Capítulo 24

Durante los días siguientes, estuve muy pendiente de los Hennessy y pasé las noches en su casa. Lo que me sorprendió más fue la desenvoltura con la que aceptaron mi presencia. Había olvidado lo que sucedía en la adolescencia, la facilidad con la que cualquier adulto se convertía en una figura de autoridad para alguien de esa edad; fueran padres, maestros, jefes de estudios o entrenadores, los chicos les cedían su intimidad sin apenas resistencia. Y al parecer, para los hermanos Hennessy, yo era una de tales figuras.

Todos continuaron su vida cotidiana con normalidad y con manifiesto buen ánimo. El viernes fue el último día de clase para Donal, mientras que a Colm, Liam y Marlinchen les quedaba una semana más de exámenes finales en el instituto. En su actividad diaria y en la charla matutina antes de marcharse a clase, percibí tanto el nerviosismo ante los inminentes exámenes como su impaciencia ante la perspectiva de la libertad que los aguardaba.

Sin embargo, a quien presté más atención fue a Aidan. Su apariencia agotada y desaliñada de la noche en que llegó había cambiado por completo. Una vez lavados, sus cabellos resultaron ser tan dorados como los de Marlinchen, y los llevaba perfectamente peinados y recogidos en una cola de caballo. De hecho, si hubiese tenido aquel aspecto la primera vez que lo vi, habría sido en eso en lo que más me habría fijado: en sus trazos claros y bien perfilados como los de una escultura cinética, desde la rubia melena hasta las largas piernas. En adelante, no volví a verlo nunca sin la cola de caballo, o sin el collar de ojos de tigre con cordón de cuero que asomaba del cuello de su camiseta.

El mayor de los hermanos no hizo nada que me resultara inquietante, aunque tampoco hizo nada que me tranquilizara especialmente. Mostraba una discreción insólita en un chico de su edad y de su corpulencia, y rara vez lo oía entrar o salir de su habitación. De vez en cuando salía a fumar un cigarrillo a escondidas detrás del garaje y en alguna ocasión le había visto hacerlo bajo el magnolio. Un par de veces lo sorprendí mirándome, pero no supe adivinar qué pasaba por su mente. La segunda, le dije: «¿Qué quieres?», pero él se limitó a mover la cabeza y respondió: «Nada».

En el trabajo, la semana también transcurrió sin sobresaltos. Los atracadores de las medias dieron su cuarto golpe, esta vez en una licorería de St. Paul. No tuve que realizar ninguna investigación, pero recibí una petición de ayuda de un detective de St. Paul y le envié por fax mis notas sobre los casos anteriores.

El sábado amaneció caluroso. Se esperaba que en la jornada se alcanzasen temperaturas récord y continué durmiendo hasta que el calor se hizo agobiante.

Me despertó una llamada a la puerta. Acto seguido, Marlinchen asomó la cabeza.

– ¿Tienes hambre? Abajo estamos haciendo tortitas -anunció.

– Sí, comería algo -respondí. Marlinchen asintió.

– Quería pedirte un favor, más tarde.

Me volví de costado en la cama y pregunté:

– ¿Me lo pedirás después, o el favor es para más tarde?

– Papá está muy recuperado -continuó, haciendo caso omiso de la ironía- y me gustaría que fuéramos todos a verlo. Al hospital.

– ¿Todos? En mi coche no hay espacio…

– Ya lo sé -respondió ella-› pero tenemos el de papá.

El cuatro por cuatro del garaje. Moví la cabeza:

– No -dije-. No me parece conveniente.

– ¿Por qué no? Está asegurado hasta final de agosto.

– Bueno, si está asegurado…

Tampoco esta vez captó Marlinchen el sarcasmo. Con una expresión de felicidad, vino a sentarse a los pies de la cama.

– Además, supongo que conviene ponerlo en marcha de vez en cuando, para que no acabe estropeándose del todo -continué. Recordé lo que me había contado Cicero sobre su furgoneta y los vecinos que le hacían el favor de bajar a arrancarla, y aquel pensamiento me llevó a otro-. Escucha -dije a Marlinchen-, ¿qué hace ese BMW en el garaje del fondo?

– ¡Ah, eso! -respondió-. Era de papá y mamá, hace mucho. Dejó de funcionar y papá lo guardó. Dijo que algún día lo repararía, pero nunca más lo ha tocado. Supongo que tiene un valor sentimental. No lo venderá bajo ninguna circunstancia.

– ¿Que lo repararía? Pensaba que tu padre era un inútil con las herramientas.

Marlinchen me miró, pesarosa.

– ¡Vaya si lo es! -asintió-. Pero ya sabes cómo son los hombres con su coche. Es una historia de amor. En fin… -me tendió la mano-, levanta de una vez, holgazana. Los chicos están abajo, quemando todas las tortitas.

Dejé que tirara de mí y, mientras me incorporaba, respondí:

– Se me ocurre una idea: iremos al hospital, pero harás el honor de conducir. Tienes que seguir practicando.

Como era habitual en ella, escurrió el bulto:

– No sé hacerlo. No he conducido nunca un coche de ésos.

– Tampoco habías conducido nunca mi Nova -le repliqué-. Para todo hay una primera vez.

– Ha progresado mucho en la terapia física. En el habla, no tanto.

Freddy, el plácido enfermero al que recordaba de mi primera visita al hospital para convalecientes, nos conducía de nuevo a una sala de visitas del ala de recuperación.

– No es preciso que levanten la voz; puede oírlos perfectamente. Pero es mejor que no le hagan preguntas concretas que se sienta en la obligación de responder. De momento no queremos presionarlo.

La sala de visitas, casi desierta, estaba agradablemente adornada con plantas y bañada por la luz que entraba por las grandes cristaleras. Cerca de ellas, en una mecedora acolchada y con un andador a su lado, estaba Hugh Hennessy.

La única que parecía verdaderamente cómoda en aquel ambiente era Marlinchen. Fue la primera en entrar, y los demás la seguimos. Freddy acercó una silla a la mecedora, pero Marlinchen se quedó de pie, al otro lado. Colm, Liam y Donal tomaron asiento en un sofá cercano y Aidan y yo permanecimos en pie junto a éste.

Momentos antes, en el aparcamiento del hospital, los gemelos habían mantenido un fugaz diálogo en voz baja.

– Tú puedes quedarte fuera -le había dicho Marlinchen a Aidan. Ella llevaba una maceta con una hiedra enredada en torno a un tutor con forma de corazón; de camino, nos habíamos detenido en una floristería-. Todos lo comprenderemos.

Lo mismo me sucedía a mí; me había parecido extraño que aquel hijo que llamaba a su padre por el nombre de pila quisiera acompañar a sus hermanos en aquella visita caritativa.

– No, no -había respondido Aidan-. Entraré.

– ¿Estás seguro? -Marlinchen, como siempre, quería evitar cualquier situación desagradable.

– No me da miedo verlo, Linch -declaró Aidan, y su férreo tono de voz puso de manifiesto su determinación a estar presente, a no escabullirse de la presencia del hombre que años atrás lo había exiliado.

– No me refiero a eso -había replicado ella con la mirada baja, mientras el sol se reflejaba en uno de sus pendientes. Ninguno de los dos había añadido nada más.

– Hola, papá -lo saludó Marlinchen, alegremente-. Hemos venido todos. Esto no es una visita; es una invasión.

Hugh presentaba mucho mejor aspecto que la última vez que lo había visto. Su color había mejorado, y también su postura en la mecedora. Marlinchen dejó la maceta en una mesita y se agachó junto a él.

– ¿No me das un beso? Hugh se inclinó hacia ella, apoyándose en el brazo de la silla con la mano, y se lo dio. Los médicos tenían razón; entendía claramente lo que le decían.

Pero no podía hablar, o no quería. Marlinchen llevó el peso de la conversación y Colm y Liam añadieron algún comentario esporádico. Hugh prestaba atención, era evidente, pero sus palabras surgían en un murmullo ininteligible o en frases a medias, telegráficas, que no parecían tener ningún sentido. La turbación que se advertía en sus ojos azules expresaba que era consciente de que no lograba hacerse entender.

Y otra cosa: Hugh parecía concentrado exclusivamente en Marlinchen y los tres chiquillos del sofá. Al cabo de cinco minutos, Freddy se inclinó hacia él:

– Señor Hennessy -le dijo-, ¿recuerda lo que hablamos, de volver la cabeza para observar toda la habitación?

Estaba entrenando al enfermo a compensar la tendencia de ciertos pacientes de apoplejía a pasar por alto los estímulos procedentes del costado afectado. Hugh hizo lo que le indicaba. Volvió la cabeza, paseó la vista por el sofá y se detuvo. Por primera vez, vio a Aidan y se le disparó un músculo bajo el ojo izquierdo; ni su visión ni su memoria habían sufrido el menor daño.

La sonrisa de Marlinchen se hizo más tensa. Sin duda era consciente de lo que sucedía, pero no dijo nada respecto a la presencia de su hermano.

– He estado guardándote el suplemento literario del periódico -contó a su padre-. No falta ninguno. Te leeré los mejores artículos.

Hugh no había desviado la atención de Aidan. Todos los músculos de su rostro se habían puesto en acción y en la comisura de sus labios asomaba un hilo de saliva. Los sonidos que salían de su boca se hicieron inteligibles:

– ¿Qué es? -balbuceó-. ¿Qué es? Ella. Ella, ¿qué…?

Marlinchen me dirigió una mirada nerviosa.

– ¡Ah, ella! -exclamó-. Se llama Sarah Pribek. Es amiga nuestra.

Pero Hugh no me miraba a mí, estaba claro. Observaba a Aidan y recordé lo que había dicho Marlinchen: que su padre confundía los pronombres. Hugh no se refería a mí, sino al chico, en quien tenía fijos sus ojos azules.

A mi lado, Aidan se agitó, algo nervioso.

– Tal vez debería salir a caminar un poco -murmuró.

Marlinchen, obligada a aceptar que allí sucedía algo, lo miro con expresión contrita.

– No sé… -musitó.

En el sofá, Colm parecía absolutamente ajeno a la situación y examinaba con gran interés un pequeño callo que se le había formado en una de sus manos de levantador de pesas. Liam dirigía la mirada alternativamente a su padre y a su hermana. No se perdía detalle, pero no pronunció palabra.

Tomé la decisión por Marlinchen:

– Sí, tal vez sea buena idea -intervine. Era mejor que Hugh no corriera el riesgo de sufrir otro ataque cerebral al ver allí a su hijo, tanto tiempo perdido.

Aidan abandonó la sala de visitas. Cuando hubo salido, Marlinchen continuó la relajada conversación con su padre, con la participación esporádica de Liam y Colm. Cada vez me sentía más como una intrusa y, al cabo de poco, yo también me marché de la sala.

Era alrededor de la una de la tarde y el sol de mediodía de junio caía a plomo, pero de todas formas decidí dar un paseo. La puerta de salida estaba convenientemente situada junto a la sala de visitas y empezaba a sofocarme la atmósfera del recinto, aséptica pero animada; exuberante de plantas pero un tanto viciada.

Ya en el exterior, vi que Aidan había tomado la misma decisión que yo. A cierta distancia, caminaba por el césped en dirección a la única sombra a la vista, un rincón donde unos sauces extendían sus ramas sobre los carrizos del somero estanque. Los patos que allí nadaban remontaron el vuelo cuando el muchacho se aproximó. Todos, menos uno que chapoteaba torpemente.

Atento al pato rezagado, Aidan aún no había advertido que lo seguía. Mientras el ave batía las alas con el cuello estirado, vi un destello metálico en su pico y comprendí qué sucedía. En alguna visita a uno en los lagos cercanos, se había clavado un anzuelo de pesca; debía de haber acudido a refugiarse en aquel estanque para intentar quitárselo y, probablemente, sólo había conseguido empeorar su estado.

Aidan me sorprendió cuando agarró diestramente al pato por el cuello. El ánade graznó, sorprendido, y batió las alas furiosamente. La punta de una de ellas le hizo un arañazo en el pómulo y en la frente mientras el muchacho pugnaba por acercar la mano libre al pico. Apartó la cabeza del alcance del desesperado animal y le habló, aunque en voz tan baja que no entendí lo que decía. Cuando retiró la mano, distinguí el pequeño gancho metálico entre sus dedos.

Acto seguido, soltó al ave, que se estremeció con indignación y echó a volar. Al principio lo hizo a baja altura, apenas unos palmos por encima de la hierba, como si realizase un vuelo de prueba para cerciorarse de que todos los sistemas funcionaban correctamente. Después, ganó altura planeando y desapareció de vista. Aidan, que lo siguió con la mirada hasta ese instante, se acercó a la orilla del estanque, alargó el brazo y lanzó el anzuelo a las aguas.

En un mundo lleno de pensadores fríos y analíticos, yo siempre me había movido por instinto; en ese momento, llegué a una conclusión acerca de Aidan Hennessy.

Lo que acababa de hacer, quitar el anzuelo del pico a aquel animal, era una minucia, pero decía muchísimo de él. Estaba segura de que el muchacho ignoraba que hubiera alguien observándolo; había reaccionado de forma espontánea, sin premeditación, para aliviar el dolor del pato. Me resultaba imposible conciliar aquella imagen con la idea de que hubiese sido él quien había destripado a la gata de Marlinchen.

Ya habían intentado advertirme. Marlinchen siempre había sido una defensora acérrima de Aidan, desde luego, pero Liam también lo había dicho: «Es nuestro hermano». Y la señora Hansen, la maestra de la escuela, había comentado que Aidan no rehuía las peleas, pero también había asegurado que no era pendenciero. No había prestado atención a lo que me contaban de él. La investigación de Gray Diaz, las suspicacias de Prewitt… todo aquello me había puesto los nervios de punta y la paranoia resultante se había extendido a todos los aspectos de mi vida; había afectado a mi juicio sobre el muchacho hasta el punto de que su inesperado retorno me había parecido siniestro.


Cuando se sentó a la sombra del sauce, me acerqué.

– Hola -dije y me senté con las piernas recogidas y los antebrazos sobre las rodillas.

– Hola -respondió.

– Mira, tengo que decirte una cosa. Creo que no hemos empezado con buen pie. -«Vamos Sarah, eres capaz de hacerlo mejor», pensé para mí-. Fui demasiado dura contigo, la noche que llegaste a casa.

Aidan levantó la vista.

– La suspicacia es una virtud, tratándose de una policía -le expliqué-. Es mi postura defensiva cuando no sé qué pensar de algo.

– Bien, no te preocupes -respondió, al tiempo que sacaba un paquete de tabaco y extraía un cigarrillo. Sospeché que, como la mayoría de los fumadores, recurría al pitillo en los momentos de incomodidad, no necesariamente por la nicotina, sino por tener algo con que ocupar las manos-. O sea, entiendo lo que debió de parecerte.

Asentí, pero no añadí nada más.

– Y supongo que, además… -hizo una pausa, meditando sus palabras-. Bueno, Marlinchen dice que te has ocupado de todos, desde que Hugh sufrió el ataque.

– Era mi obligación, ante todo -respondí, restándole importancia. No estaba segura de que fuera verdad, pero sonaba bien.

– En cualquier caso, has cumplido. -Aidan arrancó un puñado de hierba-. Me alegro de que alguien lo hiciera.

Devolvió el cigarrillo al paquete.

– ¿Lo estás dejando? -le pregunté.

– Marlinchen insiste en que lo haga -replicó, encogiéndose de hombros.

Así era Marlinchen, terca como una muía en sus opiniones. Soplé para liberar las semillas de un diente de león.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dije-. Es otra costumbre de los policías.

– Adelante.

– Sé que no tienes antecedentes policiales, pero también sé que a los chicos que se escapan de casa les resulta muy difícil sobrevivir sin quebrantar la ley. No pretendo meterme en tus asuntos, pero ¿te has mantenido de verdad dentro de la ley, o simplemente has tenido suerte?

– He sido honrado, casi siempre -dijo Aidan-. Siempre hay trabajos eventuales, si sabes buscarlos. Y si no encontraba empleo, rebuscaba en las basuras detrás de las tiendas. O mendigaba. Inventaba historias de que me habían robado un pasaje de autobús y cosas así.

– ¿Nunca pensaste en llamar a tu padre y pedirle dinero?

Aidan dirigió una mirada al edificio donde se hallaba Hugh, oculto tras el reflejo del sol en los grandes ventanales.

– No quería nada de él -declaró. Aidan no estaba seguro de cuánto sabía yo, y por eso no se extendió.

– Está bien -asentí con cautela, sabiendo que se trataba de un tema delicado-. Marlinchen me ha hablado de Hugh. De cómo iban las cosas antes de que te mandara lejos de casa.

– Eso fue hace mucho tiempo. -Aidan volvió la mirada a las aguas del estanque-. Procuro no recordarlo.

Durante unos instantes, se produjo un silencio. Decidí interrumpir allí el tema, pero el chico, para mi sorpresa, habló de nuevo:

– La otra noche querías saber por qué decidí volver a casa.

Era mitad afirmación, mitad pregunta.

– Sí -medio afirmé, medio pregunté.

– No sucedió nada especial que me llevara a dejar la granja de Georgia -continuó-. Pete era un buen hombre, pero no éramos parientes y, en realidad, nunca nos sentimos muy próximos. Al final decidí que la granja era cosa suya, no mía. Y me marché.

– Y no quisiste volver a casa debido a Hugh…

– Sí. Pensé en ir a California y empezar de cero, y allá que me fui. Hice algunos amigos, tipos que me guardaban la espalda si yo guardaba la suya. Conocí algunas chicas y pasé buenos ratos, pero no me quedé; decidí volver a casa porque… -Aidan titubeó-. No resulta fácil de explicar.

– No tienes que contarme nada -respondí.

– Fue una cosa que pasó en la playa, una noche. -Una brizna de diente de león se posó en su brazo y Aidan se la sacudió de encima-. Cuando he dicho que fui honrado casi siempre, no mentía, pero sí que le he dado a las drogas. -Antes de continuar, me miró para asegurarse de que no reaccionaba-. Pues bien, una noche, andaba colocado de anfeta y me quedé en vela, fumando, porque sabía que no lograría pegar ojo. No sé por qué, en un momento dado me puse a pensar en Minnesota y, de pronto, caí en la cuenta de que no recordaba ni qué cara tenía Donal. No sé por qué me afectó tanto, pero así fue. Y también fui consciente de que había intentado convencerme de que la gente que había conocido en California eran mis nuevos hermanos y hermanas, pero que eso era una simple ilusión: no lo habían sido nunca, y jamás lo serían. Hay personas en la vida que no se pueden sustituir. Son irremplazables.

Pese a la discreción con que lo contaba, su historia resultaba un ejemplo de extraordinaria generosidad emocional. Sin embargo, mi radar de detectar mentiras seguía sin indicar nada. Percibí que el muchacho hablaba en serio.

Entonces, Aidan se concentró en algo situado detrás de mí. Me volví para ver de qué se trataba. Marlinchen y sus hermanos se acercaban. La visita había terminado.

– Papá está haciendo muchos progresos -anunció ella, complacida, cuando nos alcanzó-. Ha dicho mi nombre. Bueno, el diminutivo. Aidan no abrió la boca.

– Eso es estupendo -conseguí comentar yo, un par de segundos demasiado tarde.

Загрузка...