Cuando Myron entró en la pequeña comisaría de policía, vio que Jake tenía algo rojo y pegajoso en la barbilla. Seguramente de un donut de mermelada. Aunque también podía tratarse de algún animal de granja pequeño. En el caso de Jake era difícil saberlo.
Jake Courter hacía dos años que había sido elegido sheriff de Reston, Nueva Jersey. En vista de que era negro y en el vecindario prácticamente sólo vivían blancos, la mayoría de la gente se sorprendió del resultado de las elecciones; pero Jake no. Reston era una ciudad universitaria y las ciudades universitarias estaban atestadas de intelectuales liberales con ganas de echarle una mano a un hombre negro. Jake opinaba que, dado que el color de su piel le había supuesto un impedimento durante bastantes años, era mejor aprovechar la oportunidad. «Es el sentimiento de culpa de los blancos», le había dicho a Myron. Daba más votos que los anuncios de Willie Horton.
Jake tenía cincuenta y tantos años. A lo largo de su carrera había sido policía en muchas ciudades diferentes: Nueva York, Filadelfia y Boston, por mencionar algunas. Cansado de perseguir a la escoria urbana, se trasladó a los tranquilos barrios de la periferia para perseguir a la escoria periférica.
Myron y Jake se habían conocido hacía un año, durante la investigación sobre la desaparición de Kathy Culver, la hermana de Jessica, que había estudiado en la Universidad de Reston.
– ¿Qué hay, Myron?
– Hola, Jake.
Como siempre, Jake tenía aspecto ajado. Todo él estaba ajado. La ropa también. Incluso su mesa parecía ajada como una camiseta de algodón en el fondo de la cesta de ropa sucia. Sobre la mesa había una serie de cosas ricas. Una caja de Pizza Hut, una bolsa de Wendy's, un vasito de helado de Carvel, un sándwich a medio comer de Blimpie y, lógicamente, una lata de polvos dietéticos Slim-Fast. Jake pesaba cerca de ciento veinticinco kilos. Los pantalones nunca le quedaban bien. Eran demasiado estrechos para su barriga y demasiado grandes para su cintura. No paraba de reajustárselos, siempre en busca de aquel punto escurridizo donde dejaban de moverse. Pero esa búsqueda habría requerido un equipo de científicos de alto nivel y un microscopio potentísimo.
– Vamos a comer unas hamburguesas -dijo secándose la frente con una toallita húmeda-. Me muero de hambre.
Myron cogió la lata de Slim-Fast y esbozó una tierna sonrisa.
– Un delicioso batido para desayunar y otro para comer. Y luego una cena moderada -dijo leyendo las indicaciones de los polvos dietéticos.
– Chorradas. Lo he probado y no sirve de nada.
– ¿Durante cuánto tiempo lo estuviste tomando?
– Casi un día entero. Y nada de nada. No adelgacé ni un gramo.
– Deberías ponerles una demanda.
– Y además sabe a pólvora usada.
– ¿Has conseguido el caso de Alexander Cross?
– Sí, lo tengo aquí mismo. Vámonos.
Myron siguió a Jake por la calle. Se pararon en un lugar que ostentaba el generoso nombre de Cafetería La Corte del Rey, que, en realidad, era un tugurio. Si algún día llegaban a reformarla podría alcanzar el nivel de un retrete público de autopista.
– Bonito, ¿eh? -dijo Jake esbozando una sonrisa.
– Se me hinchan las arterias sólo de olerlo -comentó Myron.
– Por el amor de Dios, hombre, no respires por la nariz.
Había una de esas gramolas automáticas típicas de las cafeterías. Hacía mucho tiempo que no le cambiaban los discos. Según el anuncio, la canción número uno del momento era Cocodrile Rock de Elton John.
La camarera era también la típica de ese tipo de cafeterías. Una cincuentona de mal genio y el pelo con mechas color lila imposibles de encontrar en estado natural.
– ¿Qué hay, Millie? -dijo Jake.
La camarera le lanzó las tarjetas con el menú sin decir nada y sin detenerse apenas ante su mesa.
– Ésa es Millie -dijo Jake.
– Parece una chica muy amable -contestó Myron-. ¿Me dejas ver el expediente?
– Primero pidamos la comida.
Myron cogió la tarjeta del menú. Era de vinilo. Y estaba pegajosa. Muy pegajosa. Como si alguien le hubiese derramado sirope por encima. En el pliegue también había restos de huevos revueltos coagulados. A Myron se le estaba pasando el hambre por momentos.
Tres segundos más tarde apareció Millie, exhaló un suspiro y dijo:
– ¿Qué va a ser?
– Ponme una hamburguesa con queso del bueno -pidió Jake-. Con doble ración de patatas fritas en vez de la ensalada. Y una Coca-Cola light.
Millie se volvió hacia Myron con cara de impaciencia.
– ¿Tenéis un menú vegetariano? -preguntó Myron sonriéndole.
– ¿Un qué?
– Deja de hacer el gilipollas -dijo Jake.
– Un sándwich de queso -pidió Myron.
– ¿Quieres patatas fritas para acompañar?
– No.
– ¿Y para beber?
– Una Coca-Cola light como mi amigo. Es que estamos a dieta.
Millie miró a Myron de arriba abajo y luego dijo:
– Eres bastante mono.
Myron contestó con una sonrisa de falsa modestia. La típica que quería decir: «Ay, no, ¡pero qué dices!».
– Y tu cara me resulta familiar.
– Es que soy de los que tenemos esa clase de cara -contestó Myron-: mona pero familiar.
– ¿Saliste alguna vez con una de mis hijas? Con Gloria, a lo mejor. Trabaja en el turno de noche.
– No creo.
– ¿Estás casado? -preguntó Millie después de volver a mirarlo de arriba abajo.
– Estoy saliendo con alguien.
– No me has contestado -dijo Millie-. ¿Estás casado?
– No.
– Perfecto -dijo Millie, y acto seguido dio media vuelta y se marchó.
– ¿A cuento de qué todo eso?
– Espero que no haya ido a buscar a Gloria -dijo Jake, encogiéndose de hombros.
– ¿Por qué?
– Se parece un poco a mí, pero en blanco -dijo Jake-. Sólo que con más bigote.
– Suena tentador.
– ¿Todavía estás con Jessica Culver?
– Supongo que sí.
– Colega, eso sí que es harina de otro costal -dijo Jake negando con la cabeza-. No he visto nunca en persona a ninguna tía que esté tan buena.
– No te voy a decir que no -dijo Myron tratando de no sonreír de satisfacción.
– Además te tiene totalmente a su merced.
– No te voy a decir que no.
Millie volvió con las dos Coca-Colas light. Esta vez hasta consiguió dirigirle una sonrisa a Myron.
– Un hombre tan guapo como tú no debería estar soltero -dijo la camarera.
– La policía me busca en varios estados -dijo Myron.
A Millie no pareció importarle. Se encogió de hombros y se marchó. Myron volvió a dirigirse a Jake.
– Muy bien. ¿Dónde está el expediente?
Jake lo abrió y le dio a Myron la foto de un hombre bien parecido, moreno, en forma y con shorts de tenis. Myron ya lo había visto en la foto del periódico tras el asesinato.
– Te presento a Alex Cross -dijo Jake-: veinticuatro años en el momento del asesinato. Graduado en Wharton. Hijo del senador Bradley Cross de Pensilvania, Estados Unidos. En la noche del 24 de julio, hace seis años, se encontraba en la fiesta del club de tenis Old Oaks de Wayne, Pensilvania. El excelentísimo senador también estaba allí. Es un lugar bastante lujoso: comida refinada, pistas cubiertas y descubiertas, de tierra batida, con focos, sin focos, de todo. Incluso tienen pistas de césped.
– Ya veo.
– Lo que ocurrió después no está del todo claro, pero esto es lo que hay. Alexander Cross y tres compañeros suyos estaban dando un paseo por los jardines.
– ¿De noche? ¿En una fiesta?
– No es tan extraño.
– Pero tampoco es muy normal.
– Sea como sea -dijo Jake encogiéndose de hombros-, oyeron un ruido que venía de la zona oeste del club. Fueron a ver de qué se trataba y se encontraron con unos jóvenes de aspecto sospechoso.
– ¿De aspecto sospechoso?
– Los jóvenes eran, ¿cómo se los llama ahora? Ah, sí, americanos de origen africano.
– Ah -dijo Myron-. ¿O sea que cabe suponer que en Old Oaks no tenían demasiados miembros americanos de origen africano?
– Más bien ninguno. Es muy selecto.
– Eso quiere decir que ni tú ni yo podríamos ser miembros de ese club.
– Una auténtica pena -dijo Jake-. Estoy seguro de que nos habría encantado esa fiesta.
– Bueno, ¿y qué pasó luego?
– Según los testigos, los jóvenes blancos se acercaron a los negros. Uno de los jóvenes negros, al que más tarde se identificó como Errol Swade, reaccionó sacando una navaja.
– ¿Una navaja? -dijo Myron haciendo una mueca.
– Sí, ya lo sé. No puede ser más típico. Qué falta de imaginación. En fin, se produjo un altercado, Alexander Cross fue apuñalado y los dos jóvenes salieron corriendo. Horas más tarde, la policía los atrapó al norte de Filadelfia, cerca de donde vivían. Durante la detención, uno de esos gamberros sacó una pistola. Un tal Curtis Yeller. Tenía dieciséis años.
Un agente de policía le pegó un tiro. Por lo que se ve, la madre de Yeller estaba presente. Tenía al chico en brazos cuando murió.
– ¿Vio cómo le disparaban?
– No lo dice -comentó Jake, volviendo a encogerse de hombros.
– ¿Y qué le pasó a Errol Swade?
– Pues que huyó. Se inició la búsqueda por todo el país. Su foto apareció en todos los periódicos y se envió a todas las comisarías. Lógicamente, se asignó a un montón de policías al operativo de la búsqueda, teniendo en cuenta que la víctima era el hijo de un senador de la nación y todo eso. Y a partir de aquí es cuando la cosa se pone interesante.
Myron le dio un sorbo a la Coca-Cola light sin pestañear.
– No encontraron a Errol Swade -dijo Jake.
– ¿Nunca? -dijo Myron sintiendo que se le caía el alma a los pies.
Jake negó con la cabeza.
– ¿Me estás diciendo que Swade consiguió escapar?
– Eso parece.
– ¿Cuántos años tenía?
– Diecinueve en el momento del incidente.
Myron meditó un momento.
– Eso quiere decir que ahora tendría veinticinco años.
– Caray, eres un as de las matemáticas.
Myron no sonrió. Millie sirvió la comida y le hizo otro comentario, pero él ni siquiera lo oyó. Veinticinco años. Myron no podía evitar hacerse preguntas. Era una idea muy tonta. E imperdonable. Y tal vez incluso racista. Pero ahí estaba. Veinticinco años. Duane decía que tenía veintiuno, ¿pero quién iba a asegurárselo?
Pero no, no podía ser.
Myron tomó otro sorbo de la Coca-Cola.
– ¿Qué sabes de Errol Swade? -preguntó.
– Pues que era un gamberro con pedigrí. Ya había estado tres veces en prisión. El primer delito fue robar un coche. Tenía doce años. Luego le siguieron toda una variedad de delitos más graves. Agresiones, atracos, robo de coches, atracos a mano armada, drogas… También formaba parte de una banda callejera ultraviolenta. ¿A que no adivinas cómo se llamaba la banda?
– ¿Josie and the Pussycats?
– Casi. Las Manchas. Abreviatura de Las Manchas de Sangre. Siempre llevaban una camiseta empapada de sangre de una víctima. Más o menos como si fuera la insignia de los Boy Scouts.
– Qué bonito.
– Además, Errol Swade y Curtis Yeller eran primos. Swade vivía con los Yeller desde que había sido puesto en libertad, hacía un mes. A ver qué más. Swade era un marginado social. Menuda sorpresa. Adicto a la coca. Menuda sorpresa, también. Y un idiota integral.
– ¿Y cómo ha conseguido eludir a la policía durante tanto tiempo?
Jake cogió la hamburguesa y le dio un mordisco. Un gran mordisco. La mitad de la hamburguesa desapareció.
– No lo ha conseguido.
– Perdón, ¿cómo dices?
– Es imposible que no se haya metido en problemas durante tanto tiempo. Ni por asomo.
– Espera un momento. ¿Me he perdido algo?
– Oficialmente, la policía sigue buscándolo -comentó Jake-. Pero en versión extraoficial, están convencidos de que está muerto. El chaval era un gamberro atontado. Sería incapaz de encontrarse el culo con las dos manos y mucho menos escapar de una operación policial de captura.
– ¿Y qué pasó entonces?
– Según los rumores, el senador le pidió un favor a la mafia. Fueron ellos quienes se lo cargaron.
– ¿El senador Cross hizo que se lo cargaran?
– ¿Qué pasa? ¿Te sorprende? Ese tipo es político. Eso es como estar un nivel por debajo de pederasta.
– Oye, ¿y tú para ser sheriff no tuviste que salir elegido?
– Pues eso mismo -dijo Jake asintiendo.
Myron se arriesgó a probar el sándwich. Sabía un poco a bayeta.
– ¿Tienes una descripción física de Swade? -preguntó Myron, deseando prácticamente que la respuesta fuera negativa.
– Tengo algo mejor que eso. Tengo la foto de la ficha de Swade.
Jake se sacudió las migas de las manos y se las restregó en la camisa por si acaso. Luego miró dentro de la carpeta y sacó una fotografía. Se la entregó a Myron, y éste la cogió intentando no delatar las ganas que tenía de verla.
No era Duane. Ni por asomo. Ni siquiera con cirugía plástica. Para empezar, Errol Swade tenía la piel mucho más clara. Su cabeza tenía forma de bloque y era totalmente distinta a la de Duane. Tenía los ojos demasiado separados entre sí. Todos sus rasgos eran diferentes. Según la fotografía, mediría uno noventa de altura, siete centímetros más que Duane. Y lo de ser bajo no es algo que se pueda aparentar.
Myron estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio.
– ¿Y ese expediente menciona a Valerie Simpson? -preguntó.
– ¿A quién? -dijo Jake con un súbito atisbo de interés en la mirada.
– Ya me has oído.
– Vaya, Myron, ¿no te referirás a la que asesinaron ayer?
– Pues mira, curiosamente, sí. ¿Sale su nombre?
– Y yo qué sé -dijo Jake pasándole el expediente entero-. Ayúdame a buscar.
Lo repasaron todo de principio a fin. El nombre de Valerie sólo aparecía en una de las hojas, en una lista de invitados a una fiesta. Su nombre salía entre otros cien. Myron anotó los nombres y las direcciones de los testigos del asesinato, que eran tres amigos de Alexander Cross. El expediente no contenía nada más de interés.
– Bueno -dijo Jake-, ¿y qué tiene que ver la encantadora y difunta Valerie Simpson con todo esto?
– No lo sé.
– ¡Por Dios Santo! -dijo Jake negando con la cabeza-. ¿Todavía te atreves a vacilarme?
– No te estoy vacilando.
– ¿Qué has descubierto hasta ahora?
– Nada de nada.
– Eso mismo me dijiste con lo de Kathy Culver.
– Pero éste no es tu caso, Jake.
– A lo mejor puedo ser de ayuda.
– De verdad que no he descubierto nada. Hace unos días Valerie Simpson vino a verme al despacho. Quería volver al mundo del tenis, pero alguien la mató antes. Quiero saber quién fue, eso es todo.
– No me creo ni una palabra.
Myron se encogió de hombros.
– En la tele dijeron que podía haber sido un acosador -dijo Jake.
– Tal vez lo fuera. Probablemente.
Se hizo el silencio.
– Te estás volviendo a callar algo -dijo Jake finalmente-. Igual que con lo de Kathy Culver.
– Es confidencial.
– ¿No me lo vas a contar?
– Confidencial -repitió Myron-. Confidencial no puede revelarse. Para comunicar sólo en la más estricta confidencialidad. Secreto.
– Muy bien, lo que tú digas -dijo Jake-. ¿Qué tal está el sándwich?
– Tal vez el ambiente no sea lo mejor, pero por lo menos la comida apesta.
Jake soltó una carcajada.
– Oye, ¿tienes entradas para el Open?
– Sí.
– ¿Podrías conseguirme dos?
– ¿Para cuándo?
– Para el último sábado.
Las semifinales masculinas y femeninas.
– Está complicado -dijo Myron.
– Pero no para un agente de tu nivel, ¿no?
– Si te las consigo, ¿estaremos en paz?
– Sí.
– Te las dejaré a tu nombre en la taquilla.
– Que sean buenos asientos.
– ¿Con quién vas a ir?
– Con mi hijo Gerard.
Myron había jugado contra Gerard en la liga universitaria. Gerard era una mala bestia. Su estilo de juego no tenía nada de elegante.
– ¿Todavía trabaja en la sección de homicidios de Nueva York?
– Sí.
– ¿Me podría hacer un pequeño favor?
– Mierda. ¿Como por ejemplo?
– Es que el policía que lleva el asesinato de Valerie es un capullo integral.
– Y quieres saber lo que ha descubierto hasta el momento.
– Sí.
– De acuerdo. Le diré a Gerard que te llame.