Capítulo 35

Ya en casa, dormí cinco horas y me desperté con la llamada del teléfono móvil. Tenía que presentarme y ayudar en el caso de la muerte prematura de Hugh Hennessy en el incendio de su casa.

Fui a la central y me tomaron declaración. Hablé largo y tendido de mi relación con los Hennessy, describiendo los acontecimientos de la noche anterior.

También me enteré de unos cuantos detalles. Lo que Colm me había explicado era correcto, aunque parcial: Donal había estado fumando en el sótano. Ante las hábiles preguntas de un investigador veterano especializado en incendios provocados, el más joven de los Hennessy explicó que no podía dormir y que se había levantado a medianoche y le había birlado un cigarrillo a su hermano mayor. Después de la explosión de Colm durante la cena, había visto que Aidan, muy alterado, encendía uno y se le ocurrió que los cigarrillos debían de ayudar en aquellas situaciones de estrés. Mientras estaba escondido en el sótano, Donal oyó movimientos arriba y pensó que alguien lo buscaba. Con las prisas, arrojó el cigarrillo encendido a un cubo de basura y corrió a su cuarto. No se había percatado del peligro de lo que acababa de hacer ni de que el sótano estaba lleno de material inflamable: allí sólo había muebles viejos y un colchón de espuma. El investigador me comentó que le sorprendía que la vieja casona no hubiera ardido mucho más deprisa.

Tras prestar declaración, corrí a ver a Marlinchen, que esperaba en el pasillo y me abrazó como si fuera una hermana de la que hubiese estado separada mucho tiempo. Campion también se encontraba allí, pues había oído la noticia por la radio. Aquella noche, más tarde, uno de los funcionarios del cuerpo de bomberos me permitió acompañarlo a la finca de los Hennessy. Allí encontré mi coche cubierto de hollín; aparte de eso, sin embargo, funcionaba perfectamente. Lo rocié con una manguera como medida provisional y lo llevé directamente al túnel de lavado.

Cuando estaba a punto de dormirme, recordé que había olvidado llevarle a Cicero el dinero que le debía.


Al día siguiente, hacia mediodía, cogí el coche y fui a las torres. En el piso veintiséis, salí del ascensor para encontrarme ante una escena como las que había tenido que afrontar con demasiada frecuencia.

Soleil se encontraba en el descansillo, apoyada en la pared. Su rostro era una máscara de dolor: estaba llorando a lágrima viva ante la puerta del apartamento de Cicero. Apostado en el umbral, un joven agente uniformado intentaba mantenerse impasible entre la conmoción y el desaliento que lo envolvían mientras, dentro del apartamento, sonaba una voz por un radiotransmisor. Noté que me fallaban las piernas. La última vez que había experimentado aquella sensación había sido en el depósito de cadáveres, al que había acudido a ver un cuerpo del que un ayudante del forense había dicho que podía ser mi marido.

Deseé no haber sabido todo lo que sabía, deseé ser una ciudadana más y poder engañarme a mí misma pensando que aquella escena podía indicar un robo o un simple asalto. Pero no, no podía tratarse de otra cosa que de un homicidio.

Habría podido dar media vuelta y escapar, irme a algún lugar donde estar a solas para asimilar lo que había visto, pero no lo hice.

Nadie se cuestionó mi presencia allí. Los vecinos sabían que era la amiga de Cicero y, para los policías, era una detective de la Oficina del Sheriff. El agente uniformado apostado a la puerta me hizo firmar en el registro de movimientos y entré.

Me resultó raro que hubiese tanta actividad en el apartamento de Cicero, un lugar que asociaba con luces ambientales, el silencio, el orden y la figura de Cicero, a un nivel más cercano al suelo que el mío, pero cinética en su inmovilidad. Ahora estaban encendidas todas las lámparas y había gente no discapacitada que andaba de un sitio a otro y que se veía desproporcionada respecto a lo que había a su alrededor, con unos movimientos demasiado rápidos y que parecían fortuitos.

El apartamento estaba patas arriba. Habían volcado la arqueta que contenía el instrumental médico de Cicero y las fichas del archivador estaban tiradas por el suelo. En medio de la habitación, la silla de ruedas se hallaba inclinada hacia delante. Cerca, en la alfombra, había rayas y gotas de sangre seca, como si alguien hubiera sacudido un pincel.

El primero de los técnicos, un hombre llamado Malik, comenzaba a dibujar un plano del apartamento en el que después situaría la posición de cada objeto relevante, así como de las manchas de sangre. La otra técnica, una mujer corpulenta y pelirroja a la que no conocía, tomaba notas. El detective se encontraba apostado a un lado de la sala. Se trataba de Hadley.

Había sido mi último novio, antes de casarme con Shiloh. Ambos habían trabajado juntos en la Brigada de Narcóticos Interagencias y yo había colaborado una vez con ellos en el desmantelamiento de un laboratorio de anfetamina en Anoka. Hadley, que era negro, no destacaba por su estatura, aunque tenía unos reflejos muy rápidos que yo recordaba de los partidos de baloncesto uno contra uno. Llevaba el pelo más corto que cuando hacía operaciones encubiertas con los de Narcóticos y su aspecto estaba más en consonancia con su nuevo cargo como detective de Homicidios.

Sus ojos oscuros me descubrieron y alzó la barbilla a modo de saludo. No pudo hacer otra cosa porque estaba hablando por su teléfono móvil.

– Cuando los técnicos terminen… Sí, no lo sé -dijo. Se apoyaba alternativamente en uno y otro pie y la luz arrancó un reflejo de la pistola de calibre cuarenta que llevaba en una sobaquera-. Sí, muy bien -añadió y cortó la comunicación.

– Pribek -dijo-. ¿Te ha mandado el condado?

– ¿Qué ha ocurrido aquí?

– El nombre de la víctima es Cicero Ruiz -explicó Hadley, pasando por alto el hecho de que no había contestado a su pregunta-. Parece que lo han matado para robarle. Una vecina ha dicho que aquí tenía algún tipo de negocio y que cobraba en efectivo.

«Te lo había advertido -pensé-. Te lo había advertido.»Hadley señaló con la cabeza hacia la puerta, al otro lado de la cual, aunque no la veíamos, estaba Soleil.

– Es la misma vecina que nos ha llamado esta mañana -dijo-. Vio la marca en la puerta del apartamento.

Al entrar, no me había fijado en una marca de zapato rojiza de alguien que había salido al rellano después de pisar sangre.

– Tuvo un mal presentimiento y llamó a Cicero. Cuando vio que él no contestaba, nos telefoneó -terminó de explicar Hadley.

– ¿La has interrogado a fondo? -quise saber.

– Todavía no. Precisamente por eso está ahí afuera, en el rellano, esperando -dijo Hadley, que se sacó del bolsillo el bloc de notas aunque no lo abrió-. Los demás vecinos han declarado que no vieron nada. -Señaló el instrumental tirado por el suelo-. Parece que el tipo era médico, pero esto no me cuadra nada. Un médico en un edificio como éste…

– Era médico -corroboré. Cicero ya no necesitaba que yo cumpliera mi promesa de silencio-. Prewitt me pidió que lo investigara. Tenía la consulta en este apartamento.

– ¿Aquí visitaba a los pacientes? -preguntó Hadley.

– Eso nos dijeron. Mi trabajo consistía en encontrar pruebas para arrestarlo.

– Sí, pero hemos llegado un poco tarde -comentó Hadley.

Tragué saliva para luchar contra el nudo que se me estaba formando en la garganta.

– ¿Sarah? -dijo Hadley.

Los detectives de Homicidios, más que los de otros departamentos, tienen que confiar en un artículo de fe: que a las víctimas de un crimen se las puede ayudar después de muertas. Yo nunca lo he creído del todo pero, en la conciencia, una voz me decía que hiciera mi trabajo y en aquel momento no lo puse en duda. Tragué saliva por segunda vez y pude funcionar de nuevo.

– ¿Qué sabes de lo ocurrido?

– No demasiado -respondió-. Es posible que los asaltantes fueran dos -prosiguió-, pero dejaré que los técnicos lo decidan, basándose en las pisadas de los zapatos y en las huellas que puedan encontrar. Como he dicho, el móvil probable es el robo -se frotó el puente de la nariz-. No sé cuánto dinero ganaba el matasanos, pero me parece que no se rindió fácilmente.

– ¿Le pegaron? -inquirí.

– Sí -respondió-. Vi el cadáver. Lo machacaron. Ven. -Hadley recorrió el pasillo indicándome con una seña que lo siguiera.

En el santuario de Cicero, las fotos del estante seguían en su sitio, pero habían sacado los cajones del mueble y los habían vaciado. El archivador había recibido un trato similar. En el suelo, a los pies de la cama, la alfombra presentaba manchas granates en una zona irregular de un metro de diámetro.

– Murió ahí -indicó Hadley-. Creo que el doctor conocía a sus atacantes. Al menos, los dejó entrar. La puerta no está forzada. Lo atacaron por sorpresa en la sala y lo tiraron de la silla. Ahí les plantó cara, sin duda, porque hay manchas de sangre. Y luego lo trajeron a rastras al dormitorio y aquí empezó la gran paliza. -Hadley señaló salpicaduras de sangre en la pared-. ¿Ves eso? Muchos golpes con un objeto contundente. O existía un rencor personal o, más probablemente, se negó a darles lo que buscaban.

Se me ocurrió que en la teoría de Hadley había un error.

Cicero necesitaba el dinero que su actividad le proporcionaba, pero era demasiado práctico como para morir por él. Se habría rendido. Si le habían pegado hasta matarlo… Sacudí la cabeza. Hadley había hablado de rencor, pero a mí eso no me cuadraba. Cicero no tenía enemigos. Habría apostado lo que fuese a que no los tenía.

– Hemos encontrado el arma. Una barra de hierro de diez kilos, del juego de pesas. Sarah, ¿estás bien? -me preguntó Hadley.

En el cristal había un cabello negro atrapado en una mancha de sangre seca.

– Lo siento -dijo Hadley-. No me acordaba de que tú no ves estas cosas tan a menudo como yo. ¿Quieres volver a la sala?

– No, da igual -respondí, recuperando el habla-. Estoy bien. Me gustaría colaborar en esta investigación, si es posible.

Hadley asintió, sin sorprenderse ante aquella petición.

– Me encantará que lo hagas.

Una voz de mujer llamó a Hadley. Era la técnica del laboratorio que se hallaba en la sala.

– Disculpa -dijo Hadley.

Me volví hacia las fotos del altar de Cicero y pensé en lo que me había dicho después de hacerme la receta.

«Ya tengo bastantes problemas; sólo faltaría que me arrestaran», había dicho. Pero se equivocaba. Aunque hubiera cumplido un tiempo de cárcel, eso no lo habría matado. Tal vez nunca me habría perdonado que lo delatase, pero al menos estaría vivo. Había muerto porque yo había pasado por alto mis mejores intuiciones y había obedecido sus deseos.

Cuando me contó la historia de la joven paciente con problemas psiquiátricos y de la noche en que ella lo había llamado para que fuera a su casa, Cicero había dicho: «En el fondo, probablemente me sentía bastante solo, aunque hasta entonces no había sido consciente de ello». Lo mismo podía decirse de mí. Yo necesitaba su amistad y temía vivir con el recuerdo de su enojo; por eso había evitado que lo detuvieran. En definitiva, lo había protegido por egoísmo y, al hacerlo, lo había matado.

Desde la colección de fotos, un joven y despreocupado Cicero y su hermano Ulises me miraban. Ahora estaban muertos los dos. Uno a manos de la policía, el otro por culpa de una policía indulgente.


Pasé la hora siguiente inmersa en el trabajo. Hadley salió a hacer unas rápidas entrevistas previas a los vecinos a fin de separar a los que, como Soleil, sabían lo suficiente para que mereciese la pena llevarlos a la central y tomarles declaración formal. Yo me quedé en el apartamento y, con una cámara de los técnicos, fotografié meticulosamente el apartamento de Cicero, todos los objetos, todas las manchas de sangre, distanciando mi mente de lo que veía en cada encuadre.

Cuando casi había terminado, Hadley volvió de la sala.

– ¡Pribek! -Su tono de voz expresaba tanta urgencia que Malik dejó caer el lápiz con el que escribía y yo bajé la cámara.

– Tenemos que suspender la investigación -dijo Hadley con el móvil en la mano-. Una pareja de agentes ha recibido una llamada de una farmacia en University Avenue. Un farmacéutico se puso en contacto con ellos por una receta sospechosa. Un par de chicos intentaron colársela, pero el farmacéutico supo de inmediato que era falsa. Lo que había escrito en ella no significaba nada. Eran garabatos parecidos a letras griegas.

Claro. El talonario de recetas.

– Y lleva la firma del médico. Cicero Ruiz, doctor en medicina. -Hadley me lanzó una sonrisa sin humor, como la de un tiburón-. Vinieron a vengarse del doctor. Él los había engañado.

Antes, Hadley se había equivocado. Detrás de la paliza no había la hostilidad ni los odios personales en los que basaba su teoría. Los chicos habían querido que Cicero les hiciera recetas y, cuando éste se había negado, le habían hecho daño para intentar acabar con su resistencia.

– Los chicos se han dado cuenta de que ocurría algo y se han largado justo antes de que llegara la policía. Hubo unas carreras y uno de ellos se cayó. Lo hemos detenido. -Hadley sacudió la cabeza-. Su amigo lo dejó tirado. No hay honor entre los ladrones.

Yo apenas lo escuchaba.

Comprendía que pudieran atacar a Cicero por el dinero. Todos los que acudían a su consulta sabían que cobraba en efectivo, y también todos aquellos a quienes esos pacientes hubiesen hablado del médico sin licencia que vivía en las torres. Pero el talonario de recetas…

– ¿Sarah? -La voz de Hadley sonó impaciente.

– Disculpa -murmuré.

– Tienen al chico de la farmacia en la central y se ha avisado al resto de la zona para que estén sobre aviso por si el otro muchacho intenta comprar con esa receta, pero sólo tenemos una descripción, no un nombre. El único que lo puede identificar es su amigo. -Hadley se guardó el móvil en el bolsillo-. Así pues, necesitaremos que colabore.


Desde la ventana del coche de Hadley, contemplé el río de peatones que llenaba las aceras mientras el sol se reflejaba en los altos edificios en lontananza. Sentí como si una membrana me aislase del mundo exterior. Llevaba en la mano un papel arrugado, el historial médico que me había abierto Cicero de su puño y letra. Me habría resultado imposible explicar aquello a mis superiores. Aun así, mientras lo buscaba entre los papeles del archivador volcado, me sentí rastrera y mezquina, como si al hacerlo estuviera traicionado a Cicero o algo así.

Hadley me tocó la muñeca ligerísimamente con dos dedos.

– Me parece que este caso te está afectando demasiado. -Apartó la vista de la calle un instante para mirarme a los ojos y luego adelantó un camión de mudanzas-. ¿Lo que te preocupa es que el tipo fuera parapléjico?

– No -respondí-. Es que… -añadí, titubeando. Tenía algo que decir, pero no quería romper la membrana y permitir que aflorasen mis sentimientos-. Es que me parece horrible cómo se ha malogrado su vida.

Me metí el historial médico en el bolso. «Por favor, que no siga hablándome de esto», pensé.

– Lo sé -murmuró Hadley-. Según su vecina, él…

– Antes de que lleguemos a la central -lo interrumpí-, ¿quieres que preparemos una estrategia para el interrogatorio?

– Buena idea -asintió, mientras adelantaba a un Oldsmobile que avanzaba muy despacio.


Es una táctica tradicional: cuando dos personas cometen un delito, detén a una y haz que ésta delate a la otra. Si se presenta la ocasión, bríndale la oportunidad de saltar sobre su compañero e implicarlo en todo.

El caso era de Hadley y yo me avine a que tomara la iniciativa. Yo desempeñaría el papel más amigable del poli bueno.

El joven que nos esperaba en la sala de interrogatorios no 408 tenía pinta de delincuente. Medía algo menos de metro setenta, tenía el pelo pajizo y lucía una irregular barbita de chivo. Sus párpados inferiores se veían caídos, lo cual le confería un aire apático, aunque en sus ojos brillaba un placer hostil, como si no tuviera la menor intención de colaborar con nosotros. Vestía unos vaqueros de algodón burdo y color oscuro que le quedaban grandes y una sudadera roja con capucha. En el pliegue de la piel entre el índice y el pulgar llevaba un punto tatuado de color azulado que, cuando movía la mano, parecía una araña arrastrándose.

Al vernos, lo primero que hizo fue bostezar.

– No te pongas demasiado cómodo, Jerod -dijo Hadley.

Jerod Smith, diecinueve años, de Mineápolis Sur. Tenía antecedentes por posesión de marihuana, nada serio. Por ello, era posible que el autor material de la muerte de Cicero fuese su amigo fugado.

– ¿Quieres hablarnos de Cicero Ruiz? -empezó Hadley.

– ¿Quién? -preguntó Jerod.

– Si has de mentir, te pediría al menos que tus mentiras fuesen inteligentes -gruñó Hadley, sentándose en el borde de la mesa-. La receta que le diste al farmacéutico llevaba el nombre de Cicero Ruiz, así que ya sabemos que lo conoces. -Hadley respiró hondo como para impresionarlo. No estaba perdiendo la paciencia ni mucho menos-. Ruiz muere y, al cabo de un rato, tú intentas comprar medicamentos en una farmacia con recetas expendidas por él. Esto tiene muy mala pinta. Creo que ha llegado el momento de que cooperes.

– Cuando nos fuimos de su apartamento estaba perfectamente -aseguró el muchacho tras encogerse de hombros. Luego sus labios se curvaron como si estuviera conteniendo la diversión-. Tal vez se cayó de la silla de ruedas y se golpeó la cabeza con algo. Quizá le dio un ataque, a esa gente le suele pasar. -Jerod alzó el brazo, con la mano fláccida, y se golpeó el pecho imitando a un espástico.

– Escucha, comemierda -le dije, inclinándome hacia él-, ¿crees que estás a salvo porque en Minnesota no hay pena de muerte? -No podía contenerme-. Eso no es para alegrarse. En la cárcel, los gusanos como tú no tienen novia; ellos son la novia. Y para cuando salgas, ya viejo, ese colgajo repugnante que tienes entre las piernas habrá estado inactivo unos cincuenta años.

Primero, Jerod abrió los ojos, sorprendido. Luego, me fulminó con la mirada y apretó las mandíbulas. A mi espalda, Hadley continuó:

– Ya lo ves, Jerod, tienes motivos para meditar tu situación. Será mejor que te demos un rato para que reflexiones.

Hadley se puso en pie y se dirigió a la puerta. Yo lo seguí. Ya sabía qué venía a continuación.

Una vez en el pasillo, Hadley se frotó la frente y me dijo:

– Mira-, en el coche había mucho ruido y tal vez te oí mal, pero pensaba que había quedado claro que yo haría de poli malo y tú de poli bueno y que le darías la oportunidad de que delatara a su compañero.

No parecía tan enfadado como yo sabía que estaba. Controlaba las emociones del mismo modo que lo hacía en la sala de interrogatorios.

– Ya lo sé -asentí-. Es que me ha cabreado mucho.

– Bueno, pues ahora tenemos que distribuir de nuevo la tarea -dijo Hadley. Observó a un empleado de archivos que pasaba junto a nosotros por el pasillo y continuó hablando-. Ahora, yo iré al grano enseguida. Luego, tú te impacientas y te das por vencida y yo estoy de acuerdo. A ver qué pasa.

Cuando volvimos a entrar, Jerod se mostró rebelde, aunque no se burló ni dijo nada. Tal vez acabara confesando.

– Bien, voy a explicarte la situación. -Hadley tomó una silla, con el respaldo hacia el detenido, y se sentó a horcajadas-. Vamos a hacer lo siguiente: tenemos que echar el guante a tu amigo, eso es lo primero. Si nos ayudas, te ayudarás a ti mismo a los ojos del juez.

Me apoyé contra la pared como si todo aquel proceso me aburriera profundamente.

– Ahora mismo, ignoramos de quién fue la idea de acudir al apartamento de Ruiz. Tampoco sabemos quién lo mató, ni si su muerte formaba parte del plan o se improvisó sobre la marcha. Todo eso está en el aire. -Hadley alzó una mano, como para advertir a Jarod que no lo interrumpiera, aunque el chico no había dado ninguna muestra de querer hacerlo-. No digo que nos cuentes nada que no sea verdad; lo que digo es que no sabemos nada de lo sucedido y como el señor Ruiz está muerto…

«El doctor Ruiz», lo corregí mentalmente.

– … sólo tenemos a dos personas que estuvieron en su apartamento y que nos pueden contar lo ocurrido -continuó Hadley-. Y tu amigo, a la salida de la farmacia, se largó mientras a ti te arrestaban. Es evidente que no merece ningún tipo de confianza, y me pregunto qué respeto por la verdad tendrá cuando lo detengamos. No sé cuál será su versión sobre quién hizo qué en el apartamento.

Yo intentaba parecer ajena a lo que decía mi colega, pero no pude por menos que notar que Jerod empezaba a ponerse un poco nervioso y contraía los músculos de la cara.

– Pues bien, esto es lo que queremos -continuó Hadley-: Queremos el nombre de tu amigo, la matrícula de su coche y toda la información que tengas que nos facilite su detención. Si conseguimos dar con él, tal vez podamos ayudarte. Pero si esperas demasiado y comete otro delito, si hace daño a alguien… -Hadley se echó hacia atrás como si el bienestar de Jerod hubiese dejado de importarle-. Si sucede algo así, será culpa tuya, porque habrás tenido la oportunidad de evitarlo y no habrás colaborado.

Jerod permaneció en silencio.

– ¿Qué te parece? -lo presionó Hadley.

Jerod tenía la vista clavada en el suelo. Había llegado el momento de que yo entrase en acción.

– Olvídalo -le dije a Hadley.

Éste me miró con irritación, como si fuéramos colegas que no se llevaban bien, ni siquiera fuera de la sala de interrogatorios.

– ¿No podrías concederme cinco minutos más…?

– No, no puedo -repliqué, alzando la voz-. Ya pillaremos al otro muchacho. Cometerá una estupidez, porque tiene menos control de sí mismo que una hoja a merced del viento; lo atraparemos, joder, y entonces los tendremos a los dos.

Hadley alzó las manos y las dejó caer de nuevo.

– Está bien Cuando tienes razón, tienes razón -se limitó a decirme-. Así pues, llamemos a un agente de la Fiscalía de Menores para que lo encierre.

Se puso en pie y los dos nos encaminamos hacia la puerta.

– Espere -dijo Jerod.

Perfecto.

– Fue Marc -declaró-. Ir a ver a ese tipo fue idea de Marc, y fue él quien después le pegó con la pesa, como cuatro veces. Le pregunté qué demonios estaba haciendo, pero no me hizo ni caso.

Verdad o mentira, ¿quién podía saberlo? A Cicero ya no le importaba, y a mí no mucho más.

Hadley dejó el bloc en la mesa delante de Jerod.

– Primero, tendrás que darnos el nombre completo de Marc y alguna otra información -le explicó-. Después, redactarás una declaración sobre lo que, según tú, ocurrió en el apartamento del señor Ruiz.

– Doctor Ruiz.

– ¿Qué? -Hadley me miró sin comprender.

– El doctor Ruiz. Era médico.

Jerod ya se había puesto a escribir. Cuando terminó de hacerlo, Hadley arrancó del bloc la primera hoja de su confesión; técnicamente, ya podíamos marcharnos y dar aviso por radio a las patrullas. Hadley se dirigió a la puerta, pero yo no me moví. Estaba siguiendo el hilo del pensamiento que mi compañero había interrumpido en la escena del crimen.

En el mundo sólo había tres personas que supieran que Cicero tenía un talonario de recetas en su apartamento. Una de ellas estaba muerta y otra era yo. Sólo quedaba la tercera.

Me puse en cuclillas junto a la silla de Jerod. Era una postura íntima y que fomentaba la confianza.

– Jerod -le dije en una voz más baja de la que había utilizado hasta entonces-, ¿cómo os enterasteis de que el doctor Ruiz tenía ese talonario de recetas?

– Ya se lo he dicho, todo fue idea de Marc -insistió Jerod.

– Y Marc, ¿ cómo lo sabía?

– Sale con una chica que es de su mismo pueblo, en Michigan -respondió-. Ella le dijo que sabía dónde encontrar a un tipo que tenía dinero y recetas en su apartamento.

– Marc es de Dearborn, ¿verdad? -apunté, intentando mantener el mismo tono de voz.

– Sí. -Jerod parpadeó, sorprendido-. ¿Cómo lo sabe?

– Y esa chica, ¿cómo se llama? -Le formulé la pregunta sin responder a la suya.

– Es un nombre francés -Jerod pensó unos instantes-, como Charmaine, pero no es eso. Ella cree que son novios, pero no lo son. Lo único que le interesa a Marc es acostarse con ella.

– Gracias, Jerod -dije sin sonreír-. Especifica todo esto en tu declaración.


Una vez en el pasillo, Hadley me preguntó:

– ¿A qué demonios venía eso?

Las manos me temblaban de rabia y las oculté tras la espalda para que Hadley no se percatara.

– La novia de Marc es una confidente esporádica llamada Ghislaine Morris -expliqué-. Tal vez ella tenga alguna idea de dónde puede haberse metido el chico.

– Bien -asintió Hadley. Había echado a andar por el pasillo y yo lo seguí-. Pero, ¿por qué le dijiste a Jerod que pusiera todo eso en su declaración?

– Porque fue ella la que desencadenó los acontecimientos -respondí.

– Pero eso no va contra la ley -replicó Hadley-. No podemos acusarla de nada.

– No, no podemos -convine-. Pero voy a coger un coche del parque móvil e iré a hablar con ella.

Nos detuvimos ante la máquina de café y Hadley llenó un vaso de plástico hasta el borde. Me miró y arqueó una ceja a modo de invitación. Le dije que no con la cabeza.

– Buena idea -convino Hadley-. Pero, ¿por qué un coche del parque móvil?

– El mío se ha quedado en el edificio donde vivía Cicero -expliqué- y he venido hasta aquí en el tuyo, ¿ recuerdas?

Al enterarme de lo que le había ocurrido a Cicero, mi aturdimiento había sido tal que, al marcharnos de allí, ni siquiera me había acordado de mi vehículo. Si Hadley me hubiera llevado a una nave espacial, habría subido a ella sin pensarlo.

– Bien -suspiró Hadley-. Si esperas un momento, te acompañaré a hablar con la novia del chico.

– Cuanto antes vaya, mejor -dije, sacudiendo la cabeza-. Tú todavía tienes que ocuparte de la declaración de Jerod y de hacer el papeleo para que lo encierren.


Al llegar al parque móvil, elegí un sedán azul marino, de tamaño mediano y bien cuidado. Pensé que Gray Diaz debía de conducir un coche de aquel tipo. Enfilé la rampa de salida un poco más rápido de lo necesario y dos funcionarios que cruzaban el garaje con la gabardina abierta sobre el traje me lanzaron una mirada de reprobación.

Ya había decidido lo que haría con Ghislaine. Me proponía llevarla a la central y averiguar si sabía algo del paradero de su novio Marc. Pero antes daría un rodeo para pasar por la oficina del forense.

Había advertido a Ghislaine que, si amenazaba de nuevo con delatar a Cicero, la metería en la cárcel. La advertencia había sido en vano. Ahora había hecho algo peor que dar un soplo sobre Cicero a la policía y yo tenía las manos atadas. Como decía Hadley, Ghislaine no había hecho nada de lo que pudiera acusársela. Sin embargo, me quedaba un as en la manga: podía hacer que Ghislaine viera el cadáver de Cicero, que contemplara el resultado final de sus actos en un féretro de acero inoxidable.

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