20

Myron salió del edificio y fue paseando por Madison Avenue. El tráfico estaba atascado, cosa que no era en absoluto de extrañar en Manhattan. Los cinco carriles de Madison Avenue se convertían en uno solo al llegar a la Calle 54 porque los otros cuatro estaban cortados por una de esas obras tan tremendamente neoyorquinas de las que salía vapor. ¿Pero de dónde salía todo ese vapor?

Myron estaba a punto de cortar por la Calle 53 cuando sintió un golpe punzante en las costillas.

– Dame una excusa y te mato, cabrón.

Myron reconoció la voz antes de llegar a ver aquella nariz con esparadrapo y aquellos ojos negros. Era el Rejilla. Y acababa de encañonarle una pistola contra la caja torácica, ocultando el arma de posibles transeúntes curiosos con su propio cuerpo.

– Llevas la misma camiseta -dijo Myron-. Por el amor de Dios, ni siquiera te has cambiado.

El Rejilla le dio en las costillas con la pistola.

– Vas a desear no haber nacido nunca, cabrón. Sube al coche.

El coche, el Cadillac azul claro con arañazos en uno de los lados, se detuvo junto a ellos. Jim, el compañero del Rejilla, era el conductor, pero Myron apenas se fijó en él. Su mirada se centró de inmediato en la persona que iba en el asiento trasero, que le resultaba familiar y que le saludó con una sonrisa y un gesto de la mano.

– Ey, Myron. ¿Cómo va?

Era Aaron.

– Tráelo aquí, Lee -dijo luego.

Lee, alias el Rejilla, dio un empujón a Myron con la punta de la pistola.

– Venga, cabrón.

Myron se sentó en el asiento trasero con Aaron. Lee, el Rejilla, se sentó delante junto a Jim. Los asientos delanteros, por donde Win había vertido ketchup, estaban cubiertos con plástico.

Aaron iba vestido como de costumbre, es decir, con traje blanco nuclear y zapatos blancos que hacían juego. Sin calcetines. Sin camisa. Nunca llevaba camisa, prefería ir por ahí enseñando los pectorales que, además, le brillaban untados con algún aceite o grasa. Siempre parecía recién depilado y tenía la piel lisa como culito de bebé. Era un tipo grande, de unos dos metros diez de altura y unos ciento diez kilos de peso. Y su aspecto de levantador de pesas no era sólo fachada. Se movía con una velocidad y agilidad increíbles a pesar de su gran masa corporal. Llevaba el pelo echado hacia atrás y atado en cola larga.

Dirigió a Myron una sonrisa de presentador de concursos y la mantuvo congelada en los labios.

– Bonita sonrisa, Aaron -dijo Myron-. Con muchos dientes.

– Para mí la higiene bucal es una pasión.

– Pues deberías compartir esa pasión con Lee.

El Rejilla volvió la cabeza hacia él y preguntó:

– ¿Qué cono has dicho, cabrón?

– Déjanos, Lee -dijo Aaron.

Aquél fulminó a Myron con la mirada. Éste soltó un bostezo. Jim siguió conduciendo. Aaron se recostó contra el respaldo del asiento. No decía nada, sólo sonreía de oreja a oreja. Todo él brillaba a la luz del sol. Cuando hubieron recorrido dos manzanas en esas condiciones, Myron le señaló al pecho a Aaron:

– Oye, te olvidaste un pelo al hacerte la depilación eléctrica.

Pero, dicho sea en honor de Aaron, éste no se miró el pecho para comprobarlo.

– Myron, tenemos que hablar -dijo.

– ¿Sobre qué? -preguntó él.

– Sobre Valerie Simpson. Por una vez en la vida, creo que estamos en el mismo bando.

– ¿Ah, sí?

– Tú quieres atrapar al asesino de Valerie Simpson. Nosotros también.

– ¿En serio?

– Sí. El señor Ache está decidido a llevar al asesino ante la justicia.

– El bueno de Frank. Siempre tan buena persona.

Aaron soltó una carcajada.

– Sigues haciéndote el gracioso, ¿eh, Myron? Bueno, tengo que admitir que parece un poco extraño, pero nos gustaría ayudarte.

– ¿Cómo?

– Los dos sabemos que Roger Quincy mató a Valerie Simpson y el señor Ache está dispuesto a usar sus importantes influencias para ayudarte a localizarlo.

– ¿Y a cambio?

Aaron fingió sentirse ofendido. Se llevó una mano al pecho, una mano con las uñas muy bien recortadas, y dijo:

– Myron, tus palabras me hieren. De verdad. Nosotros sólo intentamos ofrecerte nuestra amistad y tú la rechazas con un insulto.

– Ya.

– Se trata de una de esas extrañas situaciones en las que todo el mundo gana -comentó Aaron-. Estamos dispuestos a ayudarte a atrapar al asesino.

– ¿Y vosotros qué ganáis?

– Nada de nada. -Aaron volvió a recostarse contra el asiento-. Si se encuentra al asesino, la policía pasará a ocuparse de otros asuntos, nosotros pasaremos a ocuparnos de otros asuntos y tú, Myron, también deberías pasar a ocuparte de otros asuntos.

– Ah.

– Mira, no hay motivo alguno para que nos enfrentemos -añadió Aaron. Cuando el sol le daba en el pecho desde el ángulo correcto, el reflejo lo dejaba ciego-. No es como en nuestros anteriores encontronazos. Los dos queremos lo mismo. Los dos queremos dejar atrás un episodio tan trágico. Para ti eso supondría encontrar al asesino y llevarlo ante un jurado. Para nosotros, supondrá cerrar la investigación lo antes posible.

– Ya. Pero supongamos que no estoy del todo seguro de que Roger Quincy sea el asesino -dijo Myron.

– Vamos, Myron -Aaron enarcó una ceja-. Ya has visto las pruebas.

– Son circunstanciales.

– ¿Desde cuándo te ha preocupado a ti eso? Ah, y por cierto, ha aparecido un nuevo testigo. Acabamos de enterarnos.

– ¿Qué clase de testigo?

– Un testigo que vio a Roger Quincy hablando con tu querida Valerie diez minutos antes del asesinato.

Myron no contestó.

– ¿Acaso dudas de mi palabra?

– ¿Quién es?

– Un ama de casa. Fue a ver los partidos con sus hijos. Y, por si te lo estabas preguntando, no tenemos nada que ver con ella.

– ¿Y por qué tanto miedo?

– ¿Miedo?

– ¿Qué es lo que le preocupa tanto a Ache? ¿Por qué contrató a estos Starsky y Hutch para seguirme?

El Rejilla se dio vuelta y dijo:

– ¿Cómo cojones me has llamado, cabrón?

– Déjanos, Lee -dijo Aaron.

– Anda, venga, Aaron, déjame machacarlo un poco. ¿Es que no has visto lo que le hizo este hijo de puta a mi coche?

Y mira cómo tengo la puta nariz. -Para él, Rejilla, lo primero era el coche y luego la nariz. Cuestión de prioridades-. El mariconazo de su amigo y él se lanzaron contra mí. Dos contra uno. Y cuando no me lo esperaba-. Déjame que le enseñe a tener un poco de respeto.

– No podrías, Lee. No podríais ni Jim y tú juntos.

– Y una mierda que no. Si no tuviera la nariz jodida…

– Calla ya, Lee -dijo Aaron.

Se hizo el silencio de inmediato.

Aaron dirigió la mirada a Myron poniendo los ojos en blanco y extendió los brazos.

– No son más que aficionados -dijo-. Frank siempre intenta ahorrar todo lo que puede. Un dólar aquí, otro allí.

Y al final nos acaba saliendo más caro.

– Yo pensaba que ya no trabajabas para los hermanos Ache -dijo Myron.

– No, ahora trabajo por mi cuenta. -¿Entonces te han contratado? -Esta misma mañana.

– Pues debe de ser algo importante, porque tú no sales barato.

Aaron volvió a mostrarle la dentadura y se ajustó la americana del traje.

– Si quieres lo mejor, tienes que pagarlo.

– ¿Y por qué está Frank tan desesperado con este asunto?

– No tengo ni idea. Pero no te engañes: Frank quiere que termines tu investigación. Ahora mismo. Sin excusas que valgan. Mira, Myron, los dos sabemos que tú siempre has sido un verdadero coñazo para Frank. No le caes bien. Para ser sinceros, le gustaría liquidarte. Te lo aseguro. Te estoy hablando de hombre a hombre. De amigo a amigo. Porque somos amigos, ¿verdad? O compañeros.

– Casi, casi, como hermanos -añadió Myron.

– Pero Frank está siendo muy permisivo contigo. Incluso generoso. Por ejemplo, sabe que fuiste a cenar con Eddie Crane. Sólo por eso a Frank le gustaría que te dieran una paliza. Pero no lo ha hecho. Al contrario, ha decidido que, si Eddie Crane elige tu agencia, no hará nada por impedirlo.

– Qué detalle.

– Pues sí que lo es -insistió Aaron-. Pero si el entrenador de ese chaval es suyo, por el amor de Dios, se mire como se mire, es propiedad de TruPro. Pero Frank está dispuesto a dejártelo a ti y ayudarte a atrapar a Roger Quincy. Dos favores muy grandes. Regalos, podría decirse. Y no te pide nada a cambio.

– ¿Cómo voy a dejar pasar una oportunidad como ésta? -dijo Myron levantando las manos.

– ¿Estás siendo sarcástico?

Myron se encogió de hombros.

– Frank está haciendo todo lo posible por ser justo contigo, Myron.

– Sí, es que es un verdadero sol.

– Oye, no le lleves la contraria, no vale la pena.

– ¿Puedo irme ya?

– Primero me gustaría que me dieras una respuesta.

– Tendré que pensarlo. Aunque estaría más dispuesto a aceptar si supiera qué es lo que Frank está tratando de ocultar.

Aaron negó con la cabeza.

– Sigues siendo el mismo de siempre, ¿en, Myron? Nunca cambiarás. Me sorprende que nadie te haya liquidado todavía.

– No soy fácil de matar -dijo Myron.

– Tal vez no.

– Y además soy muy buen bailarín y a nadie le gusta cargarse a un bailarín tan bueno como yo. Quedamos pocos.

Aaron puso la mano sobre la rodilla de Myron, se inclinó hacia él y le dijo:

– ¿Podemos dejar el numerito del chalado un momento?

Myron dirigió la mirada a la mano y luego de vuelta a Aaron.

– Esto… ¿Me estás tocando la rodilla?

– ¿Conoces el sistema del «palo y la zanahoria», Myron?

– ¿Qué?

– El palo y la zanahoria -comentó Aaron sin apartar la mano.

– Ah, sí, claro. El palo y la zanahoria…

¿De qué estaba hablando?

– Hasta ahora sólo te he mostrado la zanahoria, o el premio, por así decir, pero no me sentiría bien conmigo mismo si no te mostrara el palo.

Es decir, el castigo. En el asiento delantero, el Rejilla y Jim intercambiaron carcajadas.

Aaron le apretó la rodilla levemente con los dedos. Como si fueran las garras de un halcón.

– Tú ya me conoces. No soy un hombre de castigos. Yosoy de los amables. Soy delicado. Soy… -se quedó mirando el techo como si buscara la palabra adecuada.

– Una zanahoria -dijo Myron terminando la frase por él.

– Exacto. Una zanahoria.

Myron había visto a Aaron matar a un hombre. Le había roto el cuello como si fuera una ramita. También había visto las consecuencias del trabajo de Aaron en lugares muy dispares, desde un ring de boxeo hasta un depósito de cadáveres.

– Pero aun así tengo que enseñarte un poco de palo -continuó Aaron-. Sólo para tu información, se entiende. Es lo que suele hacerse en estos casos. Yo ya sé que en tu caso no es necesario. El palo, quiero decir.

– Te escucho -dijo Myron.

– Eso -añadió el Rejilla-, díselo, Aarón.

El Rejilla y Jim volvieron a soltar una carcajada, más ruidosa que la anterior.

– Callaos -dijo Aaron sin alzar la voz.

De inmediato volvió a hacerse el silencio. Como si acabaran de matarlos de un tiro en la cabeza.

Aaron volvió a centrar la atención en Myron y sus ojos adquirieron de repente un aspecto siniestro.

– No habrá más advertencias. Nos limitaremos a actuar. Ya sé que no eres de los que se asustan fácilmente. Se lo dije a Frank, pero a él le da lo mismo. Me sugirió atacar por frentes que otros considerarían terreno prohibido.

– ¿Como por ejemplo?

– Tengo entendido que Duane Richwood está jugando muy bien. No me gustaría que su carrera terminara abruptamente -le apretó aún más la rodilla-. O pongamos por caso a tu hermosa Jessica. Ya sé que ahora está fuera del país. En Atenas, por si no lo sabías. En el hotel Grand Bretagne. Habitación 207. Frank tiene amigos en Grecia.

Myron sintió un escalofrío.

– Ni se te ocurra, Aaron.

– No está en mis manos decidir -contestó Aaron. Dejó de apretarle la rodilla-. Frank es quien decide. Y no se le puede hacer cambiar de opinión. Ahora quiere que te dejemos ir. Y ya sabes el dicho: quien con fuego juega…

– Como le haga algo…

– Por favor, Myron, nada de amenazas -dijo Aaron desdeñando sus palabras con un gesto de la mano-. No hay motivo para amenazar a nadie. No puedes ganar. Lo sabes muy bien. El precio de la victoria es demasiado alto. Win y tú sólo sois dos hombres. Dos hombres buenos, de los mejores, unos adversarios realmente dignos. Pero para empezar, Frank cuenta conmigo. Y con más gente, mucha más, toda la que haga falta. Gente sin escrúpulos. Gente que entraría en la habitación de Jessica, se la iría repasando por turnos y después le pegaría un tiro. Gente que se lanzaría contra Esperanza a la salida del trabajo. Gente que le haría a tu madre cosas de las que más vale no hablar.

Myron se quedó mirando fijamente a Aarón, que no pestañeó ni un segundo.

– No puedes ganar, Myron. Por fuerte que seas, no puedes hacer frente a este tipo de cosas. Los dos lo sabemos bien.

Se hizo el silencio. El Cadillac se detuvo enfrente del edificio de Myron.

– ¿Me puedes dar una respuesta ya? -preguntó Aaron.

Myron intentó no temblar al salir del coche y entró en el edificio sin mirar atrás.

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