Capítulo 4

Si bien es cierto que la lujuria nunca duerme, la noche del domingo suele ser tan floja en el comercio del sexo que no merece la pena que una detective se dedique a hacer de señuelo para arrestar a los puteros, porque apenas los hay. Gracias a ello, pude concentrarme en la búsqueda de «Cisco». Tenía incluso una excusa para ir a verlo: mi catarro estaba en su punto álgido. Tosía sin cesar, tenía la nariz congestionada y me lloraban los ojos.

Pero el problema era éste: si Cisco no veía en mí a una poli de paisano, vería a una mujer de clase media que no necesitaba ir a ver a un médico a altas horas de la noche en un edificio de viviendas sociales. Su clientela debía de ser gente con problemas económicos y sin seguros médicos: pobres y marginados, inmigrantes ilegales y, quizá, delincuentes.

Además de las prostitutas, tal vez.

Así fue cómo terminé, un domingo por la noche, vistiéndome una vez más para hacer la calle. En esta ocasión me puse un top sin mangas rosa brillante y unos ajustados pantalones negros hasta la pantorrilla. Después de aplicarme el maquillaje habitual, me miré al espejo, vi mi palidez artificial y un escalofrío de ansiedad me recorrió la espalda.

Durante mis estudios en la Academia de Policía, un veterano de Operaciones Especiales nos enseñó a controlar los nervios en el trabajo. Cuando tengas miedo, intenta determinar su origen, nos aconsejaba. A veces no procede de donde creéis y, si sabéis comprenderlo, seréis capaces de desactivarlo.

¿Tenía yo miedo de Cisco porque, supuestamente, era médico?

Mi fobia a los médicos era muy concreta. Los enfermeros no me aterrorizaban y donaba sangre cada vez que el banco de sangre instalaba su carpa en el centro de la ciudad, en un entorno que, para mi tranquilidad, no se parecía en nada a un hospital. En cambio no soportaba ir al médico y sentir la impotencia que te asalta mientras esperas en la consulta, con la puerta cerrada y la luz del techo reflejándose en el instrumental y en los tétricos carteles de anatomía que cuelgan de las paredes. Y para mí, el peor momento es cuando el pomo de la puerta empieza a girar.

Sin embargo, el apartamento de Cisco, que aún no conocía, no debía de parecerse a una consulta. Según Prewitt, Cisco ni tan siquiera era médico. Para nosotros, sólo se trataba de un sospechoso.

¿A eso se debía mi ansiedad? Iba a ser un trabajo encubierto y esas misiones siempre pueden resultar peligrosas.

Asentí, como si tuviera alguien con quien compartir mi descubrimiento. Había localizado el origen de mis nervios: me asustaba Cisco porque era un desconocido y me daba miedo quedarme a solas con él en su apartamento. Tal vez debería pedir refuerzos.

Recordé que Prewitt sólo me había pedido que hiciese unas cuantas comprobaciones. No sería preciso que me identificara. Me limitaría a presentarme en su casa y ver qué ocurría. ¿Para eso necesitaba ayuda?

Lo que me disponía a llevar a cabo era un paso necesario. Tanto si era un fracasado de los estudios de medicina como si se trataba de un timador que se hacía pasar por médico después de aprender el oficio trabajando de ayudante en una consulta, estaba claro que el tal Cisco había engañado a unas cuantas personas y que tenía una pequeña clientela, lo cual significaba que se aprovechaba de los pobres e incultos sacándoles dinero cuando estaban enfermos y, por tanto, eran más vulnerables. Si todavía no había causado daños permanentes o la muerte de alguien, era sólo cuestión de tiempo que tal cosa sucediese. Había que dejar fuera de juego a aquel tipo y Prewitt había confiado en mí para poner en marcha el proceso. Ahora no podía presentarme ante mi teniente y decirle que necesitaba ayuda para ir a ver a un sospechoso armado sólo con un estetoscopio.


El ascensor de la torre norte tardó mucho en bajar. Sobre la puerta no había números iluminados que indicaran los pisos por los que iba pasando y, mientras esperaba, silbé por lo bajo. Este tipo de conductas es un recurso habitual de los policías para mantener los nervios bajo control.

Se oyó un débil pitido, pero durante un momento no sucedió nada. Fue un momento muy largo. Por fin, la puerta automática se abrió. Entré en la cabina y pulsé el piso número veintiséis, que era el último. Al cabo de un instante, la puerta se cerró y de nuevo se produjo un largo instante de espera.

Volví a pulsar el botón y el aparato se puso en marcha con una sacudida. Procedente de arriba, al otro lado del techo de la cabina, me llegó un extraño sonido, como un gruñido, algo que nunca había oído en un ascensor y, más tenue, el chirrido de los cables: cric, cric, cric. Dentro de la cabina sí que había números iluminados que permitían al pasajero comprobar el avance. El número dos permaneció iluminado un tiempo exageradamente largo. Luego el tres. Más crujidos desde arriba. El cuatro… el cinco… el seis…

Si hubiera sabido que iba a tardar tanto, me habría llevado algo para leer, pensé. Aquella queja mental era una expresión de mi mal humor. En el trabajo tomaba ascensores continuamente, pero éste me estaba irritando.

Al llegar al piso veintiséis, el aparato se detuvo, pero por un momento, no sucedió nada. La puerta permaneció cerrada.

– Vamos -murmuré entre dientes. El funcionamiento deficiente del ascensor no auguraba nada bueno.

La puerta se abrió y salí al descansillo. Caminé hasta el segundo apartamento y llamé.

¿Y si Ghislaine se había confundido?, pensé mientras aguardaba.

La puerta se abrió unos pocos centímetros, lo que daba de sí una cadena de seguridad, y una cara masculina apareció en la ranura, aunque lo hizo unos tres palmos más abajo de donde cabía esperar. Cuando comprendí por qué, me quedé sin habla.

– ¿En qué puedo ayudarte? -dijo el hombre al cabo.

– ¿Eres…? -Tosí para aclarar la mucosidad que tenía en la garganta-. ¿Eres Cisco? Ghislaine Morris me ha dado tu nombre. Necesitaría que me visitases.

Cisco cerró de un portazo. Al otro lado sonó la cadena y la puerta se abrió de par en par. El hombre se hizo a un lado, retrocediendo en la silla de ruedas para dejarme entrar.

Resultaba difícil calcular su estatura, pero su cuerpo sentado en la silla se veía largo y magro. Vestía una sudadera gris por la que asomaba el cuello de la camiseta que llevaba debajo, la misma camiseta que asomaba en las caderas sobre los pantalones azules de un mono de mecánico. Iba descalzo, tenía la cara delgada y el pelo, negro y desgreñado, le llegaba hasta el hombro.

A decir verdad, no escondía lo que hacía. Detrás de él vi unas estanterías bajas llenas de libros de medicina y de anatomía. En la pared había un diploma enmarcado y donde todo el mundo habría puesto el sofá, él tenía una mesa larga cubierta con una capa de papel desechable. Parecía la camilla de exploración de un médico, pero era más baja, adecuada a la altura desde la que Cisco tenía que afrontar el mundo. Una lámpara colgaba del techo encima de la mesa. A los pies de ésta había una arqueta, como un baúl pequeño y, más atrás, un archivador de dos cajones.

– ¿No te encuentras bien? -preguntó Cisco.

– Tengo un resfriado muy malo -respondí-. O la gripe.

– Hummm -gruñó Cisco, evasivo.

– ¿Cuánto cobras? -quise saber.

– Luego hablaremos de eso -respondió-. Casi todos los resfriados se curan en una semana -explicó-, incluso sin ningún tratamiento. No entiendo por qué quieres que te visite.

Quizá aquel tipo tenía un radar tan fino que le permitía captar la presencia de un policía mucho mejor que cualquier otra persona de las que yo había conocido y, sin embargo, dadas las circunstancias, resultaba difícil tenerle miedo. A menos que escondiera una pistola debajo de aquella camiseta.

– Nunca me pongo enferma -expliqué, sorbiendo los mocos-. Precisamente por eso, este resfriado me saca de quicio. Me gustaría asegurarme de que no esconde otra enfermedad.

– ¿Te ha dicho tu amiga Ghislaine que podría darte algo más fuerte que esos remedios que se venden sin receta? -preguntó Cisco.

– No -respondí, y era verdad.

– Porque no puedo hacerlo -prosiguió Cisco-. Supongo que Ghislaine no te habrá contado lo que le dije cuando vino a visitarse, de modo que te diré lo mismo que le digo a todo el mundo. No sé qué te ha traído hasta aquí en una ciudad como ésta, llena de consultorios médicos. Eso nunca lo pregunto -aseguró Cisco-, pero éste no es el lugar ideal donde obtener cuidados médicos. Si tienes otra opción, deberías considerarla seriamente.

«Si piensa que ese discurso lo pone a salvo de cargos criminales, no sabe lo que le espera.»-Comprendido. ¿Cuánto me cobrarás? -pregunté con decisión.

– ¿Por visitarte? -dijo-. Cuarenta dólares.

«¿Sólo?», pensé. Me sorprendió que se arriesgara a hacer algo ilegal y que cobrase tan poco por ello. Por otro lado, a su clientela probablemente no le sobraba el dinero.

– ¿Quieres que te visite? -insistió.

– No he venido hasta aquí para marcharme ahora -repliqué, acordándome de Prewitt.

– Muy bien -asintió Cisco-. Cobro por adelantado. Déjalo ahí, en la estantería; luego quítate la camisa y túmbate en la camilla. Enseguida estaré contigo.

Retrocedió con la silla y se dirigió a la cocina.

El dinero por adelantado. La minuta de Cisco podía ser razonable pero estaba claro que no era un ingenuo. Tal como me había indicado, dejé dos billetes de veinte en la estantería. Oí correr el agua en la cocina. Estaba ante el fregadero, de espaldas a mí.

Fue el primer momento que tuve para recuperar la serenidad. El hecho de que fuera parapléjico me había sorprendido, pero sólo momentáneamente. Era su conducta lo que seguía pareciéndome inusual. Por lo general, los delincuentes, sobre todo los estafadores, se ponen en guardia cuando tratan con desconocidos. Disimulan bien, pero se les nota: es como si irradiase de ellos el zumbido de un tendido eléctrico. Pero Cisco no parecía estar en guardia ni se mostraba cauteloso; parecía muy tranquilo, y aquello no me cuadraba.

Me volví para examinar la sala. No había apenas detalles personales en ningún sitio y me acerqué, como quien no quiere la cosa, a mirar el diploma.

C. Agustín Ruiz, rezaba, debajo de unas letras más grandes en las que se leía Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia.

– ¡Joder! -exclamé, incapaz de contenerme. El grosor del papel del diploma denotaba que no era un certificado que uno pudiese agenciarse en casa, con un ordenador y una impresora. Aquel tipo era un médico titulado.

– ¿Sucede algo? -preguntó Cisco.

– Es una buena facultad, ¿no?

Se volvió y vio que estaba examinando su diploma.

– Eso dicen -respondió-. ¿No te había pedido que te quitaras la camisa?

Me quité el top rosa brillante por encima de la cabeza y me senté en la mesa, algo cohibida por haberme quedado en sujetador, un sujetador negro de media copa, por más señas. Con las manos en los costados, apoyada en el borde de la mesa de exploración, la toqué con la yema de los dedos bajo el papel desechable para descubrir de qué material estaba hecha. Tenía un tapizado de tela, de formas redondeadas y de color crema.

– ¿Esto es una camilla de masaje? -le pregunté a Cisco, que se había acercado y sacaba unos objetos del pequeño baúl colocado a los pies de la mesa.

– Me parece que te has equivocado de dirección en tu camino al hospital -dijo secamente.

«¡Vaya un trato amable de médico a enfermo!», pensé. Pero el tipo tenía razón.

Cisco se aproximó a la mesa de exploración y encendió la luz del techo tirando de un cable interruptor. Llevaba el estetoscopio colgado del cuello y en el regazo tenía el aparato de medir la tensión y una libreta amarilla.

– ¿Vas a tomar notas? -le pregunté.

– Todos los médicos lo hacen -respondió-. ¿ Cómo te llamas?

Me puse nerviosa y Cisco lo notó.

– Podemos hacerlo como en Alcohólicos Anónimos, si quieres. Me das el nombre de pila y la inicial del primer apellido.

– Sarah P. -dije.

– ¿En qué trabajas? -inquirió.

Le lancé una mirada fría con los ojos bien delineados de negro.

– Bien -dijo Cisco, mordiéndose los labios con expresión especulativa-. ¿Te estás medicando, actualmente?

– No -respondí.

– ¿Qué tomas?

– ¿Cómo que qué tomo? -Sabía a qué se refería, pero decidí ponerle las cosas difíciles, como Sarah P. la prostituta habría hecho.

– ¿Drogas?

– No, ninguna.

– ¿Cuándo tuviste la última menstruación?

– No me acuerdo -contesté-. Pero soy regular.

– ¿Hay alguna posibilidad de que estés embarazada?

– Si lo estuviera, ¿podrías arreglarlo? -inquirí.

– Déjate de rodeos. ¿Crees que puedes estar embarazada?

Dije que no con la cabeza. Al ver que no proseguía, lo confirme de palabra:

– No. Estoy segura de ello.

– Muy bien -masculló Cisco-. Empecemos.

Posó la fría superficie del estetoscopio sobre el esternón y asintió.

– Respira hondo -dijo. Cerré los ojos y obedecí-. Otra vez.

Un sonido como de algo que se rasgara me hizo abrir los ojos. Cisco desenrollaba el manguito del aparato de tomar la tensión.

– Tienes todo el equipo -comenté.

– Ni mucho menos el que me gustaría tener -replicó.

Tendí el brazo, sumisa, y él bombeó aire en el manguito. Abrió la válvula y el aire salió con un silbido mientras él aplicaba el estetoscopio.

– Diez y medio y siete -anotó Cisco-. Muy bien.

Me sorprendió. En mis infrecuentes visitas al médico, siempre me encontraban la tensión alta. Lo llaman hipertensión de la bata blanca, que sólo se produce en los consultorios médicos.

Pero la consulta de Cisco era distinta. Él se comportaba como un doctor y la exploración que estaba realizando era muy profesional pero, para mí, era como estar en una casa particular. En el aire flotaba un leve aroma de comida al fuego, muy distinto del inquietante olor aséptico de las consultas.

Me tomó la temperatura, leyó el termómetro en silencio y sacudió la cabeza. Me exploró los oídos con el otoscopio y me palpó las glándulas del cuello.

– ¿Cuándo notaste los primeros síntomas? -inquirió.

– Hace un par de días.

– ¿Hay alguna razón para pensar que sufres inmunodepresión?

– No -respondí.

– ¿Eres propensa a las infecciones de oído?

– No.

– ¿Te molestan los oídos?

– No -repetí.

– Ya puedes ponerte la camisa.

Cisco retrocedió con la silla, concediéndole a aquella pequeña prenda rosa brillante el honor de recibir el nombre de camisa, término que a mí jamás se me habría ocurrido asignarle. Me pasé el top por la cabeza y me ordené el pelo con los dedos.

– Bien -dijo-, pareces una persona sana con un resfriado terrible, pero eso no es el fin del mundo. Toma líquidos en abundancia y descansa. Toma vitamina C y trata los síntomas con los anticatarrales de toda la vida.

– Muy bien.

– Y una cosa más. -Su tono de voz había cambiado y presté atención-. No me gusta nada el aspecto de tu oído izquierdo. Las infecciones de oído son frecuentes en los niños, pero no en los adultos, y si dices que no te molesta, no me preocuparé demasiado por ello. Pero si empieza a dolerte, ve a una clínica. Quizá necesites tomar antibióticos, y yo no puedo recetarlos.

– De acuerdo -asentí.

Retrocedió unos pasos y sacó otro objeto del baúl. Era una hoja de papel de color rojo, un folleto publicitario de una clínica de prevención y tratamiento de enfermedades de transmisión sexual.

– No creas que estoy juzgándote -me aseguró Cisco-, 56 pero, si te dedicas a ofrecer sexo a cambio de dinero o drogas, tendrías que hacerte la prueba del sida y de otras enfermedades de transmisión sexual. Si das negativo, deberías acudir a alguien para que te explicara cómo evitar el contagio.

Noté que me ardían las mejillas, como me ocurre a veces cuando alguien se muestra amable conmigo sin motivo. Cogí el folleto.

– Y por cierto, en respuesta a tu anterior pregunta -añadió-, no practico abortos.

– ¿Te he ofendido? -pregunté.

– No -respondió él, sin ofrecer más explicaciones.

Ya podía marcharme pero, ahora que lo más difícil había pasado, la historia de aquel hombre me intrigaba.

– Así que fuiste a la facultad de Medicina y todo eso…

– Sí -dijo, mientras guardaba los instrumentos en la arqueta.

– ¿Pero no tienes licencia?

– La tuve -respondió.

– ¿Y qué ocurrió?

– Es una historia muy larga y ahora no tenemos tiempo para eso -respondió Cisco, midiendo las palabras. Se había detenido ante el archivador y, tras arrancar la primera hoja del bloc, le buscó un lugar en el cajón inferior.

Dios mío, el tipo tenía un archivo de historiales. Cuando hiciera el informe para Prewitt y obtuviéramos una orden, ni siquiera sería preciso registrar la casa. El hombre archivaba cuidadosamente todo lo necesario para arrestarlo.

Cisco avanzó en la silla para recoger los dos billetes de la estantería. Como vi que no los metía en ningún sitio, deduje que no guardaría el dinero hasta que yo me marchara para que no viese dónde tenía el escondite. Era un tipo prudente.

– ¿Sabes una cosa? -le dije-. Cuarenta dólares no me parecen mucho dinero.

– No tengo intención de hacerme rico con esto.

– Entonces, ¿por qué lo haces?

– Cubro una necesidad -respondió Cisco-. Por increíble que pueda parecerte, hay gente que se cae por los resquicios del sistema sanitario. Algunos no pueden costearse el seguro, otros son inmigrantes ilegales. Los hospitales los intimidan, con tanto gentío, las esperas y la tensión. Yo les proporciono un servicio.

– Y ellos te pagan, claro -señalé, haciendo de abogado del diablo.

– Formo parte de lo que el Banco Mundial llama economía sumergida -replicó Cisco-. En muchos países es una práctica aceptada.

– Pero me has dicho que no tienes todo el equipamiento que te gustaría -comenté.

– Te quedarías pasmada si vieras lo que puede comprarse en las tiendas de suministros médicos. Medicamentos, no, por supuesto. Pero he conseguido buena parte de lo que necesito para esta consulta, en la que básicamente trato heridas leves, quemaduras, y cosas por el estilo. También tranquilizo a la gente que tiene pequeños problemas, como en tu caso. Y cuando se presentan enfermedades más graves, soy como un aparato de detección precoz. Cuando viene alguien con síntomas preocupantes o con un trastorno que está más allá de mi capacidad, le recomiendo abiertamente que vaya a una clínica o a un hospital.

– ¿Y a cuántos pacientes envías a un médico de verdad? -pregunté.

– Yo soy un médico de verdad. -La cordialidad se desvaneció de sus ojos castaños.

– No era mi intención… -me disculpé.

Pero ya era demasiado tarde. Había dicho lo que no debía.

– Vamos a dejarlo aquí -concluyó Cisco, retrocediendo en la silla para dejar más espacio entre él y yo-. Buenas noches, Sarah.


Shiloh y yo teníamos alquilado el primer piso de una vieja casa de dos plantas. Era más tranquila de lo que cabía imaginar en vista de que por detrás, al otro lado de un alambre de espinos, daba a un campo por el que discurrían las vías del tren sobre un terraplén artificial. Aparqué en la estrecha calzada de acceso y entré en la casa por la puerta trasera. La puerta mosquitera exterior se abrió con un chirrido. Había que engrasarla, pero aún no había podido hacerlo.

Shiloh ya ocupaba la vivienda antes de mi llegada y su personalidad todavía impregnaba aquel interior un tanto andrajoso. Probablemente, más de una mujer habría dejado allí su marca personal, pero yo no era una de ellas. Siempre había sentido una paz especial entre los eclécticos libros de bolsillo de Shiloh y los muebles desvencijados.

Encendí la luz de la cocina y dejé el bolso sobre una desordenada mesa, apartando el correo por leer y un bloc en el que había intentado redactar una carta para mi marido. Para lo poco que había trabajado aquella noche sentía un cansancio extremo, pero sabía a qué se debía. La visita a Cisco había resultado agotadora. Genevieve, una interrogadora veterana, me había contado que mentir pasa factura al cuerpo, ya que acelera los latidos del corazón y el organismo consume más oxígeno.

Fui al baño y abrí el grifo de agua caliente de la bañera. Sobre la marcha, decidí tomar un baño en vez de una ducha. Puse el tapón, me senté en el borde de la bañera y contemplé cómo se llenaba de agua.

El último consejo de mi madre fue que no tomara baños en las habitaciones de los moteles porque nunca sabes quién lo ha hecho antes que tú ni hasta qué punto está limpia la bañera. Un consejo extraño, pero cuando me lo dio estábamos en un motel.

Un cáncer de ovarios se había cobrado la vida de mi madre: rápido, silencioso, insidiosamente indoloro en sus primeras fases. Después de recibir tratamiento en el hospital del pueblo donde vivíamos, una zona rural de Nuevo México, mi madre se puso en manos de los médicos de una clínica universitaria de investigación de Texas. Mi padre había aprobado la idea. Te pondrás bien, había dicho, alegre, negándose a aceptar que mi madre estaba muy mal. El no fue a Texas pero me pidió que yo la acompañara.

Cuando mi madre acudió a que le realizaran una intervención quirúrgica exploratoria, yo la esperé en el despacho del oncólogo, bebiendo un refresco y hojeando los libros que tenía el doctor Schwartz para los enfermos y sus familiares. Con nueve años, no leía todo lo bien que cabría esperar a mi edad, pero si el libro tenía láminas, hundía la nariz en él y me mostraba concentrada y estudiosa a la vista de los demás.

Era eso precisamente lo que estaba haciendo cuando, al cabo de media hora, regresó el doctor Schwartz.

Vestido aún con la bata y el gorro de cirujano, pasó ante mí y entró en su despacho. Descolgó el teléfono y marcó un número. A mis nueve años, tenía un oído muy fino, como muchos niños, y alcancé a oír las dos voces de la conversación.

– Sandeep, soy yo -dijo el médico-. Si quieres adelantar un poco el horario, puedes hacerlo. Ya he terminado la exploración que tenía a las once y media.

– ¡Qué rápido!

– Lamentablemente, sí -dijo el médico de mi madre-. Una metástasis. Cuando he visto lo avanzada que está, he vuelto a cerrar. Por eso he terminado mucho antes de lo que calculábamos.

El doctor Schwartz hizo otra llamada y, en esta ocasión, reconocí la voz que hablaba al otro lado de la línea.

– Tendría que venir hacia aquí -dijo el doctor Schwartz, encendiendo un cigarrillo-. Me gustaría hablar con usted en persona.

– ¿Por qué no me lo cuenta ahora? -preguntó mi padre-. ¿Mi mujer no está en condiciones de hacer sola el viaje de vuelta?

– En realidad, tendría usted que quedarse aquí un tiempo -contestó el médico.

– ¿Me está diciendo que Rose está en fase terminal?

El doctor alzó los ojos y me vio mirándolo. Apartó el teléfono de la cara y me dijo:

– Sarah, preciosidad, ¿por qué no vas a comprarte un refresco?

– Porque todavía tengo la mitad del que usted me compró antes -respondí, señalando la botella.

– Entonces, ¿por qué no me traes alguna bebida sin calorías? De cola o de limón, me da lo mismo.

Al llegar al vestíbulo, pregunté a un enfermero negro y alto qué significaba «terminal».

– No lo sé, pequeña.

Como sólo tenía nueve años, me lo creí.

Un gorgoteo interrumpió mis cavilaciones. El agua de la bañera ya llegaba a la ranura de desagüe. Cerré el grifo y busqué un frasco de sales debajo del lavabo. Eché un puñado generoso en el agua humeante y me metí en la bañera. Mientras lo hacía, sin ningún motivo aparente, pensé en Marlinchen Hennessy, que me había visitado hacía cuatro días.

La asociación de ideas parecía salir de la nada, algo imposible. ¿Tal vez las sales de baño, frescas y con olor a hierba, tan distintas de las empalagosas esencias florales, me habían recordado la colonia que la chica utilizaba? No, no era eso.

Marlinchen me había contado que su madre había muerto cuando ella era pequeña. Yo había estado pensando en mi madre. Ése era el vínculo. Me había dicho que su madre había muerto hacía diez años; así pues, ella tenía siete cuando la perdió.

Había tratado con torpeza a Marlinchen Hennessy. Supuse que se debía, en parte, a su aspecto. La primera impresión que me había producido era que estaba ante una joven de unos veintiún años y, aun después de decirme que tenía diecisiete, yo no había asumido del todo la idea. Le había hablado con la misma contundencia que habría empleado con un adulto, olvidando además que la franqueza natural de la policía aturde incluso a bastantes adultos.

También era cierto que Marlinchen, con sus evasivas y su actitud defensiva, había contribuido a la aspereza del encuentro. Sin embargo, hace mucho que soy policía y sé que la gente que necesita más ayuda es, a veces, la que menos parece pedirla. En última instancia, Marlinchen había dejado claro que la responsabilidad de encontrar a su hermano recaía en ella y por eso había recurrido a mí. Y yo, en cambio, la había ahuyentado.

Tal vez pudiera hacer algo para remediarlo. Cuando menos, el condado de Hennepin no me pagaba para que hiciese la vista gorda si uno de sus habitantes se comportaba de una manera extraña y se marchaba a toda prisa en vez de contestar a unas preguntas aparentemente inocuas.

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