40

Myron decidió hacer caso omiso del consejo que le había dado Jake. Sobre todo después de haber hablado con Amanda West.

No le había resultado nada fácil encontrar la dirección de la residencia actual del agente Jimmy Blaine. El hombre se había retirado hacía dos años. Aun así, Esperanza descubrió que vivía solo a orillas de un pequeño lago por la zona de Poconos. Myron tardó dos horas en coche hasta llegar delante de la que esperaba que fuese la casa. Consultó su reloj de pulsera y vio que todavía le sobraba tiempo para hablar con Jimmy Blaine y volver al despacho para ver a Ned Tunwell.

La casa era de estilo rústico y pintoresco, típica de la zona de Poconos. La entrada tenía camino de gravilla. Docenas de animales de madera protegían el porche delantero. El aire era pesado y no hacía ni pizca de viento. Todo, desde la veleta hasta la bandera de Estados Unidos, pasando por la mecedora, las hojas y las matas de hierba, estaban espantosamente inmóviles, como si los objetos inanimados tuvieran la capacidad de contener la respiración. Al subir los peldaños del porche, Myron vio una rampa moderna para sillas de ruedas que conducía a la puerta delantera. Aquella rampa parecía tan fuera de lugar como un donut en una tienda de productos dietéticos. En vista de que no había timbre llamó a la puerta con los nudillos.

Nadie le respondió. Qué curioso. Había llamado al señor Blaine hacía diez minutos, había oído a un hombre coger el teléfono, decir «¿diga?» y colgar luego. Tal vez estuviera en el patio de atrás. Rodeó la casa y, al llegar al patio trasero, se topó de frente con todo el lago. Era un paisaje espectacular. El sol se reflejaba sobre la superficie del agua que, como lo demás, seguía espantosamente en calma, y lo obligaba a entrecerrar los ojos. Todo era muy plácido, muy tranquilo. Myron sintió que se le empezaban a relajar los músculos de los hombros.

De cara al lago y sentado en una silla de ruedas, había un hombre. Tenía un San Bernardo a los pies. El perro también estaba espantosamente inmóvil. Al acercarse allí, Myron vio que el hombre tallaba un trozo de madera.

– Hola -dijo Myron alzando la voz para que pudiera oírle.

El hombre apenas alzó la vista. Llevaba una camiseta roja de manga corta y una gorra de John Deere cuya visera le tapaba la cara, aunque dejaba entrever un rostro curtido por la edad. Tenía las piernas cubiertas con una manta, a pesar del calor que hacía. Sobre una mesa, al alcance de la mano, había un teléfono móvil.

– Hola -respondió el hombre, y continuó tallando el trozo de madera sin dejar entrever si la compañía le había sorprendido o molestado.

– Bonito día -dijo Myron haciendo todo un alarde de simpatía.

– Pues sí.

– ¿Es usted Jimmy Blaine?

– Pues sí.

Incluso sin la silla de ruedas costaba imaginarse a aquel hombre recorriendo las entrañas de una ciudad como Filadelfia durante dieciocho años. Aunque, claro, la verdad es que estando allí en medio de la naturaleza costaba bastante imaginarse las entrañas de Filadelfia.

El silencio era absoluto. No se oía nada aparte del tallado; ni pájaros, ni grillos ni nada.

– ¿Ha llovido mucho, este año? -preguntó Myron al cabo de un rato como si fuera un experto en cuestiones del campo.

– Un poco.

– ¿Ése es su perro?

– Sí. Se llama Fred.

– Hola, Fred -dijo Myron mientras rascaba al perro por detrás de las orejas.

El perro movió la cola sin mover ninguna otra parte de su cuerpo y luego se tiró un pedo bastante ruidoso.

– Tiene una casa preciosa -dijo Myron.

La situación le recordaba a Eb y al señor Haney de la serie Granjero último modelo. Myron casi esperaba que de pronto le apareciesen los típicos téjanos con tirantes de los granjeros estadounidenses.

– Ya -dijo el hombre sin dejar de tallar la madera.

– Mire, señor Blaine, me llamo…

– Myron Bolitar -dijo Blaine terminando la frase por él-. Ya sé quién es usted. Le estaba esperando.

No era de extrañar.

– ¿Le ha llamado Jake? -preguntó Myron.

Blaine asintió con la cabeza sin dejar de tallar y luego comentó:

– Me dijo que era usted muy tozudo y que no le hiciera caso.

– Sólo quiero hacerle algunas preguntas.

– Ya, pero yo no tengo nada que decirle.

– No he venido a acusarle de nada, señor Blaine.

– Ya me lo dijo Jake -dijo asintiendo de nuevo con la cabeza-. Me dijo que era usted un buen tipo. Sólo que le gustaba arreglar injusticias.

– ¿Y qué más le dijo?

– Que no sabe dejar de meterse en asuntos ajenos. Y que es usted un listillo, y un pesado de aquí te espero.

– Se olvidó de contarle que también soy muy buen bailarín.

Blaine dejó descansar la madera por primera vez desde que Myron había llegado y dijo:

– ¿Está intentando arreglar la injusticia que se cometió con Curtis Yeller?

– Estoy intentando descubrir quién lo mató -dijo Myron.

– Muy sencillo -dijo Blaine-. Fui yo.

– No, no creo.

Aquella respuesta hizo que Blaine se detuviera en seco durante un momento. Luego miró a Myron de arriba abajo y volvió a tallar.

– ¿Podría explicarme lo que ocurrió aquella noche? -preguntó Myron.

– El chico sacó una pistola y yo le disparé. Eso es todo.

– ¿A qué distancia estaba de él cuando le disparó?

– A unos diez metros, a lo mejor quince -dijo Blaine encogiéndose de hombros sin dejar de tallar la madera.

– ¿Cuántas veces le disparó?

– Dos.

– ¿Y cayó muerto?

– No. Dio la vuelta a la esquina y desapareció con el otro chico, un tal Swade, creo. Se esfumaron.

– ¿O sea que le disparó en las costillas y en la cara y todavía tuvo fuerzas para salir corriendo?

– Yo no he dicho que salieran corriendo. Estaban en una esquina. Desaparecieron al doblarla. En ese momento no lo sabía, pero los Yeller vivían justo allí. Debieron de colarse por una ventana.

– ¿Con una bala en el cráneo?

– Tal vez Swade le ayudara -dijo Blaine encogiéndose de hombros otra vez.

– Eso no fue lo que ocurrió -dijo Myron-. Usted no lo mató.

Blaine le echó una mirada y volvió a su madera.

– Ya me lo ha dicho antes -dijo Blaine-. ¿Podría explicarme qué quiere déeir con eso?

– Yeller sufrió dos impactos de bala.

– Ya le he dicho que le disparé dos veces.

– Sí, pero le extrajeron dos balas de distinto calibre. Y uno de los disparos, el que le dio en la cara, se hizo desde muy corta distancia. Desde menos de un metro.

Jimmy Blaine no dijo nada, sino que se concentró aún más en la madera. Parecía estar esculpiendo algún tipo de animal, como los que adornaban el porche delantero.

– ¿Dos calibres distintos, dice? -preguntó tratando de aparentar indiferencia, sin conseguirlo.

– Sí.

– El chico a quien disparé no tenía antecedentes -dijo Blaine-. ¿Sabe lo difícil que es eso en esa parte de la ciudad?

Myron asintió sin decir nada.

– Investigué su pasado -prosiguió Blaine- por cuenta propia. Se llamaba Curtis Yeller. Tenía dieciséis años. Era buen estudiante y un buen chico. Hasta esa noche tuvo la posibilidad de disfrutar de la buena vida.

– Usted no lo mató -dijo Myron.

Blaine empezó a tallar la madera con más ahínco, parpadeando mucho, y dijo:

– ¿Cómo ha descubierto lo de las balas?

– Me lo ha contado la ayudante del médico forense. ¿La conoció usted?

Blaine negó con la cabeza y dijo:

– Pero supongo que tiene sentido culparme a mí por ello. ¿Por qué no? Es más fácil. Fue un disparo legal. Nadie lo puso en duda. La División de Asuntos Internos no tuvo ni que esforzarse. No suponía una mancha en mi historial, no le hacía daño a nadie, así que se imaginaron que no iba a pasar nada.

Myron esperó a que continuara hablando, pero Blaine se limitó a seguir tallando. Ya podían distinguirse dos orejas largas a un lado de la madera. Quizás estuviera esculpiendo un conejo.

– ¿Sabe quién mató realmente a Curtis Yeller? -preguntó Myron.

Volvió a hacerse el silencio, únicamente interrumpido por el ruido de tallar la madera. Fred volvió a pederse y a mover la cola. Myron desvió la mirada hacia el lago y se quedó contemplando el agua plateada. El efecto era hipnótico.

– Que no iba a pasar nada -repitió Jimmy Blaine-. Eso fue probablemente lo que pensaron. El bueno de Jimmy. No dejaremos que le carguen el muerto. Le quedará un historial limpio. No lo sabrá nadie. Hasta es posible que alguno de los muchachos le traten de modo especial por haber disparado tan bien. Dirán que ha salvado la vida de su compañero. El bueno de Jimmy saldrá de ésta como un auténtico héroe. Excepto por un detalle.

Myron estuvo tentado de preguntarle cuál, pero presintió que Blaine estaba a punto de decírselo.

– Yo vi el cadáver de aquel muchacho -prosiguió Blaine- bañado en su propia sangre. Vi a su madre cogerlo en brazos y echarse a llorar. Dieciséis años. Si hubiera sido de alguna banda de delincuentes callejeros o un drogadicto o…

– se detuvo-. Pero no era nada de eso. Aquel chico no. Era de los buenos. Más tarde descubrí que no le había hecho nada al hijo del senador. Fue el otro, ese gamberro de Swade, quien lo había apuñalado.

Dos patos salpicaron el agua ruidosamente y luego volvió a reinar el silencio. Blaine dejó la madera que estaba tallando y, tras pensarlo mejor, volvió a reanudar su tarea.

– He revivido aquella noche muchas veces en mi cabeza. Estaba oscuro, ¿me entiende? Apenas había luz. Es posible que ni siquiera viera que sacaba una pistola. O que hubiese dado igual. Es posible que fuera un disparo legal, pero las piezas seguían sin encajar del todo. No paraba de oír el llanto de la madre. La veía una y otra vez apretar el rostro ensangrentado de aquel muchacho contra su pecho. Y pienso en ello, ¿sabe? Y creo que no siempre es algo que los policías deban hacer. Y cuatro años después, la próxima vez que un chaval me apunta con una pistola pienso en que voy a ver a otra madre llorando por su hijo. Lo pienso mucho. Demasiado.

Blaine señaló sus piernas y dijo:

– Y éste es el resultado -cambió de herramienta y siguió tallando-. No, no iba a pasar nada.

Silencio.

Myron entendió por qué Jake había reaccionado de aquella manera por teléfono. Jimmy Blaine había pasado lo suyo. En caso de que hubiera actuado mal durante la persecución de Curtis Yeller, ya lo había pagado con creces. El problema era que Jimmy Blaine no había actuado mal. No había matado a Curtis Yeller, fuera o no legal su disparo. Jimmy Blaine, al fin y al cabo, no era más que otra víctima de aquella noche.

– ¿Sabe quién mató a Curtis Yeller? -volvió a intentar Myron al cabo de un rato.

– No, en realidad no.

– Pero tiene alguna idea al respecto.

– Quizá sí.

– ¿Le importaría contármela?

Blaine le echó una ojeada a Fred, como esperando que le contestara, pero el perro mantuvo su actitud de alfombra.

– Mi compañero y yo recibimos la llamada poco después de medianoche -empezó a decir-. Los dos sospechosos habían robado un coche de una casa situada a tres manzanas del club de tenis Old Oaks. Un Cadillac Seville azul marino. Veinte minutos más tarde vimos un coche que encajaba con la descripción y venía de la autopista Roosevelt. Cuando nos colocamos detrás, los sospechosos aceleraron y empezamos una persecución a toda velocidad.

Blaine había cambiado de voz. Ahora volvía a ser un policía y parecía estar leyendo un bloc de notas que hubiera releído muchas veces.

– Henry y yo seguimos al vehículo por un callejón no muy lejos de Hunting Park Avenue. Luego la persecución continuó a pie. En ese momento no teníamos ninguna descripción de los dos chicos y, por tanto, ninguna dirección. Solo teníamos el coche. Los perseguimos durante varias manzanas y, al doblar una esquina, el conductor sacó un arma de fuego. Mi compañero le dijo que pusiera las manos en alto y dejara el arma, pero Yeller reaccionó apuntando a Henry con la pistola. Entonces disparé dos veces. El chico cayó o se perdió de vista en la siguiente esquina. Y cuando Henry y yo la doblamos, ya no había rastro de ellos. Nos imaginamos que se habrían escondido en alguna casa y esperamos a que llegaran refuerzos para continuar. Acordonamos la zona lo mejor que pudimos, pero los del servicio secreto llegaron antes que la policía.

– ¿Los hombres del senador Cross?

Blaine asintió en silencio y continuó:

– Nos dijeron que eran de «seguridad nacional», pero lo más seguro es que fueran matones de la mafia.

– El senador Cross me dijo que él no tenía ninguna relación con la mafia.

– ¿Lo dice en serio? -dijo Blaine enarcando una ceja.

– Sí.

– Pues la mafia es la propietaria de Bradley Cross -dijo Blaine-. Y más concretamente, la familia Perretti. A ese Cross le gustan mucho las apuestas. Y sé que lo han arrestado dos veces con prostitutas. Uno de los primeros adversarios de su carrera, le estoy hablando de cuando todavía era congresista, acabó en el río durante las primarias.

– ¿Y descubrió que Cross estaba relacionado con ese asesinato?

– No descubrimos nada que pudiésemos probar, pero lo sabíamos.

Myron pensó en ello durante un momento. Era evidente que el excelentísimo senador le había mentido. Menuda sorpresa. Había tomado a Myron por pardillo. Menuda sorpresa, también. Win tenía razón. Myron siempre se equivocaba de medio a medio cuando esperaba lo mejor de la gente.

– ¿Y qué paso luego? -preguntó Myron.

– Llegaron allí al instante. Habían estado escuchando nuestra radio. Nos habían dicho que cooperáramos con ellos al cien por cien, así que la busca de aquellos chicos fue todo un esfuerzo unido. Se me hizo muy extraño encontrarlos antes que ellos, porque a los matones de la mafia se les suelen dar estas cosas mejor que a nosotros, ¿sabe?

Ya lo sabía. La mafia tenía muchas ventajas frente a la policía. Estaban más cerca de los bajos fondos de la ciudad, podían pagar dinero y no tenían que preocuparse por cumplir las normas, la ley ni los derechos constitucionales, así que podían insuflar miedo de verdad.

– ¿Y qué ocurrió? -quiso saber Myron.

– Comenzamos a peinar la zona con linternas, mirando en los contenedores de basura y por todos los rincones, policías y mafiosos. Estuvimos un buen rato sin encontrar nada. Pero entonces oímos unos disparos. Henry y yo fuimos corriendo hasta llegar a un apartamento de mala muerte justo al lado de donde yo le había disparado a Yeller, pero los hombres del senador habían llegado primero.

Blaine hizo una pausa. Se inclinó hacia Fred y le rascó las orejas. El animal seguía sin moverse a excepción de la cola. Sin dejar de rascarlo, Blaine prosiguió su relato:

– Yeller estaba muerto. Su madre lo tenía en brazos. Pasó por todas las fases. Primero no dejaba de gritar su nombre sin parar. A veces en tono dulce, como si estuviera tratando de despertarlo para ir a la escuela. Luego le acarició la parte trasera de la cabeza y lo meció y le dijo que volviera a dormirse. Todos nos quedamos mirando inmóviles. Ni siquiera los matones se atrevían a hacer nada.

– ¿Y los otros disparos? -preguntó Myron.

– ¿Qué?

– ¿No se preguntaron de dónde procedían?

– Supongo que sí, pero me imaginé que los tipos de seguridad habrían disparado contra Swade al perseguirlo. No serían tan idiotas de admitirlo, pero eso es lo que pensé.

– ¿No se le pasó por la cabeza que le hubieran disparado a Yeller?

– No.

– ¿Por qué no?

– Ya le he dicho que su madre pasó por todas las fases.

– Ya.

– Cuando se dio cuenta de que su hijo no iba a volver a despertarse, empezó a señalarnos y a gritarnos. Quería saber quién había sido. Quería mirar a los ojos al asesino que había matado a su hijo en la calle a sangre fría. Dijo que Swade lo había llevado a rastras y lo había visto muerto.

– ¿Dijo todo eso? ¿Que Swade lo llevaba a rastras y que ya estaba muerto?

– Sí.

Silencio. Ni siquiera se oía el vaivén del agua. Ni los pájaros. Ni el tallar de la madera. Pasaron varios minutos y finalmente Blaine levantó la mirada y entrecerró los ojos. Luego dijo:

– Qué fría.

– ¿Qué? -preguntó Myron.

– La madre. Si nos mintió sobre el asesino de su hijo. Siempre me pregunté por qué aquello no tuvo ninguna repercusión. La madre no montó ningún número. No contó la historia a la prensa. No denunció a nadie. No exigió ninguna explicación -dijo Blaine negando con la cabeza-. ¿Pero qué podría haberla obligado a actuar así junto al cadáver de su propio hijo, que era sangre de su sangre? ¿Cómo la convencieron tan pronto? ¿Con dinero? ¿Con amenazas? ¿Con qué?

– No lo sé -dijo Myron.

Jimmy Blaine dejó de tallar madera. Era un conejo. Y bastante bien hecho. Finalmente trinó un pájaro, pero no fue un sonido elegante. Más que una melodía fue un graznido. Blaine dio media vuelta con la silla de ruedas y dijo:

– ¿Le apetece algo de comer? Es que voy a prepararme la comida.

Myron consultó su reloj. Se estaba haciendo tarde. Tenía que volver al despacho para reunirse con Ned Tunwell.

– Gracias, pero la verdad es que ya tendría que marcharme -dijo.

– Bueno, pues entonces otro día. Cuando acabe con todo este asunto.

– Sí.

– Pero sigo sin entenderlo -comentó Blaine quitándole el serrín al conejo.

– ¿Qué es lo que no entiende?

Blaine observó su obra haciéndola girar en la mano y contemplándola desde todos los ángulos.

– ¿Es posible que la madre tuviera un corazón tan frío? -preguntó al fin-. ¿Cuánto dinero debieron de darle? Dios mío, ¿pero acaso hay dinero suficiente en este mundo para obligar a una madre a hacer algo semejante ante el cuerpo de su hijo? -Blaine negó con la cabeza y dejó caer el conejo en el regazo-. Es que no lo entiendo.

Myron tampoco.

Загрузка...