Myron esperó a que terminara la conferencia de prensa. Duró bastante. Duane estaba rodeado de admiradores, totalmente en su salsa. Los medios de comunicación tenían un nuevo niño mimado y se llamaba Duane Richwood. Era un tanto chulín, pero sin resultar odioso. Seguro de sí mismo, pero cortés. Atractivo. Estadounidense.
Cuando las hordas periodísticas se quedaron por fin sin más preguntas que hacerle, Myron acompañó a Duane al vestuario y se sentó en una silla junto a la taquilla de Duane. El tenista se quitó las gafas de sol y las dejó en la estantería superior.
– Menudo partido, ¿eh? -dijo Duane.
Myron hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Oye, los de Nike deben de estar contentos, ¿no?
– Uy, corriéndose de gusto -dijo Myron.
– Van a pasar el anuncio durante el próximo partido, ¿verdad?
– Psi.
Duane movió la cabeza de un lado a otro.
– Cuartos de finales en el Open de los Estados Unidos. -dijo Duane asombrado-. No me lo puedo creer, Myron. Ya casi estamos.
– Oye, Duane…
– ¿Sí?
– Sé que Valerie te llamó -dijo Myron.
– ¿Qué? -dijo Duane con cara de sorpresa.
– Te llamó dos veces al apartamento. Desde una cabina cerca del hotel.
– No sé de qué me estás hablando.
Duane cogió rápidamente las gafas de sol, intentó ponérselas torpemente y al final lo consiguió.
– Quiero ayudarte, Duane.
– No me puedes ayudar en nada.
– Duane…
– Oye, déjame en paz de una puta vez.
– No puedo.
– Mira, Myron, ahora no quiero dispersarme. Déjalo ya.
– Ha muerto, Duane. Es irreversible.
Duane se quitó el polo y empezó a secarse el pecho con la toalla.
– La mató algún enamorado despechado. Lo vi en el telediario. No tiene nada que ver conmigo.
– Duane, ¿por qué te llamó?
– Tú trabajas para mí, ¿no? -dijo Duane apretando los puños una y otra vez.
– Sí.
– Pues deja ya ese tema o estás despedido.
– No -dijo Myron mirándole a los ojos.
Duane se dejó caer sobre una silla y hundió la cabeza en las manos.
– Joder, lo siento, Myron. No quería decir eso. Es por la presión. Por el torneo y porque el policía ese, Dimonte, me acusó de asesinato y todo eso. Mira, olvídate de lo que te he dicho, ¿de acuerdo? Olvida esta conversación.
– No.
– ¿Qué?
– ¿Por qué te llamó, Duane?
– Oye, ¿no has oído lo que te he dicho?
– No muy bien.
– Déjalo ya.
– No.
– No tiene nada que ver con el asesinato.
– ¿Entonces reconoces que te llamó?
Duane se puso en pie, dio la espalda a Myron y se apoyó en la taquilla.
– Duane…
– Sí, me llamó -dijo en voz muy baja-. ¿Y qué?
– ¿Por qué lo hizo?
– Digamos que nos conocíamos íntimamente, ya me entiendes.
– ¿Valerie y tú…? -dijo Myron terminando la frase con vanos gestos de manos.
Duane asintió lentamente con la cabeza y dijo:
– No fue nada. Sólo algunas veces.
– ¿Desde cuándo?
– Desde hace un par de meses.
– ¿Dónde os conocisteis?
– En un torneo -dijo Duane mirando a Myron con cara de no entender la pregunta.
– ¿En cuál?
– No me acuerdo. En el de New Haven, creo. Pero no hablamos mucho.
– ¿Y por qué mentiste a la policía?
– ¿Tú qué crees? -le espetó Duane-. Wanda estaba delante. La quiero, ¿sabes? Cometí un error. No quiero hacerle daño. ¿Pasa algo?
– ¿Y por qué no querías decírmelo?
– ¿Porqué…?
– Cuando te lo he preguntado hace un momento, ¿por qué no me has contado la verdad?
– Por lo mismo.
– Pero ahora Wanda no está aquí.
– Me daba vergüenza, ¿de acuerdo?
– ¿Vergüenza?
– No me siento orgulloso de lo que hice.
Myron se quedó mirándolo. Con las gafas de sol puestas tenía aspecto elegante y un tanto robótico. Pero había algo en él que no cuadraba. Era bueno que se sintiera así, pero a los deportistas profesionales de veintiún años, por muy fieles que fueran a sus compañeras sentimentales, no solía darles tanta vergüenza que sus representantes se enteraran de algún desliz. La excusa podía ser encomiable, pero sonaba a hueco.
– Y si ya habíais terminado, ¿por qué te llamó?
– No sé. Quería volver a verme. Para tener una última aventura, supongo.
– ¿Accediste a ello?
– No. Le dije que habíamos terminado.
– ¿Qué más le dijiste?
– Nada más.
– ¿Qué más dijo ella?
– Nada.
– ¿Estás seguro? ¿No recuerdas nada más?
– No. Nada más.
– ¿Te dio la impresión de que estuviera angustiada?
– Si lo estaba no me di cuenta.
De repente se abrió la puerta y empezaron a desfilar tenistas, la mayoría de los cuales felicitaron muy brevemente a Duane. Las estrellas en racha no gozaban de gran aceptación en el vestuario. Cuando alguien nuevo se unía al selecto club de los «Top Ten», alguno de sus miembros tenía que salir de él por fuerza. Era así. Ni siquiera en las salas de juntas de las grandes empresas existía una competición tan feroz. Allí todo el mundo era un rival. Todo el mundo competía por los mismos dólares y la misma fama. Todo el mundo era un enemigo.
De súbito, a Myron le dio la impresión de que Duane se sentía muy solo.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó Myron.
– Estoy famélico -respondió Duane.
– ¿Te apetece alguna cosa en especial?
– Pizza -comentó Duane-. Con extra de queso y pimientos.
– Venga, vístete y nos vemos a la salida.