Capítulo 29

Transcurrieron varios días. La presencia de Aidan en la casa de los Hennessy ya no me alarmaba, por lo que empecé a pasar menos tiempo allí y siempre dormía en casa.

No obstante, a última hora de la noche me descubría inquieta haciendo zapping en el televisor. De vez en cuando, me detenía en alguno de los canales educativos y en una ocasión vi un reportaje sobre el trabajo de la policía forense en el que aparecían unos técnicos que observaban la acción de un reactivo en una mancha de sangre y examinaban fibras al microscopio. Cambié de canal enseguida. Aparte de eso, intentaba no pensar en Gray Diaz. Ni en Cicero Ruiz. Mi esbozo de carta a Shiloh había quedado enterrado bajo los periódicos y las facturas pendientes de pago. El trabajo, en general, transcurría sin incidentes destacables.

Una de esas jornadas laborales terminó con un desplazamiento a la zona del lago para volver a interrogar a un testigo de un caso antiguo sobre el cual habían aparecido nuevas pistas. De regreso, pasé por delante de una parada de autobús y vi a una figura familiar que esperaba. Era Aidan Hennessy. Me acerqué, reconoció el coche y vino a saludarme.

– ¿Qué tal? -dijo, mientras se protegía de los rayos del sol poniente con la mano.

En aquel momento, me sorprendió advertir el cariño que le había tomado. En cierto modo, con Aidan me sentía más cómoda que con los demás miembros de la familia, lo cual era extraño, si tenía en cuenta cómo habíamos empezado. Había pasado mucho más tiempo con Marlinchen y la apreciaba, pero nunca me había sentido del todo a gusto con ella. Sus cambios de humor, su infinita cautela, su manera de sopesar siempre las propias palabras y las de los demás… A veces me cansaba. Aidan era lacónico, nada complicado y, en aquel grupo familiar, era con quien más me identificaba.

– ¿Quieres que te lleve a algún sitio? -ofrecí, y Aidan subió al coche.

– No voy a casa -explicó-, voy a la tienda. Esta noche he prometido hacer la cena y he de comprar unas cuantas cosas.

– Muy bien, puedo acercarte hasta allí -asentí-, e incluso llevarte de vuelta a casa, si primero me acompañas al centro. Tengo que pasar por comisaría antes de terminar la jornada.

– Hecho -aceptó Aidan-. No tengo prisa.

Aceleré, intentando entrar en la 394 por delante de una furgoneta que circulaba a buena velocidad y, cuando lo hube logrado, Aidan comentó:

– He encontrado trabajo.

– ¿En serio? -pregunté, sorprendida-. ¡Qué bien! ¿Dónde?

– En una guardería, pero de plantas, no de niños. No pagan demasiado bien pero así podré ayudar en casa. -Alzó la coleta y se la cambió de lado en el cuello para refrescarse la piel de la nuca.

Recorrimos varios kilómetros en silencio. Los rayos del sol que se ponía iluminaron el parabrisas, que adquirió su nuevo color tornasolado.

– Tienes los cristales de las ventanas como empañados -observó Aidan, frotando el parabrisas con el dedo.

– Ya lo sé.

– No se va. -Parecía alarmado.

– No te preocupes -dije-. Es permanente.

– Este coche debe de gustarte mucho.

Permanecí callada.

Cuando llegamos a comisaría, Aidan subió conmigo en el ascensor hasta la sección de detectives. No pronunció palabra en todo el tiempo que permanecimos allí, aunque vi que lo miraba todo con interés, tal vez sorprendido al comprobar lo mucho que se parecía a cualquier otra oficina. Desvié el buzón de voz del teléfono al busca, hablé un instante con Vang y, acto seguido, Aidan y yo nos marchamos.

En la tienda encontró lo que buscaba: un pollo entero, patatas y cebollas. También compró una lata de cola para cada uno y pagó con el dinero de la cuenta familiar para gastos de la casa. Salimos otra vez al exterior, al calor de primera hora de la noche, y nos detuvimos en seco, mirando alrededor.

El Nova no estaba. Por pereza de no cruzar los pasillos en busca del lugar de aparcamiento más cercano, me había limitado a dejar el coche a la entrada del recinto. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.

– ¿Dónde demonios está? -grité.

– Allí -dijo Aidan. Señalaba un camión con un remolque de caballos junto a la puerta. Me había confundido, creyendo que el camión era el último vehículo del aparcamiento y que no había más coches detrás, pero al fijarme mejor observé que por las ventanillas del enorme camión Ram se veía el techo del Nova.

– Me parece que ese tipo ha aparcado mal -dije-. No puede tener un vehículo tan largo ocupando dos espacios. Tal vez debería denunciarlo. -Cruzamos el aparcamiento camino del remolque.

– ¿Llevas encima un bloc de multas? -preguntó Aidan, escéptico.

– Soy una agente de la ley -respondí al tiempo que rodeábamos el remolque de caballos-. Cualquier papel que redacte será válido ante los tribunales. Creo.

– ¿Crees? -dijo Aidan, echándose a reír.

– Pues claro -respondí-. ¿Dónde está la lista de la compra? Ya verás cómo… ¡Por Dios!

Di un respingo y un pequeño chorro del refresco de cola se derramó de la lata. Como movido por un resorte, un perrazo se había lanzado desde el asiento trasero del camión a la ventanilla y ladraba y gruñía a pocos centímetros de nuestra cara, aunque al otro lado del cristal, afortunadamente.

– ¡Joder! -exclamé. El doberman siguió ladrándonos, con su morro puntiagudo aplastado contra la ventanilla manchada de baba, mostrando los dientes. Entonces miré a Aidan. Había dejado caer la bolsa de la compra y estaba doblado por la cintura, con las manos en los muslos para sostenerse.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunté.

– Sí -asintió, aunque estaba muy pálido-, estoy bien. -Intentó reírse-. Soy un tío duro, ¿verdad? Me da miedo un perro encerrado en un camión.

– A mí también me ha sobresaltado -le aseguré.

Se agachó, cogió la bolsa y respiró hondo para tranquilizarse.

– Vamos -dijo.

No habló hasta que estuvimos de nuevo en marcha. Entonces, comentó en voz baja:

– Siempre me ocurre lo mismo con los perros. Por lo que me pasó en la mano.

– ¿Te acuerdas del día en que perdiste el dedo? -pregunté, asintiendo-. Me refiero a si lo recuerdas de veras.

– Tengo una imagen grabada, como si fuera una foto -dijo-. Veo la mano con el dedo medio arrancado, y la sangre que empieza a brotar. El perro no me lo separó del todo, se quedó colgando, pero supongo que no era… ¿cómo expresarlo? Recuperable. Así que el médico terminó el trabajo.

Aidan me miró para saber si aquel relato espantoso me había afectado y, como no vio que palideciera, continuó:

– En la base del dedo, debajo de la herida principal, había otra marca de diente, supongo que en el punto en el que me agarró por primera vez y tiró antes de morder a fondo y llevárseme el dedo. En mi recuerdo, es sólo una marca que empieza a llenarse de sangre. Ahora es una cicatriz. -Aidan extendió la mano izquierda algo inclinada para enseñarme la marca rosa justo debajo del muñón.

– ¿Qué perro era? -inquirí volviendo los ojos a la autopista.

– Un pitbull, creo -contestó Aidan-. Eso es lo que recuerdo más, la cara blanca y las orejas hacia atrás.

– Pues los pitbulls son un tipo de perro que no parece encajar mucho en un barrio como el tuyo -comenté.

– Sí -convino-, es extraño. Ya lo sé.

Al cabo de un momento, cuando volví a hablar, le formulé una pregunta que lo sorprendió porque, aparentemente, no guardaba ninguna relación con las anteriores.

– Cuando vivías en Georgia, ¿con qué te divertías?

– ¿Divertirme? -se extrañó-. Allí no había mucha diversión. En la granja de Pete había pocas cosas que hacer. Sin carné de conducir no podía moverme de allí y, cuando tuve edad para sacármelo, al cabo de poco me largué a la Costa Oeste.

– ¿Has cazado alguna vez? -quise saber-. ¿Has practicado tiro?

– No, no he ido nunca de caza -respondió-. Una vez disparé con una escopeta, contra unas latas colocadas sobre una tapia.

– ¿Qué sentiste con el arma en la mano? -inquirí.

– Nada, me aburrí. -Aidan se encogió de hombros-. Después de probarlo una vez, ya no me interesó volver a hacerlo.

– ¿Te pusiste nervioso?

– La verdad es que no -aseguró-. ¿Qué pasa? ¿Estás reclutando alumnos para la Academia de Policía?

– No -conteste y sacudí la cabeza-. Además, en mi trabajo apenas tengo que disparar. Te enseñan a utilizar un arma antes de mandarte por ahí, desde luego, pero con un poco de suerte no tienes necesidad de usarla. Yo nunca he disparado a nadie.

– Pues se me ocurre que quizá deberías hablar con Colm -prosiguió Aidan-. Creo que, si no fuera por la oposición rotunda de Hugh, ya tendría ocho armas de fuego.

– Sí, Colm me contó lo de tu padre y su aversión a las pistolas.

Los Hennessy eran como una familia contemplada a través de un prisma. Nada discurría en línea recta. A Hugh le gustaban las pistolas antiguas y había tenido un par de ellas en su estudio; no, Hugh no toleraba las armas de fuego y nunca tendría una en casa. A Marlinchen la asustaban los ruidos, pero Aidan no tenía miedo de las armas. En cambio, lo que sí le daba mucho miedo eran los perros. Aquello desmontaba mi teoría sobre lo sucedido en el estudio. No sabía si algún día le encontraría sentido.

– ¿Y tú? -me peguntó Aidan, interrumpiendo mis pensamientos-. ¿Has salido de caza alguna vez?

– ¿Yo?

– Bueno, como te criaste en los montes de Iron Range… Por allí mucha gente se dedica a la caza y a la pesca -concluyó la frase.

– Cuando vivía en Nuevo México, me aficioné durante una época a la ballesta de mi hermano mayor -expliqué, moviendo la cabeza en gesto de negativa-. Una vez disparé a un venado con ella. No recuerdo si lo hice deliberadamente, por instinto, o si fue un accidente, pero sé que desde entonces no he querido saber nada más de la caza. La mera idea de abatir una pieza me resulta insoportable. -Me puse un mechón de cabello detrás de la oreja-. Pero mi oposición a la caza no es radical. Me refiero a que sigo comiendo carne.

– Mejor -dijo Aidan-. Así podrás quedarte a cenar con nosotros esta noche.


La cena de Aidan -pollo asado con puré de patatas y ensalada verde- fue simple y resultó satisfactoria, aunque carecía del punto de sazón de los platos que preparaba Marlinchen. En la mesa, los chicos hablaron de los exámenes finales, del inminente verano y de sus planes para visitar la tumba de su madre en el ya cercano aniversario de su muerte.

– Donal, a lo mejor te apetece ver un rato la tele -dijo Marlinchen cuando terminamos de comer-. Aquí vamos a hablar de unos temas algo aburridos.

Al oí una frase de este tipo muchos niños se ponen en guardia, porque saben que se van a comentar las cuestiones realmente interesantes de los adultos. Donal, en cambio, dio por buenas las palabras de su hermana y se marchó.

– Hoy he hablado con la señora Andersen sobre papá -empezó Marlinchen cuando su hermano hubo salido.

El nombre me sonaba y al cabo de un instante recordé de qué: lo había visto en un tablón de anuncios del hospital Park Christian. Era la asistente social del centro.

– ¿Cómo está? -preguntó Colm.

– Bien -respondió-. Sigue mejorando a buena marcha, eso ya lo sabéis. En realidad, la señora Andersen me ha dicho que ya podría vivir en casa.

Aidan se revolvió en el asiento a mi lado, pero no dijo nada.

– Todavía necesita rehabilitación física y terapia del habla -continuó-, pero todo eso puede hacerse aquí. La señora Andersen nos ayudará con esas cosas. Hemos convenido en que volverá a casa la semana que viene.

– Espera un momento -intervino Aidan-. ¿Así, sin más? Esto es un tema del que deberíamos hablar.

– De haber tenido otra alternativa, lo habría comentado con vosotros antes de aceptar -explicó Marlinchen-. Pero no la tenemos. El seguro de papá no cubre la hospitalización si el propio centro médico recomienda tratamiento externo. -Con el tenedor, pinchó un trozo de lechuga de su plato, pero no comió-. Ya sabéis cómo está la situación económica. No podemos pagarlo nosotros.

– Y la rehabilitación física y del habla y los cuidados en casa, ¿no tendremos que pagarlos? -quiso saber Aidan.

– Esta es la cuestión -respondió Marlinchen, irguiendo la espalda, confiada-. La póliza de papá cubre ese tipo de tratamientos externos. Los terapeutas vendrán aquí y el cuidado en casa será un poco diferente. No tendremos a nadie permanentemente, pero papá necesita ahora un nivel de asistencia moderado. -Cuando vio que nadie parecía entender sus explicaciones, añadió-: Eso significa que necesita asistencia en el cincuenta por ciento o menos de sus actividades diarias.

Si alguien estaba molesto con mi presencia en aquella reunión familiar, no observé ningún signo de ello. Por mi parte, no hice el menor amago de moverme.

– Y la situación mejorará a medida que papá avance con la recuperación -prosiguió Marlinchen-. Teniendo en cuenta que somos cinco los que vamos a estar con él, no resultará tan complicado. Todos echaremos una mano.

– Yo, no -dijo Aidan.

Marlinchen hizo un educado gesto de sorpresa, como si creyera no haber oído bien.

– He encontrado trabajo -declaró Aidan-. Colaboraré con dinero, pero no puedo servirle la comida y sentarme a hablar con él fingiendo que no ha…, como si…

Liam clavó los ojos en la alfombra como si estuviera avergonzado. El rostro de Colm era una máscara insondable.

– Aidan -susurró Marlinchen en tono suplicante. Durante un breve período dorado, en su mundo todo había sido perfecto. Aidan había regresado y su padre también estaba a punto de volver. Ahora, la fachada empezaba a desmoronarse.

– ¿Qué quieres de mí, Linch? -preguntó Aidan-. ¿Que diga que ya no me importa o que finja que nunca ocurrió?

Eso era precisamente lo que Marlinchen deseaba: tapar todo lo desagradable con una especie de hierba artificial psicológica.

– Sé que tienes motivos para estar resentido -suspiró la muchacha-, pero papá ha sufrido un ataque. Podría haber muerto. Eso cambia a la gente, profundamente. En muchos aspectos, es posible que lo haya ablandado.

Es posible. Tal vez. Gran parte de lo que Marlinchen decía eran deseos de buena voluntad, absolutamente ajenos a la cruda realidad.

– Si pudieses ser un poco comprensivo -prosiguió-, quizá tendríamos la posibilidad de empezar de nuevo. Todos nosotros.

– No cambiará y yo no quiero vivir bajo el mismo techo que él.

– Me parece que no te entiendo -dijo Marlinchen-. ¿Y dónde te instalarás?

– Ahí fuera -respondió Aidan, señalando el garaje del fondo.

– No, ni hablar -intervino Colm inesperadamente-. Ese espacio es mío. No pienso sacar mis cosas para hacerte sitio.

– Colm, tu gimnasio no tiene nada que ver con esto.

– ¡Pues claro que sí! -insistió Colm un tanto encendido.

– Tal vez debería marcharme -dije, aunque nadie pareció oírme.

– Si no quiere echarnos una mano con papá -prosiguió Colm-› no tiene por qué quedarse. Y si no quiere vivir con papá…

– ¿Quieres dejar de hablar de tu hermano como si…?

– … que se busque un apartamento o lo que sea, hombre.

– … no estuviera presente? -terminó Marlinchen.

– ¡No! -gritó Colm, sofocado como si hubiera estado corriendo al aire libre en un frío día de invierno-. Mira cómo habla de papá, como si no fuera su padre. Lo llama «Hugh» y se niega a ayudarnos con…

– ¡Pero si está ayudando! -lo interrumpió Marlinchen-. Ha encontrado trabajo y…

– ¿Y a nosotros qué nos importa su trabajo? ¡Ya está bien! -exclamó Colm, en voz aún más alta-. ¡No necesitamos su dinero! ¡Nos va bien así!

– ¿Nos va bien? -repitió Marlinchen-. Dime, ¿qué haces tú? ¿Y cómo sabes que nos va bien? No eres tú quien utiliza el talonario de cheques de papá ni quien recorta los cupones y compra en las tiendas.

– ¡Linch! -intervino Aidan en voz baja-. Tranquila.

– ¡Yo no le he pedido que vuelva! -insistió Colm-. ¡No me importa si se queda o se marcha!

El muchacho echó la silla hacia atrás ruidosamente, se puso en pie de un salto y abandonó la cocina, en la que se produjo un silencio tal que incluso se oyó el tictac del viejo reloj suizo del pasillo. Después, el inicio de un anuncio en el televisor de la sala familiar llenó el silencio.

– Le ha salido del alma -comentó Liam secamente.

Aidan apartó la silla de la mesa y, dirigiéndose a Marlinchen, dijo en voz baja:

– Ríñeme si quieres, pero me voy a fumar un pitillo.

Aturdida, Marlinchen sacudió negativamente la cabeza, indicando que no pensaba sermonear a su hermano sobre los peligros del tabaco. Aidan se levantó y se alejó de la mesa.

– No lo entiendo -dijo Marlinchen cuando nos quedamos solas, al tiempo que se secaba una lágrima-. De verdad que no entiendo a Colm. Aidan le enseñó a nadar y a jugar a béisbol. Hubo una época en que Colm quería ser Aidan.

Miré por la ventana y vi que el hermano mayor deambulaba de un extremo a otro de la terraza. De vez en cuando, echaba la cabeza hacia atrás y exhalaba el humo.

– ¿Por qué no me dejas hablar con Colm? -le dije.


Del otro lado de la pared del garaje llegaban unos golpes apagados, como un latido sincopado. Los oí antes incluso de abrir la puerta.

Dentro, el pesado saco de boxeo que colgaba de las vigas saltaba bajo los golpes de Colm. Llevaba los mismos pantalones largos Adidas que durante la cena, pero de cintura para 340 arriba se había quedado con una estrecha camiseta sin mangas y tenía las manos protegidas con unos guantes de boxeo negros.

No soy aficionada, pero sabía lo suficiente de pugilismo para ver que Colm lo hacía bastante bien. No cometía el error típico de los principiantes de mantenerse lejos del saco pensando que lo mejor es pegar con el brazo lo más extendido posible. Se acercaba a la distancia adecuada y lanzaba ganchos y uppercuts, aplicando todo el peso de su cuerpo a cada uno de los golpes. Tampoco extendía excesivamente el brazo en los directos, con lo que eran muy rápidos, como debe ser.

– ¿Quieres que lo sujete? -le pregunté. La fuerza de sus golpes hacía oscilar el saco.

– Me gusta que se mueva porque simula un oponente vivo que puede esquivarte -respondió Colm. Retrocedió y lanzó una patada alta al saco.

– Simula un oponente que no tiene brazos y que no puede huir -apunté.

Colm entrecerró un poco los ojos ante mis palabras y el uppercut que siguió al gancho sólo rozó el costado del saco, sin impactar de pleno en él. Me acerqué a sujetarlo y coloqué las manos a cada lado, a la altura de mis hombros.

– Si el saco está quieto -le dije-, te será más fácil practicar los golpes.

Siempre me he sentido a gusto en los gimnasios y con los chicos que los frecuentan. Con toda probabilidad, Colm y yo, en el fondo, teníamos mucho en común. Nos habría costado muy poco congeniar.

El chico, sin embargo, fruncía el ceño. Lanzó una poderosa patada frontal, concentrando la energía en el talón, con la intención de echarme hacia atrás y hacerme caer. A punto estuvo de lograrlo; si no lo consiguió, fue porque yo advertí su propósito, deduje que se preparaba para golpear con todas sus fuerzas, y tuve tiempo de apoyar todo el peso de mi cuerpo en el saco para que no me derribara.

Colm cambió de táctica y lanzó otra patada alta que me golpeó en la mano, aunque la había colocado bastante arriba para que no la alcanzase. No fue un golpe fuerte. Si hubiera querido, probablemente podría haberme roto algún hueso, puesto que yo no llevaba guantes. Me estaba demostrando lo que era capaz de hacer y, por si me quedaba alguna duda, quiso dejarlo claro rehuyendo mi mirada a continuación.

– Tienes una flexibilidad pasmosa -le dije-. ¿Nunca has pensado en aprender ballet?

Irritado, retrocedió para lanzar una patada aún más alta y atizarme de nuevo en la mano. En esta ocasión, le agarré el talón y tiré de él. Colm perdió el equilibrio y cayó al suelo.

– ¿Pero qué problema tienes?

Colm me miró con ira.

– ¿ Nunca has pensado en lo que tu padre hacía a Aida cuando vivía aquí? -pregunté sin más preámbulos-. ¿En el daño que le hacía?

– ¡Quizá se lo merecía! -sentenció Colm mientras se ponía en pie-. A los demás no nos ha ocurrido, sólo a él. ¿No te parece raro? ¿No has pensado que tal vez hizo algo que mereciera ese trato?

– ¿Como qué? -insistí-. Cuéntamelo.

Un músculo de su barbilla se movió involuntariamente. Su rostro denotaba enojo y esfuerzo físico.

– No quiero hablar de esto -gruñó. Acto seguido, se encaminó a la puerta y salió del garaje.

¡Bravo! Otro triunfo de la gran comunicadora Sarah Pribek. La cuestión era que había sido yo quien había empezado aquello y no podía dejarlo inconcluso.

Encontré a Colm sentado bajo el magnolio. Se había quitado los guantes de boxeo y, cuando llegué a su lado, había empezado a desenvolver las vendas de colores que llevaba en los nudillos.

– Si la familia Hennessy tuviera un escudo de armas -comenté sentándome junto a él-, el lema sería «no quiero hablar de esto».

Muy a su pesar, una sonrisa burlona empezó a formarse en las comisuras de sus labios. Advertí lo guapo que estaba cuando sonreía y las pocas veces que yo había tenido ocasión de comprobarlo.

– Antes, en el garaje -dije-, estabas desequilibrado físicamente y te derribé con facilidad. También lo estabas emocionalmente y con dos preguntas he conseguido que te marcharas y me dejaras con la palabra en la boca.

Colm dejó caer al suelo las últimas vendas de su mano derecha.

– Y estabas desequilibrado porque estabas enfadado -proseguí-. Pocas cosas nos enojan tanto como el sentimiento de culpa.

La media sonrisa abandonó su rostro y en sus ojos se encendió un brillo de cautela.

– ¿De qué estás hablando?

– Cuando tu hermano y tu hermana escondieron a Aidan en el garaje, fuiste tú quien lo delataste a tu padre -expliqué-, y debido a ello lo desterró de nuevo a Georgia. Y, antes de eso, dejaste que cargara con la culpa de un cristal que habías roto tú. Y cuando Liam y Marlinchen expresaron sus reservas ante la posibilidad de que yo detuviese a Aidan, a ti te faltó tiempo para traerme las esposas.

– Comprendo -dijo Colm con amargura-. Soy el malo de la película.

– No -le aseguré-, pero, a veces, lo que más nos cuesta perdonar a los demás es el daño que les hemos hecho nosotros. Para protegerte, tienes que decirte a ti mismo que Aidan debe de merecer lo que le sucede.

Colm arrancó un puñado de hierba que se desprendió con un crujido seco, dejando a la vista una tierra negra y poco compacta.

– Y hay algo más -añadí-. Creo que estás enfadado con Aidan porque te ha decepcionado.

– ¿San Aidan? -se burló Colm, arrancando otro puñado de hierba-. ¿El héroe que ha vuelto a casa para aportar otro sueldo y ayudar a Marlinchen a cuidar de todo el mundo? ¿Cómo puede haber hecho algo malo?

– Lo que le sucedía te asustó -apunté.

Colm me miró intrigado.

– Años atrás, Aidan era tu ídolo -proseguí-. Era todo lo que tú querías llegar a ser. Entonces lo viste impotente ante los ataques furiosos de tu padre y aquello te asustó. Y como no podías echar la culpa a tu padre, ya que Hugh era el único progenitor que tenías, te cambiaste de bando. Estuviste de acuerdo con él en todo y te pusiste de su parte y te convenciste de que, si tu padre trataba a Aidan de aquel modo, era porque el chico había hecho algo malo. Porque si lo que le ocurría a Aidan no era culpa suya, podía sucederle lo mismo a cualquiera de los demás, tal vez incluso a ti.

Vi que Colm tensaba los músculos del cuello. No esperaba que llorase, pero aquella rigidez incómoda en la garganta era una señal prometedora.

– Y te convertiste a ti mismo en una caricatura de la dureza -añadí-. Quisiste ser más fuerte de lo que Aidan nunca hubiese sido. Pero no se trataba de eso. Aidan no habría resuelto el problema siendo más alto, más fuerte, más rápido o más duro, y tú lo sabes.

Arranqué a mi vez un puñado de hierba, molesta por tener que desempeñar el papel de psicóloga de pacotilla. Entre Colm Hennessy y yo podíamos acabar con todo el césped que cubría el terreno bajo el árbol preferido de su madre.

– Me gusta pelear -explicó Colm-. El boxeo, la lucha, el levantamiento de pesas. Me gustan esas actividades por lo que son, como deporte.

– Te creo -asentí-› pero tienen sus límites. Si quieres que el regreso de Aidan no te altere tanto, tienes que hablar con él en vez de recluirte en el gimnasio con el saco de boxeo.

– Sí -dijo en voz baja-. Sí, de acuerdo.

Me sentí aliviada. Había conseguido lo que me proponía cuando había ido a su encuentro. Y, en aquel momento, lo que quería era marcharme antes de que se me escapase algo inoportuno y perdiera todo lo que había ganado.

– Muy bien -dije-. Volvamos a la casa.

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