Capítulo 21

Marlinchen Hennessy era la preferida de su padre; era inteligente y se expresaba con fluidez, y a él le gustaba leerle cuentos, enseñarle palabras nuevas y escuchar lo que ella le contaba sobre lo que aprendía en la escuela. A sus oídos, nunca había habido palabra más dulce que el diminutivo «Marli», que sólo papá utilizaba, y hasta los diez años no se dio cuenta de que su padre no medía más de metro ochenta, sino diez centímetros menos.

Aidan, un chico tan reservado como expansiva era ella, rondaba siempre en torno a su retraída y melancólica madre. Como un astrónomo, estudiaba sus silencios y sus cambios de humor. Cuando parecía más deprimida, lo sentaba en su regazo y le acariciaba los cabellos dorados al tiempo que le besaba la mano mutilada. A veces se sentaban juntos bajo el magnolio y contemplaban las aguas del lago. Ya enferma, cuando Aidan consideraba que con ello la animaría, bajaba a sus hermanitos para que los tuviera un rato: primero a Colm, que ya pesaba tanto que apenas podía con él, y luego a Donal. Pero eso fue, por supuesto, poco antes del final.

La muerte repentina de la madre fue un duro golpe para todos los pequeños, pero quien más la sufrió fue Aidan. Después del funeral, se tumbó debajo del magnolio y se quedó allí, llorando desconsoladamente. Al final, el padre lo vio desde la ventana y, apretando los labios, apareció en la puerta, bajó las escaleras traseras y se plantó junto al chico, que seguía en el suelo. Marli, que lo contempló todo desde la ventana de su dormitorio, no oyó lo que le decía, pero Aidan no reaccionaba. Entonces, papá tiró de él hasta ponerlo en pie y, al ver que todavía lloraba, le pegó una bofetada.

Al cabo de un par de días, Marli había olvidado la conmoción que le produjera la escena. Era joven.

Y también estaba muy ocupada. Había tanto que aprender… Papá le dio un taburete para que alcanzara la mesa en la que cambiaba los pañales a Donal. Vestía al niño por la mañana, lo ponía a dormir la siesta y por la noche lo acostaba. En las semanas que siguieron a la muerte de la madre, contrataron a varias asistentas, pero ninguna de ellas duró. «Es nuestra casa y cuidaremos de ella del mismo modo que nos cuidamos los unos a los otros», declaró el padre, finalmente.

A Marlinchen le gustó la idea. Pensaba en eso mientras preparaba los cereales del desayuno de sus hermanos, o cuando les cocinaba el almuerzo que se llevaban a la escuela, y también al fregar los platos. Aún no había cumplido ocho años.

Su padre le causaba mucha preocupación. Una vez lo oyó hablar por teléfono con alguien y comentar que tenía una úlcera. Aquello era nuevo y se sumaba al dolor de espalda, que iba y venía y que se agravaba con los esfuerzos, como bien sabía la pequeña. Desde la muerte de la madre, era el padre quien se ocupaba de hacer la compra para seis, y acompañarlos a la escuela y comprarles ropa y material escolar.

Papá solía besarla en la coronilla mientras le decía, «¿qué haría yo sin ti?». Probaba todos los platos que ella preparaba con sus ocho añitos, sus primeros pinitos en la cocina, y todos le parecían «extraordinarios», aunque no le salieran muy bien. A veces, cuando acostaba a Colm y a Donal y les leía un cuento, él se quedaba en el quicio de la puerta y ella fingía no verlo, guardándose para sí el orgullo de saber que contaba con su aprobación.

Y había otras compensaciones, como el dinero extra que le daba, o la gata blanca que le regaló para su cumpleaños. Marlinchen fue la primera chica de su clase que se perforó las orejas para ponerse pendientes, con permiso de papá, que a los nueve años la consideró madura para ello.

Perdida en el narcisismo inconsciente de la infancia, no se fijó en que hacía mucho tiempo que el padre apenas cruzaba la mirada con Aidan y que casi no se hablaban. Si Marli estaba presente, sólo le dirigía la palabra a ella. Cuando la muchacha empezó a notar lo que ocurría, pensó que se debía a que Aidan era un chico muy callado y autosuficiente, no como Colm y Liam, que siempre andaban haciéndose rasguños en las rodillas y enzarzándose en peleas en las que había que mediar, o como Donal, al que había que hacérselo todo. Aidan nunca necesitaba nada.

Entonces, un crudo día de invierno, Aidan cayó enfermo.

No fue nada grave, o no tendría que haberlo sido. Se trataba de una gripe, una de esas epidemias frecuentes en las escuelas en esa época del año. Aidan la pilló, pero siguió yendo a clase hasta que un maestro lo envió a casa.

Aquella tarde, cuando volvió del colegio, Marlinchen fue al cuarto de su hermano a ver cómo se encontraba. Le tocó la mejilla y notó que estaba ardiendo; era como un horno cubierto por una fina capa de músculo y piel. Le tomó la temperatura con el termómetro que había en el armario del baño y, cuando vio a cuánto estaba, corrió al estudio de su padre.

Papá estaba trabajando en una conferencia que iba a pronunciar en el Augsberg College y Marlinchen lo encontró intensamente concentrado en su redacción.

– ¿Papá?

– ¿Sí, cariño? -dijo él sin dejar de escribir.

– Creo que Aidan está muy enfermo.

– Es la gripe -replicó papá-. Lo único que debe hacer es quedarse en cama y descansar.

– Creo que necesita un médico -señaló Marlinchen-. Está a cuarenta de fiebre.

– ¿En serio? -preguntó el padre-. Dale un par de pastillas de antitérmico. Con eso, la fiebre le bajará. -Y continuó enfrascado en la máquina de escribir.

– Papá, me parece que necesita un médico -insistió Marlinchen, tragando saliva.

– ¿No me has oído? -Había dejado de teclear, pero no volvió la cabeza-. Que tome esas pastillas -añadió tajante-. Mañana tengo que dar esta conferencia, no me jodas.

– De acuerdo -dijo ella con voz débil.

Marlinchen había visto una película en que la que salvaban a un hombre que tenía una fiebre muy alta. Hizo que su hermano se tragara las pastillas con un vaso de agua helada y luego le dio de beber otro. A continuación le preparó un baño muy frío y le ordenó que se metiera en la bañera. Al cabo de dos horas, la temperatura le había bajado a treinta y ocho y Marlinchen tuvo la certeza de que su hermano se recuperaría.

Al cabo de tres horas, su padre salió del estudio y le dijo:

– Lo siento mucho, Marli.

Marlinchen se sintió aliviada.

– No tendría que haber dicho esa palabrota -añadió él-. Sé que no está bien. -Le puso un billete de veinte dólares en la mano-. ¿Qué tal si esta noche encargas una pizza? Así no tendrás que cocinar.

Marlinchen pensó que su mal humor tenía que deberse a que últimamente le dolía la espalda. Sí, debía de ser eso.

Pasó otro año, y otro, y ella cada vez asumía más responsabilidades en la casa. Pese a que no daba clases, papá parecía más ocupado que nunca. Se encerraba en el estudio muchas horas y trabajaba en su siguiente novela. En el resto de la casa, todos los demás hermanos recurrían a ella no sólo para que les cocinara, sino también para que los ayudara a hacerlos deberes. También era ella la que se encargaba de las reprimendas y de la disciplina.

Todos, salvo Aidan. Aidan la ayudaba. Vigilaba a Colm y a Donal -Liam ya había desarrollado su pasión por los libros- cuando ella tenía que estudiar, y jugaba con los pequeños al escondite o se los llevaba a pasear por la orilla del lago. Y con Aidan la unía una amistad que no tenía con los demás hermanos. Compartían bromas y secretos y, cuando papá se acostaba pronto porque le dolía la espalda, se quedaban levantados y miraban películas para mayores en la televisión por cable.

Aidan era el único de los hermanos del que podía decirse que era alto y, cuando tenían siete años, el chico dio un estirón. Un día, años después, mientras la familia se reunía a la mesa para la cena, Marlinchen reparó en Aidan, que se hallaba junto a la puerta abierta del frigorífico con su mano mutilada apoyada en el lateral del electrodoméstico mirando en su interior. De repente advirtió cuánto había crecido y cómo en sus brazos empezaban a formarse las ondulaciones de músculo propias de los hombres. Aparentaba más edad de los once años que tenía.

Y entonces Marlinchen se fijó en su padre, que también miraba a Aidan con sus ojos azules extrañamente entornados. No dijo nada. En realidad, estuvo callado durante toda la cena.

En aquella época, el padre hablaba cada vez menos y Marlinchen sospechó que la novela no iba bien y que, además, la úlcera lo mortificaba; no abría la boca más de lo necesario y perdía los estribos con facilidad. Fue entonces cuando ocurrió el incidente de la foto, un incidente que Marlinchen siempre consideró importante, un acontecimiento tan trascendental como los que aparecen con mayúsculas en los libros de texto de historia.

Hacía tiempo que papá había encargado a Marlinchen que se ocupara de las fotos familiares; a ella le gustaba mucho confeccionar los álbumes. Le había dado a Aidan un retrato de veinte por treinta que era demasiado grande para pegarlo en un álbum, en el que se veía a la madre con él en el regazo bajo el magnolio. Aidan nunca se había interesado mucho en decorar la mitad de la habitación que compartía con Liam, pero compró un marco para la foto y la colgó cerca del diploma que certificaba que era el corredor más rápido de su clase en la distancia de una milla.

Llevaba en su cuarto dos días cuando el padre, al pasar ante la habitación de los chicos mayores camino de la calle, reparó en ella.

– Esta foto no es tuya -le dijo a Aidan-, y no me gusta verla en ese marco barato de mercadillo.

– La foto es mía -insistió Aidan-. Me la dio Marlinchen.

Sin mediar palabra, el padre arrancó la foto de la pared.

– Es mía -repitió Aidan.

El padre sacó la foto del marco y se lo tendió.

– Toma, puedes quedártelo. Habrás comprado el marco, eso me lo creo -dijo-, pero la foto no es tuya.

– Sí que lo es -insistió Aidan, pero su padre no le hizo caso y se marchó.

El día siguiente era el aniversario de la muerte de la madre. Siempre iban a llevar flores a su tumba, cada año. Era una tradición familiar.

En esa ocasión, cuando Aidan fue al garaje con todos los demás y se dispuso a subir al coche, el padre sacudió la cabeza.

– Tú te quedas en casa -anunció.

– ¿Qué? -preguntó Aidan, como si no lo hubiera oído bien.

– ¿Sabes que probablemente perderás un año y tendrás que repetir quinto curso? -le dijo el padre-. Tu profesora me sugirió que te limitara las salidas y los viajes familiares hasta que tu rendimiento escolar mejore. Creo que tiene razón.

Marlinchen conocía bien las expresiones de su hermano gemelo y sabía lo mucho que significaba para él el recuerdo de la madre. Aidan esperó unos instantes para ver si su padre cambiaba de idea. Luego, con las mejillas ruborizadas, regresó a la casa.

El padre tardó dos días en descubrir lo que había hecho Aidan mientras estuvo solo en la casa. Aquella tarde, salió de su estudio y fue en busca de Aidan, que estaba haciendo los deberes.

– ¿Dónde está? -le preguntó gritando.

– ¿Dónde está, qué? -preguntó Aidan a su vez.

Aidan había cogido la foto del estudio de su padre y la había escondido. Pese a que buscó por todas partes, Hugh no logró encontrarla. Revolvió la mitad del dormitorio del chico, registró el cuarto de baño y todos los escondites habitúales del jardín, pero la foto no apareció. El padre ya no volvió a preguntarle por ella, pero su mal humor se cernió como un nubarrón sobre la casa. Impertérrito, Aidan apenas abrió la boca, pero Marlinchen se asustó muchísimo.

– ¿No puedes devolverle la foto? -lo instó.

– No -le dijo Aidan-. La foto ya no está aquí.

– Lo estás provocando.

– Me quitó una cosa que me pertenecía -replicó Aidan. Le estaba cambiando la voz y, por un momento, su hermana oyó en ella el timbre de un hombre, su futura voz.

– Si se la devuelves, todo se arreglará -dijo ella.

Marlinchen sacaba mejores notas que Aidan y lo ayudaba con los deberes, pero en aquel momento su hermano la miró como si supiera algo que ella no alcanzaba a comprender.

– No, no se arreglará nada. La foto no tiene nada que ver.

Cuando se iniciaron las palizas, Marlinchen y los hermanos pequeños las afrontaron fingiendo que no sucedían. Tampoco resultaba tan difícil, porque casi todas las hostilidades tenían lugar lejos de sus miradas. Cuando oían algo a través de las paredes, Colm subía el volumen de la tele, Liam se ponía los auriculares del walkman y se refugiaba en la lectura y Marlinchen se llevaba a Donal al jardín, a pasear por la orilla del lago. El propio Aidan nunca hablaba del asunto con los demás y ocultaba los cardenales ante ellos y ante sus maestros.

Los pequeños estaban cambiando y Marlinchen lo percibió enseguida. Empezaron a apartarse de Aidan como si temieran que el rayo que lo golpeaba regularmente fuera a fulminarlos a ellos también. Colm, que antes seguía a Aidan a todas partes como si fuera su sombra, empezó a mostrarse desagradable y violento con él. En la mesa, se sentaba lo más lejos que podía de su hermano y se hacía eco de las ideas y opiniones de su padre. Liam se volvió callado y nervioso, abstrayéndose en las historias que empezaba a escribir.

Un día de finales de primavera estaban todos fuera, en el jardín, disfrutando de la bonanza del tiempo. Colm y Donal se entretenían con una pelota de béisbol. Marlinchen terminaba de leer un libro sobre el que tenía que redactar un trabajo. Aidan trabajaba en la bicicleta de su hermana, una de color naranja metalizado que acababan de regalarle y a la que todavía se estaba acostumbrando. Le había sacado el manillar y lo había vuelto a poner del revés, y andaba preocupado por la tensión del freno.

Colm lanzó un tiro largo a Donal, que se hallaba cerca de las escaleras de la terraza con su guante de béisbol. La pelota salió muy desviada y dio en la barandilla del porche, a un metro y medio de Aidan. Éste alzó la mano para detenerla, pero llegó un segundo tarde. La pelota rebotó en el pasamanos y golpeó el cristal de la ventana de la cocina, que se rompió.

Todos se quedaron petrificados. Sabían que papá estaba en el piso de arriba y que lo habría oído.

– Mierda -dijo Aidan. Se puso en pie y se acercó a la ventana. Todos se apiñaron a su alrededor justo a tiempo de ver que el padre entraba en la cocina y observaba los cristales rotos y la pelota de béisbol, que se había detenido junto a la nevera.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Hugh cuando salió a la terraza, mirándolos a todos. Por unos instantes, reinó el silencio. Al cabo, Colm dijo:

– Ha sido Aidan.

– ¿Qué? -protestó Marlinchen-. ¡Colm!

– Ha sido Aidan -insistió el niño con una osada expresión de desafío en la cara.

Aidan lo miró sin comprender nada, igual que su hermana, pero Colm sólo miraba a su padre.

– Ve arriba -le dijo Hugh a Aidan, sin preguntar si lo que Colm decía era verdad. Marlinchen sabía que no lo haría, ni allí ni cuando estuvieran dentro.

– ¿Por qué lo has hecho, Colm? -le preguntó a éste cuando su hermano gemelo abandonó la terraza-. No ha sido culpa de Aidan.

– ¿Cómo lo sabes? -replicó Colm, obstinado-. Pero si tú estabas leyendo y no has visto nada…

Entró en la cocina en busca de la pelota.

Marlinchen lo siguió con la mirada y, mientras lo hacía, advirtió que un veneno estaba corrompiendo la vida familiar. Colm repetiría lo que acababa de hacer porque ya le había funcionado. Marlinchen temió que las cosas cambiasen mucho a partir de ese momento, pero jamás habría imaginado lo que ocurrió a continuación.

Había transcurrido un mes, quizá, cuando el padre llamó a los gemelos a su estudio.

– He hablado con vuestra tía Brigitte -anunció-, la hermana de vuestra madre, y me ha ofrecido generosamente su casa para que Aidan se vaya a vivir con ella.

Marlinchen quiso preguntar por qué. A tía Brigitte ni siquiera la conocían. Nunca había estado en Minnesota y la familia tampoco había ido a visitarla a Illinois.

– Pero, ¿por cuánto tiempo? -preguntó en cambio. El verano estaba al llegar y eso debía ser lo que su padre se proponía: que pasara el verano fuera.

– Ya veremos -respondió Hugh mientras daba unos golpecitos sobre un folleto con el logotipo de una compañía de aviación que tenía en la mesa-. Te marcharás tan pronto acabe la escuela -le dijo a Aidan, que tragó saliva y se marchó.

– Papá… -susurró Marlinchen, pero no supo cómo proseguir.

– Ayúdale a hacer la maleta, ¿quieres? -le pidió su padre-. Los chicos son un desastre para estas cosas. Y, cariño -añadió, volviéndose a mirarla después de poner en marcha el ordenador-, ocúpate de contárselo a tus hermanos, por favor.

Aidan estaba en su cuarto y no necesitó ayuda para recoger sus pertenencias. A diferencia de su hermana, que no asimilaba la idea, él parecía haberla aceptado.

– No te preocupes -le dijo, sacando la maleta del armario-. Estaré bien.

– Pero si a tía Brigitte ni siquiera la conocemos -protestó Marlinchen.

– Sí, sí que la conocemos -aseguró Aidan-. Estuvimos una vez en su casa, en Illinois.

– No me acuerdo -protestó Marlinchen, quien lo miró intrigada-. Además, a papá no le cae bien.

– Entonces, probablemente sea una excelente persona -replicó Aidan con amargura.

– Supongo que sólo será durante el verano…

– No te preocupes. Me da lo mismo vivir aquí que allí -comentó Aidan.

– Pero…

– Ya basta, por favor -dijo Aidan con acritud-. Y aparta tu gata de mi maleta.

Marlinchen vio que Bola de Nieve clavaba alegremente las uñas en la ropa que Aidan había metido en la maleta. Se levantó de la cama de Liam, en la que se había sentado, y replicó:

– Bola de Nieve no es mía. Es de todos.

– No, nada de eso -replicó el chico-. Bola de Nieve es tu mascota y tú eres la mascota de papá. ¿Por qué no me dejas en paz de una vez, joder?

Aidan nunca le había echado en cara el trato especial que recibía de su padre. A Marlinchen se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Linch… -la llamó Aidan, ablandándose. Pero ella ya había echado a correr por el pasillo hacia su dormitorio.


El día que Aidan tenía que tomar su avión a primera hora de la mañana, Marlinchen se levantó a las cinco para hacerle tortitas. En la negrura del otro lado de la ventana de la cocina, su reflejo le recordó el rostro arrugado de una anciana cuyos cabellos no hubieran encanecido. Aidan comió menos de la mitad de lo que le había preparado.

Marlinchen volvió a levantarse a las siete a fin de preparar un segundo desayuno para los chicos. Papá todavía no estaba en casa. Liam y Donal lloraron sentados a la mesa de la cocina. El rostro de Colm parecía de piedra.

Marlinchen llamó a Aidan por teléfono unas cuantas veces hasta que, un día, el padre dejó la factura del teléfono encima de su cama, con las llamadas a Illinois subrayadas en amarillo. Comprendió que no estaba pidiéndole que se las pagara y un extraño helor le atenazó las entrañas. Desde aquel momento, empezó a llamar a su hermano desde teléfonos públicos cada vez que podía, pero las oportunidades eran pocas y muy espaciadas. Aidan le aseguraba que todo iba bien y que tía Brigitte era amable. Después, poco más quedaba que contarse.


Cuando empezó el curso, Hugh no hizo que Aidan regresara. Marlinchen quiso preguntarle varias veces a su padre por qué, pero las palabras se le helaban siempre en la garganta. Cuando tía Brigitte murió en un accidente de tráfico, y Aidan fue enviado más al sur, a la casa de un viejo amigo de su padre, a Marlinchen se lo contaron una vez ya se habían consumado los hechos. Al enterarse, comprendió que Aidan nunca más volvería a casa. Su padre no cambiaría jamás de opinión.

«Tengo que hacer algo. Tengo que hablar con él. No puedo permitir que Aidan viva por ahí con alguien a quien ni siquiera conocemos.»Sin embargo, al principio no dijo nada. Temía por Aidan pero también estaba preocupada por su padre. Llevaba mucho tiempo sometido a una gran presión, económica y de todo tipo. Volvía a dolerle la espalda y estaba siempre de mal humor. En una ocasión, le dijo que tenía algo importante que decirle y que fueran a hablar bajo el magnolio.

De camino hasta allí, el corazón se le aceleró. ¿Qué iba a decirle? ¿Que estaba enfermo, que tenía cáncer, que se iba a morir? Cuando llegaron, él no fue capaz de articular palabra. Miró al suelo y luego hacia el lago y finalmente le dijo lo mucho que había amado a su madre, lo mucho que la echaba de menos y lo importante que eran para él los hijos.

Todavía asustada, Marlinchen se había apresurado a decir: «Ya lo sé, papá. Nosotros también te queremos». No había entendido qué había querido decirle. ¿Estaba todavía profundamente deprimido por la muerte de su madre? ¿Había insinuado que tenía tendencias suicidas? A partir de entonces y durante una buena temporada, a Marlinchen le costó conciliar el sueño o se despertaba en plena noche. En una ocasión, se levantó de la cama, recorrió el pasillo sin hacer ruido y asomó la cabeza en la habitación del padre para ver si estaba bien, si seguía respirando.

Poco después, ocurrió algo que pareció cambiarlo todo.

Una tarde, en la escuela, durante el recreo, vio a Aidan al otro lado de la alambrada. Él se llevó un dedo a los labios y, cuando Marlinchen volvía a casa, se lo encontró por el camino. El conductor del autobús escolar no se percató de que Aidan montaba en el vehículo con todos los demás chicos.

Marlinchen lo escondió durante dos días en el garaje del fondo. Le llevaba comida de hurtadillas y le consiguió una manta para que pudiera taparse cuando dormía tumbado en el asiento trasero del viejo BMW del padre.

El segundo día se lo contó a Liam. Después de la cena, llevaron la comida a Aidan y los tres hermanos se sentaron y hablaron. Casi todo lo dijo Aidan, y les contó cosas de la tía Brigitte, que lo había tratado bien aunque a veces resultase un poco pesada. Dijo que Pete Benjamín era un tipo correcto, pero que lo consideraba un absoluto desconocido y que, al cabo de dos semanas en la granja, se había sentido muy solo y había echado mucho de menos a sus hermanos. Les contó que, con el dinero que había ahorrado de una paga que le daba la tía Brigitte, había comprado un billete de autobús. Les habló del viaje nocturno, de la autopista que iba cobrando forma bajo los faros del vehículo, de la caminata que se había pegado todo el día hasta el colegio de Marlinchen. En el mundo crepuscular del garaje, las penalidades de Aidan adquirieron tintes de aventura.

Entonces se abrió la puerta y apareció Colm.

– ¿Qué está pasando? -preguntó.

Las tres caras se volvieron hacia él y la mirada de Colm se fijó en su hermano mayor. Se quedó sorprendido unos momentos; luego, su expresión se endureció y abrió la boca:

– Voy a contárselo a papá.

– ¡No, Colm! -Marlinchen se puso en pie, pero su hermano ya corría hacia la casa.

Cuando se presentó el padre y se detuvo en el umbral, su aspecto era atemorizador. Miró al hijo con el que estaba enemistado y asintió como si no se sorprendiera de verlo.

– Papá… -empezó a decir Marlinchen, pero tenía un nudo en la garganta que le impidió hablar.

– Déjalo, Marlinchen -dijo Hugh-. Ya me imaginaba que aparecería por aquí. -Entonces, se volvió hacia Aidan y añadió-: Mañana volverás a Georgia y, mientras tanto, ven a la casa. Esta noche puedes dormir en el sofá de la sala.

Marlinchen se sintió aliviada. Esperaba algo mucho peor. Aquella noche, hizo la cama a su hermano en el sofá de la sala y, cuando volvió a su cuarto, se durmió de inmediato. La tensión de los últimos días, escondiendo a Aidan, le había pasado factura. Todo había terminado y el cansancio la venció.

Pero no había pasado más de una hora cuando despertó otra vez y oyó los sonidos amortiguados de la ira que tan bien conocía. Con el corazón en un puño, bajó las escaleras.

Las cosas nunca habían llegado tan lejos. Aidan, sentado en el suelo de la cocina con la espalda apoyada en el frigorífico y la mitad de la cara ensangrentada, intentaba contener la hemorragia de la nariz rota y de la ceja partida. Junto a él estaba agachado su padre, que lo agarraba por un mechón de pelo sanguinolento con el rostro enajenado de rabia.

Le decía algo al oído. Luego, lo soltó y se incorporó.

Con gran dificultad y dolor, Aidan se puso en pie y escupió sangre y saliva al rostro de su padre.

Marlinchen fue presa del pánico ante la perspectiva de lo que podía ocurrir a continuación, pero su padre se limitó a limpiarse la cara y se marchó.

Marlinchen se agazapó en la oscuridad. El padre pasó por su lado sin verla. Ella se quedó sentada en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas, intentando contener las lágrimas. Desde donde estaba, se fijó en algo en lo que no había reparado antes. Entre el bosque de patas de sillas de la mesa del desayuno vio unos ojos brillantes que la miraban. Era Donal. Tenía cinco años. Estaba conmocionado.

Marlinchen supo enseguida lo que había ocurrido. Donal había bajado a la cocina a hurtadillas a coger algo que no debía, probablemente un pedazo de tarta de limón que la muchacha había preparado un rato antes. Cuando creyó que lo habían descubierto, se escondió debajo de la mesa y había estado allí todo el tiempo. Marlinchen no sabía qué había encendido la ira de su padre; la cuestión era que Donal lo había presenciado todo.

Fue en ese momento cuando Marlinchen tomó una decisión.

Lo mejor para Aidan sería que se marchase por la mañana, que fuera a vivir a dos mil kilómetros de distancia. De otro modo, la situación no haría más que seguir deteriorándose. Los más pequeños seguirían asistiendo a aquellas escenas y a otras peores, y Dios sabía que Aidan no estaría a salvo allí. En Georgia, sí. Por mal que le fuese con Pete Benjamín, estaría mejor con él que en casa.

Salió de su escondite, pasó junto a Aidan, que había vuelto a sentarse y seguía intentando detener la hemorragia de la nariz, y se acercó a Donal.

– Ven conmigo, cariño, sal de ahí -le dijo. Aunque ya era demasiado grande para que alguien del tamaño de su hermana lo levantara del suelo, Marlinchen lo consiguió, y el niño se acurrucó en sus brazos. Esperaba ver lágrimas en sus ojos, pero Donal no lloraba.

«Los niños pequeños se adaptan a todo», pensó mientras lo acostaba.

Ya no volvió a bajar y dejó a Aidan solo.

Un arco iris en la noche se publicó a finales de ese mismo año con un éxito aceptable de la crítica. Hugh pronunció conferencias y firmó ejemplares. Cuando salía de gira, enviaba postales desde todas las ciudades, aunque sólo pasara fuera una noche. Al año siguiente, un estudio cinematográfico adquirió los derechos de El canal. Con el anticipo, Hug compró una cabaña cerca del lago Tait, un lugar al que podía escapar para escribir, pero primero llevó de vacaciones a toda la familia. La úlcera e incluso el dolor de espalda parecieron remitir. Su estado de ánimo mejoró, hablaba y a veces hasta se reía en la mesa durante la cena.

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