Capítulo 30

La doctora Leventhal, psicóloga del departamento, era una mujer de unos cincuenta y cinco kilos con unos bonitos rizos gris metálico y un leve acento británico erosionado por los muchos años que llevaba viviendo en América. No había tenido la oportunidad de trabajar con ella o, para ser más precisos, nunca me lo habían pedido. Por eso, me sorprendió un poco que al día siguiente, cuando asomé la cabeza por la puerta de su despacho, supiera mi nombre.

– Detective Pribek -dijo-, no se quede ahí. No estoy ocupada.

Iba impecable, con un traje rosa pálido y una pequeña estrella de David de oro colgada al cuello de una cadena y, aunque yo vestía ropa y calzado adecuados para el trabajo, de repente me sentí como una cenicienta.

– Solo quería hacerle una pregunta rápida -apunté-. En realidad, no necesito nada.

– Adelante -me instó-. Si puedo, la ayudaré.

– Voy a plantearle una situación hipotética -expliqué-. Si a alguien se le ha contado repetidamente, desde los tres o cuatro años, que a esa edad un perro lo mordió y le causó graves heridas, ¿puede esa persona desarrollar un recuerdo diáfano del incidente, aunque éste no llegara a suceder? ¿Un recuerdo que sea casi visual?

Esperaba que, como psicóloga, me daría una respuesta prolija y no concluyente, pero no fue así.

– En efecto -dijo la doctora Leventhal-. Que el niño en cuestión sea tan pequeño ayuda mucho. Existe un acuerdo general en que los tres o cuatro años constituyen el umbral de la memoria, pero se sabe de adultos, incluso, que han inventado recuerdos a instancias de los psicólogos.

– ¿Y por qué querían los psicólogos que inventaran recuerdos?

– Para un estudio -respondió-. A veces, se recurre a un hermano o hermana del sujeto para que le inculque un «incidente de la infancia» que nunca ha ocurrido. En tales circunstancias, los individuos objeto del estudio tienden a convenir que el incidente se produjo y a veces añaden incluso detalles que «recuerdan». -Hizo una pausa-. La posibilidad de que lo hagan depende, en parte, de lo fantasiosos y crédulos que sea. También depende de quién intenta convencerlos: las palabras de un hermano mayor siempre serán más tomadas en consideración que las de un hermano pequeño. En su caso, ¿quién es el «persuasor»?

– Uno de los progenitores -respondí.

– Entonces, no le quepa duda de que lo daría por cierto -respondió la psicóloga-. La memoria puede ser esclava de las necesidades emocionales. Si un niño tiene el intenso deseo de creer lo que le han dicho, puede construir un recuerdo y desarrollar un temor relacionado con ese recuerdo. -La doctora Leventhal descruzó las piernas y volvió a cruzarlas-. Debería preguntarle una cosa: el niño en cuestión, ¿ha recibido algún tipo de ayuda para poner en orden sus recuerdos? ¿Hipnoterapia, tal vez?

– No. -Sacudí la cabeza-. ¿Es eso malo?

– Bien, si no se practica correctamente, a la hipnoterapia se le atribuye la construcción de recuerdos falsos. Con mucha frecuencia, lo encontramos en terapeutas especializados en vejaciones sexuales. Cuando el paciente, sometido a hipnosis, quiere «complacer» al terapeuta, a menudo acepta las sugerencias de éste y contesta afirmativamente a preguntas como, «¿hay alguien más contigo en la habitación?»-No es el caso -dije-. El chico no se ha sometido a terapia de ningún tipo.

– No pretendo cargarme la hipnosis de forma indiscriminada -observó la doctora Leventhal-, pero es una técnica de la que seguimos ignorando tanto… Y poco conocemos también de la memoria, ya que hablamos de ella. Es un campo de investigación realmente asombroso. ¿Sabe lo que es un falso recuerdo?

Negué en silencio.

– Los psicólogos no siempre se ponen de acuerdo en su definición ni en su incidencia -dijo-. Pero, básicamente, un falso recuerdo es un mecanismo de defensa. Algunos pacientes que han sufrido traumas no son capaces de recordarlos, al principio. En cambio evocan sin dificultad otros incidentes más sencillos y aceptables. -¿Como qué? -inquirí, interesada a mi pesar.

– Un paciente puede decir, por ejemplo, «me asomé a la ventana y vi un par de cuervos en el jardín del vecino» cuando, en realidad, vio a un hombre que pegaba a una mujer. El mente sustituye la imagen inaceptable por una aceptable. La encubre.

Debí de parecer asombrada, porque la doctora sonrió.

– La mente es muy poderosa en lo que a sus propias defensas se refiere -dijo.

– Es fascinante -asentí.

– Veo que le interesa el asunto, porque cuando hemos empezado a hablar, se había detenido en el umbral de la puerta y ahora ya está a mitad de camino de la mesa.

Advertí que estaba en lo cierto.

– La veo un poco asustada, detective Pribek -comentó-. Le aseguro que no ato a la gente a la silla ni la obligo a que me cuente su infancia.

– Estupendo -dije-. Se aburriría enseguida con los recuerdos de mi vida personal. Tuve una infancia bastante insípida.

– La gente tiende a suponer, erróneamente, que a los psicólogos sólo nos interesa lo anormal -dijo-. Las mentes sanas son tan fascinantes como las perturbadas. -Inclinó la cabeza levemente-. Me pregunto, sin embargo, si es del todo sincera cuando dice que sus años de niña fueron aburridos.

– Bueno, no recuerdo haber visto cuervos, la verdad, si es eso a lo que se refiere -repliqué en tono ligero.


Una compañera de trabajo contrajo inesperadamente un catarro estival y me tocó cubrir el turno de noche en comisaría dos jornadas seguidas. Ninguna de esas dos noches fui de visita a casa de los Hennessy. Al tercer día, miré el calendario y me pregunté por qué se me había grabado aquella fecha en la memoria. Lo recordé al cabo de un instante: era el cumpleaños de Aidan y Marlinchen.

Faltaba poco para el solsticio de verano y el sol todavía estaba muy alto cuando llegué a la casa, aparqué y crucé las puertas correderas que daban a la terraza. A aquella hora, Marlinchen solía preparar la cena, pero la cocina se hallaba vacía. Había cacerolas y utensilios en la encimera, pero nadie a la vista. Salí de nuevo, me dirigí a la puerta principal y llamé al timbre.

Cuando Marlinchen me abrió, la vi mucho mayor de lo que en realidad era. Vestía una camisa de seda color canela y una falda negra de tubo. Antes de que pudiera hacerle algún comentario al respecto o de que ella me dijera nada, me fijé en otro detalle.

Desde que los conocía, los Hennessy nunca habían utilizado el comedor. Por lo general, los niños comían en la mesa de la cocina, y allí me había dirigido en primer lugar a buscarlos. Pero en esta ocasión la familia se había reunido en torno a la mesa del comedor. Dos velas brillaban entre las fuentes de comida y todas las caras se volvieron a mirarme.

No vi entre ellos, sin embargo, la larga y desgarbada figura de Aidan. En cambio, en el lugar de honor de la mesa, la luz arrancaba destellos de un bastón metálico apoyado contra la silla. Levanté la mirada y me encontré con los ojos azul pálido de Hugh Hennessy.

– Sarah -dijo Marlinchen con una voz que expresaba tanta cautela como sorpresa.

– Hola -murmuré torpemente-. No pensaba que fuerais a cenar tan temprano.

– Para papá, es mejor cenar pronto -explicó Marlinchen-. Además, hoy está cansado. Ha salido del hospital esta misma tarde.

Desde el otro lado de la mesa, a unos seis metros de distancia, Hugh nos miraba a las dos. Probablemente no nos oía pero, aun así, me sentí muy incómoda y me volví hacia la puerta. Marlinchen, toda cortesía, me siguió al exterior.

– No esperaba ver aquí a tu padre, tan pronto -comenté.

– Esta tarde hemos firmado los documentos por los que me nombra administradora -dijo Marlinchen- y lo he traído a casa. Precisamente celebramos su regreso. Los cumpleaños, el fin de curso y el regreso de papá.

– Me dejas pasmada -admití-. ¿Y cuándo vas a presentarte a las elecciones a gobernadora del estado?

– Todo te lo debo a ti -se rió Marlinchen, complacida-. ¿Quieres entrar y acompañarnos? Hay tantísima comida…

– No, déjalo.

– ¿Estás segura? -insistió.

Era evidente que estaban a media cena, pero mi negativa no se debía sólo a eso. Algo había cambiado en la escena: la familia reunida, la manera en que Hugh me miraba en silencio desde la cabecera de la mesa… El círculo se había cerrado y yo estaba de más.

– Completamente -respondí-. Gracias por la invitación.

– Bueno, gracias a ti por venir -dijo Marlinchen-. Nunca podré agradecerte bastante todo lo que has hecho por nosotros.

Era imposible no captar la nota de despedida en su voz. «Ha sido un placer conocerte», me estaba diciendo.

En lugar de dirigirme al coche, me volví hacia el garaje del fondo y la gravilla crujió bajo mis botas. Allí vivía ahora Aidan Hennessy.

Deseé comprender por completo la causa de que la presencia de Hugh me provocara tanta incomodidad. Yo había pasado mucho tiempo con individuos que habían hecho cosas peores que maltratar a sus hijos. ¿Por qué, pues, la mirada azul y malsana de Hugh me afectaba de aquel modo? Era como si supiese lo que yo sabía de él. Pensé que lo estaba imaginando, que era imposible que aquella fría expresión me estuviera diciendo: «Mi familia no es asunto tuyo. Déjanos en paz. Lo pasado, pasado está».


La puerta del garaje estaba abierta. Llamé con los nudillos en el marco y asomé la cabeza. Lo que vi me sorprendió. Aidan estaba trabajando en el viejo BMW. El coche tenía el capó levantado y el motor brillaba bajo la luz del techo. Al oír mi llamada, alzó la cabeza.

– Feliz cumpleaños -dije.

– Hola -me saludó-. Entra.

– ¿Qué haces? -le pregunté, acercándome.

– Voy a convertirlo en el coche trucado definitivo -respondió Aidan, que no parecía descontento con el desafío que planteaba el vehículo-. Hace catorce años que no se ha movido.

– ¿Catorce? -repetí.

– Eso dice Linch. Tiene acceso a todos los archivos de Hugh. -Se agachó junto al marco de la puerta-. Tal vez me esté embarcando en algo imposible. Escucha esto.

Dio un empujón al costado del coche y oí un leve chapoteo.

– Gasolina de hace catorce años -explicó-. Calculo que, cuando dejó de funcionar, debían de quedarle cinco o diez litros. Ahora quedarán apenas unas gotas. Tendré que vaciar el tubo del carburante. Todavía no me atrevo siquiera a preparar una lista de todo lo que será preciso hacerle. -Se incorporó-. Pero será un buen coche para Marlinchen, cuando por fin lo haya terminado. El cuatro por cuatro no le gusta nada.

Miré al interior a través de una ventana, igual que había hecho cuando había registrado toda la casa y el jardín la noche del regreso de Aidan.

– Está limpio por dentro -aseguró-. Salvo unas cuantas telarañas.

Tenía razón. No vi nada inusual y los asientos de cuero estaban bien conservados y sin desgarros.

– ¿Dónde aprendiste mecánica? -pregunté.

– Siempre me han interesado los coches -respondió Aidan-, pero lo aprendí casi todo en Georgia. Pete tenía un camión viejo y maquinaria agrícola con los que me entretenía.

– Pues la mecánica es una habilidad muy útil -observé-. Pero tal vez sería mejor que pensaras en comprar un coche de segunda mano que funcione, en vez de reparar éste.

– Es posible -asintió. Aidan se puso en pie y se acercó a un estante. Entre las herramientas tenía el paquete de tabaco y el mechero. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

Aproveché la oportunidad para mirar alrededor. La decoración interior del garaje había cambiado. En el extremo opuesto, el pesado saco de boxeo de Colm seguía colgado de las vigas, pero el banco de pesas estaba arrinconado para dejar espacio a un camastro cubierto por unas cuantas mantas de colores variados. Al lado, habían puesto una cómoda de contrachapado con cajones, encima de la cual había una sola foto enmarcada. Una bombilla en el techo iluminaba el espacio.

– ¿No te molesta estar exiliado aquí? -pregunté a Aidan.

– Hugh actúa de una manera muy rara cuando me ve -respondió el chico, tras pensarlo unos instantes-. Como lo que hizo en el hospital. Por otro lado, la verdad es que no me molesta; me gusta tener mi propio espacio. No olvides que fui yo quien decidió no pasar mucho tiempo en su compañía. -Aidan tiró la ceniza en la tapa de un bote de mayonesa que hacía las veces de cenicero-. Además, no es que no pueda entrar en la casa. Con el bastón, Hugh tiene dificultades para bajar la escalera, por lo que casi siempre estará en el piso de arriba, al menos durante un tiempo.

– Comprendo -asentí.

Encontrar una situación ideal para los Hennessy era difícil y cada vez comprendía mejor lo que el juez Henderson me había dicho: nadie puede ordenar cómo ha de llevar sus asuntos una familia.

La foto enmarcada de la cómoda me llamó la atención y la miré más de cerca. En ella aparecía Elizabeth Hennessy, sentada bajo el magnolio con un niño de tres o cuatro años en el regazo. El cabello del pequeño era más claro que el suyo, y pensé que no podía tratarse de Liam ni de Colm.

– ¿Eres tú con tu madre? -inquirí.

– Sí -respondió Aidan.

– ¿Es la misma foto por la que te peleaste con tu padre?

– Sí, ésta es.

– Si no te importa que te lo pregunte -proseguí-, ¿dónde la escondiste para que Hugh no la encontrara?

– La tenía la tía Brigitte -respondió-. Se le envié por correo el mismo día y luego me la dio.

Desde entonces, la había llevado siempre consigo, incluso durante la época que vivió en la calle como fugitivo. La veneración que sentía por su madre era evidente y pensé que Hugh había demostrado ser muy perspicaz, aunque también cruel, cuando le había prohibido que los acompañara en la visita que realizaron a la tumba de la madre.

– Falta poco para el aniversario de la muerte de tu madre, ¿verdad? -pregunté. La última vez que había cenado con sus hermanos, lo habían comentado.

– El domingo -asintió Aidan-. Probablemente iremos todos al cementerio.

Saqué la cartera, busqué una tarjeta mía y se la tendí.

– Escucha -le dije-. Ahora tengo que irme. Marlinchen ya tiene estos teléfonos, pero así tú también los tendrás. Por si necesitas algo.

– ¿Y ya no vendrás más por aquí? -quiso saber.

– Creo que me he quedado obsoleta -respondí con pesar.

Y cuando subí al coche y recorrí la larga calzada de acceso, contemplé la casa deteriorada por la intemperie que desaparecía en el retrovisor como si fuera la última vez que la viera.


Pero aquella noche, cuando me dormí, soñé que el condado de Hennepin había puesto una demanda contra Hugh Hennessy con la condición de que yo fuera la fiscal. Estaba en el juzgado y yo lo interrogaba en la sala de audiencias.

«Vi un par de cuervos», decía Hugh.

Aquélla no era la respuesta que esperaba. «¿Podría repetir lo que ha dicho?»«Un relámpago alcanzó la casa», respondió.

Entre los asistentes, alguien soltó una risita. El juez dijo: «Controle a sus testigos, letrada».

Pero Hugh no se detuvo. «Fue un pitbull -dijo-. Vi un par de cuervos. Un relámpago alcanzó la casa. Vi un par de cuervos. Vi un par de cuervos. Vi un par de cuervos.»

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