47

Myron no esperó a que lo invitara a entrar, se abrió paso al interior de la casa. El ambiente impersonal de aquel hogar volvió a sobrecogerle. No había ni un cuadro. No había ni un recuerdo. Sin embargo, ahora entendía por qué. La televisión estaba encendida y en ella se veía el partido de tenis. No tenía nada de raro. Las mujeres iban por la mitad del primer set.

Deanna Yeller lo siguió.

– Debe de ser una tortura para usted -dijo Myron.

– ¿Qué?

– Ver a Duane por televisión en vez de verlo en persona.

– No fue más que una aventura -dijo con voz monótona-. No significó nada.

– ¿Fue sólo una noche loca?

– Algo así.

– Yo no lo creo -dijo Myron-. Duane Richwood es su hijo.

– ¿De qué está hablando? Yo sólo tuve un hijo.

– Eso es cierto.

– Y está muerto. Lo mataron, ¿se acuerda?

– Eso no es cierto. Mataron a Errol Swade, no a Curtis.

– No sé de qué me está hablando -dijo ella en tono no muy convincente.

Parecía cansada, como si estuviera cumpliendo una serie de formalidades; o se habría dado cuenta de que Myron ya no iba a tragarse más mentiras.

– Ya lo sé todo -dijo Myron mostrándole el libro que tenía en la mano-. ¿Sabe lo que es esto?

Ella miró el libro con cara inexpresiva.

– Es el boletín del instituto de Curtis. Me lo acaba de dejar Lucinda Elright.

Deanna Yeller parecía tan frágil que la más leve brisa hubiese bastado para arrojarla de bruces contra la pared. Myron abrió el boletín y dijo:

– Duane se operó la nariz. Quizá también otras cosas, no lo sé seguro. Tiene el pelo diferente. Ahora se ha hecho más musculoso, pero claro, es que ya no es un chaval de dieciséis años. Y además siempre lleva gafas de sol en público. Siempre. ¿Pero quién iba a reconocerlo? ¿Quién iba a imaginarse siquiera que Duane Richwood es un sospechoso del crimen que murió hace seis años?

Deanna se apoyó contra una mesa y se sentó. Señaló débilmente una silla que había al otro lado y Myron se sentó allí.

– Curtis era un gran deportista -prosiguió Myron pasando las páginas-. No era más que un estudiante de segundo curso en el instituto, y sin embargo ya había empezado a jugar al fútbol y al baloncesto en equipos universitarios. El instituto no tenía pista de tenis, pero Lucinda me dijo que eso no lo desanimó. Jugaba siempre que podía. Le encantaba ese juego.

Deanna Yeller se quedó callada.

– Mire, desde el principio no me acababa de creer la posibilidad de que hubiesen ido allí a robar -dijo Myron-. Usted llamó ladrón a su hijo muy rápidamente, Deanna, pero los hechos no apoyaban esa versión. Era un buen chico. No tenía antecedentes. Y era listo. Allí no había nada que robar. Después se me ocurrió que podría haberse tratado de una venta de drogas que hubiera salido mal. Eso tenía más sentido. Alexander Cross consumía drogas. Errol Swade las vendía. Pero tampoco eso explicaba la razón de que su hijo estuviera allí. Durante un tiempo incluso pensé que Curtis y Errol no habían ido nunca a ese club, que no eran más que cabezas de turco. Pero un testigo bastante fiable me ha jurado que aquella noche oyó a alguien golpear pelotas de tenis. Y también vio a Curtis y a Errol con una raqueta cada uno. ¿Por qué? Si pretendían robar en el club podrían haberse llevado todas las raquetas que hubiesen querido. Y si quieres vender drogas, no llevas ninguna raqueta. Al final lo vi claro: habían ido allí a jugar al tenis. Saltaron la valla no para robar en el club, sino porque Curtis quería jugar al tenis.

Deanna levantó la cabeza. Tenía los ojos hundidos y se movía poco y muy lentamente.

– Era una pista de césped -dijo Deanna-. Aquella semana habíamos visto Wimblendon por la tele. Lo único que quería era jugar en una pista de césped, nada más.

– Pero, por desgracia, Alexander Cross y sus colegas estaban fuera colocándose -continuó Myron- y los oyeron. Lo que pasó luego no está del todo claro, pero creo que podemos fiarnos de lo que me dijo el senador Cross. Alexander, colocado hasta las cejas, inició una pelea. Tal vez no le gustara que un par de chicos negros utilizaran su pista. Tal vez de verdad pensara que habían entrado a robar en el club. Eso no importa. Lo que importa es que Errol Swade sacó una navaja y lo mató. Pudo haber sido en defensa propia, pero lo dudo mucho.

– Lo único que hizo fue reaccionar -dijo Deanna-. Aquel idiota vio a un grupo de chicos blancos y se lanzó a por ellos. No sabía hacer otra cosa.

Myron asintió con la cabeza y siguió hablando:

– Después de eso todos salieron corriendo, pero Valerie Simpson tiró a Curtis al suelo. Los dos lucharon y Valerie vio a Curtis perfectamente. Se le grabó su cara. Cuando uno lucha contra quien cree que ha matado a su prometido no se olvida fácilmente de su cara. Cuando se zafaron de ella, Errol y Curtis saltaron la valla y echaron a correr calle abajo. En el aparcamiento encontraron un coche. A Errol ya lo habían arrestado varias veces por robar coches, así que no le supuso ningún problema entrar en uno y hacerle un puente. Eso fue lo primero que me puso en el camino correcto para llegar a descubrir la verdad. Hablé con Jimmy Blaine, el agente de policía que supuestamente le disparó a su hijo. Jimmy me dijo que disparó contra el conductor del coche, no contra el que iba a su lado. Pero Curtis no iba a conducir el coche. Eso no hubiese tenido ningún sentido, porque el ladrón experto era el conductor, no el chico bueno. Y entonces caí en la cuenta. Blaine no disparó contra Curtis Yeller, disparó contra Errol Swade. Deanna Yeller seguía inmóvil como una estatua.

– La bala acertó a Errol en las costillas. Gracias a Curtis, consiguieron doblar la esquina y colarse por la salida de incendios. Luego llegaron hasta su apartamento, señora Yeller. A esas alturas, seguro que las sirenas se oían por todos lados. Y se acercaban. Probablemente estuvieran los dos presos del pánico, aquello era un verdadero pandemónium. Le contaron lo ocurrido y usted se dio cuenta de lo que aquello suponía: un chico blanco y rico asesinado en su club. Su hijo estaba acabado. Aunque Curtis no hubiera hecho más que mirar, aunque Errol lo hubiera contado todo, Curtis estaba acabado.

– Me di cuenta de más cosas -le interrumpió Deanna-. Sólo había pasado una hora desde el asesinato y por la radioya estaban diciendo quién había sido la víctima. No se trataba solamente de un chico blanco y rico, sino del hijo de un senador de Estados Unidos.

– Y usted sabía que Errol tenía un largo historial delictivo -prosiguió Myron-. Sabía que había sido culpa suya. Sabía que esa vez iban a encerrarlo para siempre. La vida de Errol estaba acabada y no tenía a nadie más a quien echarle la culpa. Pero Curtis era inocente. Curtis era un buen chico. Lo había hecho todo bien y ahora, por la estupidez de su primo, su vida estaba a punto de irse al cuerno.

Deanna alzó la vista e insistió:

– Pero todo eso era cierto, no me va a decir que no, ¿verdad? ¿A que no? ¿A que no?

– No -contestó Myron-, supongo que no. Probablemente no le llevó a usted mucho tiempo decidirse. Había oído a la policía disparar dos veces. Vio que Errol sólo tenía una herida de bala. Y lo más importante de todo, Curtis no tenía antecedentes. La policía no tenía ninguna foto suya. No tenía ninguna descripción -Myron se detuvo. Deanna lo miraba con los ojos muy abiertos y fijos en él-. ¿De quién era el arma, Deanna?

– De Errol.

– ¿La llevaba consigo?

Deanna asintió sin decir nada.

– Así que le quitó la pistola, se la apretó contra la mejilla y disparó.

Volvió a asentir en silencio.

– Le voló la cara en pedazos -continuó Myron-. Eso también me dio que pensar. ¿Por qué disparar a alguien a la cara? ¿Por qué no en la nuca o en el corazón? Porque usted no quería que le vieran la cara. Quería que el cadáver fuese irreconocible. Y luego hizo su brillante actuación. Lo cogió en brazos y empezó a llorar justo cuando la policía y los matones del senador entraron echando la puerta abajo. Fue realmente muy sencillo. Le pregunté a la forense cómo habían identificado el cuerpo de Curtis y se rió de lo ridículo de la pregunta. «De la forma habitual», me dijo. Mediante el pariente más cercano. Usted, Deanna. La madre. ¿Qué más podían necesitar? ¿Por qué poner eso en duda? A los policías les encantó que usted no quisiera montar un espectáculo por lo sucedido, así que no la investigaron demasiado. Y para acabar de redondear el plan, fue lo bastante inteligente para hacer incinerar el cadáver de inmediato. Así, aunque alguien quisiera reabrir el caso e investigar un poco, las pruebas se habrían convertido en cenizas.

»Y respecto a Curtis, no le costó escapar. La policía inició la búsqueda y captura de Errol Swade, un hombre de un metro noventa y cinco que no se parecía en absoluto a su hijo. Nadie andaba tras Curtis Yeller. Estaba muerto.

– No fue así de fácil -dijo Deanna-. Curtis y yo fuimos con mucho cuidado. Había gente poderosa involucrada. Me daba miedo la policía, claro, pero no tanto como aquellos tipos que trabajaban para el senador. Y encima, los periódicos convirtieron al hijo de Cross en un mártir. Curtis sabía la verdad, así que si el senador llegaba a encontrar a mi chico… -Deanna se ahorró acabar la frase y simplemente se encogió de hombros.

Myron asintió en silencio. Él también había pensado lo mismo. Los muertos no hablan.

– ¿Y Curtis se pasó los cinco años siguientes escondido?

– Supongo que se le puede llamar así -respondió Deanna-. Fue de un sitio a otro, viviendo de lo que podía. Yo siempre que conseguía ahorrar un poco de dinero se lo enviaba, pero le dije que no volviera nunca a Filadelfia. Acordamos llamarnos desde teléfonos públicos y cosas así. Tuvo que crecer solo, viviendo en la calle… Pero como sabía hablar bastante bien, pudo conseguir varios trabajos decentes. Trabajó durante tres años en un club de tenis cerca de Boston. Allí no paró de jugar al tenis y hasta logró jugar algún que otro partido oficial. Ahorré el dinero necesario para hacerle alguna cirugía plástica. Sólo algunos retoques, ¿me entiende? Por si acaso se topaba con alguien que lo conociera. Tal y como ha dicho usted, creció mucho. Creció tres centímetros y ganó catorce kilos. También empezó a ponerse las gafas de sol, aunque siempre pensé que aquello era un poco exagerado. Nadie va a reconocerlo, pensé. Ya no. Había pasado demasiado tiempo. Lo peor que podía pasar era que alguien pensara que se parecía al cadáver de alguien que habían conocido. Era normal, ya habían pasado cinco años. Pensamos que estaba a salvo.

– Y por eso hace poco usted empezó a recibir dinero -dijo Myron-. No era de ningún soborno, sino que empezó a recibir dinero cuando Duane pasó a ser tenista profesional. Y le compró esta casa.

Deanna hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Y cuando les vi aquella noche en el hotel, lo primero que pensé es que eran amantes. Aunque en realidad no era más que un hijo visitando a su madre. El abrazo que les vi darse cuando él salió de la habitación no era un abrazo de amantes, sino el de una madre despidiéndose de su hijo. De hecho, Duane no durmió con usted. Sólo lo fingió. Wanda tenía razón. Él la quiere. Nunca la ha engañado con otra. Desde luego, no con usted. Ni con Valerie Simpson tampoco.

– Está enamorado de esa chica -dijo Deanna-. Wanda y él se llevan muy bien.

– Todo marchaba de maravilla hasta que Valerie vio a Duane en mi oficina -continuó Myron-. No llevaba puestas las gafas de sol. Ella lo vio de cerca y, como ya he dicho antes, una persona no se olvida fácilmente de quien cree que ha matado a su prometido. Lo reconoció. Me robó la tarjeta del Rolodex y le llamó. ¿Qué pasó luego, Deanna? ¿Lo amenazó con revelar la verdad?

– Nos hemos dejado una cosa -dijo Deanna-. Lo único que quiero es dejar las cosas claras, ¿de acuerdo?

Myron asintió en silencio.

– Aquella noche Curtis no se imaginaba que yo fuera a matar a Errol -dijo Deanna-. Lo único que le dije es que fuera a esconderse al sótano. Allí había un túnel cerrado. Sabía que allí estaría a salvo durante un tiempo. Le dije a Errol que se quedara conmigo, que lo curaría yo. Y cuando Curtis se hubo ido, disparé a Errol.

– ¿Le contó la verdad a Curtis?

– Más tarde se lo imaginó. Pero entonces no sabía lo que había pasado. No tuvo nada que ver con el asunto.

– ¿Y Valerie? ¿Iba a revelarlo todo?

– Sí.

Myron y Deanna Yeller cruzaron las miradas.

– Y entonces usted la mató -dijo Myron.

Durante unos instantes, Deanna no dijo nada y se quedó mirándose las manos como si estuviera buscando algo en ellas.

– No atendía a razones -dijo finalmente en voz muy baja-. Duane me dijo que Valerie lo había llamado. Él intentó convencerla de que lo había confundido con otra persona, pero ella insistía en lo contrario, así que me cité con ella en el hotel. Yo también intenté persuadirla. Le dije que Duane no había hecho nada malo, pero ella no paraba de decir tonterías sobre no volver nunca más a ocultar nada, de que había dejado enterradas demasiadas cosas, que todo tenía que salir a la luz -Deanna Yeller cerró los ojos y negó con la cabeza-. Esa chica no me dejó más alternativa. Estuve vigilando su hotel. La vi salir apresurada. La vi ir a toda prisa a los partidos y supe que estaba asustada y supe que iba a decir algo y supe que no podía esperar más, que tenía que detenerla en ese momento o… -Deanna no terminó la frase. Al cabo de un instante apartó las manos de la mesa y las cruzó sobre su falda-. No tuve más alternativa.

Myron no dijo nada.

– Hice lo único que podía -dijo Deanna-. Se trataba de su vida o la de mi hijo.

– Así que, por segunda vez, escogió la de su hijo.

– Sí. Y si usted me delata, no habrá servido de nada. Saldrá todo a la luz y matarán a mi hijo. Usted sabe muy bien que lo harán.

– Yo lo protegeré -dijo Myron.

– No, eso es cosa mía.

De repente, se oyó un chirriar de neumáticos en la calle. Myron se levantó y miró por la ventana. Era Duane. Aparcó el coche a toda prisa y echó a correr en dirección a la casa.

– No lo deje entrar -dijo Deanna ya en pie-. Por favor.

– ¿Qué?

Deanna fue corriendo hacia la puerta y echó el pestillo.

– No quiero que lo vea.

– ¿Que vea qué? -preguntó Myron.

Pero Myron lo comprendió enseguida. Deanna se volvió hacia él. Llevaba una pistola en la mano.

– Ya he matado dos veces para salvarlo. ¿Qué más da una tercera?

Myron buscó algún lugar donde pudiera cubrirse de un salto, pero por segunda vez en un caso así, había sido descuidado. Estaba totalmente desprotegido y Deanna no iba a errar el tiro.

– Matarme no solucionará el problema -dijo Myron.

– Ya lo sé -contestó la madre de Duane.

De súbito se oyó aporrear la puerta y a Duane gritar:

– ¡Abre! ¡No le digas nada!

Volvieron a oírse más golpes contra la puerta.

A Deanna se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No se lo diga a nadie, señor Bolitar, no hace falta decírselo a nadie. Todos los culpables ya habrán recibido su castigo.

La madre de Duane se apuntó el cañón del arma contra la sien.

– No -dijo Myron con un susurro.

– ¡Mamá! ¡Abre, mamá! -gritaba Duane desde el otro lado de la puerta.

La madre de Duane se volvió hacia la voz. Myron intentó quitarle la pistola, pero no llegó a tiempo. Deanna Yeller apretó el gatillo e hizo un último sacrificio por su hijo.

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