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El USTA National Tennis Center se halla cómodamente instalado justo en el centro de las principales atracciones de Queens: el Shea Stadium (sede de los New York Mets), el Flushing Meadows Park (sede de la Exposición Universal de 1964-1965) y el aeropuerto de La Guardia (sede de, mmhm… retrasos).

Hacía años, los tenistas se quejaron del ruido de los aviones que pasaban volando encima del estadio por la sencilla razón de que estar en ese momento en el estadio era como estar en la plataforma de lanzamiento de un Apolo. El alcalde de aquel entonces, David Dinkins, persona siempre dispuesta a poner solución a cualquier terrible injusticia, se puso de inmediato manos a la obra. El excelentísimo alcalde de Nueva York, que por extrañas casualidades de la vida era un acérrimo aficionado al tenis, utilizó todo su poder político para detener el funcionamiento de La Guardia durante la celebración del Open. Los millonarios del tenis le estuvieron muy agradecidos y, en una demostración de mutuo respeto y admiración, el alcalde David Dinkins les compensó tanta gratitud acudiendo todos los días a los partidos durante las dos semanas que duraba el campeonato, a excepción, también muy casualmente, de los años en que se celebraron elecciones.

Para las sesiones nocturnas sólo se usaban dos canchas: la del Stadium Court y la del adyacente Granstand Court. Las sesiones diurnas, en opinión de Myron, eran mucho más divertidas. Podían llegar a celebrarse quince o dieciséis partidos a la vez.

Uno podía dar una vuelta, ver un gran partido de cinco sets en alguna cancha apartada, descubrir a un jugador revelación en otra, ver individuales, dobles y dobles mixtos, y todo bajo la gloriosa luz del sol.

Sin embargo, por la noche, la cosa se reducía básicamente a quedarse sentado viendo un partido iluminado con luz eléctrica. Y durante los dos primeros días del Open, ese partido solía constar de un cabeza de serie destrozando sin piedad a un clasificado normal.

Myron dejó el coche en el aparcamiento del Shea Stadium y cruzó el paso por encima del tren número siete. Se había instalado una caseta con radar de pistola para que el público marcara la velocidad de su propio saque y la gente hacía cola para probarlo. Los revendedores de entradas también estaban muy ocupados. Y lo mismo podía decirse de los que vendían camisetas falsas del US Open. Las camisetas falsas se vendían a cinco dólares, mientras que las que se vendían de puertas adentro costaban veinticinco. No estaban mal de precio, aunque, claro, después de un lavado, la camiseta falsa sólo se la podía poner una muñeca Barbie. Pero aun así merecía la pena.

Pavel Menansi estaba en uno de los palcos para los entrenadores, el mismo donde Myron y Win habían estado sentados por la mañana. Eran las 18:45 pm. El último partido de la sesión diurna ya había terminado y el primero de la sesión nocturna, en el que participaba la última protegida de Pavel, Janet Koffman, de catorce años, no iba a empezar hasta las 19:15 pm. Durante la transición entre las dos sesiones la gente se dedicaba a dar vueltas. Myron se encontró con el acomodador de la sesión diurna.

– ¿Cómo le va, señor Bolitar? -dijo el acomodador.

– Muy bien, Bill. Sólo quería pasar un momento a saludar a un amigo.

– Claro, no hay problema, pase, pase.

Myron empezó a bajar los escalones y entonces, sin previo aviso, un hombre vestido con americana azul y gafas de sol de aviador se interpuso en su camino. Era un tipo enorme, de un metro noventa y cinco de alto y setenta centímetros de ancho, más o menos como Myron. Llevaba el pelo atusado sobre un rostro de expresión amable pero inflexible. El tipo ensanchó el pecho formando un muro y le bloqueó el paso.

– ¿Puedo ayudarle en algo, señor? -dijo amablemente, aunque su tono de voz quería decir: «Lárgate, chaval».

Myron se quedó mirándolo.

– ¿Te han dicho alguna vez que te pareces mucho a Jake Lord?

El tipo ni se inmutó.

– Sabes quién es, ¿no? -dijo Myron-. Jack Lord, el de la serie Hawaii 5-0…

– Tengo que pedirle que se marche, señor.

– Oye, que no te estoy insultando. Había mucha gente que consideraba a Jack Lord una persona muy atractiva.

– Señor, será la última vez que se lo pida amablemente.

Myron observó detenidamente la cara de aquel tipo.

– Es que hasta tienes la misma sonrisa hosca que tenía Jack Lord. ¿Te acuerdas?

Myron imitó la sonrisa, por si acaso el tipo no había visto nunca aquella serie.

– Muy bien, colega, vete de aquí -dijo el tipo haciéndole una mueca.

– Sólo quiero hablar un momento con el señor Menansi.

– Pues me temo que ahora mismo no es posible.

– Ah, de acuerdo -dijo Myron-. Por favor, dile al señor Menansi que el agente de Duane Richwood quería hablar de algo muy importante con él. Y si no le interesa, me marcho -dijo Myron elevando el tono de voz.

Pavel Menansi volvió la cabeza como si le hubieran tirado de una cuerda y su sonrisa vaciló igual que la llama de un mechero. Se levantó de su asiento con los ojos medio abiertos e irradiando aquel extraño encanto por todo su ser que algunas mujeres encontraban tan irresistible, y otras tan repulsivo. Pavel era rumano, había sido uno de los primeros «rebeldes» del tenis y el ex compañero de dobles de Ilie Nastase el Malo. Tenía cerca de cincuenta años y la cara tan bronceada que parecía de cuero. Cuando sonreía, el cuero se agrietaba de tal modo que casi podía oírse.

– Perdone -dijo con voz melosa, parte americana, parte rumana y parte Ricardo Montalbán hablando sobre cuero corintio-, usted es Myron Bolitar, ¿me equivoco?

– Lo soy.

Menansi hizo un gesto con la cabeza indicando a Jack Lord que se retirara. Al otro no le hizo demasiada gracia, pero se apartó de todas formas moviendo el cuerpo como si fuera una puerta metálica y dejando pasar a Myron solo. El entrenador rumano le extendió la mano y, por un segundo, Myron pensó que quería que se la besara. Pero todo terminó con un breve apretón.

– Por favor -dijo Pavel-, siéntese aquí. A mi lado.

Quienquiera que estuviese en ese asiento se esfumó de inmediato. Myron se sentó y Pavel hizo lo mismo.

– Le pido disculpas por el celo que pone mi guardaespaldas en su trabajo, pero tiene que entenderme, la gente quiere autógrafos, los padres quieren hablar de cómo ha jugado su hijo… Pero éste -dijo extendiendo los brazos-, no es el momento ni el lugar adecuado.

– Comprendo -dijo Myron.

– He oído hablar bastante de usted, señor Bolitar.

– Por favor, puede llamarme Myron.

– Sólo si usted me llama Pavel. -El entrenador tenía la sonrisa de un fumador de toda la vida, pero sin la higiene dental apropiada.

– Trato hecho.

– Perfecto. Fue usted quien descubrió a Duane Richwood, ¿me equivoco?

– Alguien me lo señaló.

– Pero fue usted quien vio el potencial antes que nadie -insistió Pavel-. No jugó en los juniors ni tampoco fue a la universidad. Por eso les pasó inadvertido a las agencias, ¿no es cierto?

– Supongo que sí.

– Así que ahora tiene a uno de los mejores jugadores de tenis. Y ahora compite con los grandes, ¿verdad?

Pavel Menansi trabajaba para TruPro, una de las agencias de representación de deportistas más importantes del país. Trabajar para TruPro no te convertía automáticamente en un mezquino, pero te dejaba peligrosamente cerca. Pavel valía millones para ellos, no tanto por los beneficios que les reportaba sino por los jóvenes talentos que reclutaba. Pavel tenía una habilidad especial y perversa para hacerse con prodigios de ocho o diez años, cosa que proporcionaba a TruPro enorme ventaja para llegar a firmar un contrato con ellos. TruPro nunca había sido una agencia de reputación muy elevada, aunque pareciera bastante paradójico pero, a lo largo del último año, había caído bajo el control de la mafia y ahora la dirigían los hermanos Ache de Nueva York. Los hermanos Ache estaban metidos en todos los negocios favoritos de la mafia: drogas, loterías ilegales, prostitución, extorsiones, apuestas. Bellísimas personas, los Ache.

– Su Duane Richwood -continuó Pavel- ha jugado un buen partido, hoy. Muy buen partido. Su potencial es infinito, ¿no cree?

– Se entrena mucho -respondió Myron.

– Seguro que sí. Dígame, Myron, ¿quién es el actual entrenador de Duane? -preguntó Pavel.

Había dicho «actual», pero pareció haber querido decir «ex».

– Henry Hobman.

– Ah -dijo Pavel asintiendo vigorosamente con la cabeza como si su respuesta explicara algo muy complejo, aunque, lógicamente, ya lo sabía. Probablemente sabía quién entrenaba a todos los jugadores del circuito-. Henry Hobman es un hombre excelente, y un entrenador competente -dijo. Había dicho «competente», sin embargo, sonó como si hubiese querido decir «patético»-. Pero creo que puedo ayudarle, Myron.

– La verdad es que no he venido para hablar de Duane -dijo Myron.

– ¿Ah, no? -Pavel puso cara de sutil matiz de preocupación.

– Quiero hablar de otro cliente mío. O mejor dicho, de alguien que podía haber llegado a ser mi cliente.

– ¿Y de quién se trata?

– De Valerie Simpson.

Myron estuvo atento a cualquier posible reacción por parte de su interlocutor y detectó una. Pavel se llevó las manos a la cabeza.

– Oh, Dios mío.

Pavel simuló a la perfección estar abrumado por el pesar. Varias personas le pusieron la mano en el hombro para tratar de consolarlo y pronunciaron su nombre en voz baja, pero él las apartó de sí, haciéndose el valiente.

– Valerie vino a verme hace unos días -continuó Myron-. Quería volver a jugar.

Pavel inspiró profundamente e hizo el numerito de irse recuperando poco a poco.

– Pobre niña, no me lo puedo creer, es que no puedo… -dijo cuando se sintió con fuerzas para continuar-. Se calló un momento, presa de dolor-. Yo fui su entrenador, ¿sabe? Durante su época de esplendor.

Myron asintió sin decir nada.

– Y que le dispararan de esa manera… Como a un perro -dijo Pavel. Luego agitó la cabeza muy dramáticamente con gesto de incredulidad.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Valerie?

– Hace unos años -contestó Pavel.

– ¿La vio después de que sufriera la crisis nerviosa?

– No. No la vi más desde que ingresó en el hospital.

– ¿Y tampoco habló más con ella? ¿Por teléfono, tal vez?

Pavel volvió a negar con la cabeza y luego la bajó.

– Yo tuve la culpa de lo que le pasó. Debí haberme preocupado más por ella.

– ¿A qué se refiere?

– Cuando te ocupas de entrenar a alguien tan joven, tienes responsabilidades que van más allá de la vida dentro de la cancha. Era una niña, una niña que crecía siendo el centro de atención de todo el mundo. Los medios de comunicación son despiadados, ¿sabe? No comprenden las consecuencias de lo que hacen para vender más periódicos. Yo intenté amortiguar algunos de los ataques. Intenté protegerla, no dejar que se carcomiera por dentro. Pero al final, fracasé.

Parecía estar diciendo la verdad, pero Myron sabía que eso no significaba nada. Algunas personas son profesionales de la mentira. Cuanto más sinceras sonaban sus palabras, cuanto más aguantaban la mirada y más de fiar parecían, más sociópatas eran.

– ¿Tiene alguna idea de a quién podría interesarle matarla? -preguntó Myron.

– ¿Por qué me lo pregunta, Myron? -dijo Pavel con cara de no entender la pregunta.

– Estoy investigando una cosa.

– ¿Qué cosa? Si me permite la pregunta.

– Es algo un tanto personal.

El entrenador se lo quedó mirando unos segundos. El aliento le olía tan intensamente a tabaco que Myron se vio obligado a respirar por la boca.

– Le diré lo mismo que le dije a la policía -comentó Pavel-. En mi opinión, la crisis nerviosa de Valerie no fue a causa de las presiones normales del tenis.

Myron se limitó a asentir para animarlo a continuar hablando.

Pavel alzó las palmas de las manos, como pidiendo la intervención divina, y dijo:

– Quizá me equivoque. Quizá sólo quiera creerlo para, ¿cómo se dice eso?, para aliviar mi sentimiento de culpa. No lo sé, pero he entrenado a mucha gente joven y nunca me ha pasado nada como lo de Valerie. No, Myron, sus problemas se los causó algo más, aparte de las presiones del tenis profesional.

– ¿Qué fue entonces?

– Yo no soy médico, ¿entiende? No puedo saberlo con certeza. Seguramente recordará que Valerie sufrió amenazas.

Myron esperó a que Pavel desarrollara el tema, pero al ver que no iba a hacerlo, dijo:

– ¿Amenazas? -Los interrogatorios mediante preguntas sonda eran una de las especialidades de Myron.

– Acoso -comentó Pavel haciendo chasquear los dedos-. Es la palabra que se utiliza hoy en día. Valerie sufría acosos.

– ¿De quién?

– De un hombre muy enfermo, Myron. Un hombre malísimo. Después de todos estos años todavía me acuerdo de cómo se llamaba. Roger Quincy. Una mala bestia. Le escribía cartas de amor. La llamaba sin parar. Merodeaba cerca de su casa, en los hoteles, en todos los partidos que jugaba…

– ¿Cuándo ocurrió todo eso?

– Cuando participaba en los torneos, claro. Empezó, no sé, seis meses antes de ingresar en el hospital.

– ¿Intentó detenerlo?

– Pues claro. Fuimos a la policía, pero no podían hacer nada. Intentamos obtener una orden judicial, pero ese tal Quincy no la había amenazado nunca. Sólo le decía «te quiero», «quiero estar contigo» y cosas así. Hicimos todo lo que pudimos. Cambiábamos de hotel, firmábamos con varios nombres falsos, etcétera. Pero claro, como usted recordará, Valerie no era más que una niña. Se volvió paranoica. La presión que tenía que soportar era ya tremenda, pero entonces tuvo que empezar a mirar por encima del hombro en todo momento. Y ese Roger Quincy era una mala bestia, eso es lo que era. Fue él a quien deberían haberle disparado.

Myron hizo un gesto afirmativo y aguardó un momento antes de lanzarse al ataque.

– ¿Que reacción tuvo Alexander Cross a lo de Roger Quincy?

La pregunta dejó a Pavel tan aturdido como un gancho de izquierda salido de la nada. Como el de Lennox Lewis contra Frank Bruno. El famoso entrenador vaciló, tratando de volver a recuperar el equilibrio. Justo entonces, los tenistas salieron del túnel y empezaron a oírse los aplausos. La distracción funcionó igual que una cuenta atrás hasta el número dos, que le dio a Pavel el tiempo necesario para recomponerse.

– ¿Por qué me pregunta eso? -preguntó.

– ¿No eran novios Alexander Cross y Valerie Simpson? -preguntó Myron.

– Supongo que podría decirse que sí.

– ¿De verdad?

– Ella lo veía poco porque siempre estaba de viaje. Pero al parecer se tenían mucho cariño.

– Y supongo que ya habían iniciado su relación cuando Quincy empezó a acosar a Valerie, ¿no?

– Creo que las dos cosas sucedieron al mismo tiempo, sí.

– Pues entonces es una pregunta muy normal -dijo Myron-. ¿Cómo reaccionó el novio de Valerie?

– Tal vez sea normal -respondió Pavel-, pero no me negará que es una pregunta un tanto extraña. Alexander Cross ya hace años que murió. ¿Qué tiene que ver aquello con lo que le ha pasado ahora a Valerie?

– Pues, para empezar, que los dos han sido asesinados.

– ¿Está usted sugiriendo que hay relación entre las dos muertes?

– No estoy sugiriendo nada -contestó Myron-. Pero no entiendo por qué no quiere responder a mi pregunta.

– No se trata de querer o no querer -contestó Pavel-. Sólo se trata de hacer lo que uno cree que es correcto. Está usted hurgando en asuntos que no le atañen. Asuntos personales. Asuntos que es imposible que tengan nada que ver con el presente. Me siento como si estuviera traicionando la confianza de ciertas personas. ¿Me entiende?

– No.

Pavel miró por encima del hombro hasta encontrar a Jack Lord y éste hizo un gesto nervioso con la boca. El entrenador se puso en pie de nuevo sacando pecho.

– El partido está a punto de comenzar -dijo Pavel-. No me gusta ser maleducado, pero tengo que pedirle que se marche ya.

– He puesto el dedo en la llaga, ¿eh?

– Sí. Yo me preocupaba mucho por el bienestar de Valerie.

– No era eso lo que quería decir.

– Márchese, por favor. Tengo que concentrarme en este partido.

Myron no se movió de donde estaba. Jack Lord le puso una mano en el hombro.

– Ya lo has oído -dijo-. Largo de aquí.

– Quítame la mano de encima -dijo Myron.

– Se acabaron los juegos, amigo -dijo Jack negando con la cabeza-. Es hora de marcharse.

– Si no me quitas la mano -le aclaró Myron en tono pausado-, voy a hacerte daño. Quizá mucho daño.

Jack sonrió desde detrás de sus gafas de sol y le apretó el hombro con más fuerza. Myron le cogió el pulgar rápidamente con la mano derecha, le bloqueó la articulación y se lo empujó hacia el lado contrario. Jack cayó de inmediato arrodillado en el suelo.

Myron se acercó al oído de Jack y le dijo:

– No quiero hacer ningún numerito, así que voy a dejarte en paz -le susurró-. Pero si haces algo más aparte de sonreír, pienso hacerte daño. Y ahora seguro que te haría mucho daño. Si me has entendido, asiente con la cabeza.

Jack asintió en silencio con la cara pálida.

– Nos vemos, Pavel -dijo Myron dejando ir el pulgar de Jack.

Pavel no respondió.

Myron pasó junto a Jack y, tal y como le había ordenado, éste no hizo más que sonreír.

– ¡Arréstalos, Danno! -le dijo Myron imitando a Steve McGarrett.

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