Después de ocho horas ininterrumpidas de sueño en casa, me desperté en mi dormitorio, caluroso y sofocante, deseando varias cosas a la vez: agua helada, una ducha muy caliente y algo de comer, aunque no sabía exactamente qué. Tras satisfacer mis dos primeras necesidades recreándome en la ducha, me sorprendió descubrir que tenía el oído mucho mejor. Ni siquiera me dolía. Sentía en él esa pesadez vacía que a veces sustituye al dolor, como cuando una jaqueca particularmente terrible se diluye y te libera por fin de la opresión a la que te tenía sometida.
Como hacía calor, me puse unos pantalones con las perneras cortadas por los muslos y una camiseta sin mangas, y fui a la cocina a echar un vistazo al mal aprovisionado frigorífico y a los armarios. No me apeteció nada de lo que vi. Fuera lo que fuese aquel extraño anhelo, no se trataba de los habituales antojos de café, azúcar, sal o carne roja. Salí al jardín por la puerta trasera.
La tormenta de la noche anterior había dejado el cielo limpio, a excepción de unas pocas nubes blancas hacia el oeste. El sol estaba ya muy alto, pero los olmos tamizaban la luz y sólo dejaban pasar unos pocos rayos. El gato siamés desnutrido del vecino recorría el césped, excesivamente crecido, de nuestro pequeño y descuidado patio trasero. Se detuvo, comprobó que yo no constituía ninguna amenaza y continuó su camino. Yo también seguí el mío hasta la puerta del sótano y descendí a la oscura estancia llena de telarañas.
Allí abajo, Shiloh guardaba lo que llamaba «las provisiones para el Juicio Final»: comida enlatada para ser consumida en caso de catástrofe natural, disturbios, ley marcial o ataque nuclear. Yo siempre había pensado que la comida que se conserva bien para casos de emergencia -los platos preparados, las sopas bajas en sodio, la leche en polvo y la fruta en almíbar- eran algo demasiado deprimente para tomarlo mientras el mundo se desmoronaba. Sin embargo, por extraño que resultase, fue allí donde encontré algo que calmó mi antojo: un frasco de compota de manzana y una lata de peras.
Cuando salía, en la penumbra, estuve a punto de tropezar con algo. Era una caja de trastos vieja y destartalada. Contenía las herramientas que, a diferencia de la llave inglesa o los alicates, no se utilizaban con asiduidad. No necesitaba abrirla para saber que contenía algo más: una pistola del calibre 25 sin registrar, chapada en plata barata.
Me la había entregado Deb, la hermana de Genevieve, hacía tanto tiempo que parecía que habían transcurrido cien años. Deb me había dado una explicación de lo más inocente: la pistola era una reliquia de la época que había vivido en un barrio conflictivo del este de Sant Louis. Hacía mucho que quería librarse del arma y yo le había prometido que me ocuparía de ello pero, inmediatamente después, la desaparición de Shiloh y nuestros problemas subsiguientes habían borrado de mi mente la promesa. Había escondido el arma en el sótano y allí se había quedado. En vista de las sospechas que había despertado en el caso de Royce Stewart, pensé que no podía llevarla al trabajo y entregársela a los técnicos de pruebas para que la destruyeran, y mucho menos ahora que Gray Díaz estaba en la ciudad.
Aparté la caja con el pie y decidí que debía ocuparme de la pistola cuanto antes, pero no ese día.
De vuelta en la cocina, me comí toda la lata de peras con un poco de queso rallado encima. Ya había empezado la compota de manzana cuando oí que llamaban a la puerta.
Los visillos de la mitad superior de la puerta eran muy finos y a través de ellos divisé un ancho torso masculino. Los aparté un poco y vi que se trataba del detective Van Noord, a quien había pedido disculpas el día anterior al marcharme apresuradamente del trabajo.
– ¿Qué sucede? -pregunté, abriendo la puerta.
– Me ha enviado Prewitt para ver si estabas aquí -respondió-. No podíamos contactar contigo.
– Es mi día libre -repliqué-. ¿Ocurre algo?
Me refería a alguna emergencia o peligro para la seguridad pública, situaciones en las que se necesita a todos los agentes, pero era una tarde tranquila y no se oían sirenas en la distancia.
– No, nada de eso -respondió Van Noord-, pero ayer te fuiste tan de repente, a medio turno, que Prewitt se quedó preocupado. Me ha pedido que comprobara que estás bien.
– Estaba enferma -expliqué lisa y llanamente-. Ayer te lo conté.
– Sí, ya lo sé, y yo se lo he dicho a él, pero de todos modos me ha pedido que me pusiera en contacto contigo. Como no te localizaba, ni en el móvil ni en el busca…
– ¿Y por qué no has llamado al teléfono de casa? -me extrañé.
– Lo hice, pero comunicabas.
– Lo tengo descolgado. -Recordé la decisión que había tomado al volver a casa de madrugada-. Lo siento, no era mi intención preocupar a nadie.
De todos modos, seguía pareciéndome absurdo que Prewitt hubiese mandado a Van Noord a casa.
– ¿Os falta gente? -pregunté de nuevo-. Ya me siento mucho mejor que ayer. Si me necesitáis…
– No, no -aseguró, rechazando mi ofrecimiento con un ademán-. Tú te quedas en casa y cuidas bien ese oído. Pero podrías conectar el móvil… Por si te necesitamos.
– Cuenta con ello -asentí.
Cuando se marchó, fui a la cocina y colgué el teléfono. Luego me serví agua y tomé la primera dosis de antibiótico. Los había comprado al salir de casa de Cicero, en una farmacia de esas que están abiertas las veinticuatro horas, ante cuyo mostrador había esperado con un aire de despreocupación tan forzado que cualquiera que hubiese prestado atención se habría dado cuenta de mi paranoia.
El mundo se había vuelto loco, pensé. Yo iba a comprar antibióticos con una receta falsa y el teniente Prewitt mandaba a sus detectives a controlar al personal enfermo. La persona más cuerda con la que había tratado en las últimas cuarenta y ocho horas era Cicero Ruiz.
Cicero. Éste sí que era un problema.
En el breve tiempo que hacía que lo conocía, no sólo lo había visto realizar un reconocimiento y ofrecer consejos médicos, sino también llevar a cabo algo que podía calificarse de cirugía menor. Luego, me había confiado que tenía un bloc de recetas y me había extendido una. Yo sólo contaba con su palabra de que lo mío era una excepción. Cicero se había inculpado completamente y por su propia voluntad, como si yo le hubiera escrito un guión y él se hubiese limitado a seguirlo. Pero no podía delatarlo, al menos de momento, porque había dado mi palabra de que no lo haría.
Él había conseguido arrancarme aquella palabra sólo con respecto a la receta ilegal y a la posibilidad de que me pillasen con ella pero, en principio, mi promesa había sido más amplia. «A mí no tiene que ocurrirme nada», había dicho Cicero. Y yo le había prometido que no tendría problemas con la ley por mi culpa.
Aun en el caso de que no hubiera hecho esa promesa, ¿me encontraría ahora en terreno más firme? El quid de la cuestión era mi propia conducta. Yo no había fingido la infección de oído; había acudido a Cicero para que me curara y había aceptado los cuidados médicos que me había dispensado, lo cual, éticamente, equivalía a comprar mercancía robada a un perista o hacer apuestas con un corredor ilegal. Además, había participado en un fraude de recetas. Y por si fuera poco, había mantenido relaciones sexuales con un sospechoso.
La cuestión era que ahora no podía delatarlo. Me había saltado demasiadas normas.