Capítulo 19

Los detectives tienen la prerrogativa de poder utilizar un coche del parque móvil de la policía y, cuando yo empecé a hacerlo, nadie del trabajo se extrañó. Si había corrido la noticia de que mi coche estaba en el laboratorio, nadie lo mencionó en mi presencia, ni siquiera implícitamente. Mientras, recurrí al vehículo de la policía no sólo para asuntos de trabajo, sino también para ir a visitar a los Hennessy al caer la noche.

Los niños se adaptan a los caprichos y a los dictados de los mayores del mismo modo que los demás nos adaptamos a las variaciones climáticas. Los hermanos Hennessy aceptaron el nuevo papel que yo desempeñaba en su vida y enseguida se habituaron. Iba a verlos al terminar el trabajo y, por lo general, me quedaba a cenar con ellos. Comprobé los detalles que Lorraine había mencionado; estaba claro que se hacía la colada y que la casa estaba más limpia de lo que cabía esperar teniendo en cuenta que en ella habitaban cuatro menores de edad. Además, el hogar de los Hennessy, por naturaleza, no podía aparecer asépticamente limpio y esta característica formaba parte de su encanto. Se trataba de una casa vieja y en todas partes había testimonios de que allí vivía una familia desde hacía mucho tiempo. Los muebles de pino, pese a conservar su elegancia, se veían viejos, un poco maltratados y con algunas mellas, y en uno de los pasillos del piso de arriba había puntos y rayas de lejía en el suelo, un relato en código Morse sobre alguien que había querido limpiar unas manchas con cierta torpeza. Por su trazado y recorrido, vi que no podía ser de zumo de moras. Sangre, tal vez, de una hemorragia nasal o de algún percance infantil.

Pero en el día a día los niños mantenían la casa bastante ordenada. Enseguida me quedó claro que aquellos chicos, desde muy pequeños, no habían recibido directrices de nadie. Como padre, Hugh no los controlaba al detalle desde hacía mucho tiempo; quizá nunca lo había hecho. Después de lo que le había sucedido al escritor, muchos niños se habrían hundido. Los Hennessy, en cambio, habían tomado las riendas de su vida automáticamente.

Aidan, el ausente, seguía rondándome por la cabeza. Ahora ya me había familiarizado con las defensas que Marlinchen siempre tenía a punto. Si quería avanzar en el caso del hermano, tendría que abordar la cuestión con mucho más tacto que en la anterior ocasión. De momento, dejaría reposar el asunto.

Una noche que me quedé hasta más tarde, hablé por fin con ella. La encontré sola en el porche trasero y su delgada silueta me pareció la viva imagen del desaliento. Tenía la vista clavada en la oscuridad del terreno del vecino que lindaba con la casa. Allí fuera no había nada de interés, pero parecía preocupada.

– ¿Ocurre algo? -pregunté, saliendo por la puerta corredera de la sala que daba a la terraza.

– No, nada -respondió, volviéndose hacia mí-. Se trata de Bola de Nieve.

– ¿Tu gata?

– Nunca vuelve tan tarde -explicó la muchacha-. Todas las tardes regresa a las ocho y media o las nueve, como un reloj.

– Yo no me pondría en lo peor. Una amiga tenía un gato al que le gustaba rondar por ahí y resultó que el animal llevaba una doble vida. Había encontrado otra familia que también le daba de comer. Incluso le habían sacado fotos dentro de su casa.

Marlinchen sonrió pero no hizo ningún comentario.

– Tal vez se ha quedado encerrada en una casa o en el garaje de alguien -proseguí-. Mañana aparecerá.

– Sí, seguro que es eso -murmuró la muchacha.

– ¿De verdad que te encuentras bien? -inquirí-. Pareces un poco depre.

– Estoy cansada, nada más -respondió y se le disparó un músculo de la mejilla en un movimiento involuntario, como si la chica intentase contener un bostezo.

– ¿Qué has sabido de tu padre? -pregunté.

Marlinchen se apartó de la cara un mechón de pelo que se le había soltado de la coleta.

– Hace recuperación física -dijo-. Ahora ya camina con un andador, que le da mayor estabilidad.

– ¿ Como las ruedecillas auxiliares de las bicicletas?

– Exacto -asintió-. Después, utilizará una muleta y, finalmente, volverá a caminar solo.

– Pues parece que progresa muy bien.

– Sí; físicamente, sí -murmuró.

– ¿Físicamente? -pregunté, creyendo que se refería a que el padre se encontraba bajo de moral.

– Sus aptitudes verbales casi no mejoran -explicó-. Los médicos creen que entiende casi todo lo que le dicen y lo que sucede a su alrededor, lo cual es bueno de cara a que me nombren administradora, pero prácticamente no habla ni puede escribir. Lo embrolla todo. Confunde «mi» con «tu» o «él» con «ella». -Me miró como si esperase que yo dijera algo. Al ver que no lo hacía, prosiguió-: Lo peor que le puede ocurrir a un escritor es sufrir afasia. No se trata del dinero -se apresuró a aclarar-. Conseguiremos salir de ésta, aunque no vuelva a escribir, pero la literatura es el centro de su existencia. Si papá se recupera en todo lo demás pero no puede escribir, esa será la peor secuela del ataque.

– Dale tiempo -susurré. No podía decir otra cosa. Todo lo demás habría sonado a falso consuelo.


Cuando tu coche pasa por el laboratorio criminal, nunca te lo devuelven tal como estaba. Era algo que había oído decir muchas veces, pero no lo entendí hasta que recogí mi Nova en el depósito de embargos del condado de Hennepin, que era donde lo había enviado el Gabinete de Investigación Criminal después de examinarlo. En el interior persistía un olor a producto químico. Cuando los rayos de sol de última hora de la tarde bañaron las ventanillas y realzaron una leve pátina tornasolada en los asientos, supe lo que era: cianoacrilato. Los habían fumigado con este producto para obtener huellas.

Diaz tenía que saber que, transcurridos seis meses, la posibilidad de encontrar huellas útiles en un vehículo que no ha dejado de utilizarse en todo ese tiempo es ridícula, y el simple hecho de intentarlo representa una maniobra desesperada. No obstante, lo inspeccionó minuciosamente. La leve neblina tornasolada de los cristales nunca más desapareció.

«No te quejes, Sarah. Date por satisfecha.»Y entonces bajé la mirada y todas aquellas insignificantes preocupaciones por el estado de mi coche desaparecieron de mi mente. Habían cortado un trozo de alfombrilla, un cuadrado de unos tres centímetros de lado.

Habían encontrado sangre. Inspeccionar la alfombrilla era una cosa, pero llevarse un trozo para analizarla significaba que habían dado con algo que les había parecido sangre.

Mientras conducía de regreso a casa, me dediqué al inútil ejercicio de calcular cuánto tardaría el laboratorio en tener el resultado de las pruebas. Las más de las veces, el proceso solía llevar semanas, pero quizá Diaz contaba con algún enchufe en el Gabinete de Investigación Criminal que le permitiría acelerar los análisis. Así pues, no podía esperar que me dejasen en paz mucho tiempo.


Aunque habría preferido ir directamente a casa, me detuve en la de los Hennessy. Cuando llegué, encontré a Liam cavando un pequeño agujero bajo el sauce con una pala. Sin embargo, me llamó la atención que fuera vestido con la ropa del colegio, una camisa blanca y un pantalón gris, nada en consonancia con su trabajo de jardinería. A sus pies tenía una bolsa de basura cerrada.

Crucé el césped y me detuve a su lado. Hacía tanto calor que noté un descenso de un par de grados cuando la sombra del sauce cayó sobre mi rostro y después sobre mi cuerpo.

– ¿Qué es eso? -pregunté. En la bolsa de basura había algo redondeado pero sin forma definida. En un primer momento, sólo se me ocurrió que fuese una hogaza de pan sin cocer. El color no se apreciaba a través del plástico verde transparente.

Liam dejó de cavar y se encogió de hombros tímidamente, como si buscase la manera adecuada de decirlo.

– Era Bola de Nieve -murmuró al cabo.

– ¡Oh, vaya! -exclamé-. ¿Qué ha ocurrido? -Ahora que ya sabía lo que contenía la bolsa vi que el color que el plástico camuflaba era el rojo, un rojo oscuro y verdoso, como una mancha de sangre en un charco de aceite en un aparcamiento.

– Alguien o algo la ha destripado -respondió Liam-. No sé cómo ha sido. Estaba destrozada.

– ¿Dónde la has encontrado?

– Ahí abajo, al final de la calzada, junto a la cuneta -señaló el chico. Se apoyó otra vez en el mango de la pala y siguió sacando tierra negra del agujero que estaba abriendo-. He decidido encargarme de enterrarla. No quiero que Marlinchen tenga que volver a verla en este estado. Por la mañana ha estado a punto de marearse.

Sentí una pequeña punzada de culpabilidad. Había sido yo quien le había dicho a su hermana, sin darle importancia, que Bola de Nieve volvería sana y salva por la mañana.

– Y me preocupa -prosiguió Liam-, porque no se me ocurre qué animal puede haberle hecho esto.

Me miraba como si esperase algún comentario por mi parte y advertí que recurría a mí como experta en muertes violentas, incluso las de los animales domésticos.

– En esta zona hay algunos depredadores naturales -comenté, tras reflexionar-. Coyotes, zorros, osos negros.

– Nunca he visto ningún animal de ésos. -Liam me miró con escepticismo-. Ni siquiera sus huellas.

– Por lo general, esos animales se mantienen lejos de la gente -expliqué-. Pero, como cada vez se construye más en las zonas rurales, necesitan acercarse a los asentamientos humanos en busca de comida. Hay quienes dicen que los ha visto por aquí cerca.

– Supongo -murmuró Liam.

Загрузка...