa un comino lo que tú opines?

– Te pido -dijo Daniel- que confíes en mí. No suelo pedir muchas cosas. Pero te lo ruego, hazme este favor.

– En realidad -replicó Rafe-, nos has pedido ya muchas veces que confiemos en ti en los últimos tiempos.

Depositó el vaso en la mesa con un ruido seco.

– Es posible -contestó Daniel. Por una fracción de segundo me pareció exhausto, extenuado, y me pregunté cómo se las habría ingeniado Frank para retenerlo tanto rato, de qué habrían hablado, cara a cara, en una sala-. Entonces, unos cuantos días más no harán demasiado daño, ¿no es cierto?

– ¿Y cuánto tiempo llevabas escuchando detrás de esa puerta, como un ama de casa cotilla, para saber cuánta confianza me mereces? ¿Qué temes que pueda suceder si seguimos hablando acerca de lo ocurrido? ¿Tienes miedo de que Lexie no sea la única que quiera irse? ¿Qué harás entonces, Daniel? ¿A cuántos de nosotros estás dispuesto a eliminar?

– Daniel tiene razón -intervino Abby resueltamente. La llegada de Daniel la había serenado, su voz volvía a sonar sólida, segura-. Estamos todos agotados, ya no pensamos con claridad. De aquí a unos días…

– Al contrario -la cortó Rafe-. Quizás estemos pensando con claridad por primera vez en años.

– Déjalo -dijo Justin, su voz apenas un murmullo-. Por favor, Rafe. Déjalo.

Rafe no lo escuchaba.

– Puedes creer cada palabra que dice como si fuera el Evangelio, Abby. Puedes acudir corriendo cuando chasquee los dedos. ¿Te crees que le importa que estés enamorada de él? Le importa un bledo. Se desharía de ti en un abrir y cerrar de ojos si fuera preciso, tal como estaba dispuesto a…

Abby perdió finalmente los nervios.

– ¡Que te jodan! ¡Que te jodan a ti y tus aires de superioridad, maldito…! -Se puso en pie como movida por un resorte y le arrojó la muñeca a Rafe, en un movimiento rápido y fiero; él levantó el antebrazo en un acto reflejo, la muñeca rebotó y fue a aterrizar en un rincón-. Te lo he advertido. ¿Y qué me dices de ti? Utilizas a Justin cuando lo necesitas. ¿Acaso crees que no lo escuché bajar las escaleras aquella noche? Tu habitación está debajo de la mía, genio. Y luego, cuando ya no lo necesitas, lo tratas como a un trapo sucio, le rompes el corazón una y otra vez…

– ¡Basta! -gritó Justin. Cerró los ojos con fuerza y se tapó los oídos con las manos; su rostro reflejaba agonía-. Por favor, parad, ¡parad!

Daniel dijo:

– Dejémoslo. -Empezaba a alzar la voz-. Ya es suficiente.

– ¡No lo es! -grité yo, lo bastante alto como para interrumpir a todo el mundo. Llevaba callada tanto rato, dejándolos que tomaran las riendas y aguardando a mi momento, que enmudecieron y volvieron la cabeza para mirarme, pestañeando, como si se hubieran olvidado de mi presencia-. No es suficiente. Resulta que yo no quiero dejarlo aquí.

– ¿Por qué no? -inquirió Daniel. Volvía a tener la voz bajo control; esa calma perfecta e inmóvil había cubierto su rostro en el preciso instante en que yo había abierto la boca-. De hecho, de todos los presentes, habría apostado a que tú, Lexie, serías la que antes querrías regresar a la normalidad. No es propio de ti obsesionarte con el pasado.

– Quiero saber quién me apuñaló. Necesito saberlo.

Aquellos fríos y curiosos ojos grises me examinaban con un interés distante.

– ¿Por qué? -repitió-. A fin de cuentas, es agua pasada. Estamos todos aquí. No se ha hecho ningún daño irreparable. ¿No es cierto?

«Tu arsenal», había dicho Frank. La granada letal de último recurso que Lexie me había dejado y que había pasado de su mano a la de Cooper y luego a la mía; el destello con color de joya en la oscuridad, luminoso y luego extinguido; el diminuto interruptor que lo había accionado todo. Se me cerró la garganta hasta que me costó respirar y entonces lo solté a voz en grito:

– ¡Estaba embarazada!

Todos me miraron atónitos. Súbitamente reinaba tal silencio y sus rostros estaban tan impávidos y quietos que pensé que no lo habían entendido.

– Quería tener a mi hijo -expliqué. Estaba un poco mareada, quizá me balanceara, no lo sé. No recuerdo mantenerme en pie. El sol que penetraba en el salón imprimía al aire un tono dorado inquietante, imposible, casi sagrado-. Y ahora está muerto.

Silencio, quietud.

– Eso no es cierto -replicó Daniel, pero ni siquiera miraba para comprobar cómo se lo habían tomado los demás. Tenía los ojos fijos en mí.

– Sí lo es -le rebatí-. Daniel, sí lo es.

– No -dijo Justin. Resollaba como si hubiera estado corriendo-. Oh, Lexie, no. Por favor.

– Es verdad -intercedió Abby en mi favor. Sonaba terriblemente cansada-. Yo lo sabía incluso antes de que nada de esto ocurriera.

Daniel dejó caer hacia atrás la cabeza, sólo un instante. Abrió los labios y exhaló un largo suspiro, tenue e inmensamente triste.

Rafe dijo en voz baja, casi imperceptible:

– ¡Maldito mamonazo!

Se puso en pie, a cámara lenta, con las manos entrelazadas por delante, como si se le hubieran quedado congeladas en esa posición.

Por un segundo tuve que invertir toda mi energía mental en asimilar lo que aquello significaba (yo había apostado por Daniel, al margen de lo que él afirmara sentir por Abby). Fue cuando Rafe volvió a repetirlo, esta vez en un tono más alto, «¡Maldito mamonazo!», cuando caí en la cuenta de que no estaba hablando con Daniel. Éste, que seguía enmarcado en la puerta, estaba detrás de la butaca de Justin. Rafe estaba hablando con Justin.

– Rafe -lo reprendió Daniel, con frialdad-. Calla. Cállate ahora mismo. Siéntate y cálmate.

Era lo peor que podía hacer. Rafe cerró los puños; tenía los nudillos blancos de tanto apretar y el labio superior retraído como si fuera a proferir un gruñido, y sus ojos habían adquirido una tonalidad dorada y salvaje como los de un lince.

– Nunca -dijo en voz baja-, jamás de la vida vuelvas a decirme lo que tengo que hacer. Míranos. Mira lo que has hecho. ¿Te sientes orgulloso de ti mismo? ¿Ya estás contento? De no haber sido por ti…

– Rafe -gritó Abby-. Escúchame. Sé que estás disgustado…

– ¿Disgustado? ¡Dios mío! Era hijo mío. Y ahora está muerto. Por su culpa.

– Te he dicho que te callaras -lo cortó Daniel, con una voz cada vez más amenazadora.

Los ojos de Abby se posaron en mí, penetrantes y apremiantes. Yo era la única a quien Rafe escucharía. De haberme acercado a él en aquel preciso instante, haberlo rodeado con mis brazos y haber convertido aquello en su dolor personal, compartido sólo con Lexie, en lugar de en una guerra a cuatro bandas, podría haber puesto fin a la situación allí mismo. No le habría quedado más remedio. Por un segundo, lo noté, tan fuerte como la realidad: sus hombros aflojándose sobre mí, sus manos ascendiendo para estrecharme, su camisa cálida y perfumada contra mi rostro. No me moví.

– ¡Tú! -acusó Rafe, a Daniel o a Justin, no supe adivinarlo-. ¡Tú!

En mi memoria ocurrió tan claramente: pasos nítidos, como si formaran parte de una coreografía perfecta. Quizá se deba a la infinidad de veces que tuve que narrar aquella historia, a Frank, a Sam, a O'Kelly, una y otra vez a los investigadores de Asuntos Internos; quizá ni siquiera sucediera así. Pero en mi recuerdo, esto es lo que ocurrió.

Rafe se abalanzó sobre Justin o Daniel o sobre ambos de cabeza, como un venado en plena lucha. Su pierna tropezó con la mesa y la volcó; altos arcos de líquido resplandecieron en el aire, botellas y vasos rodaron por doquier. Rafe frenó la caída apoyando una mano en el suelo y continuó su embestida. Yo me puse delante de él y lo agarré de la muñeca, pero se zafó de mí sacudiendo el brazo con fuerza. Mis pies resbalaron sobre el vodka derramado y caí al suelo con un fuerte golpe. Justin estaba de pie, ante su silla, con los brazos abiertos para detener a Rafe, pero Rafe lo embistió con toda su fuerza y ambos cayeron en la silla con gran estrépito y derraparon hacia atrás. Justin profirió un gemido de terror; Rafe, sobre él, buscaba algún punto de apoyo. Abby se encontró con una mano enredada en el cabello de Rafe y la otra en el cuello de su camisa, e intentó tranquilizarlo; Rafe le gritó y se la quitó de encima de una sacudida. Tenía el puño hacia atrás, listo para asestarle un puñetazo en la cara a Justin, yo me estaba levantando del suelo y, no sé cómo, Abby había conseguido agarrar una botella.

Luego yo estaba de pie y Rafe había caído hacia atrás, lejos de Justin, y Abby estaba apoyada contra la pared, como si la detonación de una bomba los hubiera esparcido por la estancia. La casa estaba pétrida, congelada en el más absoluto de los silencios, roto únicamente por el sonido de nuestras respiraciones, resuellos rápidos y bruscos.

– Así -dijo Daniel-. Así está mucho mejor.

Había avanzado y había entrado en el salón. Había una grieta profunda en el techo, sobre él; un hilillo de yeso cayó sobre las tablas del suelo, con un ligero tamborileo. Sostenía la Webley de la Primera Guerra Mundial con ambas manos, tranquilamente, como alguien ducho en su uso. Ya la había probado conmigo.

– Tira esa arma, ¡ahora! -ordené, en un tono de voz lo bastante alto como para que Justin emitiera un guimoteo descontrolado.

Los ojos de Daniel se posaron en los míos. Se encogió de hombros y arqueó una ceja con arrepentimiento. Jamás lo había visto tan liviano y relajado; casi parecía aliviado. Ambos lo sabíamos: aquel estallido había volado por el micrófono directamente hasta Frank y Sam y, en cuestión de cinco minutos, la casa estaría rodeada de policías con pistolas que harían que el revólver maltrecho del tío Simon pareciera de juguete. No quedaba nada más a lo que agarrarse. El cabello de Daniel le caía sobre los ojos y juro que lo vi sonreír.

– ¿Lexie? -dijo Justin, con una respiración agitada e incrédula.

Seguí su mirada, hasta mi costado. Mi jersey se había arrugado y dejaba a la vista el vendaje y la faja, y yo sostenía mi arma entre mis manos. Ni siquiera recuerdo desenfundarla.

– ¿Qué demonios está ocurriendo? -preguntó Rafe, jadeando y con los ojos como platos-. Lexie, ¿qué haces?

Abby dijo:

– Daniel.

– Chisss -siseó él suavemente-. No pasa nada, Abby.

– ¿De dónde diablos has sacado eso? ¡Lexie!

– Daniel, escucha atentamente.

Sirenas en la lejanía, acercándose por los caminos, más de una.

– La policía -dijo Abby-. Daniel, la policía te ha seguido.

Daniel se apartó el pelo de la cara con la cara interna de su muñeca.

– Dudo que sea tan sencillo -replicó él-. Pero sí, vienen de camino. No tenemos demasiado tiempo.

– Suelta esa arma ahora mismo -le ordenó Abby-. Y tú también, Lexie. Si veo esas…

– Una vez más -la interrumpió Daniel-, no es tan sencillo.

Daniel estaba justo detrás del asiento de Justin, el sillón con orejones. El sillón y Justin, petrificado, atónito, con las manos aferradas a los reposabrazos, lo escudaban hasta la altura del pecho. Por encima de ellos surgía el cañón del revólver, pequeño y oscuro y vil apuntando en mi dirección. La única diana limpia era un disparo a la cabeza.

– Abby tiene razón, Daniel -confirmé. Ni siquiera podía intentar esconderme detrás de una silla, no con toda la estancia plagada de civiles. Mientras tuviera el arma apuntada hacia mí, no apuntaba a nadie más-. Suelta el arma. ¿Cómo crees que acabará mejor esta historia? ¿Si la policía nos encuentra sentados tranquilamente esperando a que lleguen o si tienen que hacer entrar a un equipo completo de las fuerzas especiales?

Justin intentó enderezarse, buscando sin fuerzas un lugar donde poner los pies en el suelo. Daniel apartó una mano del revólver y lo aplastó en el sillón, con rotundidad.

– Quédate ahí -dijo-. No te va a pasar nada. Yo te he metido en esto y yo te sacaré.

– Pero ¿qué crees que estás haciendo? -preguntó Rafe-. Si se te ha ocurrido la brillante idea de que todos muramos, te has cubierto de gloria…

– Cállate -ordenó Daniel.

– Baja el arma -le dije- y yo bajaré la mía, ¿de acuerdo?

En el segundo en que Daniel centró su atención en mí, Rafe lo intentó agarrar del brazo. Daniel se movió con agilidad y rapidez y lo esquivó, y le dio un codazo en las costillas sin dejar de apuntarme. Rafe se dobló con un aullido.

– Si vuelves a intentarlo -le advirtió Daniel-, me veré obligado a dispararte en la pierna. Debo acabar con esto y no tengo tiempo para distracciones. Siéntate.

Rafe se desplomó en el sofá.

– Estás loco -dijo, entre resuellos dolorosos-. Tienes que saber que estás loco.

– Por favor -nos imploró Abby-. Están viniendo. Daniel, Lexie, por favor.

Las sirenas se acercaban. Un sonido metálico apagado resonó en las montañas: Daniel había cerrado las verjas de acceso y alguien las había reventado con un coche.

– Lexie -dijo Daniel muy claramente, para el micro. Se le estaban resbalando las gafas por la nariz, pero parecía no darse cuenta-. Fui yo quien te apuñaló. Como te han explicado los demás, no fue premeditado…

– Daniel -gritó Abby, con una voz distorsionada, casi sin aliento-. No lo hagas.

No creo que la oyera.

– Estalló la discusión -me explicó- y derivó en una pelea y…, sinceramente, no recuerdo con exactitud cómo ocurrió. Yo estaba fregando los platos, tenía un cuchillo en la mano, me sentí profundamente apesadumbrado por el hecho de que quisieras vender tu parte de la casa; estoy seguro de que lo entiendes. Quería pegarte y lo hice… con unas consecuencias que ninguno de nosotros, nunca, ni por un solo instante, pudo anticipar. Siento todo el daño que te ocasioné. Y el que os he causado a los demás.

Chirridos de frenos, frufrú de guijarros desperdigándose, sirenas aullando mecánicamente en el exterior.

– Baja el arma, Daniel -le advertí. Daniel tenía que saberlo: yo sólo tenía una diana: su cabeza, y no fallaría-. Todo saldrá bien. Lo solucionaremos, te lo prometo. Pero baja el arma.

Daniel miró en derredor suyo, a los demás: Abby de pie, indefensa; Rafe encorvado en el sofá, fulminándolo con la mirada, y Justin retorcido sobre sí mismo, contemplándolo con grandes ojos asustados.

– Chisss -les siseó, llevándose un dedo a los labios.

Yo nunca había visto tanto amor, tanta ternura y una urgencia tan impresionante en el rostro de nadie, jamás en mi vida.

– Ni una palabra. Pase lo que pase -les ordenó.

Los demás lo miraban sin comprender.

– Todo saldrá bien -les aseguró-. De verdad, ya lo veréis.

Sonreía. Luego se volvió hacia mí y su cabeza se movió, con un asentimiento diminuto y privado que había visto miles de veces antes. Rob y yo, nuestros ojos tropezándose a ambos lados de una puerta que no se abriría, en una mesa en una sala de interrogatorios, y aquel asentimiento casi invisible entre nosotros: «Adelante».

Todo transcurrió tan lentamente… La mano libre de Daniel ascendiendo a cámara lenta, dibujando un largo y fluido arco, para apoyar el revólver. Un inmenso silencio submarino se apoderó de la habitación, las sirenas se habían callado, la boca de Justin se abrió al máximo, pero yo no oí nada de lo que salía por ella; el único ruido en el mundo fue el chasquido metálico y plano de Daniel levantando el revólver. Las manos de Abby estirándose hacia él, como estrellas de mar, su melena ondeando al viento. Tuve tanto tiempo, tiempo de ver la cabeza de Justin ocultándose entre sus rodillas y de balancear mi arma abriéndose paso hasta el pecho, tiempo de ver las manos de Daniel tensarse alrededor de la Webley y de recordar su tacto sobre mis hombros, el tacto de aquellas manos grandes, cálidas y hábiles. Tuve tiempo de identificar aquel sentimiento ya casi olvidado, de recordar el olor acre del pánico que despedía aquel camello de mi primera misión, el flujo constante de la sangre entre mis dedos; tiempo de darme cuenta de lo fácil que era desangrarse hasta morir, de lo simple que era, del poco esfuerzo que requería. Y luego el mundo explotó.

He leído en algún sitio que la última palabra en todas las cajas negras de todos los aviones estrellados, la última cosa que el piloto dice cuando sabe que está a punto de morir es «mamá». Cuando todo el mundo y toda tu vida se te escapan a la velocidad de la luz, eso es lo único que te queda. Me aterrorizaba la idea de que, si algún día algún sospechoso me ponía una navaja en el cuello, si mi vida se condensaba en una milésima de segundo, no quedara nada más que decir dentro de mí, nadie a quien llamar. Pero lo que dije, lo que pronuncié con voz inaudible en aquel silencio fino como un cabello entre el disparo de Daniel y el mío, fue «Sam».

Daniel no dijo nada. El impacto lo envió tambaleándose hacia atrás y el arma se le deslizó de las manos y cayó al suelo con un feo ruido seco. Se oyó un ruido de cristales rotos cayendo, un dulce centelleo impermeable. Creí ver un agujero como una quemadura de cigarrillo en su blanca camisa, pero lo estaba mirando a la cara. No mostraba dolor ni miedo, nada de eso; ni siquiera parecía desconcertado. Sus ojos estaban concentrados en algo, yo nunca sabría en qué, situado a mis espaldas. Parecía un atleta de carreras de obstáculos o un gimnasta, aterrizando perfectamente tras la última vuelta, desafiando la muerte: concentrado, tranquilo, sobrepasando todos los límites, sin aferrarse ya a nada, seguro.

– ¡No! -gritó Abby, sin más, a modo de última orden.

Su falda revoloteó alegre en medio de la luz del sol, mientras se abalanzaba sobre él. Entonces Daniel pestañeó y se encogió de lado, lentamente, y no quedó nada detrás de Justin, excepto una pared blanca y limpia.

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