Capítulo 27

Cuando dejé Minnesota a los dieciocho años para aprovechar una beca de baloncesto en la UNLV, no preveía que en el futuro sería policía. No miraba mucho más allá del baloncesto y de la universidad, en este orden de importancia. De lo único que estaba bastante segura era de que nunca más volvería a vivir en Minnesota. Había crecido en Nuevo México y me consideraba del Oeste; estudiar en la universidad de Las Vegas sería como volver a casa, me dije.

No lo fue. Las Vegas era variada, brillante y animada, pero todo ello de un modo que no podía interesar a una chica de dieciocho años con poco dinero y sin coche, que no conocía a nadie. Y aquel año, además, no jugué mucho en los partidos. Aunque no fue una sorpresa, de todos modos me hizo sentirme incómoda. Asistí a mis clases e intenté interesarme por los cursos de educación general y civilización occidental que componían el plan de estudios de primer curso. No lo conseguí. No me sentía estudiante ni atleta. No tenía la menor sensación de estar labrándome un porvenir.

Entonces fui consciente de algo que no había previsto: sentía añoranza de mi pueblo. Los álamos temblones y los pinos blancos del Iron Range, su hierba tierna y su tierra roja horadada de minas, los lavaderos de mineral verde azulados como piedras semipreciosas; de algún modo, sin que yo me diera cuenta, todo aquello se me había metido en la sangre.

Cuando tía Ginny sufrió el ataque y murió aquel verano, su ausencia me desequilibró más de lo que entonces imaginaba. En otoño, volví a la facultad con normalidad, pero allí ya nada tenía sentido para mí. Al cabo de dos semanas, escribí una carta al entrenador y tomé un autobús de regreso a Minnesota con las ganancias de mi trabajo de verano enrolladas en forma de cheques de viaje en el macuto. No sabía qué era lo que necesitaba tan imperiosamente, pero de algún modo estaba segura de que lo encontraría en Minnesota.

Mientras tomaba una Pepsi fría y dulce en una cafetería, frente a la estación de autobuses de Duluth, eché un vistazo a las ofertas de trabajo. Una empresa de extracción de taconita de un pequeño pueblo buscaba un aprendiz de limpieza y mantenimiento para el taller; era uno de los escasos puestos que no requerían experiencia previa en aquel sector. En la página siguiente estaban los anuncios de «casa para compartir».

La casa de tres habitaciones en la que me instalé ya estaba ocupada por dos mujeres de veintitantos años. Erin y Cheryl Anne eran enfermera y recepcionista médica, respectivamente, e íntimas amigas. Hacía más de un año que vivían en la casa y habían perdido a su anterior compañera de piso, que «había sucumbido al matrimonio y a la vida real», en palabras de Cheryl Anne. Desde el primer momento se mostraron cordiales y agradables conmigo, y yo respondí de igual modo.

Y allí nos quedamos atascadas: en la cordialidad. El paso del tiempo y el hecho de que yo pagara un tercio del alquiler no consiguió amortiguar la sensación de que me había entrometido en su hogar, fundado desde hacía tiempo. En ocasiones, cuando divisaba el parpadeo azulado del televisor en el salón, me unía a ellas para ver algún programa, pero rara vez hablábamos. Así pues, durante mis primeros días de trabajo, unas semanas de bochorno en pleno veranillo de finales de septiembre, cuando terminaba la jornada me acercaba andando a la biblioteca pública, pequeña y escasamente abastecida, en busca de novelas policíacas de bolsillo.

Cuando pienso en aquellos tiempos, eso es lo que recuerdo: la sencillez de todo ello. En lugar de ir al supermercado, hacía la compra en la tienda del barrio, cuyo pasillo central estaba lleno de productos no perecederos baratos: barras de pan de molde tan llenas de conservantes que duraban semanas, mermelada de fresa, espaguetis y macarrones de 99 centavos que se quedaban pegados por mucho esmero que pusiera en prepararlos. También recuerdo las veladas en el porche, bebiendo una cola casera con cubitos de hielo que sabían a frigorífico mientras las últimas luces del día menguaban por el oeste.


– ¿Qué haces ahí, Sadie? -me preguntó mi padre en una de nuestras contadas conversaciones por teléfono-. Tu tía ha muerto y ya no te queda ningún familiar en el pueblo.

– Tengo amigos -fue mi respuesta-. Y también un empleo.

Lo del trabajo era verdad, por supuesto, pero hasta aquel momento no había pasado de cruzar cuatro palabras amistosas con los vecinos.

– Es que no lo entiendo. Dejas la universidad sin ninguna razón aparente y te marchas a vivir a un pueblo que ni siquiera es el tuyo. Y seguro que no asistes a esas clases nocturnas, ¿verdad que no?

– No.

– ¿Cómo se te ocurre instalarte allí, en ese pueblo perdido?

– Pues bien que te pareció suficiente para… -empecé a replicar, pero no terminé la frase.

– ¿…suficiente para que te enviara ahí cuando tenías trece años? -la completó él-. ¿Se trata de eso, pues? ¿Estás resentida?

– No, no. Mira -retorcí el cordón del teléfono en torno a mi pulgar-, sólo intento tener una vida. Forjarme una vida, eso es todo.

En el silencio que siguió a mis palabras, casi oí sus pensamientos de que aquello no era vida, un trabajo de obrera y una habitación de alquiler. Sin embargo, poco más podía decirme ya. Tenía diecinueve años; era una adulta.

– ¿Qué me dices de las Navidades? -preguntó-. ¿No te gustaría venir a casa para celebrarlas?

Nuevo México en Navidad. Las luces de los farolillos improvisados con bolsas de papel marrón y velas en su interior, y las sopaipillas y la rica salsa mole de una fiesta de Nochebuena tradicional…

– ¿Buddy también vendrá? -pregunté.

– Sí -dijo mi padre-. Tiene una semana de permiso.

Di otra vuelta al cordón del teléfono.

– No puedo ir -respondí.

– ¿Por qué no? Seguro que no trabajas.

– La mina funciona todos los días del año -aduje-. Parar las máquinas y volver a ponerlas en marcha sale muy caro. Además, soy la última trabajadora que han contratado. Es demasiado pronto para que pida un permiso navideño.

Deseaba que mi padre se lo tragara, pero no era tonto.

– Hace años que no os tengo a ti y a tu hermano juntos bajo el mismo techo -insistió-. ¿Por qué lo haces, Sadie?

El desconcierto de su voz parecía de todo punto genuino.

Se me estaba amoratando el pulgar de la fuerza con que le había enroscado el cable del teléfono. «Ya sabes por qué. He intentado explicártelo, pero no has querido escucharme.»-Lo siento -dije-. De verdad, es que no puedo.


Llegó enero y, con él, el frío más intenso. Se hacía de noche tan temprano que cuando salía del trabajo ya había oscurecido y, en un ambiente tan gélido, no apetecía salir a ninguna parte después de cenar. Mi principal entretenimiento eran las novelitas policíacas que sacaba de la biblioteca los sábados por la tarde, en lotes que me proporcionaban varias semanas de lectura.

Un día me equivoqué de sección en la biblioteca, encontré una edición de bolsillo de Otelo e, inmediatamente, quise llevármelo prestado. Debería haber comprendido que algo andaba mal en mi vida.

Al dejar la escuela, estaba convencida de que nunca más volvería a torturarme con la lectura de cualquier obra que recomendase un profesor de literatura. Sin embargo, allí, entre los carteles educativos de la biblioteca pública y envuelta en su ligero aroma a desván, sentí un escalofrío de placer y de nostalgia al recordar que aquélla era la única obra de Shakespeare con la que me había disfrutado de verdad. El mundo en el que vivían Otelo, Yago y Casio, aquel mundo de deberes marciales y de honor a veces pervertido, tenía algo que me inspiraba. En casa, durante esas noches gélidas, leí y releí Otelo. Tuvieron que enviarme dos reclamaciones antes de que devolviera el libro a la biblioteca.

Si se hubiera tratado de una película, Otelo me habría cambiado la vida. Habría seguido con otras obras de Shakespeare, me habrían encantado y, finalmente, habría conseguido el ingreso en la universidad. Sin embargo, no sucedió así. Cuando terminé de leerlo, volví a las novelas baratas que siempre había preferido.

Y luego, en primavera, descubrí otra actividad que me complacía.


En el taller de mantenimiento trabajaba con una chica de origen armenio, de cintura gruesa y cabellos oscuros, aspecto agradable y fácil conversación. Se llamaba Silva y parecía vivir con un solo objetivo: el baile de los sábados por la noche en el club de veteranos de guerra.

Me había invitado a acompañarla en más de una ocasión, pero yo no había querido comprometerme. Un baile en el club de veteranos me sonaba demasiado a un bingo parroquial, pero una noche de abril decidí que no había ningún mal en comprobarlo.

A las nueve y media, reinaba un sorprendente bullicio en los alrededores del local y el público se desparramaba por las escaleras junto con la música y las luces del interior. La animación de la multitud me sorprendió, pero no tardé en descubrir el secreto.

En teoría, en aquellos bailes no se servía alcohol. Lamentablemente, como suele suceder en las poblaciones pequeñas, la mayoría de los jóvenes que se hallaban en el salón presentaba cierto grado de intoxicación etílica. Entre las sombras del aparcamiento corrían las botellas y, si no tenías la suerte de conocer a alguien que traía una, siempre estaba Brent, un emprendedor vecino que aparcaba su Buick LeSabre cerca del club y vendía licores que llevaba en el portaequipajes. Yo, incómoda y con la sensación de ser una intrusa, no tardé en recurrir a él.

El alcohol no había ocupado nunca un lugar en mi vida, salvo en alguna salida nocturna con otras chicas de la facultad, en Las Vegas. El único whisky que me tomé junto al Buick me cayó hondo. Agradablemente hondo. No mucho después, un chico al que no conocía me pidió un baile y yo acepté. Silva, sonrojada del ejercicio y de placer, pasó por mi lado y me lanzó un guiño. Noté que el mundo empezaba a difuminarse. Me gustó. Hasta aquel momento, no me había dado cuenta de la existencia tan marginada y monástica en la que me había refugiado. Era una especie de carga que sólo en aquel momento empezaba a quitarme de encima.

Aquella semana recibí mi primera liquidación de haberes, la que señalaba el final de mi periodo inicial de seis meses en la mina. Me sentí una nueva rica y, en mi momentáneo estado de exaltación, se me ocurrió una cosa: si aquello de que el mundo se hiciera algo borroso resultaba agradable, no había razón para no hacerlo difuminarse un poco más. Mucho más.


– Hola, Sarah. ¿Quieres que te lleve?

Era una luminosa mañana de principios de mayo. Kenny Olson había arrimado a la acera su gran furgoneta Ford al llegar a mi altura. Estábamos a un kilómetro del trabajo; sujeté el bolso contra las costillas y rodeé el coche a toda prisa para ocupar el asiento del acompañante.

Kenny era uno de los agentes de seguridad de la mina. Lo de seguridad significaba, sobre todo, mantener fuera de las tierras de la empresa a los cazadores y ahuyentar a los chicos que acudían a saltar desde las peñas a la balsa estéril de la mina y a bañarse en ella. Era el hombre más afable que he conocido y prácticamente nunca denunciaba a los intrusos, sino que se limitaba a echarlos. Además de su empleo en la mina, trabajaba de celador del calabozo de la Oficina del Sheriff en fines de semana alternos. En sus ratos libres, andaba de caza y de pesca. Aunque nos llevábamos más de treinta años, habíamos simpatizado bastante.

– Gracias. ¿No tendrías que estar ya en el trabajo? -le dije mientras me acomodaba. Kenny hacía normalmente el horario del primer turno de mineros, de siete a tres. El personal auxiliar, como yo, entraba una hora después, a las ocho.

– He avisado de que llegaría tarde. He llevado a Lorna al médico.

– ¿No estará enferma? -pregunté.

– No, no. Era el médico del oído. Le van a poner un audífono -me contó mientras doblaba una esquina en una curva muy abierta-. Ahora podrá oír todas las tonterías que digo. Acabará perdiéndome todo el respeto.

– Eso no sucederá nunca -le aseguré con una carcajada. Dejé el bolso entre los pies y añadí-: ¿Sabes que he empezado a ahorrar para un coche?

– Sí, ya me contaste algo -comentó Kenny.

– ¿Ah, sí? -repliqué, desconcertada-. ¿Cuándo?

Cruzamos dando botes los badenes de la entrada al aparcamiento de empleados; los mediocres amortiguadores de la furgoneta incrementaron el zarandeo. En silencio, Kenny aparcó en un hueco al final de una fila. No respondió a mi 308 pregunta y pensé que tal vez él también necesitaba un audífono aunque, hasta entonces, nunca me había parecido que tuviera problemas de oído.

Situó la palanca de cambios automática en punto muerto y apagó el motor. Acto seguido, se volvió para mirarme.

– No recuerdas haber subido a la furgoneta este fin de semana, ¿verdad? -me dijo.

Abrí la boca y volví a cerrarla. Me vino a la cabeza un recuerdo, pero muy confuso. El sábado por la noche había ido a bailar, como de costumbre. Y había vuelto a casa en el coche de unos amigos. ¿O no había ocurrido así?

– Fue entonces cuando me contaste que querías comprarte un coche. No supe si hablabas en serio. No parabas de decir cosas. Estabas bebida.

Eché un vistazo a la cabina.

– ¿No vomitaría aquí dentro? -pregunté. Era la única razón que concebía para la mirada reprobadora que vi en los ojos azul claro de Kenny.

– No -dijo él-. Pero cuando te vi llegar, caminabas tambaleándote. Estabas borracha como una cuba.

– Bebí un poco más de la cuenta -aduje-. Suele suceder.

– Una vez vi a una chica que murió en el mismo porche de su casa, con la llave en la mano. Estaba demasiado bebida para acertar en la cerradura y se tumbó a dormirla allí mismo, a una temperatura de diez grados bajo cero. Yo tuve que informar a sus padres -me contó Kenny.

– Sé cuidar de mí misma -lo tranquilicé-. Y, de todos modos, estamos en primavera.

Kenny observó a Silva, que cruzaba el aparcamiento.

– Ese empleo en la mina no es gran cosa para ti, ¿sabes? -me dijo-. ¿Nunca piensas en el futuro?

– Sí, claro. Me gustaría trabajar en el tajo.

El tajo era donde se trabajaba de verdad, donde los mineros usaban palas y conducían camiones de carga tan enormes que las ruedas eran más altas que yo.

– Te gustaría trabajar en el tajo… -repitió Kenny con cierto escepticismo.

– Las mujeres pueden trabajar de minero -afirmé.

Kenny meneó la cabeza antes de responder.

– No se trata de eso. No es una cuestión de activismo feminista, Sarah, no finjas que lo dices por eso.

– Alguien tiene que hacer el trabajo -insistí-. Y está mucho mejor pagado que lo que hago ahora.

Kenny suspiró.

– No te preocupes por mí, ¿de acuerdo? -dije finalmente. Me colgué el bolso en el hombro y me dispuse a entrar.


A primeros de junio, una tormenta inesperada descargó quince centímetros de nieve en pleno día. Fue un jueves, con la perspectiva del fin de semana por delante. La nieve reciente originó una improvisada batalla de bolas de nieve entre los del turno de ocho a cuatro. Con una de ellas, le acerté en plena cara a Wayne, un larguirucho aprendiz mecánico. El me atrapó y me coló un puñado de nieve por el cuello de la camisa. Entre chillidos, llamé g Silva para que me ayudara, pero ella estaba desternillándose de risa.

El lunes por la mañana, Silva estaba de humor más sobrio.

– ¿Qué sucede? -le dije al ver que no respondía a mis intentos de iniciar una conversación.

– ¿No te preocupa Wayne? -me preguntó.

Wayne. Por lo que recordaba, había bailado con él el sábado por la noche. Más de una canción. A partir de ahí, había un vacío en mis recuerdos hasta el domingo por la mañana, cuando Cheryl Anne entró en mi habitación hecha una furia. Por la noche, alguien había descolgado el secador de pelo de su gancho y lo había dejado en el lavamanos; Cheryl Anne quería saber si yo tenía alguna idea de qué podía haber sucedido o de por qué ese alguien lo había dejado allí.

– ¿ Wayne? -repetí.

– ¿No te acuerdas? -dijo Silva. Aquélla empezaba a ser la pregunta que más detestaba-. Le rompiste la nariz.

Sacudí la cabeza, perpleja.

– Imposible -respondí, pero de inmediato empecé a dudar de mi propia afirmación.

– Él va diciendo que fue un chico, y sus amigos lo corroboran, porque le avergüenza de que se lo hiciese una chica, pero sabe bien que fuiste tú. Cuentan que Wayne te estuvo arreando de lo lindo toda la noche. ¿Tampoco te acuerdas de eso?

Me llevé la mano al moratón que tenía en el brazo desde el sábado por la noche. No le había dado importancia, achacándolo a un golpe contra algo, quizás en mi encuentro con el tabique del baño y el secador. Esta vez me fijé en que se apreciaban claramente las marcas de unos dedos. La mano de Wayne. Escuché una voz masculina que me susurraba al oído. Rígida, decía. No. Frígida. Una vaga idea de lo sucedido empezaba a cobrar forma en mi mente.

– Si él hubiera hecho caso de lo que le decía -inicié una frase, a la defensiva-, tal vez…

– Ni siquiera recuerdas cómo sucedió -me interrumpió Silva-. No sabes ni lo que dijiste tú, ni lo que dijo él.

Tenía razón. Me leía el pensamiento. Pero en aquel momento, su voz me recordó la de Cheryl Anne.

Tonta presumida, pensé, y aparté la mirada para concentrarla en los cordones de las botas. Me incliné, tiré de ellos y los até con un lazo.


Wayne nunca me echó en cara el incidente, lo cual confirmó mis sospechas de que él llevaba parte de la culpa, al menos, de lo sucedido aquella noche. De todos modos, decidí cortar con la bebida.

Sólo logré mantener mi resolución unos cuantos meses. No lo suficiente.


– La mitad de los jóvenes del pueblo se emborracha los viernes y sábados por la noche. ¿Por qué no los sermoneas a ellos?

Era verano. Había seguido a algunos de los chicos de mantenimiento a una de las balsas, donde iban a saltar desde las peñas. No llegaba a ser un deporte extremo, pero lanzarse desde las rocas que se asomaban al agua se había convertido en una especie de tradición entre los jóvenes de la población. Las empresas mineras intentaban ahuyentar a los muchachos por el asunto de las responsabilidades, pero en realidad no ponían mucho empeño.

Yo no sabía nadar y sólo me había sumado a los chicos porque esperaba que, en vista del chubasco veraniego que estaba cayendo, al final decidirían cambiar los planes de ir al lago por otra actividad más seca y más segura. No fue así. Lo peor de la tormenta había pasado, me aseguraron, y de todos modos iban a mojarse, ¿no?

Así pues, los había acompañado y, conforme progresaba nuestro consumo de alcohol, los argumentos para que me atreviera a saltar empezaron a parecerme más razonables. Nadar no tiene secretos, me decían; una vez en el agua, el instinto te lleva. Y si me veían en dificultades, vendrían a sacarme. Además, ya estaba mojada.

No sólo fue el valor que proporciona el whisky; también empezaba a advertir que habría comentarios despectivos hacia mi sexo si no hacía lo mismo que los chicos. Así pues, estaba a punto de saltar cuando nos bañó una luz blanca más pegada al suelo y de mayor duración que un rayo. Eran los faros de la camioneta de Kenny.

A los demás los mandó a casa, pero a mí me sentó en la cabina del vehículo, con los cabellos mojados y sollozando.

– Seguro que tú también saltabas desde las rocas cuando eras joven -protesté.

– No es eso lo que me preocupa -replicó él-, sino que bebas tanto. Vas a crearte mala fama, Sarah.

– ¿De qué me hablas? -protesté-. No me he acostado con esos chicos. Con ninguno de ellos, joder. Si alguien afirma lo contrario, miente.

– No, no es eso lo que se dice -me aclaró Kenny-. Comentan que eres una borrachina y una impertinente.

– ¡No es justo!

– Te dedicas a beber y bailar con esos chicos, Sarah, y vienes con ellos a las balsas cuando ninguna otra chica lo hace. ¿Qué esperas que piensen de ti?

– Que me gusta bailar y beber y subir a las balsas. Si alguien cree que le debo algo, es cosa suya.

– Si sales malparada, no importará de quién sea la culpa -insistió él-. Eres una chica alta y fuerte, pero un día eso no te bastará. Una mañana despertarás y serás la última en saber que la noche anterior cogiste una cogorza y te lo montaste con todos.

Nunca había oído a Kenny reñir a nadie de aquella manera. Fue como recibir un bofetón en pleno rostro. Seguía siendo, al menos para él, una niña a la que podía increpar. Tragué saliva y no permití que notara cómo me habían dolido sus palabras.

– Se cuidar de mí misma -repliqué con un hilo de voz.

– Siempre dices lo mismo, pero no lo demuestras -sentenció Kenny.


Una noche de viernes de ese mismo mes, cuando volví a casa bebida, acalorada y sedienta, rompí un vaso de la alacena de la cocina. Mientras sacaba la escoba y la pala para recoger los cristales, pensé que estaba siendo una compañera de piso considerada.

Sin embargo, por la mañana, Cheryl Anne y Erin repararon en unos añicos que me había dejado en mis torpes esfuerzos. También inspeccionaron el cubo de la basura y encontraron los restos rotos, no de un vaso, sino de una copa de champán aflautada que era un recuerdo de la boda de la hermana de Erin. Las dos sugirieron que era hora de que me buscara otro sitio para vivir.

Encontré una vacante en una casa de huéspedes de tres plantas. El traslado habría sido mucho más sencillo en la amplia camioneta de Kenny, pero últimamente apenas nos dirigíamos la palabra.

Con el mes de agosto, llegaron los días más calurosos del verano, y los más húmedos. Quien no tenía aire acondicionado en casa, estaba en la calle. Mi habitación en el tercer piso parecía almacenar todo el calor; por eso, cuando llegó el fin de semana, yo también hice planes para pasar el mayor tiempo posible lejos de mi dormitorio. El bar tenía refrigeración y, después de cierta hora, los camareros andaban demasiado ocupados para reparar en la presencia de una jovencita en un rincón del local.

Un domingo por la mañana, desperté en un calabozo con un dolor de cabeza tremendo. Cuando bajó el celador, resultó ser Kenny.

– ¿Qué he hecho? -pregunté.

– Si tú no lo recuerdas -respondió él-, ¿por qué habría de decírtelo yo?

Pasaron por mi cabeza media docena de posibilidades, ninguna de ellas halagüeña. Pensé en Wayne y su nariz rota. Pensé en el bonito Nova gris oscuro que acababa de comprar y que me había jurado a mí misma que no conduciría nunca bebida. ¿Y si había tenido un accidente y me había dado a la fuga? «Por favor, Dios mío, no lo permitas», supliqué.

Kenny se aplacó.

– No has hecho nada grave -me informó-. Sólo se te acusa de ebriedad y conducta desordenada.

– Bien -asentí, sentada en el banco con las manos colgando entre las rodillas-. Puedo hacer una llamada, ¿verdad?

Pensé que tendría que llamar a un fiador. ¿Con quién más podía contar? ¿Con Silva? ¿Con el viejo de la habitación del fondo de la casa de huéspedes, aquel hombre que arrastraba los pies y apestaba a tabaco y cuyo nombre aún desconocía? Kenny era mi mejor amigo pero, evidentemente, no podía esperar que me ayudase en aquel apuro.

– Tendrías derecho a esa llamada si te hubieran detenido -respondió-. Pero anoche no te detuve; oficialmente, no estás aquí.

– ¿Qué?

– Te traje para que se te pasara la curda y para que reflexiones un poco.

Debería haberle estado agradecida, pero reaccioné con indignación. Me levanté y, de inmediato, me subió la presión y noté la cabeza a punto de estallar.

– ¿Acaso te he pedido algún favor? -repliqué, y le tendí las manos como si fuera a esposarme-. Si he hecho algo malo, detenme. Si no, déjame salir. -Al ver que Kenny movía la cabeza en gesto de negativa, insistí-: Vamos, si crees que lo merezco, arréstame. Así, al menos, podré llamar a alguien, depositar una fianza y salir.

Kenny volvió a decir que no.

– No voy a detenerte ahora, por la misma razón que no lo hice anoche -declaró-. No quiero que conste una detención en tu ficha, porque podría perjudicar tus perspectivas futuras.

– ¿Perspectivas de qué?

– De ser policía -dijo Kenny.

Dejé caer las manos a los costados. Si me hubiera contestado «de ser astronauta», mi sorpresa no habría sido mayor. Cuando hablé, lo hice con un hilo de voz:

– ¿Bromeas?

– Eres demasiado lista para trabajar en una mina y demasiado rebelde para ir a la universidad -respondió Kenny-. Posees una gran energía, pero no le sacas ningún rendimiento. Necesitas un trabajo en el que puedas volcarla.

– Supongo que no hablarás en serio -protesté-. En cualquier caso, aquí no necesitan personal. Probablemente, ni siquiera hay vacantes en ese programa tuyo de auxiliares civiles en fines de semana alternos.

– En efecto, tienes razón -confirmó Kenny-, pero en las ciudades Gemelas siempre andan buscando gente válida.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí.

Durante unos instantes, ni siquiera noté el dolor en las sienes. Kenny pensaba que podía ser alguien como él y, al darme cuenta de ello, el asombro hizo que se desvaneciera toda mi cólera. Evidentemente, se equivocaba.

– Escucha, Kenny -le respondí-. Gracias, pero no tengo madera para eso.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

– Lo sé, y basta. Estás interpretándome mal. -Permanecí un momento en silencio y al cabo añadí-: De verdad, lo siento.

Cuando vio que hablaba en serio, Kenny sacó las llaves del bolsillo.


Transcurrieron las semanas y llegó septiembre. Kenny había vuelto a su trabajo. Los días laborables patrullaba las minas y los fines de semana, las calles y los calabozos. Yo me entregué de nuevo a la actividad que mejor se me daba: beber los fines de semana.

Hacia las tres de la madrugada de una típica noche de sábado, me encontré en una postura que me resultaba familiar: arrodillada ante la taza del retrete. Cuando vomitas con cierta regularidad, le pierdes el asco. Al acabar, me limpié la comisura de los labios con la mano. Incluso de rodillas, me tambaleé ligeramente; noté la humedad de un sudor malsano en la nuca y agradecí el frescor del aire nocturno que entraba por la ventana de guillotina. Había terminado de cepillarme los dientes y estaba lavándome la cara cuando, al otro lado de la ventana, una mujer lanzó un grito.

Me quedé paralizada, completamente inmóvil salvo por las gotitas que resbalaban por mi rostro. Finalmente, me acerqué a la ventana.

– ¡Eh! -grité-. ¿Quién anda ahí fuera?

La ventana del baño daba a una ladera cubierta de hierba que ascendía hasta las vías del ferrocarril. La zona estaba a oscuras, excepto a mi derecha, lejos, donde se divisaban las luces de las señales del tendido.

– ¡Eh! -volví a gritar. No obtuve respuesta.

– Maldita sea -mascullé mientras buscaba a tientas la toalla. Deseé oír unas risas de borrachos, o una voz áspera que dijera: «Sí, sí, estoy bien». Deseé sentirme irritada. Lo prefería a inquietarme por la mujer que había gritado en la oscuridad y ahora callaba.

Regresé a mi habitación, me desnudé y abrí la cama mientras me obligaba a olvidar el asunto. Las voces de los animales podían confundir, me dije. Como la del gato montés, por ejemplo; su grito se parecía mucho a un chillido femenino. O la del cárabo listado.

Pero no había sido ningún gato montés, ni tampoco un cárabo listado.

Si había alguien allí fuera y realmente estaba en apuros, habría vuelto a gritar. Habría respondido a mi llamada.

«Eso no lo sabes», me dije.

¿Pero qué ayuda podía prestar yo, por el amor de Dios? Todavía estaba medio borracha. Sin duda, alguien más habría oído el alarido. Alguien, más cercano al punto del que había surgido, correría a intervenir.

«No puedes estar segura de ello. No sabes si alguien más lo ha oído. Lo único que sabes es que tú, sí.»-¡Hijo de puta! -mascullé, harta, y busqué apresuradamente unas prendas más recias que la ropa que había llevado para salir a tomar unas copas.

Salí de la casa por la puerta de atrás. Por aquella época, mi única arma era una linterna, grande y bonita, con un cuerpo de metal cromado de color cereza en el que cabían cuatro pilas grandes, una detrás de otra. Mientras subía la ladera, con pasos algo inestables todavía, la moví de un lado y a otro, barriendo con el foco los arbustos y las sombras.

– ¿Hay alguien ahí?

Cuando terminé de buscar detrás, rodeé la casa. Era posible que el grito procediese del frente y que me hubiese llegado por la ventana del baño por algún efecto acústico al rebotar el sonido en la ladera de manera que parecía proceder de allí. Volví sobre mis pasos y salí a la calle. Me encaminé hacia el pueblo sin dejar de enfocar la sucesión de verjas, entradas de vehículos y jardines delanteros, teniendo buen cuidado de evitar las ventanas a oscuras, tras las cuales dormía la gente. Luego, cuando llegué al pueblo, me descubrí buscando en los callejones y en los huecos de las puertas de las tiendas. Nada. No había ni rastro de problemas; las calles estaban tranquilas como un decorado de cine en horas nocturnas.

Terminé en la plaza mayor, completamente sobria y absolutamente sola en medio del pueblo. La noche casi había terminado. Faltaba menos de una hora para que amaneciera.


Cuando llamé a su puerta, a las siete y media de la mañana, Kenny ya estaba vestido para ir a la iglesia, con americana y corbata y engominado. Acogió mi aparición, linterna en mano todavía, con una expresión ligeramente burlona.

– Creo que quiero ser policía -le dije.

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