19

De los tres testigos del asesinato de Alexander Cross, todos ellos compañeros de universidad del fallecido, sólo uno vivía en el distrito de Nueva York. Gregory Caufield hijo era ahora un joven socio del bufete de abogados de su papaíto, Stillen, Caufield & Weston, bufete de perfil alto y mucha influencia con delegaciones en varios estados y algunos países extranjeros.

Myron marcó el número, preguntó por Gregory Caufield hijo y le pidieron que esperara. Momentos más tarde, una voz femenina dijo:

– Le paso directamente con el señor Caufield.

Se oyó un «clic». Después tono de llamada. Y luego una voz muy entusiasta:

– ¡Hola, muy buenas!

«¿Hola, buenas?», pensó Myron.

– ¿Es usted Gregory Caufield?

– El mismo. ¿En qué puedo ayudarle?

– Me llamo Myron Bolitar.

– Aja.

– Y me gustaría concertar una entrevista con usted.

– Ningún problema. ¿Cuándo le va bien?

– Cuanto antes mejor.

– ¿Qué le parece dentro de media hora? ¿Le va bien?

– Perfecto, gracias.

– Genial, Myron. Pues aquí le espero.

Clic. ¿Había dicho «genial»?

Quince minutos después, Myron ya estaba camino del bufete. Fue por Park Avenue y pasó delante de los peldaños de la mezquita donde Win y Myron solían almorzar en verano. Era un buen lugar donde sentarse y hablar de las mujeres que pasaban. Sin la menor duda, en Nueva York viven las mujeres más hermosas del mundo. Llevan traje, zapatillas deportivas y gafas de sol. Caminan con una determinación implacable, sin tiempo que perder. Y sorprendentemente, ninguna de ellas le dirigía la mirada. Tal vez intentaban ser discretas. Pero probablemente lo repasaran de arriba abajo con lujuria apenas contenida detrás de las gafas de sol.

Myron dobló la esquina en dirección oeste y llegó a Madison Avenue. Pasó por delante de un par de tiendas de electrónica en donde colgaba el mismo cartel desde hacía un año por lo menos: «liquidación por cierre».

El cartel era siempre el mismo, con fondo blanco y letras negras. También había un ciego sosteniendo una taza, aunque ya ni siquiera regalaba lápices y su perro lazarillo parecía estar muerto. Había dos policías riéndose en una esquina. Estaban comiendo cruasanes, no donuts. Otro cliché que se iba al traste.

Junto al ascensor del recibidor había un guardia.

– ¿Sí?

– Soy Myron Bolitar, vengo a ver a Gregory Caufield.

– Ah, sí, señor Bolitar. Planta veintidós.

El tipo ni siquiera hizo una llamada y no miró ninguna lista. Hmm.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, lo recibió una mujer de rasgos agradables.

– Buenas tardes, señor Bolitar. ¿Me acompaña, por favor?

Fueron por un pasillo con moqueta rosa de oficina, paredes blancas y pósteres enmarcados de Thomas McKnight. No se oía teclear de máquinas de escribir, pero Myron oyó el zumbido de una impresora láser, a alguien marcando números en un teléfono manos libres y un aparato de fax enviando algún documento con su típico chirrido. Al doblar el pasillo, se les acercó otra mujer, de rasgos igualmente agradables. Allí abundaban las sonrisas de plástico.

– Hola, señor Bolitar, me alegro de verle -dijo la segunda mujer.

– Yo también me alegro.

Cada frase que decía era matadora.

La primera mujer la dejó con la segunda. Como en un combate de lucha libre de dos contra uno.

– El señor Caufield le espera en la sala de reuniones C -dijo la segunda mujer en voz baja, como si la sala de reuniones C fuera una habitación clandestina situada en las entrañas del Pentágono.

Lo acompañó hasta una puerta muy parecida al resto, excepto por la gran «C» de bronce que tenía pegada en el centro. Myron dedujo en cuestión de segundos que aquella debía de ser la sala de reuniones C. Las aventuras de Sherlock Bolitar. Un hombre le abrió la puerta desde dentro. Era joven y tenía la cabeza ancha, con una mata de pelo a lo George Stephanopoulos. Le dio un fuerte apretón de manos.

– Hola, Myron.

– Hola, Gregory. -Como si se conocieran de toda la vida.

– Pasa, por favor. Hay alguien a quien quiero presentarte.

Myron se introdujo en la sala. Había una mesa muy grande color nuez con sillas de cuero negro, con remaches dorados, de aquellas tan caras. La sala estaba vacía salvo por un hombre sentado al otro extremo de la mesa. Pese a no haber hablado nunca con él, Myron lo reconoció de inmediato. Debería haberse asombrado, pero no lo hizo.

Era el senador Bradley Cross.

Gregory no se molestó en presentarlos. De hecho ni siquiera se molestó en quedarse allí con ellos; salió por la puerta y la cerró tras él. El senador se levantó de su asiento. No tenía en absoluto la típica cara de patricio bien parecida que suele asociarse con las clases dirigentes. Hay quien dice que la gente se parece a su animal de compañía, en cuyo caso, el senador debía de tener un basset hound. Sus rasgos faciales eran largos y muy moldeables. El traje a medida que llevaba no disimulaba su forma de pera y, de haber sido mujer, la gente le habría dicho que tenía caderas de madre. El poco pelo que tenía era ralo, gris y parecía estar pegado al cuero cabelludo por electricidad estática. Llevaba gafas de montura gruesa y esbozaba una sonrisa descentrada pero, a pesar de todo, era una sonrisa simpática, y lo cierto es que toda su cara transmitía simpatía y confianza. El tipo de cara que la gente solía votar.

El senador Cross le tendió la mano lentamente.

– Le ruego que me disculpe por todo este numerito -dijo-, pero he pensado que debíamos conocernos.

Se dieron un apretón de manos.

– Siéntese, por favor. Póngase cómodo. ¿Quiere beber algo?

– No, gracias -contestó Myron.

Se sentaron frente a frente y Myron esperó. El senador parecía no saber muy bien cómo empezar. Tosió varias veces tapándose la boca con el puño y moviendo ligeramente la parte inferior de los carrillos, que le colgaban de la mandíbula.

– ¿Sabe por qué quiero hablar con usted? -preguntó finalmente.

– No -respondió Myron.

– Tengo entendido que ha estado usted haciendo un montón de preguntas a propósito de mi hijo. Y más concretamente, en relación con su asesinato.

– ¿Quién le ha dicho eso?

– Lo he oído por ahí. Tengo mis fuentes -y ladeó la cabeza como los bassets cuando oyen un ruido extraño-. Me gustaría saber por qué.

– Valerie Simpson iba a ser mi cliente.

– Eso he oído.

– Estoy investigando su asesinato.

– ¿Y cree que puede existir alguna relación entre el asesinato de Valerie y el de Alexander?

Myron se encogió de hombros.

– A mi hijo lo asesinó un atracador callejero hace seis años cerca de Filadelfia. A Valerie la han asesinado al estilo mafioso en el Open de Estados Unidos de Nueva York. ¿Qué relación cree que puede existir entre ambos?

– A lo mejor ninguna.

El senador Cross se recostó contra el respaldo de la silla mientras hacía girar los pulgares.

– Voy a serle sincero, señor Bolitar. He investigado un poco su historia personal. Sé dónde ha trabajado. No conozco todos los detalles, claro, pero sí su reputación. No voy a tratar de coaccionarle. Eso no va conmigo. Nunca me ha gustado hacerme el duro -dijo volviendo a esbozar una sonrisa. Ahora tenía los ojos llorosos y su voz le temblaba ligeramente-. Le hablo no como senador de Estados Unidos sino como un padre que ha perdido a su hijo. Un padre que lo único que quiere es que dejen descansar en paz a su hijo. Por eso le ruego que deje lo que está haciendo.

El dolor que se desprendía de su voz era genuino. Myron no había contado con eso.

– No sé si voy a poder, señor Cross.

El senador se restregó la cara vigorosamente con ambas manos.

– Usted ve a dos jóvenes… -empezó a decir en tono cansado-, dos jóvenes con toda una vida por delante. Que prácticamente ya se habían prometido. ¿Y qué les ocurre? Son asesinados. Dos crímenes con seis años de diferencia. Cuesta imaginar una coincidencia más cruel. Se lo ha planteado así, ¿verdad, señor Bolitar?

Myron asintió en silencio.

– Así que empieza a investigar sus muertes. Busca algo que pueda explicar una tragedia doble tan extraña. Y en su búsqueda se topa con inconsistencias. Piezas de un rompecabezas que no acaban de encajar.

– Sí.

– Y esas inconsistencias lo llevan a suponer que el asesinato de Alexander y el de Valerie puedan estar relacionados.

– Quizás.

El senador Cross dirigió la mirada hacia el techo y posó el dedo meñique sobre el labio.

– ¿Me creerá si le doy mi palabra de que esas inconsistencias no tienen nada que ver con Valerie Simpson?

– No -respondió Myron-. No puedo.

El senador Cross asintió con la cabeza, más para sí mismo que para el otro.

– Ya lo esperaba -dijo-. Usted no tiene hijos, ¿verdad, señor Bolitar?

– No.

– No importa. La gente que tiene tampoco lo entiende. Son incapaces. Lo que ocurrió… No es sólo por el dolor. La muerte te lo arrebata todo. No te deja ir, no te da respiro. Mi esposa todavía tiene que medicarse a diario. Es como si alguien la hubiera vaciado por dentro y no hubiese dejado más que una cascara lamentable. No puede imaginarse lo que es verla así.

– Yo no tengo intención de hacerle daño a nadie, señor Cross.

– Pero tampoco piensa detenerse. Y por mucho que se esfuerce, alguien se enterará de su investigación, igual que he hecho yo.

– Intentaré ser lo más discreto posible.

– Usted sabe que eso es imposible.

– Ahora ya no puedo echarme atrás. Lo siento.

El senador volvió a darse un masaje facial. Dejó escapar un profundo suspiro y dijo:

– No me deja más alternativa. Tendré que contarle lo que sucedió. Quizás entonces se olvide de todo esto.

Myron se quedó esperando sin decir nada.

– Usted es abogado, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Es miembro del Colegio de Abogados de Nueva York?

– Sí.

Bradley Cross metió la mano en el bolsillo de la americana y la carne cetrina de la cara le quedó colgando en masas desiguales. Sacó un talonario.

– Me gustaría contratarle como mi abogado -dijo-. ¿Le basta con una iguala de cinco mil dólares?

– No le entiendo.

– Al ser usted mi abogado, lo que voy a contarle se considerará secreto profesional. Así, usted no podrá, ni siquiera en un tribunal, repetir lo que estoy a punto de contarle.

– No hace falta que me contrate para eso.

– Yo lo prefiero así.

– Muy bien, pues entonces haga el cheque de cien dólares.

Bradley Cross le extendió el cheque y se lo entregó a Myron.

– Mi hijo consumía drogas -dijo el senador sin más preámbulos-. Sobre todo cocaína. Y también heroína, pero apenas había empezado a consumirla. Yo sabía que tomaba algo, pero sinceramente no pensé que fuera duro. Lo había visto colocado, lo había visto con los ojos rojos, pero pensaba que fuera marihuana. Caray, si yo mismo la he fumado. Incluso la he inhalado.

El senador le dirigió una tímida sonrisa. Myron se la devolvió con la misma timidez.

– Aquella noche, Alexander y sus amigos no estaban simplemente paseando por los terrenos del club. Iban a colocarse. La policía encontró una jeringa en un bolsillo de mi hijo, y cocaína entre los arbustos cerca del lugar del asesinato. Y, como era de esperar, rastros de cocaína y heroína en el cuerpo. No sólo en la sangre sino también en la piel. Parece ser que llevaba bastante tiempo consumiéndolas.

– Creía que no se le había hecho autopsia -dijo Myron.

– Se mantuvo en secreto. No se redactó el informe ni se archivó nada. Fue un cuchillo lo que acabó con la vida de Alexander, no las drogas. El hecho de que mi hijo estuviera consumiendo sustancias ilegales carece de importancia.

«Tal vez», pensó Myron sin delatar sus pensamientos en la expresión del rostro.

Cross se quedó con la mirada perdida.

– ¿Por dónde iba? -preguntó al cabo de un rato.

– Estaba diciendo que se alejaron de la fiesta para colocarse.

– Eso es, gracias -se aclaró la garganta y se enderezó sobre el asiento-. El resto de la historia es bastante simple. Los chicos se toparon con Errol Swade y Curtis Yeller en una de las pistas de hierba. Los periódicos ensalzaron la valentía de Alexander diciendo que había intentado detener a los delincuentes poniendo en peligro su seguridad personal. Mis portavoces hicieron un gran trabajo. Pero la verdad es que estaba tan colocado que actuó de forma irracional. Se lanzó contra ellos como una especie de superhéroe. El joven Yeller, a quien la policía disparó, dejó todo lo que llevaba y salió corriendo, pero Errol Swade era un tipo con mucha sangre fría. Sacó una navaja y le atravesó el corazón a mi hijo como si fuera un globo. Según dicen, con toda tranquilidad, como si tal cosa.

El señor Cross se detuvo. Myron esperó a que continuara, pero al darse cuenta de que había llegado al final de la historia, preguntó:

– ¿Y por qué estaban en el club?

– ¿Quiénes?

– Swade y Yeller.

– Eran ladrones -dijo el senador con expresión confundida.

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Qué otra cosa iban a hacer allí?

– Pues venderle drogas a su hijo -dijo Myron encogiéndose de hombros-. O traficar. Es mucho más plausible que un intento de robo nocturno en un club de tenis.

El senador negó con la cabeza.

– Llevaban objetos de valor. Raquetas y pelotas de tenis.

– ¿Según quién?

– Según Gregory y los demás. Se encontraron en la escena del crimen.

– ¿Raquetas y pelotas de tenis?

– Tal vez hubiera más cosas. No me acuerdo.

– ¿Era eso lo que pretendían robar? -dijo Myron-. ¿Trastos para jugar al tenis?

– La policía cree que mi hijo los sorprendió antes de concluir el robo.

– Pero su hijo se topó con ellos en el exterior. Si no habían acabado, tendrían que haber estado dentro, y no fuera.

– ¿Qué es lo que está sugiriendo? -preguntó el senador con brusquedad-. ¿Que mi hijo fue asesinado por una compra de drogas que terminó violentamente?

– Estoy tratando de ver lo que resulta más plausible.

– ¿Un asesinato con tráfico de drogas de por medio haría plausible la relación con el asesinato de Valerie?

– No.

– Pues entonces ¿qué quiere decir con eso?

– Nada. Estaba pensando en otras hipótesis. ¿Qué ocurrió después? Me refiero a inmediatamente después del asesinato.

El senador volvió a mirar en otra dirección, esta vez más o menos hacia uno de los retratos, aunque Myron dudaba mucho que estuviera viéndolo realmente.

– Gregory y los demás chicos volvieron corriendo a la fiesta -dijo el senador con voz apagada-. Yo los seguí afuera. A Alexander le salía sangre a borbotones por la boca. Cuando llegué junto a él ya había muerto.

Silencio.

– Ya puede imaginarse más o menos cómo fue la cosa a partir de ahí -prosiguió el senador-. Todo empezó a suceder al uso del piloto automático. La verdad es que yo no hice gran cosa. Mis asesores se ocuparon de todo. El padre de Gregory, que es socio principal de este bufete, también me ayudó. Yo lo único que hice fue quedarme allí de pie y asentir sin parar como atontado. No voy a mentirle, no le diré que no fuera consciente de lo que estaba pasando, porque lo era. Cuesta mucho deshacerse de las viejas costumbres, señor Bolitar. No hay ser humano más egoísta que un político. Y justificamos nuestro egoísmo con la excusa de «el bien común». Así que encubrimos el asunto.

– ¿Y si ahora se supiese la verdad?

– Toda mi carrera se vendría abajo -dijo con una sonrisa-. Pero eso ya no me da miedo. O a lo mejor también eso sea una mentira, ¿quién sabe? -el senador elevó las manos y las dejó caer a los lados-. Pero mi mujer nunca se enteró de la verdad. No sé qué podría pasarle, no tengo ni la menor idea. Alexander era un buen chico, señor Bolitar. No quiero que su recuerdo quede hecho pedazos. Al fin y al cabo, las drogas no hacen que Errol Swade y Curtis Yeller sean menos culpables ni que Alexander lo sea más. Él no pidió ser apuñalado.

Myron aguardó un segundo y luego soltó la pregunta sorpresa:

– ¿Y qué me dice de Deanna Yeller?

– ¿Quién? -preguntó el senador con cara de no entender nada.

– La madre de Curtis Yeller.

– ¿Qué pasa?

– ¿No ha hablado nunca con ella?

– Por supuesto que no -dijo el senador aún más confundido-. ¿A qué viene esa pregunta?

– ¿No le dio dinero para que mantuviera la boca cerrada?

– ¿Sobre qué?

– Sobre las circunstancias de la muerte de su hijo.

– No. ¿Por qué iba a hacerlo?

– Ya sabe que a Curtis Yeller tampoco se le hizo ninguna autopsia. Qué curioso, ¿no cree?

– Si está insinuando que la policía no actuó estrictamente según las normas establecidas, no puedo decírselo porque no lo sé. Y tampoco me importa. Sí, yo también me he hecho preguntas sobre los disparos de la policía. Tal vez aquella noche se encubriera algún asunto más. Pero de ser así, yo no tuve nada que ver. Y lo que es más importante aún, no veo qué relación tendría todo aquello con Valerie Simpson. De hecho, no veo nada que pueda relacionarse con ella.

– ¿Estaba en la fiesta, aquella noche?

– ¿Valerie? Por supuesto.

– ¿Sabe dónde estaba en el momento en que murió Alexander?

– No.

– ¿Recuerda cómo reaccionó ante el asesinato?

– La pérdida la dejó destrozada. Habían asesinado a sangre fría a su prometido. Estaba deshecha y furiosa a la vez.

– ¿Estaba usted de acuerdo con su relación?

– Sí, totalmente. Pensaba que Valerie era una persona un poco atribulada. Un tanto demasiado triste. Pero me gustaba. Alexander y ella hacían muy buena pareja.

– Nunca se mencionó el nombre de Valerie en relación con el asesinato de su hijo. ¿Por qué?

Al senador le temblaba fuertemente la parte inferior de los carrillos.

– Ya sabe por qué -dijo-. Valerie Simpson todavía era bastante famosa como jugadora de tenis. Creímos que los medios de comunicación ya estaban metiendo demasiado las narices, para encima añadir su nombre a todo el asunto. No era cuestión de que Valerie me gustara o no. Lo hicimos para reducir al mínimo el impacto mediático del suceso. Para conseguir que no saliera en primera plana.

– Pues tuvo mucha suerte.

– ¿A qué se refiere?

– A Yeller lo mataron y Swade desapareció.

– Creo que no le acabo de entender -dijo Cross tras pestañear varias veces.

– Si hubieran vivido se habría celebrado un juicio. Eso habría atraído aún más la atención de los medios de comunicación. Tal vez tanta, incluso, que ni siquiera sus portavoces habrían podido encargarse de ella a fuerza de mentiras elaboradas.

– Veo que ha oído los rumores -dijo el señor Cross sonriendo.

– ¿Rumores?

– De que mandé matar a Errol Swade. De que la mafia me hizo un favor o tonterías de ese tipo.

– Señor Cross, no me negará usted que la forma en que acabaron ambos chicos le vino como anillo al dedo en cuestión de relaciones públicas. Así no quedaba nadie que pudiera dar otra versión sobre los hechos.

– Debo admitir que la muerte de Curtis Yeller no me dio ninguna pena, y si Errol Swade fue asesinado, dudo mucho que llegase a derramar lágrimas por él, pero yo no hago tratos con mafiosos. Quizá le parezca tonto, pero no sabría ni cómo ponerme en contacto con ellos. Lo que sí hice fue contratar a una agencia de detectives privados para que buscaran a Swade.

– ¿Encontraron algo?

– No. Creen que Swade está muerto. Y la policía igual. Era un delincuente, señor Bolitar. Y aunque no se hubiera producido aquel episodio, tampoco llevaba una vida que le hubiese permitido llegar a viejo.

Myron le hizo algunas preguntas más, pero vio que ya no iba a descubrir nada nuevo y, poco después, los dos se levantaron de la silla.

– ¿Me permite hablar un momento con Gregory Caufield antes de irme? -preguntó Myron.

– Preferiría que no lo hiciera.

– Si no tiene nada que ocultar…

– No quiero que sepa que le he contado todo esto. Se acuerda del secreto profesional, ¿no? De todas formas tampoco le hablaría con sinceridad.

– Pero lo haría si usted se lo pidiera.

– Gregory hace lo que le dice su padre -dijo el senador haciendo un gesto negativo con la cabeza-. Se negará a hablar con usted.

Myron se encogió de hombros. El senador probablemente tuviera razón. Habría podido presionar a Gregory diciéndole que el senador se lo acababa de contar todo, pero el señor Cross había dispuesto las cosas de modo que Myron no pudiera hacerlo. Tendría que pensar en alguna manera de evadir los procedimientos usuales. Caufield era un testigo ocular; valía la pena hacerle unas cuantas preguntas.

Se dieron un apretón de manos mirándose fijamente a los ojos. ¿Sería el senador un vejete inofensivo, un padre apenado que sólo trataba de proteger el recuerdo de su hijo? ¿O habría calculado que aquélla era la mejor estrategia para deshacerse de Myron? ¿Era una persona reservada sobre su vida privada, una persona comprensiva o las dos cosas a la vez?

– Espero haber satisfecho su curiosidad -dijo el señor Cross ofreciéndole de nuevo aquella sonrisa descentrada.

Pero no lo había hecho. Ni por asomo. Sin embargo, Myron no se molestó en expresarlo.

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