12

Win esperaba al otro lado de la calle, delante de La Almeja Alegre. El edificio estaba en silencio y el único ruido que se oía era el de la música que salía del bar. En un gran cartel de neón se leía: ¡topless!

– Son dos -dijo Win-. El que conduce es blanco, metro noventa de altura, más o menos. Está gordo pero de constitución fuerte. Creo que te va a gustar su sentido del gusto.

– ¿Por?

– Ya lo verás. El otro es negro. Un metro ochenta de altura. Tiene una cicatriz enorme en la mejilla derecha. Podría decirse que es delgado y nervudo.

– ¿Dónde han aparcado? -dijo Myron echando una ojeada a la calle.

– En un parking de la Octava Avenida.

– ¿Y por qué no habrán aparcado en la calle? Hay sitio de sobra.

– Creo que a nuestro hombre le gusta mucho su coche -dijo Win sonriendo-. Le daría un disgusto muy grande que le pasara algo.

– ¿Costará mucho entrar?

– Haré como si no te hubiera oído -dijo Win con cara de sentirse insultado.

– Muy bien, tú busca en el coche. Yo iré al bar.

– Recibido -dijo Win haciendo un saludo militar.

Se separaron. Win se dirigió al parking y Myron al bar. Él habría preferido hacerlo al revés, sobre todo porque aquellos dos hombres ya lo tenían fichado, pero era mejor aprovechar los puntos fuertes de cada uno. A Win se le daba mucho mejor entrar en coches u ocuparse de cualquier cosa relacionada con la mecánica. Y a él se le daba mejor… Bueno, eso.

Entró en el bar con la cabeza gacha por si acaso, pero no tardó en darse cuenta de que no había ninguna necesidad. Nadie le prestaba atención. En aquel local no había consumición mínima. Myron echó una ojeada y enseguida le vinieron a la mente las palabras: tugurio de mucho cuidado. La decoración del local era estilo cervecero americano. Las paredes se adornaban con carteles de neón de marcas de cerveza, la barra y las mesas tenían culos de botella incrustados y detrás de la barra había pirámides de botellines de todo el país.

Y, lógicamente, también había bailarinas en topless. Hacían cabriolas con bastante desgana sobre unos escenarios reducidos, que parecían sacados de los programas televisivos de los sesenta. La mayoría de las bailarinas no eran atractivas. Ni de lejos. La moda del culto al cuerpo no había llegado todavía a La Almeja Alegre. Allí reinaban los michelines. Aquel lugar parecía antes un centro de diagnosis de celulitis que una cantina de fantasías masculinas.

Myron se sentó a una mesa vacía que había en un rincón. Había varios tipos trajeados, pero la mayoría de la clientela era de clase trabajadora. La gente con dinero iba a locales de topless como Goldfingers o Score, donde las mujeres eran más agradables a la vista, aunque sus dotes corporales fueran tan auténticas como las de una muñeca hinchable.

Frente al escenario central había dos hombres que no paraban de reír. Uno era blanco y el otro negro; encajaban con la descripción de Win. Cuando las bailarinas cambiaron de escenario, la que estaba delante de ellos bajó al nivel del suelo. Debía de ser su tiempo de descanso. Los dos se pusieron a negociar con ella. En sitios como Goldfingers o Score, se pagaban veinte o veinticinco dólares por un baile encima de la mesa que, básicamente, era lo que su nombre indicaba. La chica se quitaba el top y bailaba encima de tu mesa durante unos cinco minutos. Sin contacto físico de ningún tipo. En cambio, en La Almeja Alegre, la orden del día era algo muy de moda últimamente que se llamaba lap dance y que se practicaba en los rincones más discretos del bar. El lap dance consistía en que la bailarina colocaba su trasero sobre la entrepierna del hombre y lo hacía girar hasta que éste alcanzaba el orgasmo. Dejando de lado la repugnancia moral de aquella gracia, á Myron le planteaban varias dudas los aspectos técnicos. Por ejemplo: después de hacerlo, ¿cómo iba a ir un tipo por ahí el resto de la noche? ¿O es que la gente siempre lleva ropa interior de recambio en el bolsillo?

Cuántas preguntas sin respuesta y qué poco tiempo para tratar de responderlas.

Los dos tipos y la chica se dirigieron hacia el rincón donde estaba y entonces pudo comprobar claramente las referencias de Win. El blanco tenía unos brazos muy grandes, un barrigón prominente y el pecho fofo. Habría podido ocultar aquellos detalles con un poco de sentido del gusto, pero llevaba una camisa de rejilla muy ajustada. De rejilla. Es decir, con muchos agujeros. Prácticamente era como si no llevara camisa ni nada. La pelambrera pectoral, frondosa y abundante, le salía por los agujeros. Y los pelos eran largos, de manera que se le enrollaban entre la masa de cadenas de oro que llevaba colgando del cuello. Al pasar por delante de donde estaba, Myron se vio obligado a contemplarle la espalda, aún más peluda y un tanto más grasienta que el pecho.

Se sintió un poco mareado.

– Quince dólares por los primeros diez minutos -dijo la chica-. No puedo bajar de ahí.

– Oye puta, no nos times -dijo el de la camisa de rejilla-. Somos dos. Dos por uno.

– Eso -añadió el tipo negro-, dos por uno.

– No puede ser -dijo ella.

Si se sentía ofendida por el insulto, no lo demostró en absoluto. Hablaba en tono cansado y yendo al grano, a la manera de las camareras de bar de carretera en turno de noche.

Al tipo de la camisa de rejilla no le hizo ninguna gracia oír aquello.

– Mira zorra, no me hagas enfadar.

– Voy a buscar al dueño del local -dijo la bailarina.

– Y una puta mierda. Tú no te vas de aquí hasta que yo no me corra, perra.

– Eso -dijo el tipo negro-, y yo también, perra.

– Mirad, si pensáis decir tacos os tendré que cobrar más -dijo la chica.

– ¿Qué has dicho? -dijo el de la rejilla con cara de incredulidad.

– Que hay un recargo por decir palabrotas.

– ¿Un recargo? -gritó el de la rejilla. Ahora ya parecía furioso-. Es posible que una puta idiota como tú todavía no se haya enterado, pero estamos en Estados Unidos de América, la tierra de la libertad y de los valientes. Yo puedo decir lo que me dé la gana, zorra, ¿o es que no sabes lo que es la libertad de expresión?

«Todo un erudito constitucional», pensó Myron. Era reconfortante ver a alguien defender la Primera Enmienda.

– Oye, mira -dijo la bailarina-, son doce dólares por cinco minutos y veinte dólares por diez minutos, propina aparte. No hay más que hablar.

– ¿Y qué te parece si bailas encima de los dos a la vez? -dijo el Rejilla.

– ¿Eh?

– Bailas encima de mí y se la acaricias a él. ¿Qué te parece así, guarra?

– Sí, eso, guarra -dijo el tipo negro.

– Mirad, aquí no se hacen ofertas de dos por uno -dijo la bailarina-. Dejadme que vaya a buscar a otra chica y nos ocuparemos de vosotros.

– ¿Serviría yo? -dijo Myron entrando de repente en la conversación.

Todos se quedaron de piedra.

– Ay -dijo Myron-, es que los dos son tan atractivos que no sé con cuál quedarme.

El Rejilla miró al tipo negro y el tipo negro miró al Rejilla.

Myron se volvió hacia la chica y le dijo:

– ¿Tienes alguna preferencia?

La bailarina le dijo que no, moviendo la cabeza.

– Pues entonces yo me quedo con éste -dijo Myron señalando al Rejilla-. Le gusto. Se le nota porque tiene los pezones duros.

– Oye, ¿qué está haciendo ése aquí? -dijo el tipo negro.

El Rejilla se quedó mirándolo.

– Quiero decir, ¿quién es este tipo?

– Acabas de salvar muy bien la metedura de pata -dijo Myron-. Casi no se ha notado.

– Oiga, ¿qué es lo que quiere? -preguntó el Rejilla.

– Bueno, en realidad te he mentido.

– ¿Qué?

– Al decir que te gustaba. No era sólo por los pezones duros, aunque hay que reconocer en ello una señal evidente, por repulsiva que sea.

– ¿De qué cono me está hablando?

– De seguirme a todas partes desde hace dos días, que es lo que te ha delatado. La próxima vez prueba a hacerte el admirador secreto. Envíame flores con un anónimo, mándame una postal Hallmark, cosas de ésas.

– Vamos, Jim -dijo el Rejilla al negro-, este tipo está chalado. Salgamos de aquí.

– ¿No queréis ningún baile? -dijo la chica.

– No. Tenemos que irnos.

– Pues alguien va a tener que pagar por esto -dijo la bailarina-. O si no el jefe me mata.

– Piérdete, puta, o te meto una paliza.

– Uy, qué macho -dijo Myron.

– Oiga, no quiero tener problemas con usted. Apártese de mi camino.

– ¿Entonces tampoco quieres que te haga un lap dance?

– Está loco.

– Puedo hacerte un descuento -dijo Myron.

El Rejilla cerró los puños con fuerza. Le habían ordenado seguir a Myron, no verse envuelto en un altercado.

– Vamos, Jim.

– ¿Por qué me habéis estado siguiendo? -preguntó Myron.

– No sé de qué me está hablando.

– ¿Es por mis ojos azules? ¿Por mis rasgos marcados? ¿Por mi hermoso trasero? Por cierto, ¿qué os parecen mis pantalones? No me quedan demasiado apretados, ¿verdad?

– Chiflado -dijo el Rejilla, y ambos tipos se marcharon.

– Mirad, ¿sabéis qué? Decidme para quién trabajáis y os prometo que no se lo diré a vuestro jefe.

Los tipos siguieron andando sin hacerle caso.

– Os lo juro -dijo Myron.

Se dirigieron hasta la puerta. Un día más y un amigo nuevo. Myron tenía una habilidad especial para hacer amistades.

Myron los siguió afuera y vio que el Rejilla y Jim se dirigían a toda prisa en dirección oeste.

Luego vio aparecer a Win entre las sombras al otro lado de la calle.

– Sígueme -le dijo Win.

Cortaron por un callejón y llegaron al parking antes que el Rejilla y Jim. Era un aparcamiento al aire libre. El encargado del parking estaba dentro de una taquilla viendo la reposición de la serie Rosearme en una tele minúscula en blanco y negro. Win le señaló a Myron el Cadillac. Después se agacharon detrás de un Oldsmobile que había aparcado dos coches más allá y esperaron.

El Rejilla y Jim se acercaron a la taquilla. Los dos seguían mirando la calle por si los seguía alguien. Jim parecía estar muerto de miedo.

– Oye Lee, ¿cómo nos habrá encontrado? ¿Eh?

– No lo sé.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Nada. Cambiaremos de coche y volveremos a intentarlo.

– ¿Tienes otro coche, Lee?

– No -dijo el Rejilla-. Alquilaremos uno.

Pagaron y les dieron la factura y las llaves. El Rejilla había insistido en aparcar el coche él mismo.

– Esto va a ser divertido -dijo Win.

Cuando llegaron al Cadillac, el Rejilla metió la llave en la cerradura y de pronto se detuvo en seco y empezó a chillar:

– ¡Mierda! ¡Puta mierda!

Myron y Win salieron de su escondite.

– Ese lenguaje… -dijo Myron.

El Rejilla se quedó mirando su coche con cara de incredulidad. Win le había hecho un agujero para entrar. Cuando se trataba de pasar inadvertido no solía utilizar ese método, pero en aquella ocasión lo había considerado necesario. Y además, a Win se le había ido la mano «sin querer» y le había rayado las dos puertas del lado del conductor.

– ¡Tú! -gritó el Rejilla señalando a Myron con la cara roja de furia-. ¡Tú!

– Qué locuacidad -dijo Win dirigiéndose a Myron.

– Ya, pero a mí lo que más me gusta de él es su elegancia en el vestir -contestó Myron.

– ¡Tú! -dijo el Rejilla-. ¿Has sido tú quien le ha hecho esto a mi coche?

– Él no -dijo Win-. He sido yo. Y puedo dar fe de que por dentro lo tienes impecable. Aunque me sabe fatal que se me haya caído todo el ketchup por la tapicería.

El Rejilla puso los ojos como platos. Miró dentro del coche, metió la mano dentro y pegó un grito. Un grito ensordecedor, tan fuerte, que el encargado del parking estuvo a punto de enterarse.

– ¿Ketchup? -preguntó Myron dirigiéndose a Win.

– Del McDonald's de la esquina -contestó Win.

– A mí siempre me ha gustado más el del Burger's King -dijo Myron.

– Para gustos, colores…

– ¿Has encontrado algo de interés dentro del coche?

– No mucho -dijo Win-. En la guantera había varios resguardos de parkings.

Win se los dio a Myron, que les echó una ojeada rápida.

– Muy bien -dijo Myron-. ¿para quién trabajáis?

El Rejilla empezó a acercarse.

– ¡Mi coche! -chilló con la cara encendida-. Tú… ¡Mi coche! ¡Mi coche!

– ¿No podrías acabar la frase? -Win exhaló un suspiro-. Se me hace aburrido hablar contigo.

– ¡Tú, hijo de puta! Tú… -el Rejilla había vuelto a apretar los puños. Se acercó un poco más, sonriéndole a Win. Se mirase por donde se mirase, aquélla era una sonrisa muy fea-. Voy a romperte la puta cara, chavalín.

– ¿Me ha llamado chavalín? -dijo Win dirigiéndose a Myron.

Myron se encogió de hombros.

Jim se puso al lado del Rejilla. Myron estaba seguro de que ninguno de los dos iba armado con pistola. Tal vez llevaran alguna navaja escondida, pero eso no le preocupaba.

El Rejilla se acercó hasta quedar a un metro de distancia de Win. Como siempre. Los maleantes siempre iban a por Win. Era casi ocho centímetros más bajo que Myron y pesaba unos catorce kilos menos. Pero el motivo principal era que Win parecía un niño rico y debilucho, capaz únicamente de levantar el dedo para llamar al mayordomo, es decir, todo lo que hubiera podido desear un buen matón en su víctima.

El Rejilla dio un paso adelante y levantó el puño. Quienquiera que hubiera contratado a aquellos tipos no les había informado bien.

El puñetazo iba directo a la nariz de Win, pero éste lo esquivó con un paso lateral. A Myron solía darle la impresión de que Win se movía como un gato; pero no era una comparación del todo exacta. Parecía más bien un fantasma, porque lo veías ahí de pie y un segundo después ya estaba en otro lugar. El Rejilla volvió a intentarlo, pero esta vez Win decidió detener el golpe. Agarró el puño del Rejilla con una mano y acto seguido le propinó un fuerte golpe en el cuello con el canto de la otra. El Rejilla trastabilló hacia atrás medio atontado. Entonces Jim se adelantó.

– Ni se te ocurra -le dijo Myron.

Jim salió corriendo.

Myron Bolitar: el Intimidador.

El Rejilla recuperó el equilibrio y se abalanzó contra Win agachando la cabeza para hacerle un blocaje. Grave error. Win detestaba que el adversario intentara aprovecharse de su estatura superior. Win había iniciado a Myron en el taekwondo durante el primer año en la Universidad de Duke, aunque llevaba practicándolo desde que tenía cinco años. Incluso había pasado tres años en el Lejano Oriente estudiando bajo la tutela de varios de los más grandes maestros del mundo.

– ¡Aaaarrrrghhh! -gritó el Rejilla.

Win volvió a dar un paso lateral como si se tratara de un torero esquivando el toro más torpe de todos, y acto seguido le asestó una patada giratoria contra el plexo solar, que acompañó de un golpe en la nariz con la base de la palma de la mano. Se oyó un crujido seco y la sangre manó libremente. El Rejilla soltó un grito y cayó al suelo fulminado. No se volvió a levantar.

Win se agachó junto a él y le preguntó:

– ¿Para quién trabajas?

– ¡Me has roto la nariz! -dijo el Rejilla con voz nasal mientras se miraba la mano empapada de sangre.

– Respuesta equivocada -dijo Win-. Déjame que te repita la pregunta. ¿Para quién trabajas?

– ¡No voy a decirte nada!

Win le agarró la nariz con dos dedos y al Rejilla casi se le salieron los ojos de las órbitas.

– No lo hagas -dijo Myron.

Win se volvió hacia él.

– Si no puedes soportarlo márchate -dijo, y luego volvió a dirigirse al Rejilla-: Es tu última oportunidad. Luego empezaré a retorcértela. ¿Quién te ha contratado?

El Rejilla no dijo nada. Win le apretó ligeramente la nariz y los huesecillos se rozaron entre sí, emitiendo un sonido como el de la lluvia al chocar contra una claraboya. El Rejilla se revolvió de dolor, pero Win amortiguó el grito con la mano que tenía libre.

– Ya basta -dijo Myron.

– Todavía no ha dicho nada -repuso Win.

– Somos los buenos, ¿te acuerdas?

– Pareces el abogado de una ONG.

– No tiene por qué decir nada.

– ¿Qué?

– Es un mierda. Sería capaz de vender a su madre por cuatro chavos.

– ¿Y?

– Pues que tiene mucho más miedo de abrir la boca que del dolor.

– Yo puedo hacerle cambiar -dijo Win sonriendo.

Myron se puso a mirar los resguardos del parking.

– Este es de un parking que está en la 54 con Madison Avenue. Debajo del edificio de TruPro. Nuestro amigo aquí presente trabaja para los hermanos Ache. Son los únicos capaces de meterle tanto miedo a alguien.

El Rejilla tenía la cara pálida.

– O Aaron -dijo Win.

Aaron.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Myron.

– A lo mejor los Ache estén utilizando a Aaron. Él sería capaz de meterle miedo a alguien.

Aaron.

– Ya no trabaja para Frank Ache -dijo Myron-. Por lo menos eso he oído.

– ¿Te suena de algo el nombre de Aaron? -le dijo Win al Rejilla.

– No -gritó el tipo en el acto.

Había sido demasiado rápido para mentir.

Myron inclinó la cabeza hacia el Rejilla y le dijo:

– Empieza a cantar o le diré a Frank Ache que nos lo has contado todo.

– ¡Yo no he dicho nada de ningún Frank Ache!

– Una triple negación -comentó Win-. Qué impresionante.

Había dos hermanos Ache. Herman y Frank.

Herman, el mayor, era el jefe, un sociópata responsable de un sinfín de asesinatos y desgracias. Sin embargo, comparado con su hermano Frank, que estaba totalmente chalado, Herman Ache era como Mary Poppins. Por desgracia era Frank quien controlaba TruPro.

– Yo no he dicho nada -repitió el Rejilla acariciándose la nariz como si fuera un perro apaleado-. No he dicho ni una puta palabra.

– ¿Y entonces cómo es que conoces a Frank? -dijo Myron-. Mira, le voy a decir a Frank que has cantado como un pajarito. ¿Y sabes qué? Que me va a creer. ¿Cómo iba a saber si no que te había contratado Frank?

La cara del Rejilla pasó del blanco pálido a una especie de verde alga.

– En cambio, si cooperas, actuaremos como si todo esto no hubiese ocurrido nunca, como si no me hubiera dado cuenta de que me seguíais -dijo Myron-. No te pasará nada. Frank nunca se enterará de tu pequeña cagada.

El Rejilla no lo pensó dos veces y dijo:

– ¿Qué es lo que quieres?

– ¿Te contrató uno de los hombres de Frank?

– Sí.

– ¿Aaron?

– No. Un tipo.

– ¿Para qué te contrataron?

– Para seguirte. Tenía que informar de todos los lugares adonde fueras.

– ¿Para qué?

– No lo sé.

– ¿Cuándo te contrataron?

– Ayer tarde.

– ¿A qué hora?

– No me acuerdo. Serían las dos o las tres. Me dijeron que estarías en el partido de tenis y que fuera allí de inmediato.

Eso quería decir casi inmediatamente después del asesinato de Valerie.

– Eso es todo lo que sé. Lo juro por Dios. No sé nada más.

– Y una mierda -le espetó Win pero, con un ademán, Myron le indicó que lo dejara.

El Rejilla no sabía nada más que pudiera ayudarles.

– Déjale que se vaya -dijo Myron.

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