Myron y Jessica cumplieron lo acordado y no hablaron de los asesinatos. En vez de eso, se acurrucaron en la cama y vieron Extraños en un tren en la televisión por cable mientras cenaban comida tailandesa. Hicieron el amor. Luego volvieron a acurrucarse y vieron La ventana indiscreta mientras tomaban unos Haagen-Dazs. Volvieron a hacer el amor.
Myron sentía que estaba flotando. Por una noche consiguió olvidarse del mundo de Valerie Simpson, de Alexander Cross, de Curtis Seller, de Errol Swade y de Frank Ache. Se sentía bien. Demasiado bien. Pero de repente empezó a pensar en los barrios residenciales de las afueras, en el mal rato pasado en la carretera y se obligó a sí mismo a dejar de pensar en esas cosas.
Varias horas más tarde, la luz de la mañana lo devolvió de golpe al mundo real. Escapar de él había sido como estar en el paraíso y por un instante, mientras yacía en la cama con Jessica, pensó en rodearla con los brazos y no ir a ninguna parte. ¿Para qué moverse de dónde estaba? ¿Qué había fuera de allí que pudiera hacerle sentir mejor de lo que estaba?
No tenía respuesta. Jessica lo abrazó un poco más fuerte, como si acabara de leerle el pensamiento, pero no duró demasiado. Los dos se vistieron en silencio y fueron en coche hasta Flushing Meadows. Ese día se celebraba el gran partido. El último martes del Open de Estados Unidos. La final femenina y las semifinales masculinas. En el primer partido del día iban a enfrentarse Thomas Craig, el segundo cabeza de serie, contra Duane Richwood, la mayor sorpresa del torneo.
Habiendo cruzado la puerta, Myron le dio a Jessica el resguardo de la entrada y le dijo:
– Nos vemos dentro. Quiero hablar un momento con Duane.
– ¿Ahora? -dijo Jessica-. ¿Justo antes del partido más importante de su carrera?
– Sólo será un momento.
Jessica se encogió de hombros, le dirigió una mirada escéptica y cogió la entrada.
Myron fue todo lo aprisa que pudo a la sala de los jugadores, le enseñó su identificación al portero y entró. Para tratarse de la sala de descanso de los jugadores de un Grand Slam, no era muy espectacular y además apestaba a polvos de talco. Duane estaba solo sentado en un rincón. Llevaba puestos los auriculares del walkman y tenía la cabeza apoyada hacia atrás. Myron no podía saber si Duane tenía los ojos abiertos o cerrados porque, como siempre, llevaba puestas las gafas de sol.
Cuando se acercó, Duane apagó la música con un dedo e inclinó la cabeza hacia Myron, quien se vio a sí mismo reflejado en las gafas de sol. A Myron le recordaron las ventanas de la limusina de Frank.
El rostro de Duane era una máscara rígida. Se quitó los cascos de las orejas poco a poco y los dejó colgando del cuello como si fueran una herradura.
– Se ha ido -dijo Duane lentamente-. Wanda me ha dejado.
– ¿Cuándo? -preguntó Myron. Era una pregunta tonta y fuera de lugar, pero no se le ocurrió otra cosa que decir.
– Esta mañana. ¿Qué fue lo que le dijiste?
– Nada.
– Estuvo hablando contigo -dijo Duane.
Myron no contestó.
– ¿Le dijiste que me habías visto en el hotel?
– No.
Duane cambió la cinta del walkman y dijo:
– Vete de aquí.
– Está preocupada por ti, Duane.
– Pues bonita forma de demostrarlo.
– Lo único que quiere saber es qué va mal.
– No hay nada que vaya mal.
Aquellas gafas de sol eran desconcertantes. Duane estaba mirando fijamente a Myron y parecía que lo estuviera mirando a los ojos, pero ¿quién podía estar seguro?
– Este partido es muy importante -dijo Myron-, pero no tanto como Wanda.
– ¿Crees que no lo sé? -le espetó Duane.
– Dile la verdad.
– Tú no lo entiendes -dijo Duane esbozando lentamente una sonrisa en su cara de rasgos finamente cincelados.
– Pues ayúdame a entenderlo.
Duane jugueteó con el walkman, sacando la cinta y volviéndola a meter.
– Tú crees que contarle la verdad lo solucionará todo, pero no sabes qué verdad es ésa. Vas diciendo eso de «la verdad te hará libre» cuando ni siquiera sabes cuál es la verdad. La verdad no siempre te hace libre, Myron. A veces la verdad puede matarte.
– Ya, pero ocultarla tampoco funciona -dijo Myron.
– Lo haría si tú lo dejaras estar.
– Han asesinado a alguien. Eso no es algo que uno puede dejar estar.
Duane volvió a ponerse los cascos en las orejas y dijo:
– Pues tal vez debería serlo.
Silencio.
Se quedaron mirándose de modo desafiante. Myron oyó el sonido de la música a través del walkman y le dijo:
– Tú estuviste ahí la noche en que Alexander Cross fue asesinado. Tú estuviste en el club con Yeller y Swade.
Ambos siguieron mirándose fijamente. Thomas Craig apareció en la puerta tras ellos. Llevaba varias raquetas de tenis y lo que parecía ser una bolsa de fin de semana. Los de seguridad también estaban allí, con sus walkie-talkies y auriculares en las orejas. Hicieron un gesto afirmativo en dirección a Duane y uno de ellos dijo:
– Es la hora, señor Richwood.
Duane se puso en pie y le dijo a Myron:
– Disculpa, pero tengo que jugar un partido.
Duane se dirigió hacia donde estaba Thomas Craig, que lo recibió con una sonrisa de cortesía. Duane hizo lo mismo. El tenis es un deporte muy cortés. Myron se quedó mirándolos mientras se iban y siguió sentado en la sala desierta unos minutos. A lo lejos oyó los gritos del público en cuanto los dos jugadores entraron en la pista.
Era el momento.
Myron se dirigió a su asiento. Y fue durante el partido, concretamente en el cuarto set, cuando finalmente cayó en la cuenta de quién había asesinado a Valerie Simpson.