Henry Hobman tenía razón. Duane se recuperó. Ganó el tercer set por 6-4 y Ned Timwell dejó de llorar. El cuarto set acabó en un tiebreak que Duane ganó por 9-7 después de salvar tres match points y Ned volvió a saludar como un molinillo. Duane ganó el quinto set por 6-2 y Ned tuvo que ir a cambiarse los calzoncillos.
El resultado final de aquel partido maratoniano fue: 3-6, 1-6, 6-4, 7-6, (9-7), 6-2 y, antes de que los contrincantes hubieran abandonado la pista de tenis, la palabra «inolvidable» ya empezaba a oírse entre el público para describir aquel partido. Cuando acabaron las felicitaciones y conferencias de prensa era ya tarde. Jess tomó prestado el coche de Myron para ir a ver a su madre. Win lo acompañó en el suyo al despacho. Esperanza todavía estaba allí.
– Menudo partidazo -le comentó.
– Pues sí.
– Duane jugó de pena en los dos primeros sets.
– Eso es que anoche no debió de descansar mucho -dijo Myron-. ¿Qué hay de nuevo?
Esperanza le pasó una pila de papeles.
– El acuerdo prematrimonial de Jerry Prince. La copia definitiva.
Ah, el típico acuerdo prematrimonial. Un mal necesario. Myron odiaba tener que recomendarlos. El matrimonio debería consistir únicamente en amor y romanticismo, pero un acuerdo prematrimonial, hablando claro, era igual de romántico que lamer el cajón higiénico de un gato. Aun así, Myron tenía la obligación de velar por los intereses económicos de sus clientes. Y demasiados matrimonios, lo que se conocía comúnmente como braguetazo, terminaban en divorcios rápidos. Había quien consideraba aquella preocupación por proteger su dinero una forma de sexismo, pero no lo era. Las deportistas con grandes fortunas también deberían hacer lo mismo.
– ¿Qué más? -preguntó Myron.
– Emmett Roberts quiere que lo llames para saber qué opinas de un coche que va a comprar.
Myron tenía un Ford Taurus muy sencillo, por lo que no era precisamente un experto en las últimas tendencias de automóviles.
Emmett era un jugador de baloncesto muy mediocre que alternaba sus actividades entre chupar banquillo en la NBA y hacer apariciones en la Continental Basketball Association, una especie de liga menor de baloncesto en que los jugadores no hacían otra cosa que intentar impresionar a los cazatalentos de la NBA. Y muy pocos lo conseguían. No obstante, había excepciones como John Starks y Anthony Masón de los Knicks, por citar dos ejemplos. Aunque, básicamente, los gimnasios de la CBA no eran más que otro refugio para los sueños rotos, el peldaño inferior del escalafón bajo el cual sólo era posible estar por completo fuera de aquel mundo.
Myron consultó su Rolodex. A Esperanza se le daba bien mantenerlo actualizado y en orden alfabético. Raston, Ratner, Rextell, Rippard, Roberts, ahí estaba, Emmett Roberts.
Myron se detuvo un momento y preguntó:
– ¿Dónde está la tarjeta de Duane?
– ¿Cómo?
Myron repasó el resto de las R.
– Duane Richwood no está en mi Rolodex. ¿Puede ser que se te haya perdido?
Esperanza le lanzó una mirada que dejaba claro que descartaba totalmente aquella posibilidad.
– Búscala bien. Probablemente la tengas en algún lugar de la mesa.
No estaba en la mesa. Myron buscó por la D, pero no encontró a ningún Duane.
– Ya te haré una nueva -dijo Esperanza dirigiéndose a la puerta-. Y esta vez intenta no perderla.
– Muchísimas gracias -dijo Myron, aunque el hecho de haber perdido la tarjeta era algo que le carcomía las entrañas.
¿Sería otra de las casualidades relacionadas con Duane? Marcó el número de teléfono de la casa de Emmett Robert y le respondió él mismo.
– Hombre, Myron. ¿Cómo estás?
– Bien, Emmett. Me han dicho que te vas a comprar un coche.
– Es que hoy he visto un Porsche… Rojo, con todos los complementos, setenta mil dólares. Y he estado pensando en usar el dinero del bono del play-off en comprarlo.
– Si te hace ilusión…
– Venga ya, te pareces a mi madre. Sólo quería saber tu opinión.
– Pues cómprate algo más barato. Algo mucho más barato.
– Pero es que es un coche tan impresionante, Myron… Si lo vieras me entenderías…
– Pues entonces cómpratelo, Emmett. Eres una persona adulta. No necesitas que dé mi consentimiento -Myron dudó un momento y luego añadió-: ¿Te he contado alguna vez la historia de Norm Booker?
– ¿La historia de quién?
Qué pronto la olvidaban todos.
– Cuando yo tenía quince o dieciséis años encontré trabajo en un campamento de verano de Massachusetts -dijo Myron-. Era un campamento de los Celtics. Allí era donde solían celebrarse las pruebas de los novatos. Y básicamente hacía de chico de las toallas. Conocí a un montón de los elegidos del draft, como Cedric Maxwell y Larry Bird, por ejemplo. Pero en el primer verano que trabajé allí, los Celtics tenían un jugador a quien habían elegido en la primera ronda, Norm Booker. Creo que era de Iowa.
– Sí, ¿y qué?
– Norm era un excelente jugador. Medía dos metros cinco, tenía buenos movimientos y muy buena muñeca. Además era fuerte como un toro y también un tipo muy simpático. Hablaba conmigo y todo. La mayoría de los jugadores se limitaban a pasar de los ayudantes, pero él no. Recuerdo que a veces hacía tiros libres de espaldas a la canasta. Lanzaba la pelota por encima del hombro. Y era tan bueno que acertaba más del cincuenta por ciento de los lanzamientos.
– Bueno, ¿y qué le pasó?
– Durante su año como novato le tocó chupar banquillo. Los Celtics lo cesaron al año siguiente. Estuvo dando vueltas por ahí y al final acabó con los Portland Trailblazers. Allí se pasó la mayor parte del tiempo en el banquillo. Sólo lo sacaban a jugar en los minutos basura y esas cosas. Cuando los Trailblazers jugaron las finales, Norm recibió la prima habitual. Y se emocionó tanto que fue y se compró un Rolls Royce. Se gastó hasta el último centavo en ese coche, pero a él le dio igual. Siempre podría contar con el año siguiente. Y con el otro. Pero lo que pasó fue que Portland lo cesó. Intentó que lo ficharan en un par de equipos más, pero nadie lo quiso. Lo último que oí de él fue que había tenido que vender el coche para poder dar de comer a su familia.
Se hizo el silencio.
Al cabo de unos momentos, Emmett dijo:
– Bueno, también he visto un Honda Accord con una oferta de financiación muy buena.
– Quédatelo, Emmett.
Siguieron hablando unos minutos más y finalmente se despidieron. Myron llevaba mucho tiempo sin pensar en Norm Booker. Se preguntó qué habría sido de él.
Esperanza volvió a entrar, le puso una ficha nueva de Duane en el Rolodex y dijo:
– ¿Contento, ahora?
– Sí -Myron le entregó dos hojas de papel-. Esta es la lista de invitados a la fiesta que se celebró la noche en que fue asesinado Alexander Cross.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Ni idea. Busca algún nombre conocido. Cualquier cosa que te parezca de interés.
Esperanza asintió con la cabeza y después dijo:
– Ya sabes lo del funeral de mañana, ¿no?
Myron le dijo que sí con la cabeza.
– ¿Vas a ir? -preguntó Esperanza.
– Sí.
– He encontrado la dirección de una de las profesoras que salían en el artículo sobre Curtis Yeller.
– ¿Cuál de ellas?
– La señorita Lucinda Elright. Está jubilada. Vive en Filadelfia. He quedado con ella en que irías a verla mañana por la tarde. Puedes ir en cuanto termine el funeral.
– Tal vez ya no sea necesario -dijo Myron recostándose contra el respaldo de la silla.
– ¿Quieres que cancele la cita?
Myron lo pensó un momento. En vista de lo que había descubierto sobre Pavel Menansi, la relación entre el asesinato de Valerie y lo que le había ocurrido a Curtis Yeller se había vuelto más endeble. El asesinato de Alexander Cross no había sido la causa del declive de Valerie. No había sido ni el empujón final. Pavel Menansi ya había arrojado a Valerie al abismo tiempo antes de que aquello ocurriera. La había visto caer lentamente, golpeándose contra los salientes rocosos en su doloroso descenso. La muerte de Alexander Cross supuso el final de la caída, tocar suelo, por decirlo de alguna manera, el choque final, pero nada más. Era evidente que no existía ninguna relación entre Duane y Valerie, salvo la que Duane le había confesado, es decir, que se habían acostado. Y no era para tanto.
De no ser por…
De no ser por el encuentro de la noche anterior entre Duane y la madre de Curtis Yeller.
De no ser por aquello, si Myron no los hubiera visto juntos en el hotel, podría haber desechado la posibilidad de que pudiera existir algún tipo de relación entre Duane y el asesinato de Valerie. Pero el hecho de que Duane y Deanna Yeller tuvieran una aventura era demasiada coincidencia. Tenía que haber alguna relación.
– No la canceles -dijo finalmente.