37

Janet Koffman ya había dejado de llorar. Estaba sentada en el sofá junto a la ventana, de espaldas a la cama y, por tanto, al cuerpo de Pavel. Por lo poco que la chica le había contado, estaba en el baño cuando alguien atrancó la puerta con la silla y mató a Pavel. Ella no vio nada. Además, seguía aferrándose a la otra historia: la de que Pavel y ella sólo habían hablado de tenis. Myron, no obstante, decidió no interesarse por detalles sin importancia como, por ejemplo, la razón de mantener aquella charla desnudos.

Myron había llamado a la policía. Iban a llegar en cuestión de minutos. La pregunta era, ¿qué debía hacer él con Janet? Por un lado, quería protegerla de aquello pero, por el otro, ella tenía que aceptar lo ocurrido, no podía fingir toda la vida que allí no había pasado nada. ¿Qué debía hacer Myron? ¿Intervenir en una investigación policial o exponer a la chica a los toscos modales de los policías, y peor aún, de la prensa? ¿Qué clase de vergüenza iba a suponerle ocultar la verdad? Y de nuevo: ¿qué iba a ser de aquella chica tan joven si los medios de comunicación se hacían eco de lo sucedido?

Myron no tenía ni idea.

– Era un buen entrenador -dijo Janet en voz baja.

– Tú no has hecho nada malo -dijo Myron dándose cuenta de lo poco convincente que era-. Pase lo que pase, no te olvides de eso. Tú no has hecho absolutamente nada malo.

La chica asintió lentamente con la cabeza, pero a Myron no le quedó muy claro si le había escuchado siquiera.

Diez minutos más tarde llegó la policía con Dimonte a la cabeza. El bueno de Rolly parecía un náufrago. Tenía barba de tres días, llevaba la camisa por fuera y mal abotonada, el pelo totalmente despeinado y grandes ojeras. A pesar de todo, llevaba las botas perfectamente lustradas. Al ver a Myron se abalanzó inmediatamente contra él.

– Qué, gilipollas, ¿volviendo a la escena del crimen?

– Sí -dijo Myron-, justamente eso.

La prensa apareció detrás de la policía y los fotógrafos empezaron a lanzar fogonazos por todas partes.

– ¡Que esos cabrones no pasen de la planta baja! -vociferó Dimonte. Y, en el acto, varios agentes empezaron a apartarlos-. ¡Que no pasen de la planta baja! No quiero a nadie más en esta planta.

Dimonte volvió a centrarse en Myron. De pronto apareció Krinsky y se puso a su lado con el bloc de notas preparado.

– Hola, Krinsky -dijo Myron.

Él asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿qué cojones ha pasado aquí? -quiso saber Dimonte.

– Había venido a hablar con él y me lo he encontrado así.

– Deje de tomarme el pelo, cabrón.

Myron no se molestó en contestar. La habitación estaba llena de policías. El médico forense ya estaba realizando un corte sobre el torso de Pavel con un bisturí en la zona del hígado. El procedimiento habitual en esos casos es medir la temperatura del hígado para determinar la hora exacta de la muerte.

Dimonte descubrió entonces la bolsa de Feron's en el suelo y dijo:

– ¿Ha tocado esto?

Myron respondió con un gesto negativo de la cabeza.

Dimonte se agachó y observó el agujero de bala.

– Muy bonito -dijo.

– ¿Vas a soltar a Roger Quincy ahora?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque antes no teníais nada con qué inculparlo. Y ahora tenéis todavía menos que eso.

– Podría tratarse de un imitador -dijo Dimonte encogiéndose de hombros-. O… -hizo chasquear los dedos- podría tratarse de alguien que quiere que suelten a Quincy -sonrió-. Alguien como usted, señor Bolitar.

– Sí -contestó Myron-, eso es exactamente.

Dimonte se acercó más a él y volvió a lanzarle la típica mirada matadora de tipo duro de las películas. Entonces, como si se hubiese acordado de repente, sacó el mondadientes y se lo puso en la boca. Luego volvió a lanzarle una mirada asesina, esta vez masticando levemente el palillo.

– Estaba equivocado -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Sobre lo que dije de que el palillo era un cliché. La verdad es que intimida mucho.

– Usted siga así, listillo.

– Es demasiado temprano para estas cosas, Rolly.

– Escuche, gilipollas, quiero saber qué está haciendo usted aquí.

– Ya te lo he dicho, he venido a ver a Pavel.

– ¿Por qué?

– Para pedirle que entrenara a un jugador a quien represento.

– ¿A las seis y media de la mañana?

– Es que soy muy madrugador. Por eso la gente me llama Mr. Rayo de Sol.

– Pues deberían llamarle Mr. Mentiroso de Mierda.

– Uuuuh -dijo Myron-, eso me ha dolido en el alma.

Dimonte empezó a mascar el mondadientes con renovado vigor. Casi podían oírse las ruedas dentadas girando dentro de su cabeza.

– Dígame, señor Bolitar -comentó con un asomo de sonrisa-, ha venido al hotel a hablar de negocios. Ha cogido el ascensor para ver al muerto que tenemos aquí. Ha llamado a la puerta. No le ha contestado nadie. ¿Voy bien de momento?

– Muy bien.

– Y entonces ha abierto la puerta de una patada, ¿verdad?

Myron no contestó.

Dimonte se volvió hacia Krinsky y le preguntó:

– ¿Crees que es normal, Krinsky? ¿Abrir la puerta de una patada?

Él levantó la mirada del bloc de notas, negó con la cabeza y volvió a concentrarse en el bloc.

– ¿Siempre hace lo mismo cuando nadie le abre la puerta, señor Bolitar? ¿La abre de una patada?

– No la he abierto de una patada. La he abierto con el hombro.

– No me venga con tonterías, señor Bolitar. Usted no ha venido aquí para hablar de negocios. Y no ha abierto la puerta de una patada por la única razón de que nadie le abría.

El médico forense se acercó a Dimonte, le dio una palmadita en el hombro y dijo:

– Balazo en el corazón. Disparo limpio. La muerte ha sido instantánea.

– ¿Hora de la muerte? -preguntó Rolly.

– Lleva muerto seis horas, quizá siete.

Dimonte miró su reloj y dijo:

– Ahora son las siete. Eso quiere decir que lo han asesinado entre las doce y la una.

– Y ni siquiera ha utilizado los dedos para hacer las cuentas -dijo Myron dirigiéndose a Krinsky.

Krinsky estuvo a punto de sonreír.

Dimonte volvió a lanzarle una mirada asesina y le espetó:

– ¿Tiene usted alguna coartada, señor Bolitar?

– Estaba con mi señora.

– ¿Esa tal Jessica Culver?

– Exactamente -Myron se quedó mirando a Krinsky, a la espera de que levantara la vista y, cuando lo hizo, añadió-: su número de teléfono es el 555-8420.

Krinsky lo anotó en el bloc.

– Muy bien, señor Bolitar, ahora deje de tocarme las pelotas y dígame: ¿por qué ha abierto la puerta de una patada?

Myron no sabía muy bien qué contestar. Miró a Dimonte; éste le devolvió la mirada y dijo:

– ¿Y bien?

– Acompáñeme -dijo Myron en voz baja, y se dirigió a la puerta de la habitación.

– Oiga, ¿a dónde cojones se cree que va?

– Por favor, Rolly, no seas burro. Calla y sígueme.

Y para sorpresa de Myron, Dimonte se mantuvo en silencio. Recorrieron el pasillo sin decir nada, mientras Krinsky se quedaba en la escena del crimen. Myron se detuvo delante de una puerta, sacó una llave del bolsillo y la abrió. Sobre la cama estaba sentada Janet Koffman. Llevaba puesto el albornoz del hotel. Si la chica se percató de que habían entrado, no lo demostró. Janet no paraba de balancearse hacia delante y hacia atrás, murmurando para sí.

Dimonte le dirigió a Myron una mirada inquisitiva.

– Se llama Janet Koffman -le explicó Myron.

– ¿La tenista?

Myron asintió en silencio y luego dijo:

– El asesino la dejó encerrada en el baño antes de disparar a Menansi. La oí llorar cuando llamé a la puerta. Por eso entré a la fuerza.

Dimonte se quedó mirando a Myron y luego le preguntó:

– ¿Quiere decir que Menansi y ella estaban…?

Myron respondió con un gesto afirmativo.

– Dios mío, ¿pero cuántos años tiene?

– Catorce, creo.

Dimonte cerró los ojos y luego dijo en voz baja:

– Disponemos de una experta en este tipo de asuntos. Hablaré con el agente de Manhattan al cargo para ver si podemos sacar a esta chica de aquí sin que nadie se entere, a ver si podemos mantener alejada a la prensa. Haré lo posible para que su nombre no salga en los periódicos durante un tiempo.

– Gracias.

– He visto estas cosas en anteriores ocasiones, señor Bolitar. Esa chica va a necesitar ayuda.

– Lo sé.

– ¿Existe alguna posibilidad de que haya sido ella la asesina? La verdad es que no creo, pero…

Myron negó con la cabeza y dijo:

– Estaba en el baño y había una silla atrancando la puerta por fuera. No ha podido ser ella.

Dimonte mascó levemente el palillo y dijo:

– Un asesino muy considerado.

– ¿Qué quieres decir?

– No ha querido que la chica viera el asesinato y se ha asegurado de que tuviera coartada encerrándola en el baño con la silla. Y, sobre todo, la ha salvado de tener que sufrir el infierno de seguir junto a Menansi -dirigió la mirada a Myron y prosiguió-: Casi le daría una medalla, si no fuera porque también mató a Valerie Simpson.

– Yo también -dijo Myron.

Era algo que daba que pensar.

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