Jessica no quiso hablar de lo ocurrido. Sólo quiso hacer el amor. Myron lo comprendió. La muerte y la violencia afectan así a las personas. La línea inasible. La verdad es que uno le encuentra mucho más sentido a todo eso de «reafirmar la vida» después de haberse enfrentado a la Parca.
Cuando se quedaron sin fuerzas para continuar, Jessica apoyó la cabeza sobre el pecho de Myron y el pelo le quedó extendido sobre la cama como un abanico maravilloso. Se quedó así, sin decir nada, durante un buen rato. Él le acarició la espalda.
– Le encanta, ¿no? -dijo Jessica finalmente.
– Sí -contestó Myron sabiendo que se refería a Win.
– ¿Y a ti?
– No tanto como a Win.
– Eso ha sonado un poco a evasiva -dijo Jessica levantando la cabeza y mirándole a los ojos.
– Una parte de mí odia tener que hacer esas cosas más de lo que puedas imaginarte.
– ¿Y la otra parte?
– Es la prueba definitiva. Tiene un algo innegable de subidón de adrenalina. Pero no es como en el caso de Win. Él se muere de ganas de hacerlo. Lo necesita como una droga.
– ¿Y tú no?
– Me gusta pensar que lo aborrezco.
– ¿Pero te gusta?
– No lo sé.
– He pasado mucho miedo. Y Win me ha dado mucho miedo.
– Pero también te ha salvado la vida.
– Sí.
– Win lo hace bien. Es el mejor que he visto en estas cosas. Para él todo es blanco o negro. No tiene ambigüedades morales. Si cruzas la línea ya no tienes perdón, ni piedad, ni la oportunidad de poner excusas. Estás muerto y punto. Esos hombres iban a hacerte daño. Win no pensaba en rehabilitarlos. Para él, ya habían tomado una decisión y desde el momento en que entraron en tu apartamento sellaron su sentencia de muerte.
– Suena como la teoría de la represalia masiva. Tú matas a uno de los nuestros, nosotros matamos a diez de los vuestros.
– Es aún más cruel que eso. Win no pretende dar lecciones a nadie. Lo considera exterminio de plagas. Para él no son más que insectos asquerosos.
– ¿Y a ti te parece bien?
– No siempre. Pero lo entiendo. El código moral de Win no es el mismo que el mío. Hace tiempo que lo sabemos, pero él es mi mejor amigo y le confiaría mi vida.
– O la mía.
– Sí.
– ¿Y cuál es tu código moral?
– Varía. Dejémoslo así.
Jessica asintió en silencio y volvió a apoyar la cabeza sobre el pecho de Myron. La calidez de su cuerpo sobre el latir del corazón le hacía sentirse bien.
– La cabeza les explotó como si fuera un melón -dijo Jessica.
– Win altera las balas para aumentar al máximo la potencia del impacto.
– ¿A dónde se ha llevado los cuerpos?
– No lo sé.
– ¿Los encontrarán?
– Sólo si él quiere que alguien los encuentre.
Varios minutos después, Jessica cerró los ojos y su respiración se hizo más profunda. Myron se quedó mirando cómo se dormía. Jessica se acurrucó junto a él. Parecía muy pequeña y muy frágil. Myron sabía lo que iba pasar a la mañana siguiente. Jessica seguiría todavía bajo los efectos de la conmoción, no tanto de confusión como de negación. Pasaría el día como si nada hubiese ocurrido, esforzándose al máximo por aparentar normalidad, pero sin conseguirlo. Todo sería un poco distinto respecto al día anterior. No iba a ser nada radical, sólo pequeños detalles. La comida le sabría diferente, el aire olería de otra forma, los colores tendrían un tono diferente, aunque todo ello pareciera imperceptible.
A las seis de la mañana, Myron se levantó de la cama y se dio una ducha. Cuando volvió, Jessica estaba sentada en ella.
– ¿Adónde vas? -le preguntó.
– A ver a Pavel Menansi.
– ¿Tan temprano?
– Creen que anoche se solucionó el problema, así que, si voy ahora, tal vez les coja con la guardia baja.
– He estado pensando lo que me dijiste anoche durante la cena -dijo Jessica mientras se tapaba con las sábanas- sobre la relación con el asesinato de Alexander Cross.
– ¿Y?
– Supongamos que tienes razón. Supongamos que aquella noche de hace seis años pasara alguna cosa más.
– ¿Como por ejemplo?
Jessica se sentó con la espalda recta, apoyándose contra la cabecera y dijo:
– Supongamos que Errol Swade no mató a Alexander Cross.
– De acuerdo.
– Muy bien, supongamos que Valerie vio lo que le ocurrió en realidad a Alexander Cross. Y supongamos que lo que vio, fuese lo que fuese, acabara por completo con su ya maltrecha psique, una psique que ya estaba debilitada por lo que le había hecho Pavel Menansi. Pero ahora supongamos que lo que vio, fuese lo que fuese, fuera la causa de su colapso nervioso.
– Continúa -dijo Myron asintiendo con la cabeza.
– Luego pasan los años. Valerie se va haciendo más fuerte. Se recupera de una manera excepcional. Incluso quiere volver a jugar al tenis. Pero sobre todo y ante todo, quiere hacer frente al mayor de sus temores: la verdad de lo que realmente ocurrió aquella noche.
Myron vio a dónde quería ir a parar y dijo:
– Tendrían que callarla.
– Sí.
Myron se puso los pantalones. Durante los últimos meses, su ropa había iniciado una lenta migración hacia el loft de Jessica. Cerca de una tercera parte de su armario ya vivía allí.
– Si estás en lo cierto -dijo-, hay dos personas que no quieren que Valerie abra la boca: Pavel Menansi y quienquiera que matara a Alexander Cross.
– O alguien que quiere proteger a ambos.
Myron terminó de vestirse. A Jess no le gustaba nada la corbata y le dijo que se la cambiara. Myron le hizo caso. Cuando ya estaba listo para irse, dijo:
– Esta mañana estarás a salvo, pero quiero que te traslades a vivir fuera de la ciudad durante un tiempo.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– No lo sé. Unos cuantos días. A lo mejor más. Por lo menos hasta que pueda tener esta situación bajo control.
– Ya veo.
– ¿Te vas a enfadar conmigo por eso?
Jessica se levantó de la cama y fue andando descalza por la habitación. No llevaba ropa. A Myron se le resecó la garganta y se quedó mirándola fijamente. Era capaz de quedarse mirándola todo el día. Jessica caminaba con la agilidad de una pantera. Todos sus movimientos eran suaves, maravillosos y muy sensuales. Se puso un camisón de seda y dijo:
– Ya sé que ahora debería indignarme y decir que no pienso cambiar mi vida. Pero tengo miedo. Y además soy escritora y me vendrán bien algunos días de soledad. Así que me iré. No vamos a discutir.
Myron la abrazó y le dijo:
– Siempre me sorprendes.
– ¿Qué?
– Que has sido razonable. ¿Quién me lo iba a decir?
– Trato de mantener vivo el misterio -respondió Jessica.
Se besaron apasionadamente. Ella tenía la piel cálida.
– ¿Por qué no te quedas un poco más? -le susurró Jessica.
Myron le dijo que no con la cabeza.
– Quiero hablar con Pavel antes de que Ache se entere de lo sucedido.
– Pues entonces dame un beso más.
Myron dio un paso atrás y dijo:
– No, a menos que me envuelvas en cubitos de hielo.
Le lanzó un beso y salió del dormitorio.
En la pared de ladrillo junto a la puerta había manchas de sangre. Cortesía de la cabeza de Lee, el Rejilla.
Al salir, Myron comprobó que no había ni rastro de Win, aunque sabía que estaba por allí. Jess iba a estar a salvo hasta que se trasladara.
Pavel Menansi se hospedaba en el Omni Park Central de la Séptima Avenida, al otro lado de Carnegie Hall. Myron habría preferido ir acompañado, pero lo cierto es que era mejor que Win no fuera con él. Entre Win y Valerie había habido algo más que la típica relación familiar de amistad. Myron no sabía qué era.
Win se preocupaba por muy poca gente, pero por quienes lo hacía era capaz de cualquier cosa. El resto del universo no le importaba en absoluto. Y de algún modo, Valerie había entrado en el círculo de sus protegidos. En realidad, a Myron ya iba a costarle lo suyo contener su propia ira. Y que Win lo acompañara, que pudiera interrogar a Pavel sobre su «aventura» con Valerie, no habría sido positivo ni tampoco agradable.
Pavel se alojaba en la habitación 719. Myron miró la hora. Las seis y media. En el vestíbulo no había mucho movimiento. Estaban fregando el suelo. Una pareja pagaba la cuenta con cara de cansancio. Tenían tres niños y todos estaban lloriqueando. Los padres tenían cara de necesitar vacaciones. Myron se dirigió decididamente al ascensor como si estuviera alojado en el hotel y pulsó el botón de la séptima planta.
El pasillo estaba desierto. Llegó ante la habitación de Pavel y llamó a la puerta. Nadie respondió. Volvió a probar. Nada. Ya estaba a punto de marcharse para llamar por teléfono desde el vestíbulo, cuando un ruido lo obligó a detenerse. Escuchó con atención. Era un ruido apenas perceptible. Myron puso la oreja contra la puerta.
– ¿Hola? -dijo en voz alta.
Eran sollozos. Muy débiles. Pero iban haciéndose cada vez más fuertes. Era una niña llorando.
Myron aporreó la puerta con fuerza. Los sollozos empezaron a hacerse más sonoros, volviéndose casi llanto.
– ¿Estás bien? -preguntó Myron.
Oyó más sollozos, pero ninguna contestación. Más o menos un minuto más tarde, Myron empezó a buscar el típico carrito de la señora de la limpieza donde siempre hay una llave maestra. Pero eran las seis y media de la mañana y la señora de la limpieza todavía no había empezado su jornada.
Forzar cerraduras no era la especialidad de Myron. Win lo hacía muchísimo mejor. Además, no tenía las herramientas necesarias. Volvió a oír un chillido.
– ¡Abre la puerta! -gritó Myron, pero no oyó más que sollozos como única respuesta.
«A la mierda», pensó Myron.
Cargando todo el peso en el hombro, se abalanzó contra la puerta. Se hizo un daño considerable, pero la cerradura cedió de todas formas. Aunque seguía oyendo sollozos ahogados, durante un segundo Myron se olvidó de ellos. Sobre la cama yacía el cuerpo de Pavel Menansi con los ojos abiertos como platos y la mirada perdida. Tenía la boca tiesa con expresión de sorpresa. Sangre seca, oscura y coagulada le cubría el pecho, por donde lo había atravesado la bala.
Estaba desnudo.
Myron se quedó atónito varios segundos hasta que volvió a oír los sollozos. Se volvió hacia la derecha y percibió el ruido tras la puerta del baño. Se dirigió allí. Había una bolsa de plástico de Feron's en el suelo, la misma que utilizaba la empresa en el US Open, la misma que habían encontrado donde Valerie había sido asesinada.
La bolsa tenía un agujero de bala.
En la puerta del baño había una silla encajada bajo el pomo. En el suelo enlosado del baño estaba sentada una chica joven con las rodillas apretadas contra el pecho y acurrucada en un rincón junto a la taza del váter. Myron la reconoció de inmediato. Era Janet Koffman, la última protegida de Pavel. Tenía catorce años.
Y también estaba desnuda.
Janet lo miró a la cara. Tenía sus grandes ojos enrojecidos e hinchados. Le temblaba el labio inferior.
– Sólo estábamos hablando de tenis -dijo en tono monótono e inexpresivo-. Era mi entrenador. Sólo estábamos hablando sobre el partido. Nada más.
Myron asintió sin decir nada. Janet volvió a ponerse a llorar. Myron se inclinó y le puso una toalla en torno a la espalda para taparla. Luego le tendió el brazo para ayudarla a levantarse, pero la chica se apartó de él.
– Ya acabó todo -dijo Myron sin saber muy bien qué decir-. No te va a pasar nada.