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Aquello era Yuppylandia.

La decimocuarta planta de Inversiones y Valores Lock-Horne le recordaba a Myron una fortaleza medieval. Tenía un inmenso espacio en el centro y una muralla gruesa e imponente -los despachos de los peces gordos- protegiendo el perímetro. La zona central albergaba a cientos de trabajadores, en su mayoría hombres, gente joven, soldados de combate fácilmente sacrificables y reemplazables; formaban un mar en apariencia interminable que se balanceaba y se mezclaba con la moqueta color gris corporativo, las mesas idénticas, las sillas con ruedas también idénticas, las terminales de ordenador, los teléfonos y los faxes. Y como soldados que eran, todos llevaban uniforme: camisa blanca, tirantes, corbata de colores vivos que les ahogaba la carótida y americana colgada en el respaldo de las sillas con ruedas, todas ellas idénticas. Había ruido, gritos, teléfonos sonando y hasta algo parecido a chillidos agónicos. Todo el mundo estaba en movimiento. Todo el mundo se dispersaba en distintas direcciones, como presa del pánico y bajo constantes ataques.

Sí, aquél era uno de los últimos bastiones del auténtico yuppismo, un lugar donde el hombre tenía total libertad para practicar la religión de la avaricia de los ochenta, la codicia a toda costa, sin pretensiones de estar haciendo lo contrario. No había hipocresía. Las casas de inversión no se dedicaban a ayudar al prójimo. Su objetivo no era ofrecer un servicio a la humanidad ni hacer nada por el bien común. Aquel refugio tenía una meta básica, simple y muy clara: hacer dinero y punto.

Win tenía un despacho muy amplio en un rincón desde el que se veía Park Avenue y la Calle 52. Una vista de lujo para el gestor número uno de la compañía. Myron llamó a la puerta.

– Pase -dijo Win.

Myron se lo encontró sentado en el suelo en la posición del loto, con expresión serena en el rostro y formando un círculo con cada mano mediante la unión del índice y el pulgar. Meditación. Win lo hacía todos los días sin falta. Y normalmente más de una vez.

Sin embargo, al igual que la mayoría de las cosas relacionadas con Win, sus momentos de soledad interior no llegaban a ser convencionales del todo. Por un lado le gustaba mantener los ojos abiertos al meditar mientras la mayoría de la gente los mantenía cerrados. Por otro, no se imaginaba escenas idílicas de cascadas o ciervos en el bosque; Win prefería ver cintas caseras de vídeo, con sí mismo y una interesante variedad de amiguitas emitiendo toda una gama de jadeos pasionales.

– ¿Quieres apagar eso? -dijo Myron poniendo cara de asco.

– Lisa Goldstein -dijo Win señalando una masa de carne contorsionada en la pantalla.

– Encantado de haberla conocido, vamos.

– No estoy seguro de habértela presentado.

– Pues no sabría decírtelo -dijo Myron-. Quiero decir, ni siquiera sé muy bien dónde tiene la cara.

– Una chica encantadora. Judía, por cierto.

– ¿Lisa Goldstein? Estás de broma.

Win sonrió. Descruzó las piernas y se puso en pie de un salto con mucha agilidad. Apagó el televisor, pulsó el botón de «eject» y guardó la cinta en una caja con etiqueta marcada como «L. G.». Luego colocó la caja en la sección «G» del armario de roble que contenía otras muchas cintas.

– ¿Eres consciente de que estás muy trastornado? -dijo Myron.

Win cerró el armario con llave. Qué discreción.

– Todo el mundo necesita una afición.

– Eres un golfista nato y campeón de artes marciales. Eso sí son aficiones. Pero lo otro es un trastorno. Aficiones; trastorno. ¿Ves la diferencia?

– Ahora me das sermones -dijo Win-. Muy amable de tu parte.

Myron no respondió. Llevaban manteniendo conversaciones parecidas desde su primer año en la Universidad de Duke y Myron sabía que no conducían a nada.

El despacho de Win era del todo elitista y claramente perteneciente al típico estilo de la clase blanca protestante anglosajona. Las paredes revestidas de madera estaban decoradas con cuadros de la caza del zorro. Sillas de cuero color burdeos complementaban a la perfección la moqueta color verde bosque oscuro. Un globo terráqueo de época descansaba junto al escritorio de madera de roble que habría podido muy bien usarse como pista de squash. La sensación que daba el conjunto podía resumirse en dos palabras: muchísimo dinero.

– ¿Tienes un momento? -dijo Myron sentándose en una de las sillas de cuero.

– Por supuesto -respondió Win.

Abrió un armario del bar que había detrás de su mesa ydejó ver una pequeña nevera. Sacó un Yoo-Hoo y se lo pasó a Myron. Este agitó la lata siguiendo las instrucciones que rezaban «¡Agítalo! ¡Es genial!», mientras Win se servía un dry martini muy seco.

Myron comenzó contándole la visita de la policía al apartamento de Duane Richwood. Win se mantuvo impasible y sólo se permitió una sonrisa cuando oyó que Dimonte lo había llamado yuppy psicópata. Después Myron le comentó lo del Cadillac azul. Win se recostó contra el respaldo de la silla y juntó las yemas de los dedos. Escuchó toda la historia de Myron sin interrumpir y, cuando éste terminó, se levantó y cogió un putter.

– Así que nuestro amigo el señor Richwood se está callando algo.

– No lo sabemos seguro.

Win enarcó una ceja en señal de escepticismo.

– ¿Y tienes alguna idea de qué relación puede existir entre Duane Richwood y Valerie Simpson? -preguntó Win.

– Pues no. Pero tenía la esperanza de que tal vez tú sí.

¿Moi}-Tú la conocías -dijo Myron.

– Sólo era una conocida.

– Pero aun así tienes alguna idea.

– ¿Sobre la posible relación entre Duane y Valerie? No.

– Pues entonces ¿qué?

Win fue paseando hasta un rincón donde había doce pelotas de golf alineadas y empezó a golpearlas suavemente.

– ¿De verdad tienes la intención de seguir con esto? Con el asesinato de Valerie, me refiero.

– Pues sí.

– Pues a lo mejor no es asunto tuyo.

– A lo mejor… -dijo Myron asintiendo con la cabeza.

– O tal vez descubras algo desagradable.

– Cabe dentro de las posibilidades, sí.

Win asintió sin decir nada y examinó la disposición de la moqueta.

– No sería la primera vez -dijo Win.

– No. No sería la primera vez. ¿Puedo contar contigo?

– Nosotros no vamos a poder sacar nada de esto -dijo Win.

– Quizá no -dijo Myron haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Ningún beneficio económico.

– Ninguno en absoluto.

– De hecho nunca hay ningún beneficio económico que sacar de tus cruzadas.

Myron se limitó a esperar.

Win se preparó para golpear otra pelota.

– Deja de poner esa cara -dijo Win-. Puedes contar conmigo.

– Bien. Y ahora dime qué es lo que sabes de este asunto.

– No mucho, en realidad. Es sólo una idea.

– Te escucho.

– Pues bueno, supongo que ya sabrás lo de la crisis nerviosa de Valerie -dijo Win.

– Sí.

– Fue hace seis años. Ella apenas tenía dieciocho. La versión oficial es que no pudo soportar la presión.

– ¿La versión oficial, dices?

– Y tal vez sea la verdad. La presión que debía soportar era realmente impresionante. Podría decirse sin exagerar que su ascenso fue meteórico, pero ni mucho menos tanto como las expectativas que se habían creado en el mundo del tenis alrededor de ella. Su consiguiente declive, por lo menos hasta el momento de sufrir la crisis nerviosa, fue lento y doloroso. Ni mucho menos como el tuyo. Tu caída, si no te importa que use esa palabra, fue mucho más rápida. Como una guillotina. Un día eras el número uno de los Celtics y al siguiente estabas acabado. Fin. Pero, al contrario que Valerie, tú sufriste una desafortunada lesión y por lo tanto no se te pudo criticar. La gente sintió pena por ti. Diste una imagen emotiva. En cambio, la caída de Valerie dio la impresión de ser culpa suya. Se le llamó fracasada y fue ridiculizada, pero aun así no era más que una niña. De cara al público en general, fue la veleidosa mano del destino quien puso fin a la carrera de Myron Bolitar. Sin embargo, en el caso de Valerie Simpson, ella y sólo ella fue la culpable de su desgracia. De cara al público, no tuvo la fortaleza mental necesaria para seguir adelante y, por consiguiente, su caída fue lenta, tortuosa y brutal.

– ¿Y qué relación tiene eso con el asesinato?

– A lo mejor ninguna. Pero siempre he pensado que las circunstancias que rodearon la crisis nerviosa de Valerie fueron un poco inquietantes.

– ¿Por qué?

– Su calidad de juego se había deteriorado, eso está claro. Pero su entrenador, aquel famoso caballero a quien tanto le gusta rodearse de celebridades…

– Pavel Menansi.

– Como se llame. Seguía creyendo que Valerie podía jugar de nuevo y volver a ganar. Siempre lo decía.

– Y de ese modo le ponía aún más presión encima.

– Tal vez -dijo Win con parsimonia tras un momento de vacilación-. Pero existe otro factor. ¿Te acuerdas del asesinato de Alexander Cross?

– ¿El hijo del senador?

– Del senador de Pensilvania -añadió Win.

– Fue asesinado por unos atracadores en su club de campo. Hará cinco o seis años.

– Seis. Y era un club de tenis.

– ¿Lo conocías?

– Por supuesto -dijo Win-. Los Horne han conocido a todos los políticos importantes de Pensilvania desde William Penn. Yo me crié junto a Alexander Cross. Fuimos juntos a Exeter.

– ¿Y qué tiene eso que ver con Valerie Simpson?

– Pues que Alexander y Valerie podría decirse que fueron la pareja del momento.

– ¿Iban en serio?

– Y tanto. Estaban a punto de anunciar su compromiso cuando asesinaron a Alexander. Precisamente fue esa misma noche.

Myron hizo ciertos cálculos mentales. Hacía seis años. Valerie podía haber tenido dieciocho años.

– Deja que lo adivine. La crisis de Valerie se produjo justo después del asesinato de Alexander -dijo Myron.

– Exacto.

– Pero hay algo que no entiendo. El asesinato de Cross salió en las noticias todos los días durante semanas. ¿Cómo es que no se mencionó nunca el nombre de Valerie?

– Esa es la razón por la que encontré las circunstancias un poco intrigantes -dijo Win recogiendo la pelota.

Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada.

– Tenemos que hablar con la familia de Valerie -dijo Myron finalmente-. Y quizá con el senador también.

– Sí.

– Tú vives en ese mundo. Tú eres uno de ellos. Estarán más dispuestos a hablar contigo.

– No, no lo harían -dijo Win haciendo un gesto negativo con la cabeza-. Ser «uno de ellos», tal y como tú dices, es un impedimento. Con alguien como yo estarán con la guardia alta. Pero contigo no les preocupará tanto mantener lasapariencias. Te considerarán alguien que no importa, alguien inferior, alguien por debajo de ellos. Un don nadie.

– Uf, eso ha sido muy halagador.

– Así es como funciona el mundo, amigo mío -dijo Win sonriendo-. Hay muchas cosas que cambian, pero esas gentes todavía se consideran a sí mismos los verdaderos y auténticos americanos. Tú y los de tu ralea no sois más que temporeros enviados desde Rusia, Europa oriental, del gulag o del gueto de donde procedieran los tuyos.

– Espero que no me hablen en ese tono -dijo Myron.

– Te concertaré una cita con la madre de Valerie para mañana por la mañana.

– ¿Crees que querrá hablar conmigo?

– Si se lo pido yo, sí.

– Qué guay.

– Y que lo digas -dijo Win mientras guardaba el putter-. Y mientras tanto, ¿qué sugieres que hagamos?

Myron miró el reloj y luego dijo:

– Uno de los protegidos de Pavel Menansi va a jugar en el estadio dentro de una hora más o menos. He pensado que podría ir a verlo.

– ¿Y pour moi?-Valerie se pasó la última semana en el Plaza Hotel -dijo Myron-, me gustaría que fueras a echar un vistazo y ver si alguien recuerda algo. Comprueba las llamadas de teléfono.

– ¿Para ver si de verdad llamó a Duane Richwood?

– Sí.

– ¿Y de ser así?

– Entonces también tendremos que investigarlo a él -respondió Myron.

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