Capítulo 16

En el despacho del juez Henderson celebrábamos una reunión tres personas: el propio juez, un hombre negro que peinaba canas y que apenas abría la boca; Lorraine, la asistente social, y yo.

– No es una situación típica -estaba exponiendo Lorraine-. He visitado su domicilio y es tal como lo ha descrito la detective Pribek. La casa está limpia y los niños van a la escuela. No hay niños en edad preescolar. El menor tiene once años y los demás, catorce, dieciséis y diecisiete. Cuando estuve allí, la hermana se mostró amigable y cooperadora.

– ¿Y el padre? -preguntó el juez. Tenía una voz grave y agradable, como el rumor de un trueno en la lejanía.

– Va reponiéndose lentamente -le informó la asistente social-. Lo han trasladado de cuidados intensivos del hospital a una casa de convalecencia y su pronóstico es bueno. El problema más importante, ahora mismo, es la persistencia de los problemas de habla. La hija solicita la administración del patrimonio familiar.

El juez Henderson asintió con la cabeza.

– A través de un abogado, supongo -señaló.

– Efectivamente -asintió Lorraine.

Eché una mirada a los números romanos del reloj de pulsera del juez. Eran las tres y media. Todavía no estaba segura de mi papel en la reunión. Imaginaba que me necesitaban para que declarase lo que conocía de la situación familiar de los Hennessy, ya que había sido la autora del informe a los servicios de protección de niños en situación de riesgo. Sin embargo, hasta aquel momento, no me habían hecho una sola pregunta.

– Bien, parece que ha sido usted muy minuciosa, como siempre. -El juez se recostó en el respaldo de su asiento y se echó tan atrás que su coronilla casi calva desapareció prácticamente bajo una planta de un verde lustroso que estaba colocada en una estantería a su espalda-. Y aquí es donde entra en escena usted, detective Pribek.

Lorraine también se volvió hacia mí:

– Tenemos un programa piloto para situaciones en las que los menores que solicitan la emancipación son encomendados a la supervisión de un adulto adecuado durante un periodo de prueba. Por supuesto, sólo se aplica en casos en los que el menor es considerado un buen candidato y no existen parientes adultos que puedan desempeñar este papel.

– ¿Quiere que sea custodia de los menores Hennessy? -pregunté.

– No se trata exactamente de una función de custodia. Más bien sería una observadora vigilante -me corrigió Lorraine.

– No tengo formación de asistente social.

– Pero es una profesional de la seguridad ciudadana, una persona responsable, y parece que ha tenido más contacto con esos jóvenes que ninguna otra persona. -Tras una pausa, Lorraine prosiguió-: Marlinchen Hennessy es una candidata excelente para el programa y apenas quedan unas semanas para que alcance la mayoría de edad. No nos agrada del todo que los menores vivan por su cuenta durante este periodo, pero enviarlos a instituciones de acogida parece…, en fin, parece ridículo.

– No estoy muy segura de que Marlinchen acepte lo que proponen -respondí, eludiendo el compromiso. Pensaba en cómo habíamos terminado nuestro último encuentro.

– Al contrario -dijo la asistente social-. Cuando visité la casa, la hija mayor habló excelentemente de usted.

– La única hija -rectifiqué sus palabras. Marlinchen Hennessy no tenía hermanas.

Lorraine sonrió y me di cuenta de que había caído en una trampa, poniendo en evidencia que había invertido tiempo y energía en conocer a aquella joven familia. Con un resoplido, continué:

– No me opongo rotundamente a la custodia, pero creo que el problema va un poco más allá. Marlinchen no sólo aspira a obtener la custodia de sus hermanos menores, sino también la administración de los bienes de su padre. ¿No les parece que es demasiado?

Lorraine se mordió el labio y fue el juez quien tomó la palabra.

– Detective Pribek -dijo-, la familia sigue siendo la unidad sagrada y fundamental de la vida norteamericana. Para que las instituciones públicas disuelvan la unidad familiar, debe existir una buena razón para ello. Si hubiera otros parientes que pudieran hacerse cargo de los menores, o incluso un amigo íntimo de la familia, seguiríamos esa vía. Pero no hay ninguno y, en vista de ello, creo que ésta es la mejor solución para los chicos.

– ¿Y qué me correspondería hacer, exactamente? -pregunté, dándome por vencida.

– Supervisarlos un poco -explicó Lorraine-. Comprobar que se hace la colada y que cenan algo más que cereales fríos cada noche. Desde luego, no es necesario que viva con ellos, pero debería pasar algunos ratos en la casa. -Hizo una pausa y añadió-: También debo mencionar que recibirá un estipendio por la labor.

– Pero la cantidad no contaría para el cálculo de su plan de jubilación -añadió el juez Henderson con cierta sequedad, y me sorprendí riéndome con él.

– ¿Y bien, está dispuesta? -inquirió la asistente social.

Lo que me pedían iba mucho más allá del trabajo que desarrollaba para el condado. No tenía hijos y no había crecido rodeada de hermanos y hermanas. Sin embargo, comprendí que ya era tarde para intentar mantenerme al margen. A pesar de lo sucedido en nuestro último encuentro, Marlinchen me caía bien. Y si pasaba más tiempo con ella, tal vez sería capaz de terminar lo que tenía entre manos: localizar a Aidan Hennessy.

– Está bien -dije, pues-. Lo haré.


No me lo habían dicho, pero Marlinchen Hennessy aguardaba en otra sala durante la reunión. En cuanto accedí a llevar a cabo la supervisión de los hermanos Hennessy, Lorraine le indicó que entrara y le expuso la propuesta. Como era de prever, Marlinchen aceptó.

Bajamos juntas en el ascensor y aproveché para decirle que, cuando terminara el trabajo, pasaría por la casa y explicaríamos la situación a sus hermanos. Marlinchen se apresuró a asentir, pero no dijo nada más. La dejé en una mesita en la segunda planta del centro comercial Pillsbury, tomando una cola y repasando los deberes escolares.

Mientras volvía al trabajo, reflexioné que, evidentemente, Marlinchen seguía considerándome una figura de autoridad. Si tenía que dedicar las siguientes semanas a ocuparme con regularidad de ella y de sus hermanos, quería que al menos la muchacha se relajara un poco.

Lo que necesitaba era pasar un rato con Marlinchen sin hurgar en incómodos asuntos de familia, sin que ninguna de las dos mencionara a Hugh ni a Aidan, sin hacer referencias a la economía familiar o a los límites jurisdiccionales. Lo que necesitábamos era algo completamente diferente. Algo divertido.

Cuando llegué a la brigada, le dije a Van Noord que saldría un poco antes.


– Van a detenernos -anunció Marlinchen llanamente.

A las seis, la luz de la tarde empezaba a declinar. Marlinchen y yo nos hallábamos en una carretera rural. Habíamos dejado atrás las Ciudades Gemelas y estábamos en las proximidades del río St. Croix.

Acababa de detener el Nova junto a la cuneta para cambiarme de asiento con ella. Marlinchen lo había hecho muy bien un rato antes, en el aparcamiento vacío de una iglesia, cuando le había enseñado los fundamentos de la conducción en un coche automático. Había realizado un circuito por el aparcamiento vacío de una iglesia, a 25 kilómetros por hora, y había aprendido a frenar y a conducir marcha atrás. «No es tan difícil», había comentado. Y, a medida que crecía su confianza, había aumentado también el placer que encontraba al volante.

Esta vez, sin embargo, las cosas eran distintas.

– ¿Tengo que hacerlo aquí, en una carretera? -protestó con un punto zalamero en la voz-. ¿No debería empezar en una calle tranquila, a 40 por hora?

– Las calles están llenas de cruces, de tráfico nervioso y de niños en bicicleta -le respondí-. Aquí, en cambio, lo único que tienes es una calzada despejada y recta.

Un camión articulado nos adelantó con un rugido a 110 por hora. Al verlo, Marlinchen me lanzó una mirada reprobadora.

– Tienes que llevar una casa y ni siquiera puedes ir a la tienda en coche -repliqué. Era un argumento que ya había utilizado cuando le había sugerido que le daría lecciones de conducción-. Tienes que aprender.

– ¿Y si voy demasiado lenta? -preguntó ella.

– Te adelantarán -respondí-. A los conductores de carretera les encanta adelantar; eso rompe la monotonía.

Para evitar más protestas, me apeé del vehículo. Mientras rodeaba el coche, vi que Marlinchen me imitaba, a regañadientes.

Cuando hubimos cambiado de asiento, le di indicaciones.

– Con mucho cuidado -le dije, secamente-, busca el freno de mano y bájalo, como has hecho antes. Bien. Ahora, con el pie en el freno, entra la marcha. El pie derecho. No utilices nunca el izquierdo.

Marlinchen avanzó hasta el arcén y se detuvo allí, mirando a un lado y otro. Transcurrieron unos segundos; luego, unos cuantos más. No se veía ningún vehículo en ninguna dirección. Me pregunté qué estaría buscando.

¿La estaba forzando demasiado? Me había propuesto que la chica se relajara un poco, por una vez, e hiciera algo divertido, pero no parecía disfrutar en absoluto.

– No hay más coches a la vista -apunté-. Las condiciones no pueden ser mejores.

Marlinchen levantó el pie del freno y se incorporó a la calzada. La aguja del indicador de velocidad empezó a subir con penosa lentitud hasta marcar los 45 por hora, luego los 60 y, finalmente, los 70.

– El límite de velocidad es 90 -le recordé.

– Ya lo sé -replicó ella.

– Esto significa que todo el mundo circula a 100 -expliqué-. Acelera.

El ruido del motor se hizo más agudo y el cuentakilómetros volvió a subir, muy despacio. Cuando marcó 90, Marlinchen levantó el pie del acelerador, visiblemente aliviada, y se mantuvo a aquella velocidad.

– ¿Te sientes mejor? -le pregunté.

– Sí -respondió, y en su voz había un leve tono de sorpresa. Relajó las manos en el volante-. ¿Adónde vamos?

– A ninguna parte. La carretera continúa un buen trecho. Se trata de que te vayas acostumbrando a conducir.

En el retrovisor derecho apareció un vehículo. Parecía del tamaño de una mosca, pero se acercaba deprisa. La mosca resultó ser un gran camión Ford que se nos echaba encima.

– Mira por el retrovisor -le indique a Marlinchen. Lo hizo y, al instante, se aferró de nuevo al volante-. No sucede nada -le aseguré-. Va a adelantarnos.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Nada. Él lo hará todo. Obsérvalo mientras tanto.

El camión nos alcanzó y se quedó detrás de nosotras unos veinte segundos. Marlinchen lo observó por el retrovisor durante diecinueve de los veinte.

– No te quedes mirándolo todo el rato -indiqué-. Tienes que estar atenta a lo que tienes delante; es ahí adonde vas.

Después de pedirnos que acelerásemos sin obtener respuesta, el camión dejó una distancia de cortesía con el Nova y, acto seguido, el gran morro negro se asomó ligeramente al otro carril. No había tráfico en dirección contraria, sólo una línea discontinua en el centro de la carretera. El camionero invadió ágilmente el carril contrario, nos adelantó a 130 y volvió a la derecha.

– ¡Vaya! -exclamó Marlinchen.

– ¿Ves? No pasa nada. Si apareciera alguien de frente, podrías reducir un poco la velocidad para asegurarte de que el camión tiene espacio suficiente para reincorporarse al carril. O podrías hacerle luces, cuando te hubiera sobrepasado; significa que le facilitarás la maniobra.

– ¿Existe un código de conducta? -se extrañó ella-. ¡Bien!

Continuamos por la carretera diez minutos más hasta que apareció un vehículo delante de nosotros, en el mismo sentido de la marcha. Era una máquina agrícola, un tractor. Nos echábamos rápidamente encima de él y pronto quedó claro que el vehículo avanzaba a 30 por hora.

– Adelántalo -le dije.

– ¿Qué?

– Adelántalo. Ese tractor va a paso de tortuga. Si no lo haces, nos moriremos de aburrimiento detrás de él.

– ¡No puedo! -exclamó ella.

– Claro que sí. El coche tiene potencia y te lo permite. Pero cuando inicies la maniobra, no te vuelvas atrás. La indecisión es la causa de muchos accidentes.

Nos pegamos al tractor y miré para comprobar que no venía nadie.

– Despejado -anuncié-. ¡Adelante!

El motor vibró mientras Marlinchen salía al carril opuesto. La aguja del cuentarrevoluciones dio un brinco y el indicador de velocidad empezó a subir: 100, 110, 120… Transcurrió aquel momento interminable, aquel instante en que crees que no terminarás nunca de pasar al vehículo que estás adelantando, por muy despacio que pareciera ir un minuto antes. Avanzamos lentamente. En el horizonte apareció una forma indefinida, blanca. Un vehículo se aproximaba.

Marlinchen hizo lo que yo esperaba. Quitó el pie del acelerador y el motor bajó de revoluciones. Se proponía abortar el adelantamiento.

– ¡No! -exclamé enérgicamente-. Ya estás en plena maniobra, ¿recuerdas?

El ruido del motor volvió a hacerse más agudo al subir de revoluciones otra vez y el cuentakilómetros marcó 130, 140… Superamos el morro del tractor y Marlinchen continuó pisando a fondo. En ese momento circulábamos a 150 kilómetros por hora. Volvió la cabeza para observar el tractor.

– Ya está -dije-. Vuelve a tu carril.

Así lo hizo, con visible alivio. Momentos después, nos cruzamos con una furgoneta blanca. En realidad, la maniobra no había sido peligrosa.

– ¡Oh, vaya! -exclamó Marlinchen. Inspiró profundamente y soltó el aire. Después, echó un vistazo por el retrovisor y agitó la mano en un alegre saludo al tractorista, como si éste le hubiera hecho un gran favor-. Ha sido emocionante.

– Desde luego, no te diviertes muy a menudo, ¿verdad? ¿Quieres parar a poner la cabeza entre las rodillas hasta que se te pase la sensación?

– ¡Oh, calla! -replicó ella, y estalló en una risita nerviosa ante su propia audacia. Yo también me reí.

– Ahora te creerás muy atrevida, ¿verdad? -le dije-. Pues esto no es nada. Cuando tenía tu edad…

– Ya empezamos… -comentó ella, de buen humor.

– … mi amiga Garnet Pike y yo estábamos aprendiendo a dar una coleada de 180 grados, lo que llamábamos «el giro del contrabandista».

– No sé qué significa ninguna de las dos cosas.

– Es un giro para dar media vuelta en seco, usando el freno de mano al tiempo que giras el volante a tope. Con muchos de los coches actuales no se puede hacer, porque tienen el centro de gravedad demasiado alto. Garnet había leído cómo se hacía y quería probarlo. Me convenció para que tomáramos prestado el coche de mi tía, un sedán con un buen motor, y fuimos al aeropuerto.

– ¿Al aeropuerto? -se extrañó Marlinchen.

– Olvida el aeropuerto de Mineápolis/Saint Paul. Era un aeródromo rural, una pista nada más, sin torre. Y por la noche, cuando fuimos, no había despegues ni aterrizajes.

– Llegado ese punto, contuve un poco mi entusiasmo-: No digo que lo que hicimos sea correcto. Fue una invasión de la propiedad privada.

– En otras palabras: «No probéis a hacerlo en vuestra casa» -comentó ella con sarcasmo.

– Exacto. En cualquier caso, la pista era el sitio perfecto para practicar: espacioso y sin obstáculos. Después de dos intentos nulos, Garnet reunió el coraje necesario y lo consiguió. Y yo, en aquella época, me sentía obligada a hacer todo lo que hiciera ella. Así pues, cambiamos de asiento y probé.

Por un instante, me hallé de nuevo en ese coche, volví a oír mi propia voz exaltada y aliviada, vi nuevamente el pequeño aromatizador en forma de pino danzando sin control en el espejo retrovisor del coche de tía Ginny. Hasta el día de hoy, es el recuerdo que evoca en mí ese olor sintético a pino.

– Déjame adivinar -apuntó Marlinchen-. ¿Quieres enseñarme el truco?

– No, todavía no estás preparada para eso. -Acompañé mis palabras con un gesto de cabeza-. Pero te haré una demostración.

– No, gracias -replicó ella firmemente-. Vomitaría las galletas.

– No, nada de eso -insistí-. Habré terminado antes de que te enteres. De hecho…

– Mira, una cafetería -me interrumpió Marlinchen, encantada de ver el establecimiento al lado de la carretera-. ¿Podemos parar?

– Tú conduces…


Poco después nos hallábamos sentadas a la sombra, contemplando el río St. Croix. Marlinchen había conducido hasta allí mientras yo sostenía su pedido, un gran helado, y el mío, unos aros de cebolla. Delante de nosotras, el sol se reflejaba en el río, pero a nuestra espalda unas nubes de color plomizo cubrían el cielo. El contraste era tan marcado que casi me pareció como si alguien hubiera añadido las nubes de tormenta al paisaje con un programa de dibujo de ordenador.

– Esta noche cambiará el tiempo -pronostiqué-. Habrá tormenta y tal vez granice.

Marlinchen sorbió parte del helado.

– Cuando era pequeña, las tormentas fuertes me asustaban -contó-. Uno de mis primeros recuerdos es de cuando cayó un relámpago en casa. No lo vi, sólo recuerdo el ruido y cómo se asustó mi madre. Desde entonces, durante años, me espantaba cualquier ruido fuerte.

– ¿Tan terrible fue?

– Creo que no me habría afectado tanto si no hubiera visto a mi madre tan aterrada -explicó Marlinchen-. Entró en mi habitación llorando y me dijo que había caído un rayo en la casa, y me metió de inmediato en la cama. La vi tan alterada que me eché a llorar. Imaginé que seguirían cayendo rayos sobre la casa. Esa noche, mamá durmió conmigo.

Elisabeth Hennessy había muerto ahogada en circunstancias sospechosas y corrían rumores de que tal vez se había suicidado. Aquel recuerdo de su hija me suscitó la pregunta de si la madre de Marlinchen habría tenido una vida atormentada de joven y si sus nervios, ya alterados, habrían convertido la zozobra de las tormentas estivales en Minnesota en psicodramas aterradores.

– ¿Sucede algo? -indagó Marlinchen.

– No -respondí. No se me ocurría una manera delicada de preguntarle si Elisabeth Hennessy era una persona aprensiva o neurótica, de modo que dejé la cuestión para otro momento.

– ¿Cuántos años tenías cuando murió tu madre? -me preguntó tras una pausa.

Esperé que mi expresión no delatara la sorpresa que me habían producido sus palabras. Aquella muchacha poco menos que leía los pensamientos. Tal vez no, pero andaba cerca.

– Nueve -dije-. Casi diez.

Marlinchen se detuvo con la cuchara a medio camino de la boca.

– Me parece que el otro día decías que viniste a Minnesota cuando tenías trece años -comentó-. ¿Qué sucedió mientras tanto?

Le había contado la historia de mi emigración a Minnesota a varias personas, pero hasta entonces nadie me había hecho aquella pregunta.

– Te conté que mi padre era camionero, ¿verdad? -respondí-. Pasaba mucho tiempo en la carretera. Pero hasta que tuve trece años, viví en casa con mi hermano mayor, Buddy. Entonces se alistó en el ejército y se marchó, de modo que habría tenido que vivir sola. Fue por eso, sobre todo. Aunque también… -vacilé.

– ¿Qué?

– Ese verano, creo, desapareció una chica. Tenía mi edad, más o menos, y estas cosas, en un pueblo pequeño, provocan auténtico pánico. -Un ave acuática sobrevoló el río a baja altura-. No había pensado en eso desde hace años.

– ¿Por qué no?

– Sucedió hace mucho tiempo. Y era una cría. En cualquier caso -me encogí de hombros-, la tragedia quizás influyó en mi padre. Además, me estaba haciendo adolescente y tal vez pensó que necesitaba una influencia femenina.

– Entiendo -dijo Marlinchen, lacónica-. ¿De modo que fue la influencia femenina de tu tía lo que te llevó a entrar legalmente en los aeropuertos a practicar acrobacias en coche?

– Exacto -asentí-. Tía Ginny era la mujer más encantadora del mundo. Trabajaba por la noche y los fines de semana en un asador y, prácticamente, me dejaba a mi aire. ¿Quieres uno? -Le ofrecí un aro de cebolla y lo aceptó.

– Gracias. ¿Y tu tía sigue todavía en el pueblo? -inquirió.

– No. Murió cuando yo tenía diecinueve años, de apoplejía. Nada parecido a lo de tu padre -me apresuré a añadir, al ver un asomo de crispación en el gesto de Marlinchen-. La suya fue en el tronco cerebral, que rige gran parte de las funciones autónomas del cuerpo. Si existe un lugar del cerebro en el que es mejor que no se produzca un ataque, es ése.

Al cabo de unos minutos, cuando Marlinchen terminó el helado, me puse en pie.

– Vamos.

Volvimos juntas al coche, en silencio. Esta vez, me puse yo al volante y, al llegar al final del camino de tierra que habíamos tomado hasta nuestra atalaya, tomé la carretera hacia el norte, y no hacia el sur.

– ¿No te has equivocado de dirección? -preguntó Marlinchen mientras yo seguía acelerando.

– Sí -respondí y, de pronto, tiré del freno de mano y giré el volante a fondo. El Nova describió un giro de 180 grados, las ruedas traseras patinaron brevemente en la cuneta y, enseguida, volvimos a acelerar.

– ¿Lo ves? -respondí-. No ha sido para tanto, ¿verdad?

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