«Pequeño. Era pequeño. Era demasiado pequeño para acordarme.»Éste era el estribillo que obtenía de los niños Hennessy y, para ser justa, probablemente era cierto. Ya era hora de conocer el punto de vista de algún adulto sobre la situación de los Hennessy pero, dado que Hugh estaba incapacitado y la madre había muerto, no encontraba ninguno.
Hugh Hennessy, sin embargo, no era un ciudadano corriente. Era un escritor famoso. Por lo menos, tenían que existir crónicas de su vida a las que yo pudiera acceder. Para eso, lo mejor era dirigirme a la biblioteca de la Universidad de Minnesota.
Empecé haciendo una búsqueda de su nombre en Internet. Descubrí que había escrito tres libros y que habían transcurrido varios años entre sus respectivas publicaciones. Se consideraba que los tres eran, en buena parte, autobiográficos. El primero, Crepúsculo, era una denuncia del matrimonio de sus padres, una pareja que se había marchitado lentamente en un barrio periférico de Atlanta. El segundo, El canal, era la historia de sus antepasados en Nueva Orleans y se llamaba así en honor del barrio del Canal Irlandés de la ciudad. Cuando Marlinchen lo había mencionado, el título me había sonado vagamente familiar y por fin averigüé por qué: había sido su libro más famoso, alabado por muchos críticos por ser romántico sin caer en sentimentalismos y porque afrontaba decididamente los prejuicios americanos sin caer en la autocompasión.
El tercer libro de Hennessy, Un arco iris en la noche, fue considerado por muchos una recreación narrativa de su propio matrimonio, que había terminado con la muerte de su esposa a la edad de treinta y un años. El título procedía de un pensamiento del protagonista, que expresaba hacia el final del libro, y decía que en otro tiempo había tenido «un sueño de amor muy hermoso pero, en última instancia, imposible, como un arco iris en la noche».
En una de las reseñas que encontré en la red había una foto. En ella vi una imagen más joven del inválido que había encontrado durmiendo en el hospital Park Christian. Mostraba a un hombre delgado con un fino cabello color arena y los ojos azul muy pálido. Si bien no parecía tenso, se notaba que no estaba cómodo. En el sitio web de su editorial también encontré su biografía, sacada de la solapa de Un arco iris.
Con su primera novela, Crepúsculo, publicada a los veinticinco años, Hugh Hennessy brinda a los americanos un relato admonitorio sobre los peligros de la asimilación y de la movilidad en la escala social, ambientado en un barrio a las afueras de su Atlanta natal. Su novela siguiente, cuyos protagonistas son sus antepasados irlandeses, recibió elogios de la crítica, tuvo millones de lectores entusiastas y fue adaptada al cine. Hennessy ha sido profesor invitado y escritor residente de varias universidades americanas. Vive con sus cuatro hijos en Mineápolis, Minnesota.
Sin embargo, me equivocaba al suponer que, entre los documentos que obtuve tras la búsqueda, encontraría entrevistas. Una frase frecuente en los reportajes y reseñas decía poco más o menos: «Hennesy, que prefiere que su literatura hable por él…» Aquí y allá aparecían referencias a «una entrevista de 1987» o a «una entrevista de 1989». Según toda la información que consulté, Hugh había concedido su última entrevista en 1990. Descubrí, sin embargo, referencias a artículos en revistas y éstas las encontré en los estantes.
El artículo más largo, «Un arco iris en la penumbra», lo había escrito un antiguo periodista de la Pioneer Press, llamado Patrick Healy, para el dominical del New York Times coincidiendo con la publicación de Un arco iris en la noche. Empecé por aquí y luego leí otros dos artículos aparecidos en revistas de difusión nacional.
He aquí la historia que hilé con todo aquello:
Hugh Hennessy nació en 1960 en un barrio acomodado de Atlanta. Su padre era un cardiocirujano que había jugado a fútbol americano en la universidad y cuyas aficiones de adulto habían sido la caza y la pesca. Su madre nunca trabajó fuera de casa. Si el matrimonio pasaba por dificultades, como Hugh dio a entender más tarde en Crepúsculo, no se trataba del tipo de problemas que implican una visita de la policía. Durante su juventud, Hugh tampoco fue conflictivo, al menos no tenía antecedentes policiales ni constaba nada al respecto en su expediente académico. Hugh destacó en todos sus estudios. Aunque su constitución delgada no le permitió formar parte del equipo de fútbol, fue un luchador agresivo que logró buenas marcas en su categoría de peso.
A pesar de la posición acomodada de sus padres, el Emory College le concedió una beca académica parcial. Fue en el Emory donde Hugh Hennessy conoció a los que se convertirían en sus más fieles compañeros. Uno era J. D. Campion, un muchacho medio indio lakota de Dakota del Sur y también estudiante de literatura. La otra era Elisabeth Baumann, alemana de nacimiento, que estudiaba antropología y folclore.
Durante los dos primeros cursos formaron un terceto inseparable. Después, Campion y Hennessy dejaron los estudios, para consternación de los padres de Hugh, y ambos decidieron recorrer el país, como habían hecho los jóvenes literatos de la generación anterior.
La víspera de su partida, Hennessy se casó con Elisabeth Baumann. Ambos tenían diecinueve años y aquellas prisas dieron origen a una serie de rumores acerca de que ella estaba embarazada, unas habladurías que con el tiempo se demostraron infundadas. Al parecer, la prisa de la boda se debía a motivos emocionales, no físicos. Ella continuó asistiendo a clase, con una sencilla alianza de plata en el dedo y sin que le creciera la tripa, mientras Hennessy se embarcaba en un viaje de descubrimiento de sí mismo en compañía de Campion.
Refinaron taconita en las montañas de Minnesota; cosecharon trigo en Dakota del Sur; trabajaron en los astilleros de Duluth, otrora ciudad fronteriza sin ley; viajaron al sur para conocer Nueva Orleans, donde los bisabuelos de Hennessy se habían establecido al llegar a América, y trabajaron en los muelles. Allí, fueron arrestados en una pelea que estalló en un bar de clase obrera. Juzgándolos con benevolencia, se habría dicho que se dedicaban a recoger material para sus futuros libros, pero si se contemplaba la situación con algo más de cinismo, lo que hacían era crearse una leyenda.
En el reportaje de Healy había fotos tamaño carnet de su estancia en Nueva Orleans. Campion, moreno y delgado, aparecía resignado y huraño, pero Hennessy sonreía.
Aquella sonrisa me tuvo intrigada un minuto pero, de repente, comprendí: a Hugh Hennessy, chico de clase media bien educado, le habían dicho toda su vida que sonriese cuando le tomaran una fotografía y el gesto le salía automáticamente.
En algún momento de ese período, Hennessy comenzó a trabajar en Crepúsculo, para el que se inspiró en el tipo de vida que, como miembros de la clase media, llevaban sus padres en Atlanta. Al cabo de un tiempo, se sintió tan seguro de las posibilidades de la novela que regresó a su ciudad para terminarla e intentar publicarla. Elisabeth, que ya se había graduado, mantuvo económicamente a su marido mientras éste concluía su primera obra en pleno frenesí creativo y la mandaba a distintos agentes. Por entonces tenía veinticuatro años. Al cabo de un tiempo, le compraron los derechos de publicación y Crepúsculo se presentó en las librerías, siendo aclamado por los críticos como una «obra singular».
Como recordaban los amigos de los padres de Hennessy (cuando Healy hizo el reportaje ambos habían muerto ya), el libro propició que las relaciones entre éstos y el hijo se enfriaran por completo. No fue ninguna sorpresa. Lo que sí sorprendió a Hennessy fue la acogida que tuvo la novela en su ciudad natal.
«Crepúsculo fue interpretado, o tal vez malinterpretado, como una condena sin paliativos de las costumbres y prioridades del nuevo Sur -escribió Healy-. Las reseñas del libro fueron claramente más frías en la prensa del Sur. Es fácil imaginar cómo encajaron la novela los amigos y vecinos de Hennessy en Atlanta y, haciendo bueno el dicho de "nadie es profeta en su tierra", se fue a vivir lo más al norte que pudo, a Minnesota.»Mineápolis constituyó un nuevo capítulo en la vida de los Hennessy. Cuando el dinero de las ventas de Crepúsculo empezó a llegar, Elisabeth dejó de trabajar y volvió a la universidad para completar los estudios de licenciatura. La pareja compró una casa en el lago Minnetonka y Hugh comenzó a trabajar en su segundo libro.
En él utilizó de nuevo personajes de ficción, aunque se inspiró en su árbol genealógico. Los protagonistas de El canal «tienen una vida sucesivamente alegre y tormentosa, mientras que la atmósfera de Crepúsculo es asfixiante». Los inmigrantes Aidan y Maeve Hennessy tuvieron varios hijos y el escritor se entretuvo con la vida de todos, aunque los dos personajes de la familia que más le atrajeron fueron dos tíos abuelos que, en su tiempo, fueron elementos destacados del hampa de la ciudad. El mejor -o peor- momento de este par llegó cuando participaron en una audaz serie de asaltos a camiones por los que nunca llegaron a detenerlos. Si Hugh se cuestionó moralmente alguna vez tal estilo de vida o si se planteó que podían haber encontrado alternativas a aquella existencia de robos y violencia, en El canal no aparecen dichas reflexiones. Dejándose llevar por la atracción que sienten los escritores hacia los objetos del mundo de la ficción, compró dos revólveres restaurados como los que sus tíos abuelos habían utilizado. En una foto del estudio de Hugh publicada en uno de los reportajes aparecían esas armas.
El canal consolidó su fama de escritor de prestigio. Fue una de esas raras obras de la narrativa actual aplaudida por los mejores críticos y leída en los metros y en las playas. Llegó al número uno en la lista de ventas y se mantuvo en el puesto varias semanas.
Si hubiese que elegir un calificativo para el mundo de los Hennessy en esa época, el más adecuado sería «fecundo». Su familia, su riqueza y su celebridad crecían y prosperaban en las tierras septentrionales de Minnesota. Hugh y Elisabeth eran famosos en la ciudad que los había adoptado y, en las entrevistas, él afirmaba que nunca se marcharían de allí. Había encontrado lo que siempre quiso: un poco de tierra donde echar raíces y la gran familia en la que le habría gustado crecer.
La esfera familiar funcionaba a pedir de boca. Elisabeth iba a dar a luz a su cuarto hijo en cinco años. Ya tenían unos gemelos de tres años y un bebé, Liam. El dinero no era problema. Si Crepúsculo le había aportado unos beneficios considerables, con El canal ganó aún más, y a Hugh lo invitaban a dar conferencias en las escuelas de las Ciudades Gemelas. Elisabeth y él organizaban fiestas con frecuencia y uno de los invitados asiduos a su casa era J. D. Campion. Dado que escribía poesía, no había tenido tanto éxito comercial como su amigo, pero su tercera colección de poemas, Camino de las sombras, había cosechado algunos premios. Se trataba de unos poemas muy líricos y a veces intensamente eróticos y, durante un tiempo, fue el libro perfecto para los universitarios que querían ligar. Sólo tenían que sacarlo de la mochila en un café y hundir la nariz en él. Los críticos se ocuparon mucho de aquella amistad literaria: el inquieto poeta desarraigado y el hombre familiar y tradicional, felizmente casado, se complementaban a la perfección a los ojos del público.
Entonces, poco después del nacimiento de Colm, las fiestas cesaron, al igual que las entrevistas. De un modo un tanto repentino, los Hennessy cerraron las puertas de su casa a la vida pública.
Para el mundo exterior fue como si, sencillamente, hubieran decidido concentrarse por completo en la crianza de los hijos. Sin embargo, si éste era su propósito, los Hennessy llevaron su decisión hasta el exceso. También Campion quedó proscrito de su vida y no volvió a Minnesota en mucho tiempo.
Corrieron comentarios de que entre Hugh y J. D. habían surgido desavenencias, rumores de que finalmente había estallado una rivalidad que venía de lejos por el afecto de Elisabeth, hasta el punto de que la amistad que los unía había quedado irreparablemente destruida. En el reportaje de Healy había una sola frase dedicada a la breve relación de Campion y Brigitte, la hermana menor de Elisabeth, pero el periodista dejaba que fuese el lector quien sacara la conclusión de que, en el corazón de Campion, Brigitte había sido un fallido sucedáneo de la hermana mayor.
Otros sugerían que aquella perniciosa rivalidad era de carácter profesional, ya que Campion no había alcanzado cotas de fama tan altas como su amigo, pero las especulaciones no pasaron de tales. El periodista no había podido ponerse en contacto con Campion para entrevistarlo, pues siempre andaba de viaje; y Hennessy no había querido responder a sus preguntas, por lo que no había declaraciones públicas de ninguna de las dos partes.
Si Hennessy había querido intimidad, la tuvo. Pasaron años sin que otra novela siguiera a El canal y el mundo siguió su curso. Incluso los medios de comunicación de las Ciudades Gemelas se olvidaron de él, hasta el día en que se produjo la noticia de que habían encontrado el cadáver de Elisabeth en las aguas del lago Minnetonka. Dejaba cinco hijos, el más pequeño de los cuales tenía sólo once meses.
Elisabeth había pasado los años previos a su muerte recluida en casa. El marido impartía clases en los centros universitarios de la zona, pero Elisabeth no salía ni se veía con las amigas. Tal vez se debía a que tenía cinco niños menores de diez años. Si detrás de aquella reclusión se escondía algo más oscuro, una depresión posparto, por ejemplo, la prensa no se hizo eco de ello ni se especuló sobre tal posibilidad. Los medios se concentraron por entero en la tragedia que había golpeado a uno de los escritores americanos más respetados, cuyas obras trataban de los lazos familiares, el amor y la lealtad.
Transcurridos cinco años, Hugh Hennessy publicó su tercera novela, tanto tiempo esperada. Un arco iris en la noche era la historia de dos jóvenes apasionados que deciden apartarse de las directrices del mundo actual para casarse muy jóvenes y tener hijos. Era una crónica de las alegrías y las penas de esa joven unión, y de la lucha del narrador por encontrar algún sentido a la pérdida inesperada de su compañera del alma. El libro fue acogido con buenas críticas y los medios volvieron a hablar de Hugh Hennessy durante un breve periodo. Luego, se esfumó otra vez.
Los reportajes, por buenos que sean, siempre dejan preguntas sin respuesta. Una de las relaciones literarias más famosas del país, ¿había sido durante mucho tiempo un triángulo amoroso que había acabado por envenenar a sus integrantes? ¿Habían tenido demasiados hijos en poco tiempo y él había pasado por alto las primeras señales de una depresión posparto en su mujer? Eran cuestiones que Healy y los demás periodistas no podían abordar de una manera explícita porque nadie respondía a sus preguntas. Hennessy se había encerrado en el mutismo, Campion se hallaba en paradero desconocido y Elisabeth había muerto.
Camino de casa, al salir de la universidad, caí en la cuenta de que habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la punción en el oído. Cicero había dicho que debía examinar su estado y que pasara a verlo. Tuve la tentación de saltarme la visita. El oído no me dolía en absoluto y lo que menos me apetecía en el mundo era prolongar mi relación con Cicero Ruiz, al que había visto por última vez mientras intentaba largarme de su cuarto sin que me oyera.
Sin embargo, también recordé cuánto me había ayudado cuando lo había necesitado desesperadamente. Lo mínimo que podía hacer era respetar su criterio profesional. A buen seguro, tenía tan pocas ganas como yo de hablar de lo ocurrido en mi última visita. Ninguno de los dos lo mencionaría y todo iría bien.
Cuando había acudido a que me hiciera la punción, me dolía tanto el oído que me había pasado por alto el largo trayecto hasta el apartamento en el viejo y decrépito ascensor. En esta ocasión, sí que me fijé: el cable que chirriaba al otro lado del techo, la luz vacilante, la lentitud con la que iban cambiando los números iluminados que indicaban los pisos… Me obligué a quitarme de la cabeza la paranoia; el aparato era lento, pero eso no significaba que fuera a…
Oí un crujido en el exterior y la cabina se detuvo bruscamente. El número catorce se iluminó largo rato, quizá un minuto. Quería creer que alguien en esa planta había llamado el ascensor, pero sabía que no era así. Según mis estimaciones, me encontraba entre los pisos decimocuarto y decimoquinto y, de momento, parecía que no iba a moverme de allí.
– Perfecto -suspiré.
Cuando llegué por fin al piso veintiséis, enseguida vi a Cicero sentado en la silla ante la puerta abierta de su apartamento, hablando con una joven negra que estaba en la puerta del apartamento de enfrente. Era una veinteañera impresionante, con un conjunto bronce y dorado, una camisa sin mangas y unos pantalones anchos de los que asomaban unas botas de tacón bajo. Sostenía las llaves en una mano y en la otra una bolsa de comida para llevar, como si hubiera salido tarde de la oficina y la hubiese comprado por el camino. Cuando me acerqué, me miró expectante.
– Sarah, ésta es Soleil, mi vecina -nos presentó Cicero-. Soleil, ésta es Sarah.
– Hola -saludé.
– Encantada -dijo Soleil. Puso la llave en el cerrojo y, volviéndose a Cicero, añadió-: Será mejor que entre.
Cicero impulsó hacia atrás las ruedas de la silla y retrocedió cruzando el umbral pero, mientras lo hacía y Soleil entraba en su apartamento, oí un extraño ruido a mi espalda. Parecían unas garras arañando el suelo. Me volví y vi un perrazo negro y marrón, con un cuerpo como una boca de riego, que había salido corriendo a recibir a Soleil. La muchacha se había agachado para acariciarlo y el perro le lamía la cara con un frenesí por el reencuentro como el que sólo experimentan los perros.
– Éste es mi chico -dijo la joven, con acento caribeño.
Cicero cerró la puerta dejando fuera el espectáculo.
– Eso sí que es un perro -comenté.
– Sí que lo es.
– Y no uno cualquiera -dije-. Es un rottweiler.
– Exacto. Se llama Fidelio. -Cicero se dirigió al centro de la sala.
– ¿Está permitido tener perros en este edificio? -inquirí.
– No -respondió-. ¿Te molesta?
– No, no -me apresuré a decir-. Me gustan los perros. Lo que me sorprende es que no la descubran. Me parece difícil esconder un animal tan grande. Tendrá que sacarlo a pasear y todo eso…
– Sí -asintió Cicero-. Y un día la pescarán, pero no por mi culpa, ni por la de ningún vecino de esta planta. Fidelio es un perro bien educado y la gente del bloque vive y deja vivir -explicó Cicero-. Lo único que he tenido que decirle es que en mi casa no puede entrar.
– ¿Por qué no?
– Por razones sanitarias. En una consulta médica no pueden entrar los perros.
– Claro -asentí. Por unos instantes reinó el silencio. Saqué el billetero y dije-: Bien, ¿y cuánto te debo por la visita de esta noche?
– Cuarenta -respondió Cicero-. Ahora mismo estoy contigo.
Se dirigió al fregadero de la cocina y yo deje dos billetes de veinte en la estantería. Me incomodaba su casa porque había tan pocos efectos personales que no podía fingir que los observaba. Cicero lo estaba haciendo muy bien en cuanto a no dar señales de recordar que hacía dos noches habíamos dormido juntos. A mí me costaba un poco más. Ojos que no ven, corazón que no siente, me dije, pensando en Shiloh, pero era una excusa barata que no me proporcionaba ningún consuelo.
Respiré hondo para serenarme. Cicero, que se lavaba las manos en el fregadero, me malinterpretó.
– No te pongas nerviosa -dijo por encima del sonido del chorro del agua-. Espero que lo que voy a hacerte no te duela.
– Todos los médicos dicen lo mismo -repliqué.
– No, lo que dicen es que no dolerá en absoluto -me corrigió.
– Por cierto -me reí-, siento haberme retrasado. Me he quedado colgada en el ascensor.
Me proponía entretenerlo contándole que el timbre de alarma no funcionaba y que dos adolescentes habían tenido que rescatarme forzando la puerta con una palanca hasta abrir un espacio del tamaño de la puerta de la caseta de un perro, y cómo había tenido que estrujarme para pasar y salir al descansillo del piso decimocuarto. Sin embargo, Cicero se volvió tan de repente que me quedé con la palabra en la boca.
– ¿De veras? -preguntó.
– Sí, ¿qué ocurre?
Cicero sacudió la cabeza y volvió a la sala.
– Ese ascensor es un peligro, maldita sea -dijo con vehemencia-. Por lo que sé, eres la tercera persona que se ha quedado colgada. -Rebuscó en la arqueta, sacó un termómetro y lo sacudió-. Bien, póntelo debajo de la lengua.
– No tengo fiebre.
– Sarah, no hagas mi trabajo. -En su voz había cierta ironía y obedecí con expresión sumisa.
Cicero procedió a explorarme el oído con calma. Luego me sacó el termómetro de la boca y lo leyó en silencio. Cuando habló, fue para preguntarme por los síntomas que había experimentado en las últimas cuarenta y ocho horas. ¿Me había sentido mareada? ¿Me había dolido o había tenido dificultades para oír? Respondí que no a todas las preguntas. Y sí, había tomado los antibióticos.
Guardó el termómetro y el otoscopio.
– Bueno, estás a treinta y siete, el oído tiene muy buen aspecto y me parece que te encuentras bien -dijo-. Te recuperas muy deprisa.
Sacó el bloc y escribió algo.
– ¿Qué apuntas? -quise saber.
– Nada, tomo unas notas -explicó-. Aunque dices que nunca estás enferma, quizá tengas que venir a verme otra vez, dada tu aversión a los médicos tradicionales.
– Espero que no -dije-. Y no te lo tomes a mal.
– De todos modos, si no te importa, te haré unas cuantas preguntas para el historial médico, por si hemos de vernos en otra ocasión.
En aquella petición había algo que me ponía nerviosa y Cicero lo notó.
– Son notas para mi uso privado -aseguró-. Nadie más las verá.
Qué demonios, pensé. Si iba a hacerme el historial médico, en mi salud no había habido acontecimientos destacables de ningún tipo. Y tenía razón: quizá algún día volvería a necesitar que me visitase.
– Muy bien -accedí.
Las primeras preguntas fueron fáciles.
– ¿Apellido?
– Pribek. -Se lo deletreé.
– ¿Edad?
– Veintinueve.
– ¿Alergias conocidas?
– Ninguna -respondí.
– ¿Viven tus padres?
Sacudí la cabeza.
– ¿De qué murieron? -quiso saber.
– Mi padre sufrió un infarto hace unos años. Mi madre… -tragué saliva-. Mi madre murió de un cáncer de ovarios.
– ¿Eras pequeña?
– Sí, lo fui. Como todo el mundo -repliqué, intentando un chiste fácil.
– Quiero decir si eras pequeña cuando tu madre murió. -No estaba dispuesto a permitir evasivas.
– Tenía nueve años.
Noté un nudo en la garganta, aunque no entendía por qué. No era la primera vez que contaba aquello.
– ¿Hermanos? -preguntó Cicero en voz baja.
– Un hermano. Murió -dije, y me apresuré a añadir-: De un accidente, nada relacionado con problemas de salud.
Buddy había muerto en el Ejército, en un helicóptero que se había estrellado, y la verdad era que no quería responder a más preguntas sobre él.
– ¿Y tu marido? ¿Cuánto tiempo lleva en prisión?
– Cinco meses -respondí, agachando la cabeza-. Disculpa, creo que me ha entrado algo en el ojo -dije frotándomelo para que no me viera llorar.
– ¿Y estás en contacto con él?
– No -respondí.
Apoyé la cabeza entre las manos. Ambos seguíamos fingiendo: él simulaba que tomaba notas para el historial médico, yo ocultaba que lloraba.
– Pero tienes muchos amigos en las Ciudades Gemelas con los que hablar, ¿no?
No respondí.
– ¡Oh! -dijo Cicero.
– Has hecho un historial médico muy interesante -dije entre lágrimas.
A las personas que están en silla de ruedas les resulta muy difícil abrazar a alguien; Cicero alargó la mano, me frotó la espalda entre los omóplatos y me acarició los cabellos.
– Tranquila -me consoló-. Tranquila.
Me gustaría decir que fue él quien inició las caricias. Pero fui yo.
Rara vez lloro y me parece de mala educación hacerlo delante de un desconocido, pero con Cicero fue distinto. Me había visto enferma, fóbica, irracional, borracha y presa del dolor. Ya no quedaban muchas barreras por derribar. Entonces, cuando el breve ataque de tristeza pasó, quise hacer el amor con él.
– Lo siento mucho -dije en voz alta, encajada en su cama individual, con la mejilla pegada a su hombro desnudo.
– ¿El qué?
– Ser tan inútil. Cada vez que nos hemos visto, te he agobiado con un problema distinto. No entiendo cómo te gusto.
– ¿Y cómo sabes que me gustas? -me preguntó Cicero, risueño.
– Porque no creo que te acuestes con alguien que no te guste -le dije muy seria-. ¿Me equivoco?
– No -respondió-. No te equivocas.
– ¿Por qué no tienes novia? ¿Porque eres agorafóbico?
Cicero se incorporó apoyándose en los codos y me miró con curiosidad.
– ¿De dónde has sacado que soy agorafóbico?
– Me lo dijo Ghislaine -respondí. Todo lo que había visto en él me lo confirmaba.
– Ghislaine -repitió-. Claro.
– No te cae bien, ¿verdad? -dije al tiempo que me sentaba-. ¿Ocurre algo? Quiero que sepas que no es amiga mía. Apenas la conozco.
– Ni yo -replicó Cicero-. Y ella tampoco me conoce mucho. No soy agorafóbico pero, en respuesta a tu pregunta, te diré que fue Ghislaine quien me trajo el talonario de recetas.
Me quedé sorprendida, pero sólo un momento. La primera vez que me había hablado de aquel talonario, se había referido a la persona que se lo había dado en femenino; una paciente, había dicho.
– Vino a verme -prosiguió Cicero-. Trajo consigo a ese niño tan guapo que tiene y me contó lo difícil que le resultaba criarlo ella sola. El padre ya no corre por aquí, me dijo, y los padres de ella, que están en Derborn, tampoco la ayudan.
– Todo eso lo sé -murmuré.
– Ghislaine me dijo que no soportaba ir al hospital público y que la trataran como a una ciudadana de segunda categoría. Por eso vino aquí. Yo le dije que me alegraba de poder ayudarla y le pregunté qué le ocurría. Entonces me contó que tenía un bulto en el pecho y me preguntó si podía visitarla. Se quitó la camisa y la exploré. No noté nada y así se lo hice saber. Y le dije que era muy joven y que, a su edad, el riesgo de cáncer de pecho no es muy elevado, pero que continuase examinándoselo cada mes y se mantuviera alerta.
– ¿Y te quedaste tranquilo con eso? ¿No la enviaste a una clínica para que le hicieran pruebas?
– Soy médico -me recordó-. Y soy tan competente aquí como lo sería en una consulta. Cualquier médico le habría dicho lo mismo. Sobre todo en esta época, con la de mutuas médicas que existen, ni un médico entre cien la habría enviado a hacerse una mamografía con los síntomas que expuso y la exploración que le realicé.
– Lo siento -me disculpé.
– No pasa nada. Además, aún no lo has oído todo. Ghislaine se animó y dijo que probablemente su preocupación era excesiva. Entonces se puso la camisa y me dijo que tenía algo para mí.
– El talonario de recetas.
– Exacto. Se puso dulce como la sacarina y me dijo que quería que me lo quedase porque sabía que haría mucho bien a mis pacientes con estas recetas. Luego, me pidió que le hiciera una de Valium.
– ¿Me tomas el pelo? -le pregunté, aunque sabía que no era así.
– Era lo más lógico. Ella sabía que no tenía un bulto en el pecho, pero pensó que si me ablandaba mostrándome sus encantos, yo haría lo que me pidiera. Ignoro si el Valium era para ella, o si tiene un novio que se dedica a venderlo. Tampoco se lo pregunté.
– Y le dijiste que no, por supuesto -comenté. Por fin entendía el motivo del gesto de irritación de Ghislaine durante nuestro encuentro en el restaurante, cuando yo había sacado a relucir por primera vez el nombre de «Cisco».
– Le respondí que no, que no pensaba meterme en un lío por falsificación de recetas, ni siquiera para ayudar a mis pacientes. Entonces me pidió que le devolviera el talonario. Y me negué. Yo no pensaba utilizarlo, pero no veía ninguna razón para dárselo. -Cicero hizo una pausa, recordando-. A continuación, me preguntó qué ocurriría si me delataba a la poli. Le respondí que lo mismo que si yo les contaba que ella había robado un talonario de recetas; por lo tanto, sería mejor que ambos fingiéramos que aquel episodio no había ocurrido nunca. Se puso en pie y dijo que muy bien, que me lo quedase. A mí seguía preocupándome que me delatara y le dije que volviera a coger los cuarenta dólares. Lo hizo y se marchó.
– Caray -dije.
– Cuando cogió el dinero, me preguntó si siempre había sido parapléjico. Le respondí que no. Y entonces dijo: «Supongo que por eso puedes dejar escapar cuarenta dólares. Como el aparato no te funciona, ya no necesitas dar dinero a cambio de sexo».
Me sobresalté. Cuando alguien es capaz de repetir textualmente unas palabras como había hecho Cicero, es que han rebotado en su interior como los fragmentos de una bala de punta hueca.
– Eh, no pongas esa cara -me tranquilizó Cicero-. Esa chica es una ignorante.
La verdad es que yo había sido casi tan ingenua como Ghislaine y me había quedado pasmada cuando Cicero había guiado mi mano por su cuerpo hasta que noté que el pene se le ponía duro al contacto con ella. Después me había explicado qué eran las erecciones reflejas.
– La ignorancia puede disculparse -observé-, pero el resentimiento es distinto.
– Lo más probable es que esa chica no se sienta muy a gusto consigo misma -comentó Cicero-. A las personas crueles suele ocurrirles.
– Qué generoso eres… -murmuré.
– ¿Y qué tiene eso de malo? -inquirió.
– Vivimos en un mundo en el que la benevolencia ya no tiene recompensa -respondí, contemplando desde la ventana la ciudad a nuestros pies-, si es que alguna vez la ha tenido.