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Esperanza le había dejado a Myron sobre la mesa dos pilas de recortes de prensa de hacía seis años. La pila de la derecha, la más alta de las dos, era de artículos sobre el asesinato de Alexander Cross. La más pequeña era sobre el ingreso de Valerie Simpson en el centro psiquiátrico.

Myron hizo caso omiso de un montón que contenía los mensajes recibidos, y comenzó a hacer una criba de los artículos sobre Valerie. Ya sabía lo que decían. La familia había declarado que «se estaba tomando un tiempo de descanso», pero una fuente cercana había revelado la verdad: la estrella adolescente del tenis había ingresado en la famosa Clínica Psiquiátrica de Dilworth. La familia lo negó durante varios días, hasta que los periódicos publicaron una foto de la chica andando por el recinto ajardinado de la clínica. Más tarde, la familia declaró que Valerie estaba «recuperándose del cansancio provocado por las presiones externas», aunque no quedaba muy claro qué significaba aquello exactamente.

Los medios de comunicación se ocuparon levemente del caso. Valerie ya era un nombre del pasado en el mundo del tenis. Se le prestó algún interés, pero no demasiado. De todas maneras, abundaron los rumores, sobre todo en ciertas publicaciones marginales. Según una de ellas, el origen de la crisis nerviosa de la muchacha era debido a un intento de violación. Otra afirmaba que Valerie había asesinado a alguien a sangre fría, aunque el artículo no se molestaba en ofrecer al lector ningún detalle ni siquiera superficial, por ejemplo el nombre de la víctima, cómo había sido asesinada o por qué la policía no había arrestado a la autora. Eran minucias sin importancia.

Sin embargo, el rumor más interesante de todos, el que de verdad llamó la atención de Myron, aparecía en dos periódicos distintos. Según «varias fuentes sin identificar», Valerie Simpson se había retirado del tenis para ocultar un embarazo.

Podía ser cierto o no. Cuando una chica se retiraba siempre aparecían rumores de embarazo. Pero aun así…

Myron pasó entonces a centrarse en los artículos sobre el asesinato de Alexander Cross. Esperanza había limitado la búsqueda a los periódicos de la zona de Filadelfia, pero la cantidad de material seguía siendo inmensa. La mayoría de artículos no hacía más que repetir la versión policial. Alexander Cross había estado en una fiesta en su selecto club de tenis. Se había topado con dos ladrones, Errol Swade y Curtis Yeller. Los había perseguido y se había enfrentado a ellos en la pista de tenis de hierba, y Errol Swade lo había apuñalado. La navaja atravesó el corazón de Alexander y murió en el acto.

El senador Cross y su familia no habían hecho ninguna declaración sobre el caso. Según el portavoz del senador, la familia se había «recluido» y «confiaba en los agentes de la ley y en el sistema judicial», aunque tampoco estaba muy claro qué quería decir eso exactamente.

La prensa se centró en la búsqueda y captura de Errol Swade. La policía estaba tan segura de sí misma que llegó a afirmar que iban a encontrarlo en cuestión de horas. Sin embargo, las horas se convirtieron en días. En los editoriales se criticó sin piedad a la policía por ser incapaz de atrapar a un drogadicto de diecinueve años, pero la familia Cross seguía sin hacer ninguna declaración. El caso provocó la típica indignación de las masas. Los periódicos querían saber por qué se le había concedido la libertad condicional a un delincuente como Errol Swade.

No obstante, la ira fue apagándose con el tiempo como suele ocurrir en estos casos y empezó a prestarse más atención a otras noticias. El asunto pasó de ocupar las primeras páginas a las últimas, y de ahí al olvido.

Myron volvió a repasar la pila. La foto de la ficha policial de Curtis Yeller casi no aparecía. En ningún lado decía que se hubiera realizado una investigación privada del crimen. Ninguno de los que solían reaccionar protestó contra la «brutalidad» policial, lo cual resultaba muy extraño. Normalmente, algún chiflado conseguía salir en televisión fueran cuales fueran los hechos, sobre todo en el caso de un adolescente negro abatido a tiros por un policía blanco. Pero en aquella ocasión no. O por lo menos la prensa no habló de ello.

Un momento. Manténgase a la espera.

Había un artículo sobre Curtis Yeller. Myron no lo había visto la primera vez porque se había publicado justo al día siguiente del asesinato, muy pronto para aquel tipo de artículo. Probablemente lo hubiesen publicado antes de que el senador Cross lograra intervenir; aunque también podía deberse a la habitual paranoia conspirativa de Myron. No era fácil decirlo.

Era un articulito muy breve en la parte inferior de la página 12 de la sección de noticias locales. Myron lo leyó dos veces y después una tercera. El artículo no hablaba del tiroteo en la zona oeste de Filadelfia ni del papel que había representado la policía, sino del mismísimo Curtis Yeller.

Empezaba como cualquier otro artículo sensacionalista, ya que pintaba a Curtis Yeller como un «estudiante destacado». Tampoco es que fuera muy importante, porque hasta a un pederasta psicótico con el coeficiente intelectual de una limonada se le llamaba estudiante destacado cuando alguien lo mataba prematuramente. Como en La hoguera de las vanidades. Sin embargo, el artículo iba un poco más lejos. La señora Lucinda Elright, profesora de historia de Curtis, le llamaba «su mejor alumno» y alguien «a quien no tuvimos que castigar ni una sola vez». El señor Bernard Johnson, su profesor de lengua inglesa, había dicho que Curtis era «increíblemente inteligente y preguntón», «uno entre un millón» y «un hijo para mí».

¿Se trataría de la típica exageración de las virtudes de un difunto?

Tal vez. Pero el registro escolar apoyaba la opinión de los profesores. A Curtis nunca se le había llamado la atención por mal comportamiento. Además, tenía el nivel de asistencia a clase más alto de su curso. Por si fuera poco, la media de su expediente era de 3,9 y la única nota por debajo del «Excelente» que había sacado pertenecía a algún tipo de asignatura como «salud». Los dos profesores estaban firmemente convencidos de que Curtis Yeller era incapaz de cometer ningún acto violento. La señora Elright culpaba a Errol Swade, el primo de Curtis, pero sin dar más detalles.

Myron se recostó contra el respaldo de la silla y se quedó con la mirada perdida en un fotograma de Casablanca, colgado en la pared del fondo. Sam cantaba para Bogart y Bergman mientras los nazis se acercaban. Aquí me tienes mirándote, chica. Siempre nos quedará París. Si ese avión despega y tú no vas dentro, te arrepentirás. Myron se preguntó si Curtis habría visto esa película, si habría tenido la oportunidad de contemplar la imagen en celuloide de Ingrid Bergman con los ojos llorosos en un aeropuerto cubierto de niebla.

Cogió la pelota de baloncesto que guardaba detrás de su mesa y comenzó a hacerla girar sobre el dedo. Le dio una palmada desde el ángulo preciso para hacerla girar a más velocidad sin dejarla caer y se la quedó mirando como si fuera la bola de cristal de una gitana y, a través de ella, vio un universo alternativo, un universo donde se veía a sí mismo más joven, marcando un triple justo en el último segundo en la cancha del pabellón Boston Garden. Intentó no quedarse mucho tiempo contemplando aquella imagen, pero no se desvanecía, parecía estar fija y se negaba a abandonarlo.

Esperanza entró en el despacho, se sentó y esperó en silencio.

La pelota dejó de girar. Myron la dejó en el suelo y le mostró el artículo a Esperanza.

– Échale un vistazo a esto.

Esperanza lo leyó y dijo:

– Un par de profesores hablando bien de un niño muerto. ¿Y qué? Además, es posible que la cita no sea auténtica.

– Pero es que son mucho más que un par de comentarios sin importancia. Curtis Yeller no tenía antecedentes delictivos, no tenía antecedentes de mal comportamiento en la escuela, su nivel de asistencia era casi perfecto y la media de su expediente del 3,9. Para la mayoría de chicos, eso ya sería demasiado, pero es que él era del peor barrio de Filadelfia.

– No veo qué importancia tiene -dijo Esperanza encogiéndose de hombros-. ¿Qué más da que Yeller fuera un Einstein o un zoquete?

– Ya, pero es otra cosa más que no encaja. ¿Por qué me dijo la madre de Curtis que era un ladronzuelo?

– A lo mejor sabía cosas que no sabían los profesores.

Myron negó con la cabeza. Pensó en Deanna Yeller, aquella mujer imponente y atractiva que le había abierto la puerta y se había puesto tan repentinamente arisca y cerrada a la primera mención de su hijo fallecido.

– Me mintió -dijo Myron.

– ¿Por qué? -preguntó Esperanza.

– No lo sé. Win cree que la están sobornando para que no hable.

– Es una posibilidad.

– ¿Tú crees? ¿Que una madre acepte sobornos para proteger al asesino de su hijo?

– Pues sí, ¿por qué no? -dijo Esperanza encogiéndose de hombros de nuevo.

– ¿De verdad crees que una madre…?

Myron se detuvo a media frase. Esperanza tenía una expresión totalmente impasible. Otra que siempre pensaba en lo peor.

– Ten en cuenta todo el panorama un momento -dijo Myron tratando de convencerla-. Curtis Yeller y Errol Swade se cuelan en ese lujoso club de tenis por la noche. ¿Para qué? ¿Para robar? ¿Para robar qué? Era de noche. No iban a encontrar ninguna cartera en los vestuarios. ¿Qué iban a robar? ¿Unas zapatillas de tenis? ¿Un par de raquetas? Es arriesgarse demasiado por algo que sirviera para jugar al tenis.

– Pues tal vez quisieran robar un equipo de música -dijo Esperanza-. O tal vez el club tuviera una gran pantalla de televisión.

– De acuerdo. Supongamos que tienes razón. El problema es que los chicos no llevaban coche. Fueron hasta el club en transporte público y andando. ¿Cómo iban a llevarse el botín? ¿A mano?

– Tal vez tuvieran planeado robar un coche.

– ¿Del parking con servicio de aparcamiento?

– Podría ser -comentó Esperanza encogiéndose de hombros-. ¿Qué te parece si cambiamos de tema un segundo?

– Dime.

– ¿Cómo te fue anoche con Eddie Crane?

– Es un gran entusiasta de la Pequeña Pocahontas. Dijo que estabas tremenda.

– ¿Tremenda?

– Sí, sí -le aseguró Myron.

– Tiene buen gusto -concluyó Esperanza encogiéndose de hombros.

– Y es muy simpático. Me cayó muy bien. Es listo, tiene los pies en el suelo. Es muy buen chico.

– ¿Acaso quieres adoptarlo?

– ¿Eh? No, no.

– ¿Y qué me dices de representarlo?

– Me dijeron que estarían en contacto conmigo.

– ¿Qué opinas?

– No sabría decírtelo. Al chico le caí bien. Pero a los padres les preocupa que yo sea de poca monta. -Myron hizo una pausa-. ¿Cómo fue lo de Burger City?

Esperanza le entregó una serie de papeles y dijo:

– Éste es el contrato preliminar de Phil Sorenson.

– ¿Para el anuncio de televisión?

– Sí, pero tiene que vestirse de condimento para hamburguesas.

– ¿De cuál?

– De ketchup, creo. Todavía estamos ultimando detalles.

– Muy bien. Pero que no sea de mayonesa ni de pepinillo. -Myron repasó el contrato-. Buen trabajo, son buenas cantidades.

Esperanza se quedó mirándolo.

– Muy buenas, por cierto -dijo Myron dirigiéndole una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿Ahora viene cuando me emociono por tus elogios? -preguntó Esperanza.

– Olvida lo que te he dicho.

Esperanza señaló la pila de artículos y dijo:

– He conseguido encontrar el nombre de la psiquiatra de Valerie cuando estuvo ingresada en Dilworth. Se llama Julie Abramson. Tiene consulta privada en la Calle 73. Pero no quiere hablar contigo, claro. Se niega a hablar sobre cualquier tema que se refiera a sus pacientes.

– Una doctora -dijo Myron pensando en voz alta. Luego se puso las manos detrás de la cabeza y añadió-: Tal vez pueda convencerla gracias a mi increíble ingenio y a mi cuerpo escultural.

– A lo mejor -contestó Esperanza-, pero, por si acaso no cae en coma, he pensado en un plan alternativo.

– Consistente en…

– He vuelto a llamar a la consulta, he puesto otra voz y he fingido que fueras un paciente. Te he pedido hora para mañana por la mañana. A las nueve en punto.

– ¿Qué psicosis padezco?

– Priapismo crónico. Pero eso no es más que mi opinión.

– Muy graciosa.

– En realidad te veo mucho mejor desde que se marchó comosellame.

«Comosellame» era Jessica, y Esperanza la conocía de sobra. A Esperanza no le hacía demasiada gracia la novia de Myron. Cualquiera diría que fueran celos, pero se equivocaría. Sí, Esperanza era guapísima y, sí, se habían producido momentos de tentación entre ambos, pero el uno o el otro habían sido bastante prudentes para sofocar las llamas internas antes de llegar a hacerle daño a nadie. Y además cabía tener en cuenta el hecho de que a Esperanza le gustaba un poco de variedad, en materia de pretendientes, que iba más allá de la estatura, el cutis o la raza. En aquel momento, por ejemplo, Esperanza estaba saliendo con una fotógrafa. Sí, sí, fotógrafa, terminado en «a», o sea femenina, para más señas, por si alguien hubiera pensado en un error tipográfico.

Pero no, el motivo de su intensa aversión era mucho más simple: Esperanza estaba presente la primera vez que Jessica se había marchado. Lo había visto todo de primera mano. Y Esperanza era de las que no perdonan.

Myron volvió a su pregunta original:

– ¿Qué problema le has dicho que tengo?

– No se lo he dejado muy claro -dijo Esperanza-. Le he dicho que oías voces, que sufres esquizofrenia paranoide, delirios, alucinaciones, cosas así.

– ¿Y cómo has conseguido que te den hora tan pronto?

– Porque eres un actor de Hollywood muy famoso.

– ¿Y me llamo…?

– No me he atrevido a darles tu nombre -dijo Esperanza-. Fíjate si llegas a ser famoso…

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