Capítulo 20

Mi siguiente visita al gimnasio fue más afortunada. No me topé con Diaz ni tampoco con Jason Stone, el agente que había decidido apoyarme sin que yo se lo pidiera. A la salida, compré algo de comida y, de camino a casa, mientras esperaba ante un semáforo en rojo, algo me llamó la atención. Una figura solitaria subía la escalera de cemento que llevaba a un paso elevado sobre la autopista. Lo que ocurría era que no subía, exactamente.

La cultura popular no concede demasiada importancia a que los jóvenes beban en exceso, pues se considera un ritual de iniciación, pero ver a alguien que ha bebido tanto que es incapaz de valerse sí mismo resulta doloroso. El chico -era obvio que se trataba de un menor, con sus vaqueros anchos y sus zapatillas deportivas- gateaba literalmente escaleras arriba hacia el puente, apoyándose en las rodillas y en las manos. A mitad de camino, se detuvo y se tumbó a descansar. Eso, o se había desmayado.

A mi espalda sonó un claxon. El semáforo se había puesto en verde y todo el mundo estaba retenido por mi culpa. Arranqué hacia el cruce.

Lo último que vi del joven fue que, como si el sonido del claxon lo hubiera sacudido, reemprendía su ascensión a gatas.

Una vía de cambio de sentido, que cruzaba la autopista y seguía por una calle secundaria, me llevó a la correspondiente escalera del otro lado del paso elevado de peatones. No subí para interceptar al chico. El puente contaba con altas rejas a los lados y no podía caerse. Aunque se pusiera en pie y caminase, era imposible que se precipitara a la carretera.

Al cabo de un rato apareció en lo alto de la escalera, tambaleante, pero guardando el equilibrio. Miró hacia adelante como si los peldaños fuesen una pista de obstáculos y, prudentemente, decidió gatear igual que había subido. Me apeé del coche y corrí escaleras arriba para encontrarme con él.

Su cuerpo, visto desde arriba, era aún más delgado y tenía el cabello demasiado rubio para ser natural. Cuando vio mis zapatillas deportivas y levantó la mirada hasta mi rostro, confirmé aquella sospecha: el muchacho era asiático. Tenía las facciones inconfundiblemente orientales. Vietnamita, posiblemente, o laosiano.

También advertí algo más. No sólo era menor de veintiún años; ni siquiera debía de haber cumplido aún los dieciocho.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunté-. ¿Me oyes?

– ¡Oh, no! -dijo entrecerrando los ojos para mirarme-. ¡Oh, no, por favor! -repitió en un tono de miedo y resignación-. Policía, no.

«¿Cómo es que siempre lo adivinan?», pensé, pues no llevaba nada que recordara en lo más mínimo al uniforme oficial. Iba vestida con unos pantalones estilo pirata, una camiseta y una chaqueta con capucha.

– ¿Puedes levantarte?

– No quiero ir al reformatorio -dijo en el mismo tono. En su inglés no había rastro de acento extranjero, lo cual denotaba que era americano de segunda generación.

– No voy a detenerte -le aseguré.

– Odio el reformatorio -gimió.

– Primero, dudo mucho que hayas estado allí alguna vez -dije al tiempo que lo agarraba por el brazo y tiraba de él-. Segundo, no estás arrestado. Levántate.

– No, no, no -se obstinó, negándose a ceder a mi presión. Era delgado, pero yo no podía levantarlo sin su cooperación.

– Chico -le dije-, bajo esa manga tienes algo que quizá algún día llegue a ser un bíceps. Y en tus cuádriceps ya debe de haber suficiente músculo para que te pongas en pie.

– No quiero ir al reformatorio -dijo con flojera.

– Arriba -le ordené.

Cuando llegamos a mi coche, lo acomodé en el asiento trasero. Medía metro sesenta y cinco y era casi enclenque pero, de todas formas, sería más seguro que viajase allí por si, de camino a dondequiera que fuésemos, le daba por hacer tonterías. Los borrachos que no se tienen ni para caminar se recuperan a veces lo suficiente como para ponerse violentos. Lo inmovilicé con el cinturón de seguridad.

– No quiero que me arresten, no quiero ir al reformatorio -repitió una vez más antes de desplomarse de lado en el asiento trasero, mientras yo me ponía al volante.

– Chico -dije-, ¿cuántos agentes de policía has visto patrullando en ropa deportiva en un coche viejo que huele a producto químico?

Se quedó boquiabierto. Demasiados conceptos a la vez. Iba a volverlo loco.

– Te preguntaré algo más fácil -comenté-. ¿ Cómo te llamas?

– Special K.

– No, tu nombre oficial.

– Kelvin -respondió.

– Bien, Kelvin, ¿dónde vives?

La dirección que farfulló me resultó muy conocida. Puse en marcha el coche y me sumé al tráfico.

– Huele raro, aquí dentro -dijo, terminando con una palabra confusa que podía ser «agente».

– Sí, ya te lo había dicho.

– Me estoy mareando -anunció, y la verdad es que no parecía encontrarse muy bien.

– ¿Y no crees que el alcohol puede tener algo que ver con ello?

– Estoy mareado, en serio.

– Kelvin -dije, mirando por el retrovisor-, si vomitas en mi coche, voy a pedirle al fiscal que endurezca los cargos.


Ante la amenaza de que vomitar en un coche oficial fuese a agravar la acusación a la que tendría que enfrentarse, cualquiera que fuese, Special K. se dominó hasta que llegamos a las torres donde vivía Cicero.

Lo ayudé a salir del coche pero, tan pronto lo solté, se tambaleó y cayó de rodillas. Desde el suelo, bizqueando, levantó la mirada hacia la torre sur.

– ¿Estoy en casa? -preguntó parpadeando.

– Ya te he dicho que no iba a detenerte -le recordé.

– ¡Oh, qué bien! -exclamó Kelvin. Entonces su mirada se nubló y se concentró en sí mismo, como un presentador de telediarios al que acaba de llegarle una noticia de última hora por el auricular. Enseguida, se dobló hacia delante y vomitó en mis zapatillas deportivas.

– Me has roto la racha de suerte -protesté.

Cuando vio llegar a Kelvin, una de sus hermanas mayores -casi conmovedoramente hermosa con su bata de satén barato- reaccionó con un mohín de desaprobación, lo cual me indicó que no era la primera vez que alguien lo llevaba a casa en aquel estado.

– Gracias -susurró. Al fijarse en mis zapatillas, añadió-: Lo siento.

Cuando salí otra vez a la calle, volví la mirada involuntariamente hacia arriba, hacia lo alto de la torre norte.

«¿Y por qué no? Ya estás aquí», pensé.

Aunque había conseguido eliminar el vómito de mis zapatillas casi por entero, había dejado un tufo inconfundible en el reducido espacio del ascensor. No podía presentarme de visita de aquella manera. Al llegar al piso veintiséis, salí del ascensor y, en vez de dirigirme a la puerta de Cicero, fui hacia las escaleras, me quité las zapatillas y las dejé en el rellano, detrás de la puerta de la salida de emergencia. Ningún ladrón se sentiría tentado a llevárselas. También me quité los calcetines. Unos pies desnudos poseen una dignidad de la que carecen los pies con calcetines.

– Estaba por el barrio -dije cuando Cicero abrió la puerta-. Pero si interrumpo algo, me marcho.

– ¿Y los zapatos?

– Ahí, en la escalera -respondí.

– Comprendo -murmuró Cicero como si mi explicación fuese de lo más razonable-. Cada vez que me decido a preguntarte más cosas de tu vida personal, ocurre algo así. Entonces advierto que es mucho más fascinante no saber. -Retrocedió en la silla de ruedas para dejarme pasar.

Me preguntó si quería comer algo y decliné la invitación, pero Cicero preparó un té y entramos en su habitación.

– ¿Quién es éste? -inquirí.

– ¿Quién?

Me había puesto a mirar las fotos de la estantería del dormitorio.

– Éste -respondí, señalando la foto más antigua de todas, una imagen en blanco y negro.

Se trataba de un joven a caballo, un adolescente tocado con un sombrero de ala ancha y ataviado con lo que debían de ser sus mejores ropas, unos pantalones oscuros y una camisa color crema sin cuello. El caballo tenía una planta espléndida, casi tan lozana como la del muchacho, con un pelaje marrón oscuro o negro que brillaba incuso en aquella foto antigua, con el cuello arqueado de impaciencia porque lo sujetaban por las riendas el tiempo necesario para sacar la foto.

– Es mi abuelo -dijo Cicero-. En Guatemala.

– ¿Cuántos años tenía, en la foto?

– Dieciocho -respondió Cicero-. En realidad, no llegué a conocerlo. Murió al poco de nacer yo, pero me han contado que quería mucho a ese caballo. En aquella época, un caballo veloz era como un cinco litros de ahora. Me parece que no era suyo sino de la familia, pero lo consideraba de su propiedad, hasta que un día llegó a casa y descubrió que su padre lo había vendido para comprar el vestido de boda de su hermana.

– No fastidies -dije, divertida.

– En serio. Se puso como loco -explicó Cicero-. Al menos eso es lo que me han contado.

– Y tú, ¿naciste allí?

– ¿Dónde? ¿En Guatemala? No -respondió Cicero-. Nací aquí, en Estados Unidos. A mi hermano Ulises y a mí, nuestros padres no nos dejaron aprender español hasta que tuvimos una buena base de inglés.

– Por cierto, me dijiste que un día me contarías la historia de tu hermano y nunca lo has hecho -le recordé.

Cicero tomó en las manos otra foto de la estantería, en la que aparecía de excursión con una amiga, y volvió a dejarla en su sitio.

– No hay mucho que contar -murmuró.

Su innecesario gesto con la foto me indicó que no era cierto y esperé a que siguiera hablando.

– Ulises se instaló a vivir aquí con una amiga -prosiguió-. Más adelante, ella lo dejó, pero a él le gustaba el sitio y se quedó. Cuando terminé la rehabilitación, hace cuatro años, me enviaron aquí a vivir con él y, al cabo de un año, murió.

Aquél no era el final de la historia; en realidad se trataba del prólogo.

– Ulises era panadero -explicó Cicero-. Tenía unos horarios muy jodidos. Entraba a trabajar a las dos de la madrugada, en una pequeña panadería de Saint Paul.

Supe de inmediato que conocía la historia que Cicero iba a contarme.

– Estaba en un barrio conflictivo, donde abundaba el trapicheo de drogas y esas cosas -dijo-. Una noche, Ulises iba al trabajo. El condado de Ramsey había emitido una orden de captura de un sospechoso que había disparado contra la policía y Ulises conducía un coche similar al del hombre que andaban buscando. Dos policías de paisano de la brigada de narcóticos lo vieron aparcar detrás de la panadería y, cuando salió del coche, lo abordaron.

– Y le dispararon -intervine. No era necesario ser policía para deducir lo que había ocurrido.

– Sí -asintió Cicero-. Después dijeron que no había hecho caso de la orden de poner las manos arriba y que, en lugar de hacerlo, había hecho ademán de sacar una pistola. Los dos polis abrieron fuego, lo alcanzaron siete veces y lo mataron.

– Lo recuerdo -susurré-. Fue horrible.

– Les creo cuando dicen que Ulises se llevó la mano al bolsillo. Probablemente quería sacar la cartera. Los polis iban de paisano, estaba en un barrio peligroso, eran las dos de la madrugada y lo apuntaban con sus pistolas. Sin duda creyó que querían atracarlo. Un periodista apuntó tal teoría, pero la policía no le dio ninguna credibilidad.

«Sí, sí que se la dio -pensé-, aunque nunca en foros públicos.» Recordé los acalorados debates que el incidente había suscitado en los vestuarios, en los campos de prácticas de tiro y en todos los lugares donde los policías hablaban entre ellos.

– Al principio, también sugirieron que Ulises no había levantado las manos porque no comprendía bien el inglés, pero en eso tuvieron que echarse atrás. El inglés era su lengua materna y todos los que lo conocían lo corroboraron. -Hizo una pausa-. Y, como era de esperar, el comité interno que investigó el caso no encontró ningún fallo en la conducta de los policías. Volvieron al trabajo y al cabo de una semana, tuve que mudarme aquí.

– Lo siento mucho -murmuré.

– No tienes por qué -dijo Cicero-. No es culpa tuya.

– Cicero, creo que debería decirte una cosa.

Mi mentira por omisión, el no haberle dicho que era policía, cada vez me pesaba más. Miré las fotos y encontré una de Cicero con su hermano. En la expresión de Ulises se advertía una cierta alegría. La de Cicero poseía la gravedad de un facultativo incluso cuando no trabajaba. En cambio, Ulises parecía más despreocupado.

– Te escucho.

«Vamos, Sarah, no es tan difícil. Sólo dos palabritas: soy policía.»Entonces ambos oímos el sonido amortiguado de un timbre. Era mi móvil, que llevaba en las profundidades del bolso. Dejé la foto en la estantería, miré a Cicero como pidiéndole disculpas y saqué el teléfono.

– ¿Sarah? -era Marlinchen-. Siento mucho molestarte pero…

– ¿Qué ocurre? -pregunté, desplegando la antena.

– Creo que alguien anda merodeando alrededor de la casa. Hace un rato, Liam salió al jardín para hacer una pausa en los deberes y oyó ruidos, y yo ahora he vuelto a oírlos en la ventana del baño, mientras me lavaba los dientes. Y no me parecen ruidos de animales.

Podría haberle dicho que llamara a la policía de la zona, pero unos ruidos en un jardín no serían considerados una prioridad y, a las diez de la noche, las comisarías pequeñas tienen muy pocos agentes de servicio. Con un poco de suerte, alguien haría una visita de diez minutos a los Hennessy en las próximas dos horas.

No podía conformarme con eso. Los hermanos Hennessy eran responsabilidad mía.

– Voy hacia allí -le dije.


A pesar de su comentario -«no me parecen ruidos de animales»-, supuse que lo que Marlinchen había oído era probablemente el animal que había matado a Bola de Nieve. Si ya había cazado en aquel jardín, no había ninguna razón para que no regresara pero, cuando llegué a la casa, ya casi era de noche y me pareció comprensible que la muchacha tuviera miedo.

Salió a recibirme a la puerta, seguida por Colm y Liam a poca distancia.

– Gracias por venir -se apresuró a decir.

– De nada. Voy a hacer un registro rápido de la casa y luego saldré al jardín -le dije.

– ¿La casa? -preguntó Marlinchen sobresaltada-. Los ruidos proceden de fuera.

– ¿Estás segura de que has dejado las puertas bien cerradas toda la noche?

– Creo que… Bueno, supongo que sí. -Marlinchen intentó contestar a mi pregunta, pero no estaba muy segura y sus hermanos guardaron silencio.

– Será mejor comprobarlo -dije-. Y, por cierto, ¿dónde está Donal?

– Durmiendo -respondió Marlinchen-. Lo mandé a la cama hace una media hora.

Primero fui al cuarto del niño y, cuando abrí la puerta, comprobé que respiraba normalmente gracias a la tenue luz que iluminaba su cama desde el pasillo. Entré, registré los armarios lo más silenciosamente que pude y miré debajo de las dos camas. Nada.

Eché un vistazo en todas las habitaciones del piso de arriba, sin encender la luz, y después registré la planta baja. En la cocina había una puerta que llevaba a un sótano e iluminé los rincones con la linterna. Allí guardaban muebles viejos y un par de colchones. El aire olía a polvo y a cemento. No se veía muy ordenado, pero nada sugería que hubiese entrado ningún intruso recientemente.

Cuando terminé con la casa, entré en el garaje. Allí estaba el cuatro por cuatro de Hugh. No había nadie debajo del vehículo y en los armarios sólo encontré comida enlatada, material de acampada y unas cuantas botellas de vino cubiertas de polvo.

Acto seguido, me dirigí al amplio porche trasero y me arrodillé para inspeccionar un amplio boquete entre las tablas del suelo por el que un humano podía haberse colado fácilmente. Debajo no había nada salvo una capa de polvo y algunas piedras pequeñas. Anduve hasta la valla que bordeaba la casa y la seguí, examinando los matorrales que crecían en los límites de la propiedad. Luego miré debajo del pequeño embarcadero de madera junto al lago. Nada. No encontré ramas rotas ni huellas de pisadas. La única señal de actividad reciente en el jardín era una pequeña elevación en el suelo, debajo del sauce, donde Liam había cavado el hoyo y lo había vuelto a llenar tras enterrar a Bola de Nieve.

Finalmente, me encaminé al garaje del fondo del jardín. La puerta estaba abierta y, al entrar e iluminar el recinto con la linterna, me sobresalté.

– Hijo de puta -susurré. A primera vista, me había parecido un cuerpo colgado de las vigas, pero era el saco de boxeo. A la derecha había un banco de pesas. El gimnasio de Colm, lo llamaban sus hermanos.

Un coche, un BMW de principios de los ochenta, ocupaba el resto del espacio. Bajo la capa de polvo se adivinaba una pintura de color verde botella. Las ventanillas también estaban cubiertas de polvo, empañadas como los ojos de un cadáver, y las cuatro ruedas estaban pinchadas. Salvo esto, el automóvil se hallaba intacto, aunque saltaba a la vista que llevaba años sin que lo movieran. Enfoqué la linterna hacia la ventanilla y el haz de luz que perforó la ligera capa de polvo no mostró nada fuera de lo común: unos asientos de cuero marrón claro, vacíos. Las arañas habían tejido sus telas entre las barras de los reposacabezas y en las asas del techo.

– Todo parece estar en orden -aseguré a Marlinchen cuando acudió a abrirme la puerta-. Lo más probable es que se trate de un animal.

– Quizá estoy demasiado nerviosa por lo que le ha ocurrido a Bola de Nieve -susurró la muchacha un poco avergonzada.

– Es natural -la tranquilicé-. En realidad, estaba pensando que tal vez sea conveniente que esta noche me quede a dormir aquí con vosotros, chicos.

– ¿De veras? La verdad es que no creo que sea necesario.

Sabía que mi propuesta la sobresaltaría y añadí:

– Bueno, está haciéndose tarde y mi casa queda bastante lejos.

– ¡Ah! -exclamó Marlinchen recuperando de inmediato su habitual cortesía-. Comprendo. No era mi intención…

– Claro, no te preocupes -dije-. Mira, si me quedo esta noche, tendré que pedirte otro favor. ¿ Puedo lavar mis zapatillas en la lavadora?

La lavadora y la secadora estaban en el garaje donde Hugh guardaba el cuatro por cuatro. Introduje las zapatillas y los calcetines y seleccioné el programa de lavado en agua caliente. Cuando comenzó el primer ciclo con el sonido amortiguado de la entrada de agua, me acerqué a las alacenas en las que antes había visto las botellas de vino añejo.

Al regresar a la casa, advertí que la sala familiar estaba a oscuras y la tele apagada. Los chicos ya habían subido a las habitaciones y la única luz encendida en la planta baja era la de la cocina. Me dirigí hacia allí y dejé la botella en una encimera. Entonces oí unos pasos en la escalera y deduje que Marlinchen bajaba.

– ¿Sarah? Iba a acostarme ahora mismo -dijo-, pero tengo que decirte una cosa…

– Baja un momento -la interrumpí-. Yo también tengo que preguntarte algo.

Marlinchen se asomó por encima de la barandilla y yo levanté la botella de vino para que la viese.

– He encontrado esto en el garaje. Liam me dijo que tu padre ya no bebe, por lo que supongo que estas botellas se quedaron arrinconadas. -En realidad, según constaba en la etiqueta, el vino había sido embotellado hacía ocho años-. Sería absurdo dejar que se avinagrara. ¿Te importa?

– No, en absoluto -respondió-. Escucha…

– Bien -dije-. Ven, acompáñame.

Abrí un cajón y cogí un sacacorchos.

– ¿Quieres decir que beba contigo?

Desde las escaleras, la voz de Marlinchen sonó escandalizada, pero también tentada.

– Claro. -Saqué dos vasos grandes del estante superior-. Yo no lo convertiría en una costumbre, pero estás llevando toda una casa tú sola y no creo que un vaso de vino vaya a perjudicarte.

Al otro lado de la ventana, la noche estaba oscura como la boca de un lobo a excepción de las luces de una embarcación que surcaba el lago. Apagué la luz principal de la cocina y dejé que los dos focos del techo aislasen la encimera en un estanque de luz. Luego, descorché la botella. No volví a decirle nada a Marlinchen, pero yo ya sabía que la curiosidad la impulsaría a acercarse.

No puedo decir que me sintiera del todo cómoda con lo que estaba haciendo, pero quería hablarle a la chica con total libertad y que ella también lo hiciese conmigo y, por lo que había visto hasta entonces, su coraza no caería sin una ayuda externa.

Cuando me senté con la botella, oí de nuevo sus pasos en la escalera. Se sentó en el taburete contiguo al mío y le serví vino hasta casi llenar el vaso. Al verlo, abrió mucho los ojos.

– No te preocupes -la tranquilicé-. Tratándose de vino, esto es poco. -Le pasé el vaso-. Si alguien quiere hacerte beber esta cantidad de vodka, desconfía.


Bebimos y Marlinchen respingó.

– Resulta fuerte, ya lo sé -admití-, pero sigue bebiendo. Su hechizo se hará más evidente a medida que pase el tiempo. -Alcé el vaso y contemplé la luz que atravesaba aquel líquido rubí-. Uno de los teólogos puritanos, no recuerdo si fue Cotton o Increase Mather, dijo una gran cosa sobre el vino: lo llamó «la buena creación de Dios».

– Qué bonito -observó Marlinchen.

Me lo había contado Shiloh. Shiloh y su relación de amor-odio con la fe cristiana y su ecléctico pero vasto conocimiento de sus seguidores y de las enseñanzas de éstos.

– Lo que intentaba decir antes -murmuró Marlinchen- es que la puerta del dormitorio de papá no se puede cerrar. El pomo no sirve de nada. Más de uno se ha quedado encerrado ahí dentro.

– Pues probablemente no será muy difícil de arreglar.

– Ya lo sé, pero papá nunca se ocupa de estas cosas -replicó Marlinchen-. No sólo es torpe con las herramientas sino que es del todo incapaz de ocuparse de esos asuntos. Prefiere dejar la puerta siempre abierta -añadió con una sonrisa apesadumbrada.

– Zapatero, a tus zapatos -dije, sirviéndome otro vaso de vino-. Si la memoria no me falla, ahora tendrías que estar estudiando para los exámenes finales, ¿no es cierto?

Marlinchen asintió.

– No me has contado -proseguí- si has solicitado el acceso a alguna universidad y si te han aceptado.

– En realidad, voy a dejar los estudios durante un tiempo -explicó- Pero mi caso no es el de Liam. Yo no saco notas extraordinarias, me refiero.

– Probablemente serían mucho mejores si no tuvieras que llevar una casa de cinco personas -apunté.

– Desde luego, es agotador. -Marlinchen hizo una pausa con el vaso cerca de los labios-. Con papá en el hospital, quiero decir.

– Tonterías -dije-. Sabes administrarte con el talonario de cheques, tienes la casa limpia, programas las comidas, las preparas, haces la compra… Son cosas que no se aprenden en unas semanas. Tengo la sensación de que llevas encargándote de todo desde mucho antes de que tu padre ingresara en el hospital y supongo que, incluso en el caso de que se recupere por completo, la situación no va a cambiar.

– Para mí, la familia es muy importante -afirmó tras unos instantes de vacilación.

– Me parece muy bien -repliqué, sirviéndole más vino-, pero Donal tiene once años. Cuando cumpla dieciocho y se marche a la universidad, tú tendrás veinticinco. ¿Vas a dejar tus estudios hasta entonces?

– La facultad no es para todo el mundo -alegó-. Estoy segura de que tú no fuiste a la universidad.

– Sólo hice un curso -repliqué.

– ¿ Lo ves?

– Pero con un año me bastó para descubrir que yo no quería lo que allí me ofrecían -comenté-. Tú también tendrías que descubrirlo antes de que seas demasiado mayor para los dormitorios compartidos, las fiestas y todo lo que hace que la universidad sea algo más que un lugar donde cursar unos estudios -dije-. Incluso ahora que vas al instituto, hay cosas que deberías hacer y no haces, como salir a ligar con chicos o ir al cine con las amigas.

Marlinchen bebió otro sorbo, sobre todo para ganar tiempo y encontrar una respuesta. Sin duda estaba preparando unas maniobras verbales de evasión.

– Tú eres una amiga -dijo al cabo con voz acaramelada-. Quieres que un día vayamos al cine?

– Yo no soy el tipo de amistades que te conviene tener a tu edad. Marlinchen pareció complacida, y yo advertí que había caído en una trampa.

– Esto nos lleva a una cuestión importante -dijo-. Vienes a casa, te quedas hasta muy tarde por la noche con unos niños a los que apenas conoces… ¿Por qué no andas tú ligando por ahí, Sarah?

– Porque soy… -Me interrumpí. No quería hablarle de Shiloh.

Marlinchen advirtió mi incomodidad y su recién estrenada audacia se disipó.

– No quisiera presionarte -dijo en voz baja-, pero si eres gay, Sarah, por mí, ningún problema.

Sus palabras fueron tan sinceras que me conmovieron, pero ahora tenía que aclararle que no era el caso.

– Bueno, los homosexuales también salen por ahí a ligar -apunté-, pero lo que iba a decirte es que soy una mujer casada.

– Entonces… ¿dónde está tu marido? -Marlinchen se había quedado boquiabierta.

– En Wisconsin -respondí.

– ¿Estáis separados?

– Algo así.

Marlinchen no estaba muy espesa todavía, porque comprendió enseguida que yo no quería hablar del tema.

– Qué pena -comentó, jugueteando con el vaso de vino hasta casi volcarlo.

– Cuidado -advertí-. Así será más estable -añadí, al tiempo que lo llenaba de nuevo.

– Tenías razón -dijo-. El hechizo del vino se nota cada vez más.

– Hazme caso, chica. Yo te ayudaré a conseguir lo que te propongas.

Me oí hablándole como un manual de autoayuda.

Sin embargo, noté que sus mejillas habían adquirido un color intenso y que empezaba a estar en condiciones de aceptar que yo llevase la conversación en la dirección que quería. Con una persona de poco más de cincuenta kilos y en absoluto acostumbrada al alcohol, no había tenido que esperar mucho.

– Desde que vengo por aquí casi a diario y hablo con los chicos -empecé-, no has vuelto a mencionar a Aidan. Ni una sola vez.

– Siento mucho haberte hablado de aquella manera el día que… -se apresuró a decir.

– No me refería a eso -repliqué, sacudiendo la cabeza-. No me enfadé por lo que dijiste, pero la pregunta que te formulé ese día sigue en el aire. -Hice una pausa y observé su rostro. Era evidente que se acordaba perfectamente de lo que habíamos hablado, pero se lo repetí por si acaso-. A los niños no los mandan lejos de casa sin que haya razones para ello. Buenas razones, malas razones, pero siempre hay alguna.

Genio y figura; como era de esperar, Marlinchen no respondió.

– Tengo la sensación de que hay algo más que te gustaría contarme -proseguí-. ¿Confías en mí, Marlinchen?

– Pues claro que sí -respondió-. Lo que ocurre es que la cuestión de Aidan es dolorosa.

– A veces, en mi trabajo -expliqué-, tengo que decirle a la gente que se sumerja a fondo en su tristeza durante un rato para poder superarla, o de otro modo seguirá sufriendo indefinidamente.

Marlinchen tenía la vista clavada al frente, en la oscuridad del otro lado de la ventana. Todavía no estaba preparada para sumergirse en su tristeza pero yo lo había intentado.

– Termina el vino y vamos a acostarnos -dije.


Iba a cerrar la puerta del dormitorio de Hugh Hennessy cuando recordé que el pomo estaba estropeado. La dejé entornada y sentí un pequeño estremecimiento de ansiedad. Había tanta oscuridad y el silencio era tan denso que me pareció estar viviendo en una novela gótica, con puertas engañosas que te atrapaban. Una vez acostada, eché de menos los pequeños ruidos de la ciudad que me habrían ayudado a conciliar el sueño.

Como había dejado la puerta abierta, nada me alertó de que en la alcoba había alguien más hasta que, en la penumbra, capté un movimiento junto a la cama y me volví deprisa. Por la forma de la sombra supe que era Marlinchen y me tranquilicé. Iba descalza y vestía una camisola y un pantalón corto.

– ¿Qué ocurre? -le pregunté.

– Quiero hablar de Aidan -respondió.

Por fin.

Marlinchen se acercó y se sentó en el suelo al lado de la cama. Tenía las pupilas dilatadas como un gato.

– Cuando se decidió que Aidan se marchara lejos -contó- no dije nada porque pensé que sería lo mejor. -Emitió un tembloroso suspiro-. Me daba miedo lo que podía ocurrir si se quedaba.

– ¿Qué te daba miedo? -inquirí.

– Papá pegaba a Aidan -explicó-. Hacia el final. Pero todo empezó mucho antes.

– Explícamelo.

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