La consulta de la doctora Julie Abramson estaba situada en la esquina de la Calle 73 y Central Park West. Era un barrio de gente adinerada. Una manzana más arriba, frente al parque, se alzaba el edificio San Remo. Dustin Hoffman y Diane Keaton vivían allí. Madonna había intentado trasladarse al lugar, pero la junta directiva acabó decidiendo que no era propia de San Remo. Win vivía una manzana más abajo, en el Dakota, donde había vivido, y también muerto, John Lennon. Todo el que entra en el patio interior del edificio Dakota tiene que pasar necesariamente por el lugar donde dispararon a Lennon. Myron había pasado por allí cientos de veces y todavía sentía la necesidad de guardar silencio al pisar ese sitio.
En la puerta de la doctora Abramson había una reja muy bonita de hierro forjado. ¿Sería de adorno o tenía una función protectora? A Myron no le quedó muy claro.
Llamó al timbre. Oyó el zumbido que le indicó la apertura y entró. Aunque fuera estaba nublado, llevaba puestas sus mejores gafas de sol para la ocasión, al más puro estilo de las superestrellas de cine.
El recepcionista, un hombre intachablemente vestido que llevaba gafas muy modernas, juntó las manos y le dijo: «Buenos días», con un tono de voz tan sosegado y tranquilizador que ponía los nervios de punta.
– Venía a ver a la doctora Abramson. Tengo hora a las nueve en punto.
– Muy bien.
El recepcionista se levantó de un salto y se quedó observando la cara de Myron como si quisiera descubrir quién era. Myron se reajustó las gafas, sin quitárselas. El recepcionista se moría de ganas de preguntarle cómo se llamaba, pero la discreción se lo impidió. Tenía miedo de ofender a un famoso.
– ¿Querría rellenar este impreso mientras espera un momento, por favor?
Myron intentó poner cara de irritación ante el pedido.
– No es más que una formalidad -dijo el recepcionista-. Estoy seguro de que comprenderá cómo funcionan estas cosas.
– Está bien, en ese caso… -dijo Myron exhalando un suspiro.
Después de rellenar el impreso, el recepcionista le pidió que se lo entregara.
– Prefiero dárselo yo mismo a la doctora Abramson -dijo Myron.
– Disculpe señor, le aseguro que…
– Tal vez no me haya entendido bien -dijo Myron haciéndose el difícil, igual que una estrella del cine-. Yo mismo se lo daré a la doctora Abramson.
El recepcionista se enfurruñó un poco pero no dijo nada. Varios minutos después sonó el interfono. El recepcionista cogió el auricular, escuchó un momento y colgó.
– Acompáñeme, por favor.
La doctora Abramson era diminuta, debía de medir si acaso un metro treinta y pesar unos treinta kilos. Toda ella parecía encogida y apretujada. Todo menos los ojos, que le sobresalían de la cara como si fueran dos faros enormes y radiantes que no perdieran de vista ningún detalle.
Le tendió una mano infantil y, para asombro de Myron, le dio un apretón muy firme.
– Siéntese, por favor -dijo.
Myron se sentó y la doctora Abramson hizo lo mismo al otro lado de la mesa. Los pies apenas le llegaban al suelo.
– ¿Me da la hoja, por favor?
– Por supuesto.
Myron se la entregó y ella la miró un momento.
– ¿Es usted Bruce Willis?
Myron le ofreció una sonrisa chulesca. Al estilo de La jungla de cristal.
– No me había reconocido con las gafas, ¿eh?
– Usted no se parece en absoluto a Bruce Willis.
– Iba a poner Harrison Ford, pero es que ya está demasiado viejo.
– Pues habría sido más creíble. -Y después de observarlo un poco más, añadió-: Y si me hubiera dicho Liam Neeson todavía mejor.
No parecía haberla ofendido mucho la maniobra de Myron. Claro que era una psiquiatra experta y estaba acostumbrada a tratar con mentes anormales.
– ¿Por qué no me dice su nombre verdadero?
– Myron Bolitar.
En aquella carita se dibujó una sonrisa casi tan radiante como sus ojos.
– Ya me parecía. Es usted aquella estrella del baloncesto.
– Bueno, yo no diría que soy precisamente una «estrella» -dijo Myron ruborizándose.
– Por favor, señor Bolitar, no sea tan modesto. Miembro del primer equipo All-American durante tres años consecutivos. Dos veces ganador del campeonato de la NCAA. El mejor jugador universitario del año en una ocasión. El octavo en el draft.
– ¿Es usted aficionada al baloncesto?
– Y muy observadora. -Se recostó en el respaldo de la silla. Parecía una niña pequeña sentada en una silla enorme-. Si no recuerdo mal, salió dos veces en la portada de Sports Illustrated. Algo fuera de lo común para un jugador universitario. Y además era usted buen estudiante, todo un All-American universitario, con muchas simpatías en la prensa y fama de apuesto. ¿Me equivoco?
– No -dijo Myron-. Salvo por eso que ha dicho de «con fama de».
La doctora Abramson soltó una carcajada. Era una risa agradable y parecía reír con todo el cuerpo a la vez.
– Bueno, y ahora ¿por qué no me cuenta a qué se debe su visita, señor Bolitar?
– Llámeme Myron, por favor.
– Muy bien, y usted llámeme doctora Abramson. Veamos, ¿cuál es el problema?
– No, si yo estoy bien.
– Ya -la doctora puso cara de escepticismo, pero a Myron le daba la impresión de que estaba divirtiéndose a su costa-. Bueno, o sea que tiene un «amigo» con un problema. Cuénteme.
– Mi amiga se llama Valerie Simpson -dijo Myron.
Aquello pareció llamarle la atención.
– ¿Cómo?
– Quiero hablar con usted sobre Valerie Simpson.
La doctora cerró la boca de golpe y dijo:
– No será usted periodista, ¿verdad?
– No.
– Pensaba que era usted agente deportivo.
– Y lo soy. Valerie Simpson estuvo a punto de convertirse en mi cliente.
– Ya veo.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Valerie?
– No puedo confirmarle ni negarle que Valerie Simpson fuera paciente mía -comentó la doctora negando con la cabeza.
– No tiene que confirmármelo ni negármelo, ya sé que lo fue.
– Se lo repito: no puedo confirmarle ni negarle que Valerie Simpson fuera paciente mía -se quedó mirándolo un momento y luego añadió-: ¿Sería tan amable de decirme por qué le interesa tanto?
– Como ya le he dicho, iba a ser su representante.
– Eso no explica por qué ha venido usted a verme de incógnito.
– Estoy investigando su asesinato.
– ¿Investigando?
Myron asintió sin decir nada.
– ¿Y quién le ha contratado?
– Nadie.
– ¿Y entonces por qué investiga?
– Tengo mis motivos.
La doctora asintió con la cabeza.
– ¿Qué motivos, Myron? Me gustaría que me los explicase.
Si es que todos los psiquiatras son iguales.
– ¿También va a pedirme que le explique aquella vez que sorprendí a mamá y papá en la cama?
– Si usted quiere…
– No, no quiero. Lo que quiero es saber qué le provocó la crisis nerviosa a Valerie.
– No puedo confirmarle ni negarle que Valerie Simpson fuera paciente mía -repuso la doctora Abramson en tono machacón.
– ¿Es por cuestiones de secreto profesional?
– Exacto.
– Pero Valerie está muerta.
– Lo que no altera en absoluto mis obligaciones.
– Ha sido asesinada. Le dispararon a sangre fría.
– Lo sé. Pero ni siquiera una situación tan lamentable puede hacer que olvide mi deber.
– Pero usted puede saber algo útil.
– ¿Útil para qué?
– Para descubrir al asesino.
La doctora unió sus manecitas sobre la falda. Como si fuera una niña en misa.
– ¿Y eso es lo que está intentando hacer? ¿Descubrir al asesino de esa mujer?
– Sí.
– ¿Y la policía qué? Según he oído en las noticias, tienen un sospechoso.
– Yo no me fío de las autoridades.
– ¿Ah, no?
– Es una de las razones por las que quiero ayudar.
– Yo no diría eso -dijo la doctora mirándolo fijamente con sus grandes ojos claros.
– ¿Ah, no?
– Parece más bien que padezca usted el complejo del salvador, el tipo de hombre a quien le gusta hacerse el héroe en todo momento, que se ve a sí mismo como un caballero de reluciente armadura. ¿Qué opina usted?
– Que mejor dejamos el análisis para otro día.
La doctora se limitó a encogerse de hombros.
– Sólo le estaba dando mi opinión, no le voy a cobrar más por eso.
– Perfecto. -Un momento, ¿había dicho «más»?, «¿no le voy a cobrar más?»-. No estoy muy seguro de que la policía ande detrás del verdadero culpable.
– ¿Por qué no?
– Pues esperaba que usted pudiera ayudarme a saberlo. Valerie debió de contarle el acoso de Roger Quincy. ¿Lo consideraba una persona peligrosa?
– Por última vez, no voy a confirmarle ni a negarle que…
– No le pido que lo haga. Le estoy preguntando por Roger Quincy. No lo ha tenido como paciente, ¿verdad?
– Y además no lo conozco.
– Pues entonces ¿qué le parece si me da una de sus opiniones rápidas? Igual que ha hecho conmigo.
– Lo siento -dijo la doctora negando con la cabeza.
– ¿No hay ninguna manera de conseguir que me diga algo?
– ¿Sobre una paciente en potencia? No.
– Supongamos que tuviera el consentimiento de los padres.
– No lo habrá.
Myron esperó y observó. Ella lo hacía mejor que él. Su rostro no dejaba traslucir nada, pero no podía retirar lo dicho.
– ¿Y cómo lo sabe? -preguntó.
La doctora no respondió y dirigió la mirada al suelo. Myron se preguntó si habría cometido aquel desliz a propósito.
– La han llamado, ¿no? -dijo Myron.
– No tengo por qué contarle lo que haya hablado o no con…
– La llamó la familia -interrumpió Myron- y le pidieron que no dijera nada.
– No voy a confirmar ni…
– El cadáver todavía está caliente y ya le están echando tierra al asunto -prosiguió Myron-. ¿Acaso le parece lícito?
– No sé de qué me está hablando -dijo la doctora Abramson tras aclararse la garganta-, pero le diré una cosa: en situaciones como la que acaba de pintar, el hecho de que los padres quieran proteger el recuerdo de su hija no me parece injustificado.
– ¿Proteger su recuerdo -dijo Myron poniéndose en pie y adoptando el tono de un abogado en proceso de recapitulación- o proteger al asesino? -Era un actor consumado.
– Ahora sí que está diciendo una estupidez -dijo la doctora-. No me diga que sospecha de la familia de la chica.
Myron volvió a sentarse y ladeó la cabeza como queriendo decir: «Todo es posible».
– La hija de Helen Van Slyke es asesinada y, al cabo de pocas horas, su apenada madre la llama a usted para asegurarse de que no abra la boca. ¿No le parece siquiera ligeramente sospechoso?
– No puedo confirmarle ni negarle que haya oído el nombre de Helen Van Slyke.
– Ya. O sea que cree que lo mejor es que todo esto se olvide. Que quede enterrado. Que la fachada se anteponga a la realidad. No sé por qué, pero creo que en el fondo a usted no le gusta nada tener que hacer este papel.
Ella no dijo nada.
– Su paciente está muerta -prosiguió Myron-. ¿No cree que se debe usted a ella y no a su madre?
Durante un instante, la doctora Abramson cerró los puños con fuerza y luego volvió a abrirlos. Inspiró profundamente, aguantó el aire en los pulmones y fue soltándolo poco a poco.
– Imaginémonos, únicamente imaginémonos, que yo fui la psiquiatra que se ocupó de esa chica. ¿No sería mi obligación no revelar lo que me confesó bajo la más estricta confidencialidad? Si la paciente no quiso revelar nada cuando estaba viva, ¿acaso no debería yo mantener el secreto después de su muerte?
Myron la miró fijamente a los ojos y ella le aguantó la mirada sin pestañear.
– Un discurso precioso -dijo Myron-, pero quizá Valerie quisiera revelar alguna cosa y alguien la asesinara negándole ese derecho.
La doctora parpadeó varias veces y finalmente dijo:
– Creo que ya es hora de que se marche.
Pulsó un botón del interfono y el recepcionista apareció por la puerta. Se cruzó de brazos e intentó poner cara intimidante, aunque apenas lo consiguió.
Myron se puso en pie. Había plantado una semilla de duda y debía darle tiempo de que germinara.
– ¿Lo pensará, por lo menos? -preguntó.
– Adiós, Myron.
El recepcionista se hizo a un lado para dejarlo pasar.