8

Myron se pasó el resto de la noche soñando con Jessica, aunque, como siempre, al despertarse sólo recordaba fragmentos sin ningún tipo de interés. Jessica volvía a estar en su vida, pero todavía era algo muy nuevo para él. Demasiado nuevo. Tenía que contenerse, ir poco a poco. Temía acabar otra vez debajo de su tacón, de pillarse el corazón en la puerta del amor.

«En la puerta del amor.» Madre mía, sonaba como una canción de country verdaderamente horrible.

Iba en dirección sur por la autopista de Nueva Jersey, seguido a cuatro coches de distancia por el Cadillac azul pálido con el techo amarillo canario. Aquella autopista había originado más chistes sobre Nueva Jersey que ninguna otra cosa. Pasó por delante del aeropuerto de Newark. Era un poco feo, pero ¿hay algún aeropuerto que no lo sea? Después pasó por delante del plato fuerte de la autopista, seguramente lo más célebre de ella: una central eléctrica industrial enorme situada entre la salida doce y la trece, que se parecía mucho al mundo de pesadilla del principio de las películas Terminator. Despedía humo por todos los orificios y, a pesar de estar a plena luz del día, el edificio parecía sombrío, metálico, amenazante y siniestro.

Por la radio, un grupo de rock llamado The Motels no paraba de cantar «take the L out of lover, and it's over». [1] Qué profundo. Poco imaginativo, pero aun así muy profundo. The Motels. ¿Qué habría sido de ellos?

Myron cogió el móvil y marcó un número. Le respondió una voz familiar.

– Al habla el sheriff Courter.

– Hola, Jake, soy Myron.

– Lo siento. Debe haberse equivocado de número. Adiós.

– Muy buena -dijo Myron-. Se nota que esos cursos de cómico que haces por la tarde empiezan a hacer efecto.

– ¿Qué quieres, Myron?

– ¿Es que no puede llamarte un amigo simplemente para decir «hola»?

– ¿O sea que es una llamada porque sí? -preguntó Jake.

– Sí.

– Me siento profundamente halagado.

– Pues prepárate porque aún hay más. En un par de horas llegaré a tu barrio.

– No corras demasiado, amorcito.

– He pensado que tal vez podríamos comer juntos. Pago yo.

– Ya. ¿Viene Win contigo?

– No.

– Entonces de acuerdo. Ese tipo me pone los pelos de punta.

– Y eso que no lo conoces del todo.

– Mejor. ¿Y ahora qué es lo que quieres, Myron? Seguro que te sorprende, pero yo trabajo para ganarme la vida.

– ¿Todavía tienes amigos en la policía de Filadelfia?

– Claro que sí.

– ¿Sería posible que alguien te enviara por fax el archivo de un caso de homicidio?

– ¿Es reciente?

– Eh… no exactamente.

– ¿De cuándo?

– De hace seis años.

– Estás de broma, ¿no?

– Pues espera porque la cosa es aún peor. La víctima fue Alexander Cross.

– ¿El hijo del senador?

– Exacto.

– ¿Y para qué narices lo quieres?

– Te lo explicaré cuando llegue.

– Alguien va a querer saber el porqué.

– Pues inventa cualquier cosa.

Jake masticaba algo que parecía corteza de árbol.

– Lo que tú digas. ¿A qué hora llegarás?

– Probablemente hacia la una. Ya te llamaré.

– Me vas a deber una gorda, Myron. Una bien gorda.

– ¿Pero no te he dicho ya que pago yo?

Jake colgó el teléfono.

Myron tomó la salida seis. El peaje le costó casi cuatro dólares. Tuvo la tentación de pagarle el peaje al Cadillac, pero cuatro dólares era pasarse un poco por el detallito.

– Sólo quería conducir por la autopista, no comprarla -dijo Myron al tipo del peaje mientras le daba el dinero.

Myron no obtuvo ni siquiera una sonrisa de simpatía del tipo del peaje. Luego pensó que quejarse del peaje de la autopista era una de esas cosas que indican que te estás convirtiendo en tu padre. El siguiente paso iba ser pegarle un grito a alguien por haber encendido el termostato.

En total, el trayecto hasta uno de los barrios más ricos de Filadelfia le llevó dos horas. Gladwyne era sinónimo de familia adinerada. De familia ancestral. En aquel lugar, la línea de sangre era tan importante como la de crédito. La casa en la que se había criado Valerie Simpson tenía reminiscencias a la del Gran Gatsby, pero con ligeras señales de abandono: el césped no estaba del todo bien cortado, los arbustos un poco invadidos por la maleza, la pintura saltada en algunos sitios y la hiedra que cubría las paredes demasiado espesa.

Pero la finca era enorme. Myron tuvo que aparcar tan lejos de la casa que le dio la impresión de que iba a tener que coger el autobús para llegar hasta ella. Al acercarse a la puerta delantera vio que los detectives Dimonte y Krinsky salían de la casa justo en ese momento. Y por la cara de susto que puso, Dimonte no parecía muy contento de ver a Myron. Se puso las manos en las caderas, dándoselas de importante y fingiendo impaciencia.

– ¿Qué cojones está haciendo aquí? -espetó Dimonte.

– ¿Sabe qué fue del grupo de rock The Motels? -preguntó Myron.

– ¿De qué?

– Qué pronto olvida uno -dijo Myron haciendo un gesto negativo con la cabeza.

– Maldito sea, señor Bolitar, le he hecho una pregunta. ¿Qué ha venido a hacer aquí?

– Anoche te dejaste la ropa interior en mi casa -dijo Myron-. Unos calzoncillos largos. Talla treinta y ocho. Con estampado de conejitos.

Dimonte se puso rojo como un tomate. La mayoría de los polis eran homófobos, así que la mejor forma de chincharlos era aprovechándose de ello.

– Será mejor que no se haga el chulo de mierda conmigo, gilipollas. Usted y su colega yuppy psicópata.

Krinsky se rió al oír a su compañero decir «yuppy psicópata». Y es que cuando el bueno de Rolly se ponía gracioso no paraba.

– Aunque ya da igual -continuó Dimonte-. El caso está a punto de quedar cerrado y bien cerrado.

– Y yo podré decir que conocí al policía que lo resolvió.

– Supongo que le alegrará saber que su cliente ya no es mi principal sospechoso.

Myron asintió en silencio.

– Entonces será Roger Quincy, el moscón enamorado.

A Dimonte no le hizo ninguna gracia oír aquello.

– ¿Cómo cono se ha enterado de eso?

– Porque soy vidente y omnisciente.

– Lo que no significa que su cliente esté libre de sospecha. Seguro que tiene algo que ver en todo esto. Usted lo sabe muy bien, yo también, y hasta Krinsky lo sabe.

Krinsky hizo como que asentía. Menudo adlátere.

– Pero ahora acabamos de enterarnos de que su cliente se la follaba.

– ¿Tienes alguna prueba?

– Ni falta que me hace, Myron. Me importa una mierda. Estoy buscando a quien le disparó, no a quien se la tiró.

– Estás hecho un poeta, Rolly.

– Que le den por culo, no estoy de humor para sus ingeniosos comentarios.

Myron les saludó tímidamente con la mano al pasar.

– Ha sido un placer hablar contigo, Krinsky.

Krinsky hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Myron llamó al timbre, que emitió un sonido espectacular, parecido al de una orquesta. Chaikovski, tal vez. O tal vez no. Le abrió la puerta un hombre de unos treinta años. Llevaba camisa Oxford color rosa abierta en el cuello. Ralph Lauren. Tenía un gran hoyuelo en la barbilla. Y el pelo tan negro que era casi azul, como el de Superman en los cómics.

El hombre se quedó mirando a Myron como si fuera un vagabundo orinándose en la entrada.

– ¿Sí?

– He venido a ver a la señora Van Slyke.

La madre de Valerie había vuelto a casarse.

– Ahora no es buen momento.

– Estaba citado con ella a esta hora.

– Tal vez no me haya oído bien -dijo en ese tono tan altivo y tan parecido al de Win-. Ahora no es buen momento.

– Dígale por favor a la señora Van Slyke que ha venido a verle Myron Bolitar -insistió Myron-. Me está esperando. Windsor Lockwood habló anoche con ella.

– La señora Van Slyke no piensa recibir hoy a nadie. Ayer asesinaron a su hija.

– Ya lo sabía.

– Entonces comprenderá que…

– Kenneth… -se oyó decir a una voz de mujer.

– No pasa nada, Helen -dijo el hombre-. Ya me ocupo yo.

– ¿Quién es, Kenneth? -dijo la voz.

– Nadie.

– Myron Bolitar -dijo Myron.

Kenneth le lanzó una mirada airada y él se resistió a la tentación de sacarle la lengua, cosa que no le resultó fácil.

La mujer apareció en el vestíbulo. Iba toda vestida de negro. Tenía los ojos rojos y el lagrimal también. Era una mujer atractiva, aunque Myron supuso que probablemente hubiera sido aún más atractiva veinticuatro horas antes. Tendría unos cuarenta y muchos. Llevaba el pelo rubio ligeramente teñido, muy bien peinado y no demasiado decolorado.

– Pase, señor Bolitar, por favor.

– No creo que sea buena idea, Helen -dijo Kenneth.

– No pasa nada, Kenneth.

– Pero necesitas descansar.

– Por favor, le ruego que disculpe a mi marido, señor Bolitar. Sólo trata de protegerme.

¿Marido? ¿Había dicho marido?

Helen lo acompañó hasta un salón ligeramente más grande que la Acrópolis de Atenas. Sobre la chimenea colgaba un retrato descomunal de un hombre con las patillas muy largas y bigotazo de morsa. Daba un poco de miedo. Media docena de apliques en forma de vela iluminaban el salón. Los muebles, pese a ser de buen gusto y estilo antiguo, parecían un tanto desgastados. Lo único que faltaba en aquel salón era el juego de té de plata. Myron se sentó en una silla de época igual de cómoda que llevar un pulmón de acero. Kenneth no le quitaba el ojo a Myron. Seguramente querría asegurarse de que no se metiera un cenicero o cualquier otra cosa en el bolsillo.

Helen se sentó en el sofá frente a Myron y Kenneth se situó de pie tras ella, apoyando las manos en sus hombros. Parecían posar para hacerse una foto. Estaban solemnes. De repente, una niña que tendría si acaso tres o cuatro años, entró trastabillando en el salón.

– Le presento a Cassie -dijo la señora Van Slyke-, la hermana de Valerie.

Myron esbozó una amplia sonrisa y se inclinó hacia la niña.

– Hola, Cassie.

La niña respondió con un berreo tan fuerte que parecía que le hubieran clavado un puñal.

Helen Van Slyke consoló a la pequeña y ella, al cabo de soltar unos cuantos sollozos, dejó de llorar. De vez en cuando se quedaba mirando a Myron desde detrás de sus puñitos apretados. Quizá también estuviera preocupada por los ceniceros.

– Windsor me dijo que es usted agente deportivo -dijo Helen Van Slyke.

– Sí.

– ¿Iba a representar a mi hija?

– Estábamos considerando esa posibilidad.

– No veo por qué no puedes dejar esta conversación para otro día, Helen -interrumpió Kenneth.

– ¿Y por qué quería verme, señor Bolitar? -dijo Helen haciendo caso omiso del comentario de su marido.

– Sólo quería hacerle unas preguntas.

– ¿Qué clase de preguntas? -preguntó Kenneth con desconfianza y en tono despectivo.

– Por favor, continúe -dijo Helen silenciando a su marido con un gesto de la mano.

– Tengo entendido que Valerie fue hospitalizada hace alrededor de seis años.

– ¿Y a usted qué le importa? -dijo Kenneth.

– Kenneth, por favor, déjanos hablar.

– Pero Helen…

– Te lo ruego. Llévate a Cassie a dar un paseo.

– ¿Estás segura?

– Sí.

Kenneth protestó, pero no era capaz de contrariarla. Helen cerró los ojos como indicándole que diera por acabada la discusión y, a regañadientes, Kenneth se llevó a su hija de la mano.

– Es un poco sobreprotector -dijo Helen cuando el marido ya no podía oírla.

– Es comprensible -comentó Myron-, dadas las circunstancias.

– ¿Por qué le interesa el hecho de que Valerie hubiera estado hospitalizada?

– Estoy tratando de atar algunos cabos.

Helen se quedó observándolo un instante y preguntó:

– Está intentando descubrir al asesino de mi hija, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Puedo preguntarle el porqué?

– Hay varias razones.

– Dígame una.

– Valerie trató de ponerse en contacto conmigo justo antes de ser asesinada -dijo Myron-. Me llamó al despacho tres veces.

– Eso no es motivo para que usted se sienta responsable.

Myron no dijo nada.

Helen Van Slyke inspiró profundamente y preguntó:

– ¿Y cree que su asesinato tuvo algo que ver con la crisis nerviosa?

– No lo sé.

– La policía está bastante segura de que el asesino de Valerie es un hombre que la acosaba.

– ¿Y usted qué opina?

– No lo sé -dijo ella sin cambiar de expresión-. Roger Quincy parecía ser incapaz de hacerle daño a nadie. Pero supongo que todos dan la misma impresión hasta que ocurre algo así. Solía enviarle cartas de amor sin cesar. Eran bastante dulces, pero un tanto espinosas.

– ¿Todavía las guarda?

– Se las di a la policía.

– ¿Recuerda lo que decían?

– Iban desde las palabras normales de cualquier cortejo hasta la obsesión más absoluta. En algunos casos sólo le pedía una cita. En otros escribía sobre el amor eterno y sobre el hecho de estar destinados a vivir juntos para siempre.

– ¿Y cómo reaccionaba Valerie a esas cartas?

– A veces le daban miedo y a veces la divertían, pero por lo general se limitaba a no hacerles caso. Todos hacíamos lo mismo. Nadie se lo tomaba muy en serio.

– ¿Y Pavel? ¿Estaba preocupado por el tema?

– No demasiado.

– ¿Contrató a algún guardaespaldas para Valerie?

– No. Se negó rotundamente a hacerlo. Pensaba que un guardaespaldas no serviría más que para asustarla.

Myron hizo una pausa. Es decir, Valerie no necesitaba guardaespaldas para protegerse de alguien que la acosaba y, sin embargo, Pavel sí lo necesitaba para protegerse de los padres pesados y de los cazadores de autógrafos. Era algo que daba que pensar.

– Si no tiene inconvenientes, me gustaría hablar de la crisis nerviosa de Valerie.

– Creo que es mejor no tocar ese asunto, señor Bolitar -dijo Helen poniéndose un poco tensa.

– ¿Por qué?

– Fue muy doloroso. No puede imaginarse hasta qué punto. Mi hija sufrió un colapso mental, señor Bolitar. Apenas tenía dieciocho años. Era muy guapa, tenía mucho talento, era una atleta profesional, se mire como se mire estaba triunfando en la vida, y de repente sufrió una crisis nerviosa. Fue muy estresante para todos. Hicimos todo lo posible por ayudarla a recuperarse, para que no saliera en los periódicos y se hiciera público. Hicimos todo lo posible para que no se supiera.

Helen se detuvo y cerró los ojos.

– ¿Señora Van Slyke? -dijo Myron.

– Estoy bien.

– Estaba diciéndome que hizo todo lo posible para que no se supiera -le recordó Myron tras unos momentos de silencio.

La señora Van Slyke volvió a abrir los ojos. Sonrió y se alisó la falda.

– Sí, bueno, yo no quería que aquello le arruinara el futuro. Ya sabe cómo es la gente. Iban a hablar del asunto durante el resto de su vida. Yo no quería que le ocurriera eso. Y sí, a mí también me daba vergüenza. Era más joven que ahora, señor Bolitar. Temía el efecto de su crisis nerviosa para el apellido Brentman.

– ¿Brentman?

– Mi apellido de soltera. A esta finca se la conoce como Brentman Hall. Mi primer marido se llamaba Simpson. Pero fue una equivocación. Lo único que quería era subir posiciones en la escala social. Kenneth es mi segundo marido. Sé que las malas lenguas no dejan de hablar de nuestra diferencia de edad, pero los Van Slyke son una familia muy antigua. Su tatarabuelo y mi bisabuelo fueron socios.

«Un buen motivo para casarse», pensó Myron.

– ¿Cuánto tiempo llevan ustedes casados?

– En abril hizo seis años.

– Ya veo. De modo que se casó con él más o menos al mismo tiempo que hospitalizaron a Valerie.

– ¿Qué ha querido decir exactamente con eso, señor Bolitar? -dijo Helen lentamente, entrecerrando los ojos.

– Nada -respondió Myron-. No quería decir nada. En serio. -Bueno, tal vez un poquito-. Hábleme de Alexander Cross.

– ¿Qué ocurre? -dijo la señora Van Slyke volviéndose a poner tensa de nuevo, casi como si sufriera un espasmo.

– ¿Iban en serio Valerie y él?

– Señor Bolitar -dijo Helen Van Slyke con tono impaciente-, Windsor Lockwood es un viejo amigo de la familia. Por eso he accedido a hablar con usted. Antes se ha presentado usted como alguien a quien le interesa encontrar al asesino de mi hija.

– Y así es.

– Pues entonces, hágame el favor de decirme qué tienen que ver Alexander Cross, la crisis nerviosa de Valerie o mi matrimonio con lo que se propone.

– Me baso en una suposición, señora Van Slyke. Me baso en la suposición de que este asesinato no fue simplemente porque sí, sino que la persona que mató a su hija no era un desconocido. Y eso implica que investigue detalles de su vida. Todo. No le estoy haciendo estas preguntas porque las encuentre divertidas, sino porque necesito saber quién temía a Valerie, quién la habría odiado tanto o quién tenía mucho que ganar asesinándola. Y eso significa escarbar en los aspectos menos agradables de su vida.

Helen le aguantó la mirada bastante tiempo, pero acabó apartándola.

– ¿Qué es lo que quiere saber de mi hija, señor Bolitar?

– Lo esencial -dijo Myron-. Valerie se convirtió en la niña prodigio del tenis en Francia cuando sólo tenía dieciséis años. Las expectativas estaban por las nubes, pero la calidad de su juego no tardó en igualarlas. Luego la cosa fue a peor. Un hincha obsesivo llamado Roger Quincy empezó a acosarla. Tuvo una relación con el hijo de un político muy famoso, que más tarde fue asesinado. Y después sufrió un colapso mental. Ahora lo que necesito es ir rellenando los huecos y reunir todas las piezas de este rompecabezas.

– Me resulta muy difícil hablar de todo esto.

– Lo entiendo -dijo Myron en tono comprensivo.

Esta vez optó por la sonrisa Alan Alda en vez de la Phil Donahue. Más dientes, ojos más tiernos.

– No hay nada más que pueda contarle, señor Bolitar. No sé por qué querría nadie matarla.

– Quizá pueda contarme cómo fueron los últimos meses de su vida -dijo Myron-. ¿Cómo se sentía? ¿Le pasó algo fuera de lo común?

Helen se puso a juguetear con el collar de perlas, retorciéndolo entre los dedos hasta hacerse una señal roja en el cuello.

– Al final empezó a mejorar -comentó Helen con voz un tanto entrecortada-. Creo que el tenis la ayudó. No quiso tocar una raqueta durante años. Y luego empezó a jugar de nuevo. Sólo un poco al principio. Solamente para divertirse.

Dicho eso, la falsa serenidad que había mantenido Helen Van Slyke hasta ese momento se derrumbó por completo y no pudo contenerse más. Empezaron a brotarle lágrimas de los ojos sin parar. Myron le tomó la mano y ella se la apretó con fuerza, pero temblando.

– Lo siento -dijo Myron.

La señora Van Slyke hizo un gesto negativo con la cabeza y se esforzó por pronunciar las siguientes palabras:

– Valerie comenzó a jugar todos los días. La hacía sentirse más fuerte. Tanto física como emocionalmente. Al final parecía estar recuperándose del todo. Y entonces… -Helen volvió a detenerse y se quedó de repente con la mirada perdida-. Ese hijo de puta.

Myron pensó que tal vez se refiriera al asesino desconocido, pero que le pareció que la rabia de su interlocutora se centraba en algún otro.

– ¿Quién? -dijo Myron probando suerte.

– Helen… -se oyó decir entonces a una voz masculina.

Kenneth había vuelto. Atravesó el salón a toda prisa y abrazó a su esposa. Por un instante, a Myron le pareció que ella se apartaba al entrar en contacto con él, pero no estaba seguro del todo.

– ¿Ha visto lo que ha hecho? -dijo Kenneth mirando a Myron por encima del hombro-. Márchese de aquí.

– Señora Van Slyke…

– Márchese, señor Bolitar, se lo ruego -dijo Helen asintiendo-. Será lo mejor.

– ¿Está segura?

– ¡Márchese! -gritó Kenneth-. ¡Ahora mismo! ¡Antes de que tenga que echarlo yo mismo!

Myron se quedó mirándolo, pero pensó que no era el momento ni el lugar apropiado.

– Siento la molestia, señora Van Slyke. Mi más sentido pésame.

Y tras decirlo, se marchó.

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