El funeral de Valerie se atuvo a lo convencional.
El reverendo, un hombre regordete con la nariz roja, no la había conocido ni siquiera superficialmente. Recitó sus méritos en vida como si los estuviera leyendo de un manual e insertó algunas de las consabidas frases que siempre funcionan, como: «hija muy cariñosa», «tan llena de vida», «vida tan corta» y «los designios del Señor son inescrutables». La música del órgano tenía tono de indignación farisaica. La capilla estaba adornada con coronas de flores bastante horteras, como las que se ponen a los caballos, mientras las figuras de los vitrales miraban con ojos severos.
La gente no se quedó demasiado tiempo. Todos fueron deteniéndose ante Helen y Kenneth Van Slyke, no tanto para pretender consolarlos como para asegurarse de ser vistos y reconocidos, en realidad el único motivo para haber acudido al funeral. Helen Van Slyke estrechaba manos con la cabeza bien alta. Sin pestañear. Sin sonreír. Sin llorar. Tenía la mandíbula fija. Myron se puso en la cola con Win. Al acercarse, empezaron a oír a Helen repetir sin cesar las mismas frases, «gracias por haber venido», «gracias por venir», «me alegro de que hayáis venido», «gracias por venir», con un tono de voz parecido al sonsonete del auxiliar de vuelo al aterrizar.
Cuando le tocó el turno a Myron, Helen le cogió la mano con fuerza y le dijo:
– ¿Ya sabe quién le hizo daño a Valerie?
– Sí -respondió Myron.
Al fin y al cabo, había dicho hacer daño, no matar.
Helen Van Slyke miró a Win para confirmar la aserción de Myron y Win asintió con la cabeza.
– Venga a casa -comentó Helen-. Recibiremos a los amigos.
Luego se volvió hacia el siguiente asistente al funeral y apretó el «PLAY» de su grabadora interna: «gracias por haber venido», «gracias por venir», «gracias por haber venido…»Myron y Win aceptaron la invitación. El ambiente en Brentman Hall no era el de un velatorio irlandés ni el del dolor devastador. Nadie lloraba ni reía, pero cualquiera de las dos cosas habría sido más agradable que aquella sala carente en absoluto de emoción alguna. Los «dolientes» iban de aquí para allá, como en un cóctel de empresa.
– A todo el mundo le da igual -dijo Myron-. Valerie ha muerto y a todo el mundo le da igual.
– Siempre es así -dijo Win encogiéndose de hombros.
Él siempre tan optimista.
La primera persona que se acercó a saludarlos fue Kenneth. Iba vestido con el traje negro de rigor y zapatos perfectamente pulidos. Saludó a Win con un golpe en la espalda y un firme apretón de manos e hizo como si no hubiera visto a Myron.
– ¿Cómo lo llevas? -preguntó Win fingiendo interés.
– Bueno, estoy bien -contestó Kenneth con un profundo suspiro, haciéndose el valiente-. Pero Helen me tiene preocupado. Hemos tenido que medicarla.
– Lo lamento muchísimo -dijo Myron.
Kenneth se volvió hacia él como si no lo hubiera visto antes, puso la misma cara que si acabara de chupar un limón y le preguntó:
– ¿Lo dice en serio?
Myron y Win intercambiaron miradas. El primero dijo:
– Sí, muy en serio, señor Van Slyke.
– Pues entonces hágame el favor de mantenerse alejado de mi esposa. Se quedó muy afectada después de su visita del otro día.
– No era mi intención hacerle ningún daño.
– Pues sepa que se lo hizo y mucho, créame. Ya sería hora de que mostrara un poco de respeto, señor Bolitar. Deje en paz a mi mujer. Aquí estamos todos muy afligidos. Ella ha perdido a su hija y yo he perdido a mi hijastra.
Win puso los ojos en blanco.
– Le doy mi palabra, señor Van Slyke -le prometió Myron.
Kenneth asintió con gesto muy viril y se alejó.
– Su hijastra -dijo Win con cara de asco-, ¡bah!
Myron vio a Helen Van Slyke al otro lado del salón. Helen le señaló una puerta que tenía a mano derecha y entró por ella. Parecía que fueran a encontrarse para tener una aventura clandestina.
– Distrae a Kenneth -le dijo Myron a Win.
– Pero si le acabas de dar tu palabra de honor -dijo Win fingiendo sorpresa.
– ¡Bah! -dijo Myron.
No quedó claro qué quiso decir.
Luego se coló por la puerta en pos de Helen. Ella también iba de luto, con un vestido que tenía la rara condición de que la falda fuera bastante corta para ser sexy y a la vez adecuada para la ocasión. Myron vio que tenía bonitas piernas y se sintió un descarado por pensar semejante cosa en un momento como aquél. Helen lo condujo a una habitación pequeña al final del pasillo y cerró la puerta. Esa sala parecía una versión en miniatura del salón, con la araña de luces, el sofá, la chimenea, incluso el retrato que había sobre la repisa de la chimenea, todo igual pero más pequeño.
– Ésta es la salita de estar -le explicó Helen Van Slyke.
– Aaah -dijo Myron.
Siempre había querido saber cómo sería la sala de estar de típicas mansiones señoriales como aquella, aunque, ahora que por fin estaba allí, no tenía ni idea de para qué podía servir.
– ¿Quiere una taza de té?
– No, gracias.
– ¿Le importa que tome yo una?
– En absoluto.
Helen se sentó recatadamente y se sirvió una taza de té con el juego de plata que había en la mesa. Myron vio que había dos juegos de té sobre la mesa y se preguntó si aquél sería un detalle característico de la típica salita de estar de las casas señoriales.
– Kenneth me ha dicho que está usted medicándose -dijo Myron.
– Kenneth no dice más que gilipolleces.
Se quedó pasmado al oír aquello.
– ¿Sigue investigando el asesinato de Valerie? -preguntó Helen.
Su voz tenía un tono casi de burla. Además, a Myron le pareció que había arrastrado un poco las palabras, por lo que se preguntó si realmente se estaría medicando o si acaso le habría añadido un poco de mezcla casera a aquel té.
– Sí.
– ¿Todavía siente por ella alguna responsabilidad digna de un caballero?
– Nunca la he sentido.
– Entonces, ¿por qué lo hace?
– Porque alguien tiene que hacerlo -dijo Myron encogiéndose de hombros.
Helen le miró a los ojos tratando de encontrar alguna señal de sarcasmo en ellos y luego dijo:
– Ya. Entonces dígame: ¿qué ha descubierto con su investigación?
– Que Pavel Menansi abusó de su hija.
Myron estuvo atento a la reacción de Helen, pero ésta esbozó una sonrisa semisocarrona y echó un terrón de azúcar en el té. No era precisamente la reacción que Myron esperaba.
– No lo dirá en serio -dijo Helen.
– Sí.
– ¿Qué quiere decir con eso de que abusó de mi hija?
– Que abusó de ella sexualmente.
– ¿Quiere decir que la violó?
– Puede llamarlo así, sí.
– Vamos, señor Bolitar -repuso Helen medio mofándose de él-. ¿No cree que está usted exagerando un poco?
– No.
– Tampoco es que Pavel la forzara, ¿no? Sí, estuvieron liados, pero tampoco es algo fuera de lo común.
– ¿Usted ya lo sabía?
– Pues claro. Y, francamente, no me hizo demasiada gracia. Pavel demostró tener muy poco juicio. Pero mi hija ya tenía dieciséis años, quizá diecisiete. Ahora no estoy segura. Sea como fuera, ya estaba en edad legal. Y llamarlo violación o abuso sexual, sinceramente, me parece que es exagerar un poco, ¿no cree?
Era posible que aquella mujer no sólo se hubiera medicado, sino que también hubiera estado empinando el codo de mala manera. Era incluso posible que hubiera mezclado ambas cosas.
– Valerie era una niña -dijo Myron-. Pavel Menansi era su entrenador, un hombre de casi cincuenta años.
– ¿Y habría sido muy distinto si hubiese tenido cuarenta? ¿O treinta?
– No.
– Pues entonces ¿por qué me habla de la diferencia de edad? -Helen dejó la taza sobre la mesa y volvió a esbozar una sonrisa un tanto juguetona-. Déjeme que le haga una pregunta, señor Bolitar. Si Valerie hubiera sido un chico de dieciséis años y hubiese tenido una aventura con una hermosa entrenadora de, digamos, treinta años, ¿lo habría llamado abuso sexual? ¿Lo habría considerado violación?
Myron dudó durante un segundo, pero fue un segundo demasiado largo.
– Me lo imaginaba -dijo ella en tono triunfal-. Es usted machista, señor Bolitar. Valerie tuvo una aventura con un hombre mayor, pero eso le pasa a todo el mundo -Helen volvió a esbozar aquella sonrisa-, incluso a mí.
– ¿Y tuvo usted una crisis nerviosa cuando terminó?
– ¿O sea que ésa es su definición de abuso sexual? -dijo Helen enarcando una ceja-. ¿Una crisis nerviosa?
– Usted le confió su hija a aquel hombre. Se suponía que ese hombre tenía que ayudarla, pero en vez de eso se aprovechó de ella. La utilizó todo lo que pudo. La destruyó y luego la tiró como si fuera un pañuelo sucio.
– ¿Que la utilizó? ¿Que la destruyó? Vamos, hombre, por favor, señor Bolitar, que ya somos mayorcitos, ¿no cree?
– ¿No ve nada malo en ello?
Helen Van Slyke sacó un cigarrillo, lo encendió, le dio una profunda calada con los ojos cerrados y exhaló todo el humo.
– Si usted se queda más tranquilo culpándome por lo que le pasó, perfecto, écheme la culpa. Fui una mala madre. La peor. ¿Se siente mejor ahora?
Myron la observó fumar tranquilamente el cigarro y sorber el té. Lo hacía con demasiada parsimonia. ¿De verdad se creía ella misma toda aquella sarta de tonterías que estaba contando? ¿O sólo lo fingía? Se engañaba a sí misma o…
– Pavel le pagó a usted para que no dijera nada -dijo Myron.
– No.
– TruPro y Pavel le están dando dinero para…
– Eso no es cierto en absoluto -le interrumpió Helen.
– Conozco su situación económica, señora Van Slyke.
– No lo entiende. Pavel todavía se culpa a sí mismo por lo que ocurrió. Se propuso remediar la situación de la única manera que le era posible.
– Comprando su silencio.
– Proporcionándonos lo que Valerie habría ganado si hubiese continuado su carrera. No tenía ninguna necesidad de hacerlo. Aquella aventura no fue necesariamente el motivo de…
– A eso se le llama comprar el silencio de alguien.
– Nunca -dijo Helen casi con siseo de víbora-. Valerie era mi hija.
– Y usted la vendió a cambio de dinero.
Helen negó con la cabeza y dijo:
– Hice lo que más le convenía a ella.
– Él abusó de Valerie y usted aceptó el dinero. Le dejó que se saliera con la suya.
– ¿Y qué iba a hacer si no? No queríamos que se supiera. Valerie quería olvidar lo ocurrido. Quería que fuera confidencial. Todos queríamos lo mismo.
– ¿Por qué? Si sólo fue una aventura con un hombre mayor que ella. Si eso le pasa a todo el mundo. Incluso a usted.
Helen se mordió el labio un momento y cuando volvió a hablar lo hizo con un tono de voz más suave:
– No podía hacer nada. Lo mejor para todo el mundo era que no se supiera.
– Y una mierda -dijo Myron. En ese momento se dio cuenta de que tal vez estaba yendo un poco lejos, pero algo en su interior le impedía mantenerse callado-. Usted vendió a su hija.
Helen se quedó varios segundos sin decir nada, concentrada únicamente en el cigarrillo, contemplando cómo crecían sin parar las cenizas. A lo lejos se oía el leve murmullo de la gente que había acudido al velatorio, entrechocar de vasos, alguna risa disimulada.
– La amenazaron -dijo Helen finalmente.
– ¿Quién?
– No lo sé. Unos hombres que trabajan con Pavel. Le dejaron muy claro que si abría la boca, la matarían. -Lo miró a la cara con ojos suplicantes-. ¿Es que no lo entiende? ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Con hablar no hubiésemos conseguido nada. La habrían matado. Yo temía por la vida de Valerie. Y Kenneth… bueno, creo que a Kenneth le interesaba más el dinero. Ahora que ya ha pasado un tiempo tal vez lo vea yo de otra manera, pero en aquel momento me pareció lo mejor.
– Lo hizo para proteger a su hija.
– Sí.
– Pero ella ya ha muerto.
– No le entiendo -comentó Helen con expresión confundida.
– Ya no tiene que preocuparse por que le hagan daño. Ha muerto. Ahora puede hacer usted lo que quiera.
Helen abrió la boca para decir algo pero volvió a cerrarla de inmediato.
– Tengo otra hija -logró decir al fin con cierto esfuerzo-, y un marido.
– Entonces ¿a qué venía todo eso de proteger a Valerie?
– Es… Intentaba… -se le hizo un nudo en la garganta y acabó callándose.
– Aceptó el dinero a cambio de no decir nada -dijo Myron. Intentó no olvidar que la mujer que tenía delante apenas había vuelto del entierro de su propia hija, pero ni siquiera eso fue capaz de detenerlo. Todo lo contrario, parecía darle aún más fuerzas-. No le eche la culpa a su marido, no es más que un parásito sin carácter. Usted era la madre de Valerie. Aceptó dinero a cambio de no delatar al hombre que había abusado de su hija. Y ahora sigue aceptando dinero y protegiendo al hombre que tal vez la haya matado.
– No hay forma de demostrar que Pavel haya tenido relación con el asesinato.
– Con el asesinato no, pero el resto de delitos que cometió contra Valerie ya son otra historia.
– Es demasiado tarde -dijo Helen cerrando los ojos.
– No es demasiado tarde. Todavía sigue haciéndolo, ¿me entiende? La gente como Pavel nunca se detiene. Sólo busca a otras víctimas.
– Yo no puedo hacer nada.
– Bueno, yo tengo una amiga, Jessica Culver. Es escritora.
– Ya sé quién es.
– Cuéntele su historia -dijo Myron ofreciéndole una tarjeta de Jess-. Ella la escribirá y la publicará en alguna revista o un periódico, quizás en Sports Illustrated.
Saldrá a la calle antes de que Pavel llegue a enterarse. Es maligno, pero no es tonto y tampoco le gusta despilfarrar el dinero. Una vez que se haya publicado ya no tendrá necesidad de seguir amenazando a su familia nunca más. La publicación pondrá fin a este asunto.
– Lo siento -dijo Helen mirando el suelo-. No puedo hacerlo.
Se desmoronaba por momentos. Tenía el cuerpo sin fuerza y tembloroso. Myron se quedó mirándola y trató de sentir lástima por ella, pero no pudo.
– La dejó sola con él -dijo Myron-. Se despreocupó de ella. Y cuando tuvo oportunidad de ayudarla, le dijo que lo olvidara. Y luego aceptó el dinero.
El cuerpo de Helen sufrió una convulsión, tal vez debido a un sollozo. Myron pensó en el hecho de haberse encarado con una madre el mismo día del funeral de su hija. ¿Qué más podía hacer como propina? ¿Ahogar los garitos recién nacidos en la piscina del vecino?
– A lo mejor Valerie hubiese decidido revelar la verdad -prosiguió Myron-. Quizás necesitara hacerlo para superarlo y la asesinaran por eso.
Silencio. Al cabo de un rato, Helen, sin previo aviso, alzó la cabeza y se marchó sin decir nada más. Myron la siguió. Cuando volvió a entrar en el salón la oyó decir de nuevo:
– Gracias por venir. Gracias por haber venido.