Myron llamó a casa de Jessica y dejó un mensaje diciendo que iba a llegar tarde. Cuando llegaron a la comisaría, Dimonte recibió a Myron en la entrada. Estaba mascando chicle o tal vez tabaco. Y sonreía muchísimo. Aquel día llevaba un par de botas diferentes. Seguían siendo de piel de serpiente y horrendas, pero éstas eran amarillo chillón con ribetes azules.
– Me alegro de que haya podido venir -dijo Dimonte.
– ¿Has atracado al jefe de la claque, Rolly? -preguntó Myron señalándole las botas.
Dimonte soltó una carcajada. No era buena señal.
– Vamos, listillo -dijo casi con amabilidad.
Myron lo siguió por un pasillo y fueron pasando entre grupos de policías de aspecto aburrido. Casi todos tenían una taza de café en la mano, apoyaban la espalda contra la pared o la máquina de refrescos y le contaban un caso patético a otro que no dejaba de asentir.
– No hay periodistas -comentó Myron.
– Todavía no se les ha informado del arresto de Quincy -dijo Dimonte-, pero la noticia no tardará en filtrarse.
– Vas a filtrarla tú, ¿no?
– La gente tiene derecho a estar informada -dijo el detective encogiéndose de hombros y con cara de felicidad.
– Sin duda.
– ¿Y qué hay de usted, señor Bolitar? ¿Quiere salir limpio?
– ¿Salir limpio de qué?
– Como usted quiera -dijo Dimonte encogiéndose de hombros como si fuera la despreocupación en persona.
– No he hablado nunca con él, Rolly.
– Claro, y él mencionó su nombre porque lo encontró en las páginas amarillas ¿no?
Myron no contestó. No tenía sentido ponerse a discutir en ese momento.
Dimonte abrió la puerta de una pequeña sala de interrogatorios, donde había dos policías. Llevaban la corbata tan suelta que casi podían usarla de cinturón. Y también un buen rato interrogando a Roger Quincy, que no parecía estar demasiado inquieto. En la mayoría de películas o programas de televisión, se ve a los prisioneros de la cárcel vestidos con monos a rayas o grises, pero en realidad van vestidos de un color naranja fluorescente muy chillón. Para verlos mejor en la oscuridad en caso de que se escapen.
A Roger Quincy se le iluminó la cara al verlo a él. Era más joven de lo que Myron se había imaginado, tendría unos treinta y tantos años, aunque podría haber pasado por veinteañero. Era delgado y tenía la cara delicada, un tanto femenina. De dedos gráciles y alargados. Parecía un bailarín de ballet.
Desde la silla en que estaba sentado, Roger Quincy lo saludó con la mano y dijo:
– Gracias por venir, Myron.
Myron dirigió la mirada a Dimonte y éste se la devolvió con una sonrisa.
– Con que no había hablado nunca con él, ¿eh? -Hizo una señal con la cabeza a los otros dos y les dijo-: Vamos chicos. Dejemos a solas a los viejos amigos.
Los policías se rieron por lo bajo y se marcharon. Myron se sentó en la silla que había frente a Roger Quincy al otro lado de la mesa.
– ¿Nos conocemos de algo? -preguntó.
– No, no creo -dijo Quincy ofreciéndole la mano derecha-. Soy Roger Quincy.
La mano de Quincy parecía un pajarito, así que Myron le dio un rápido apretón.
– ¿Cómo sabes mi nombre?
– Ah, es que soy un gran aficionado a los deportes -contestó Quincy-. Ya sé que no lo parece, pero llevo años siéndolo. Ya no sigo el baloncesto con tanta pasión como antes. Ahora prefiero el tenis. ¿Sabes jugar?
– Apenas.
– Yo no es que sea muy bueno, pero me defiendo -y la cara se le volvió a iluminar-. Si te paras a pensarlo, el tenis es un deporte magnífico. De hecho es una danza acrobática competitiva. Te lanzan una pequeña pelota a una velocidad sorprendente y tienes que moverte, colocar bien los pies y devolver la pelota con la ayuda de la raqueta. Tienes que calcularlo todo en cuestión de segundos: la rapidez de la pelota que se te acerca, el punto donde rebotará, la rotación que lleva, el ángulo del rebote, la distancia existente entre tu mano y el centro de la red de la raqueta, el tipo dé golpe que efectuarás y el punto hacia donde la devolverás. Es sorprendente cuando te paras a pensarlo.
En tres palabras: loco de atar.
– Esto… Roger, no me has contestado a la pregunta -dijo Myron-. ¿De qué me conoces?
– Perdona -dijo soltando una breve sonrisa-. Es que a veces me embalo. Hay gente que cree que es una tara, pero yo prefiero ser así que ser un teleadicto. ¿Ya te he dicho que fui un gran aficionado al baloncesto?
– Sí.
– Pues por eso sé cómo te llamas. Te vi jugar en la Universidad de Duke -sonrió como si eso lo explicara todo.
– De acuerdo -dijo Myron tratando de no perder la paciencia-. ¿Y por qué le has dicho a la policía que querías hablar conmigo?
– Porque eso es lo que quería hacer. Hablar contigo, quiero decir.
– ¿Por qué?
– Porque creen que fui yo quien mató a Valerie, Myron.
– ¿Y fuiste tú?
Quincy se quedó mudo de asombro y puso los labios en forma de «o».
– Pues claro que no. ¿Qué clase de persona te crees que soy?
– La clase de persona que acosa a las chicas -dijo Myron encogiéndose de hombros-. La clase de persona que acosó a Valerie Simpson, que la seguía a todos lados, que la llamaba una y otra vez, que le escribía cartas interminables, que la asustaba…
– Estás exagerando -dijo Quincy quitando importancia a sus palabras con un gesto de sus largos dedos-. Lo que yo hacía era cortejarla. La amaba. Me preocupaba por su bienestar. No era más que un pretendiente tenaz.
– Ella quería que la dejases en paz.
Quincy rió y dijo:
– Sí, me rechazó. Pero ¿y qué? ¿Acaso soy el primer hombre del mundo a quien rechaza una mujer? Lo que pasa es que yo no me rindo tan fácilmente como la mayoría. Le envié flores, le escribí cartas de amor, le volví a pedir que saliera conmigo. Probé varias tácticas. ¿Has leído alguna vez una novela romántica?
– No, la verdad es que no.
– El héroe y la heroína no paran de rechazarse mutuamente. Ya sea en plena guerra, en pleno abordaje de piratas o en cualquier fiesta de la alta sociedad, la pareja no deja de luchar ni de arañarse entre sí y todo parece indicar que se odien. Pero en el fondo están enamorados. Lo que pasa es que están reprimiendo sus verdaderos sentimientos, ¿sabes? Y eso era exactamente lo que nos pasaba a Valerie y a mí. Entre nosotros existía una tensión innegable, una corriente de alto voltaje.
– Sí, sí, claro -dijo Myron-, pero una cosa, Roger, ¿por qué querías verme?
– Porque he pensado que tú podrías hablar con la policía de mi parte.
– ¿Y qué iba a decirles?
– Que yo no maté a Valerie. Que corría inminente peligro por culpa de otra persona.
– ¿Quién?
– Pensaba que tú lo sabrías.
– ¿Y qué te hace pensar eso?
– Valerie me lo dijo. Justo antes de ser asesinada.
– ¿Qué fue lo que te dijo exactamente?
– Que corría peligro.
– ¿De qué tipo?
– Pensaba que tú lo sabrías.
– De acuerdo, frena un poco -dijo Myron elevando la mano-. Empecemos desde el principio. Tú estabas en el US Open.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Voy todos los años. Soy un gran aficionado. Me encanta seguir los partidos. Son tan fascinantes…
– Sí, sí, creo que eso ya me ha quedado claro, Roger. Así que fuiste como aficionado. ¿No tuvo nada que ver con Valerie Simpson el hecho de que fueras? ¿No la seguiste hasta allí?
– Por supuesto que no. No tenía ni idea de que iba a estar allí.
– Muy bien, ¿y qué ocurrió?
– Estaba sentado en el estadio viendo cómo Duane Richwood le daba un palizón a Ivan Restovich. Fue un partido increíble. Quiero decir que Duane lo machacó totalmente -sonrió-. ¿Pero qué te voy a contar a ti? Si tú eres su agente ¿no?
– Sí.
– ¿Podrías conseguirme su autógrafo?
– Desde luego.
– Pero no esta noche, claro. ¿Mañana, tal vez?
– Tal vez -Tierra llamando a Roger-. Pero centrémonos en lo de Valerie. Estabas viendo el partido de Duane.
– Eso es -Quincy adoptó un tono de voz mucho más serio-. Ojalá aquel día hubiese sabido que tú eras el agente de Duane Richwood, Myron. En ese caso quizá no habría sucedido nada. Tal vez Valerie siguiera viva ahora, yo fuera el héroe que la habría salvado y ella hubiera tenido que dejar de reprimir sus verdaderos sentimientos, dejarme entrar en su vida, y entonces habría podido protegerla para siempre jamás.
En ese momento Myron recordó un trozo del musical El Hombre de la Mancha, cuando el barbero dice: «Me parece que a tu amo le flaquea la razón».
– ¿Qué sucedió, Roger?
– El partido ya se había acabado prácticamente, así que me puse a mirar el programa. Vi que Arantxa Sánchez Vicario estaba a punto de empezar en la pista dieciséis y pensé en ir hacia allí y buscar un buen asiento. Arantxa es una jugadora formidable. Qué tenacidad. Sus hermanos Emilio y Javier también son tenistas profesionales, pero no tienen la misma garra que ella.
– Así que saliste del estadio -resumió Myron.
– Salí del estadio. Tenía tiempo de sobra y fui al puesto que hay cerca de la entrada delantera. El que tiene todos esos televisores que anotan las puntuaciones de los demás partidos. Vi que Steffi ya había ganado y que Michael Chang aún estaba librando un quinto set. Miré las puntuaciones de los dobles. Dobles masculinos, creo. No, eran… Ay, ahora no me acuerdo.
– No te desvíes del tema, Roger.
– Bueno, sea como sea, entonces vi a Valerie.
– ¿Dónde?
– En la puerta delantera. Estaba intentando entrar, pero uno de los guardias no la dejaba. No tenía entrada. Estaba muy alterado, eso me quedó claro. ¿Sabes? Es que las entradas del Open siempre se agotan. Todos los años. Y aun así no podía dar crédito a lo que estaba viendo. El guardia no la dejaba pasar. A Valerie Simpson. Es que ni siquiera sabía quién era. Así que, como es lógico, fui a ayudarla.
«Muy lógico», pensó Myron.
– ¿Y qué hiciste?
– Pues un guardia me puso la marca en una mano y salí afuera. Luego fui por detrás de ella y le di unos golpecitos en la espalda. Cuando se dio vuelta no pude creer lo que veían mis ojos.
– ¿Qué?
– Yo conocía bien a Valerie Simpson -dijo Quincy hablando más despacio-. Eso no me lo puede negar nadie. Asistía a todos los partidos que jugaba. La había visto trabajar, la había visto jugar, la había visto en la calle, en la pista, en su casa, entrenándose con ese adulador de entrenador que tenía. La había visto contenta y triste, animada y deprimida, en la victoria y en la derrota. La había visto pasar de ser una joven entusiasta a una competidora feroz y de ahí a una belleza abatida y apagada. Me ha dolido tantas veces el corazón por ella que ya he perdido la cuenta. Y sin embargo, nunca la había visto como la vi aquel día.
– ¿Cómo?
– Tan asustada. Estaba absolutamente aterrorizada.
«No me extraña», pensó Myron. Cualquiera lo estaría si un chiflado como ése se le acercara por detrás sin verlo y le diera unos golpecitos en la espalda.
– ¿Te reconoció?
– Pues claro.
– ¿Y qué hizo entonces?
– Me pidió que le ayudara.
Myron enarcó una ceja en tono escéptico. Había aprendido aquella técnica de Win.
– Es verdad -insistió Roger-. Me dijo que corría peligro. Que necesitaba entrar en el estadio para hablar contigo.
– ¿Mencionó mi nombre?
– Sí. Te lo digo en serio, estaba desesperada. Le suplicó al guardia que la dejara entrar, pero no le hizo ni caso. Así que se me ocurrió una idea.
– ¿Qué idea?
– Comprar una entrada de reventa -contestó Quincy. Parecía realmente satisfecho de sí mismo-. En la entrada del metro había montones de tipos vendiendo entradas. Me acerqué a uno. Era negro. Un tipo bastante amable. Me pidió ciento cincuenta dólares. Yo le dije que era demasiado. Siempre empiezan con un precio muy alto. Los revendedores, quiero decir. Siempre hay que regatear un poco. Es lo que esperan que hagas. Pero Valerie se dejó de historias y aceptó el precio sin más. Típico de Valerie. No tenía cabeza para el dinero. Si nos hubiésemos casado, habría tenido que ocuparme yo de la economía. Ella era demasiado impulsiva.
– Céntrate, Roger. ¿Qué pasó después de comprar la entrada?
– Me dio las gracias -dijo Quincy adoptando una expresión tierna y distraída, como si acabara de ver a un ángel-. Fue la única que vez que me abrió su corazón. En ese momento fui consciente de qué toda mi paciencia había valido la pena. Al cabo de tanto tiempo había conseguido finalmente romper el muro que nos separaba. Es curioso, ¿verdad? Me había pasado años intentando que me amara y, cuando menos me lo espero, ¡bum!, el amor entra en mi vida de repente.
Yo, yo, yo, y yo. Hasta el asesinato de Valerie lo veía en términos de sí mismo.
– ¿Y qué hizo después? -preguntó Myron.
– La acompañé adentro. Me preguntó si sabía qué aspecto tenías. Y yo le dije: «¿Te refieres a Myron Bolitar, el jugador de baloncesto?», y ella me dijo: «Sí». Y entonces yo le dije que sí, que te conocía. Y ella me dijo que necesitaba encontrarte -Quincy se inclinó hacia delante, como adoptando un tono más serio-. ¿Me entiendes lo que te estoy diciendo? Si hubiera sabido que eras el representante de Duane habría sabido exactamente dónde estabas y la habría llevado directamente hasta ti. Y entonces todo habría ido bien. Ella habría estado aún más agradecida conmigo y yo habría podido tener aquella maravillosa sonrisa de Valerie sólo para mí. Yo le habría salvado la vida. Yo habría sido su héroe -negó con la cabeza pensando en todo lo que podría haber sido y no fue-. Habría sido perfecto.
– Pero en vez de eso… -dijo Myron alentándolo a continuar.
– Nos separamos para buscarte. Me pidió que mirara por las pistas exteriores mientras ella lo hacía por la zona de los puestos de comida y el recinto del estadio. Quedamos en que íbamos a reunimos cada quince minutos en el stand de Perrier. Me fui y empecé a buscarte. Estaba nerviosísimo. Si te hubiera encontrado le habría demostrado mi amor eterno…
– Sí, sí, eso ya lo he pillado -Rolly lo debía de haber pasado estupendamente interrogando a aquel tipo-. ¿Qué pasó luego?
– Oí un disparo -prosiguió Quincy-. Y luego oí gritos. Fui corriendo a la zona de puestos de comida y cuando llegué ya se había reunido allí una multitud. Tú corrías hacia el cuerpo. Estaba tendida en el suelo. Tan quieta, ella. Te agachaste y le sostuviste la cabeza. Todos mis sueños, toda mi vida, muertos. Sabía lo que iba a pensar la policía. Ya me habían atormentado una vez y sólo por haberla cortejado. Me llamaron de todo. Joder, si es que hasta me amenazaron con meterme en la cárcel por haberle pedido una cita… Así que, ¿qué iban a pensar entonces? Nunca comprendieron lo que nos unía. La atracción que sentíamos el uno por el otro.
– Así que huiste.
– Sí. Me fui a mi casa y preparé una bolsa. Luego saqué todo lo que pude en efectivo de mi tarjeta de crédito. Una vez vi por la tele que la policía había rastreado a un tipo comprobando los lugares en donde había utilizado la tarjeta de crédito, así que quise asegurarme de tener todo el dinero en metálico posible. Fui listo, ¿eh?
– Muy ingenioso -comentó Myron asintiendo con la cabeza.
Sin embargo, se le encogió el corazón. Valerie Simpson no tuvo a nadie a quien acudir. Estuvo sola. Al sentirse en peligro fue en su busca, en busca de alguien a quien apenas conocía. Y entonces la asesinaron. Una punzada de dolor le recorrió todo el cuerpo.
– Me alojé en moteles baratos y usé nombres falsos -prosiguió Quincy, divagando-. Pero alguien debió de reconocerme. Y, bueno, ya sabes lo que pasó a continuación. Cuando me detuvieron, pregunté por ti. Pensaba que tú podrías explicarles lo que ocurrió de verdad. -Se inclinó hacia delante y le susurró en tono conspirador-: Ese detective Dimonte resulta bastante hostil.
– Ya.
– La única vez que le he visto sonreír fue cuando mencioné tu nombre.
– ¿Ah, sí?
– Le dije que éramos amigos. Espero que no te moleste.
– No, en absoluto -dijo Myron.