La primera jornada que volví a trabajar en el turno de día convencional fue tan improductiva como cabía esperar. Me presenté en comisaría con unas ojeras considerables y, con la ayuda del café, conseguí que mi reloj interno se adaptara un poco al cambio de horario. En la pausa para el almuerzo, acudí a Servicios Sociales a informar de la situación de riesgo en que se hallaban los hermanos Hennessy, menores de edad. Al principio, me sentí como si estuviera traicionando a Marlinchen, pero enseguida superé la sensación. Para eso estaba el sistema, para ayudar a personas como ella, y mi informe formaba parte de esa ayuda.
El trabajo más importante del día fue un robo. Acudí a la llamada e interrogué a los testigos. Los detalles me resultaron familiares: dos chicos blancos con medias de nailon en la cara que habían atracado una tienda a punta de pistola. El modus operandi era bastante similar al del caso que había investigado la semana anterior. «Nos encantan las pautas repetitivas -dije imaginariamente a dos atracadores anónimos mientras archivaba las dos denuncias en la misma carpeta-. Seguid adelante, no cambiéis. Algún día nos encontraremos.»Sonó el teléfono y lo cogí, sin dejar de pensar en los jóvenes ladrones.
– ¿Señora Pribek? -Era obvio que la voz me llegaba a través de una conferencia de larga distancia-. Soy Pete Benjamín.
– Señor Benjamin -dije. Era el amigo de Hugh Hennessy que había acogido a Aidan-. Gracias por devolverme la llamada.
– Ya he hablado con las autoridades, señora Pribek -contó Benjamin-. Me encantará explicarle lo que le dije al señor Fredericks. Aidan no ha desaparecido. Se marchó por voluntad propia, lo cual es triste pero no insólito. Es larga la lista de muchachos que se fugan cuando se hartan del estilo de vida que les brinda el campo, y Aidan, a diferencia de muchos chicos, ni siquiera tiene vínculos familiares que lo aten a este lugar.
Al ver que no continuaba hablando, le pregunté:
– Pero, ¿qué piensa que lo impulsó a marchar, concretamente?
– Bueno, como ya le he dicho, a los jóvenes, la vida de campo no los satisface.
– Aparte de eso, quiero decir -insistí.
– No comprendo por qué tiene que haber algo más -murmuró tras unos instantes de silencio.
– Se lo plantearé de otra manera: ¿había hablado usted con Aidan de los temas que le preocupaban?
– Aidan y yo hablábamos cada día -contestó Benjamin.
Dejé que el silencio pusiera de relieve el carácter evasivo de su respuesta.
– Yo no era su padre, pero si el chico hubiese tenido algún problema, creo que lo habría sabido -añadió Benjamin.
– Si me permite la pregunta -proseguí-, ¿por qué accedió a hacerse cargo del hijo mayor de Hugh Hennessy? Es una gran responsabilidad, incluso para un amigo de la familia.
– Bueno -dijo Benjamin-, Hugh y yo somos amigos desde hace mucho tiempo. Nuestras familias se conocían y crecimos juntos en el mismo barrio de Atlanta. -Hizo una pausa-. Siempre he sido muy aficionado a la literatura, de manera que, aparte de ser un amigo de la infancia, también podría decirse que soy un admirador de su obra.
– ¿Visitaba con frecuencia la casa de Hugh? ¿Era usted para Aidan una figura familiar?
– En realidad, no -respondió, después de un nuevo silencio-. Hugh y yo estuvimos muy unidos durante la juventud, pero luego se marchó a vivir al norte y yo heredé las tierras y me dediqué a trabajarlas. De adultos apenas nos hemos visto. -Anticipó mi siguiente pregunta y prosiguió-: Supongo que si Hugh pensó en mí para que me hiciera cargo de Aidan fue sobre todo porque tengo una granja grande que atiendo sin ayuda de nadie. A Hugh se le hacía muy cuesta arriba criar él solo a los cinco pequeños y yo, en cambio, no tengo hijos. Era un desequilibrio de fácil arreglo y, además, Hugh me mandaba dinero para las necesidades de Aidan, como el uniforme escolar y demás.
– ¿También le pagaba la manutención? -quise saber.
– No. Pensé que, como Aidan me ayudaba en la granja, no era necesario -Benjamín carraspeó-. Tengo que aclarar que los trabajos que le encomendaba al chico no eran excesivos y que siempre procuré que tuviera tiempo para hacer los deberes y para que se relacionara con otra gente, aunque nunca se mostró muy sociable.
– Bien. ¿Y qué cree que impulsó a Hugh a enviar al chico a la granja?
– Estaba solo y le resultaba muy difícil criar cinco hijos -repitió-. ¿Sabe una cosa? Cuando hablé con el agente Fredericks, no se interesó por esos detalles tan personales.
– Cada cual aborda el trabajo a su manera -repliqué, empezando a dibujar en mi bloc de notas-. Aidan ya se había escapado otra vez. Hábleme de ello.
– Eso ocurrió muy al principio -dijo Benjamín tras un leve carraspeo-. Creo que no es infrecuente que los niños a quienes se manda lejos de casa reaccionen así. Escapan porque no tienen previsión de futuro. Creen que si llegan físicamente a su casa, todo saldrá bien. «Si me presento en casa, me dejarán quedar», eso es lo que Aidan debió de pensar.
– Pero lo mandaron de vuelta a la granja, ¿no?
– Sí.
– ¿Intentó escaparse otra vez? -inquirí.
– No -respondió Benjamin-. Cuando regresó de Minnesota, pareció acostumbrarse a la granja. Nuestra relación no era íntima, pero sí cordial. Si me ha llamado con la esperanza de que le contara alguna pelea o conflicto que motivaran su fuga, no los hubo.
Mi dibujo se había convertido en una sinuosa carretera. Cuando colgué el teléfono, dando por terminada la conversación con Pete Benjamin, añadí la figura de un caminante en la distancia, en un cruce de caminos, pero, aparte de eso, no supe qué más poner. ¿Un horizonte urbano de altos edificios? ¿Un océano y una puesta de sol? ¿Una cárcel?
A través de las bases de datos a las que tenía acceso, comprobé que Aidan Hennessy no había sido arrestado nunca. Ni tan siquiera constaba que hubiera cometido ninguna de las típicas faltas de desacato a la autoridad propias de los jóvenes, como andar por la calle en horas no permitidas a un menor, que no están penadas con cárcel pero que lo habrían calificado de «problemático» y lo habrían puesto al cargo de los servicios sociales juveniles.
Aquello podía significar dos cosas. Una: que Aidan Hennessy era de esos escasos chicos fugados que trabajaba y podía mantenerse sin necesidad de transgredir la ley. Dos: que se mantenía gracias a los pequeños delitos callejeros que cometen los chicos que se escapan de casa, pero que era listo y había tenido la suerte de que todavía no lo hubiesen arrestado. O tres: que vivía a costa de una mujer.
O cuatro: que estaba muerto. Por el bien de Marlinchen, ésta última era una posibilidad que no quise tomar en consideración.
Aquel día, antes de marcharme, fui a ver a Prewitt. Me había llevado un buen rato pero, finalmente, había entendido por qué Van Noord me había dicho el día anterior que tuviera conectados el móvil y el busca para que supieran dónde encontrarme.
Cuando llegué, Prewitt estaba charlando con un agente de Pesca y Parques Naturales, pero me aposté ante su puerta y me vio.
– Entre, detective Pribek -indicó mientras el agente salía. Cuando estuvimos a solas, volvió a tutearme como hacía en privado-. No esperaba verte hoy. ¿Qué te ha traído hasta aquí?
– Quería disculparme por lo del otro día, por haber tenido el teléfono descolgado… -dije, cruzando el umbral-.
Tuve una infección de oído. Lo sabía, ¿verdad?
– Claro -respondió-. Espero que hoy estés mejor.
– Sí, gracias -dije. Luego, un tanto incómoda, añadí-: Teniente, eso de enviar al detective Van Noord a mi casa, ¿fue por lo de Gray Diaz?
Esperaba que Prewitt se mostrase perplejo y que lo negara rotundamente.
– Sí -respondió.
Mi gozo en un pozo.
– No he consultado tu expediente personal, pero sé que eres de las que nunca coge una baja por enfermedad -dijo Prewitt-. Entonces llega Gray Diaz para hablar contigo sobre tu implicación en la muerte de Royce Stewart y sales de la entrevista pálida como la cera y le dices a Van Noord que estás enferma y que te marchas. Al día siguiente, no podemos contactar contigo. -Hizo una pausa para sus palabras calaran-. La cosa no pintaba bien, ¿lo entiendes, verdad?
– ¿Y de veras llegó a pensar que me había marchado de la ciudad? -pregunté.
– Lo único que quería era confirmar tu paradero -dijo en tono conciliador-. La cuestión es que no se te acusa de nada y, mientras eso no ocurra, tu situación aquí seguirá siendo la misma de siempre. Nadie ha sugerido que debas ser apartada del servicio.
– Eso ya lo sé.
– Lo que quiero decir es que si aquí nadie habla de la investigación de Gray Diaz, quizá no sería conveniente que fueses tú la primera en sacar el tema a relucir.
– No lo he hecho.
– ¿Cómo que no? Acabas de entrar en mi oficina y ya lo has mencionado. No he sido yo quien ha ido a verte -explicó- y, por lo que respecta a mi decisión de enviar a Van Noord a tu casa, debo decirte que lo sucedido me tenía algo preocupado y obré en consecuencia. Mi curiosidad quedó satisfecha y, por mi parte, ahí se acabó todo.
– No es que ponga en tela de juicio sus decisiones, teniente, pero tenga una cosa por segura: no voy a escaparme de la ciudad en plena noche. No, lo que intentaba decir es otra cosa. -Tragué saliva-. Yo no maté a Royce Stewart.
– No sabes lo mucho que me alegra oírlo -dijo Prewitt en tono amable- ¿Algo más?
– No -respondí. Notaba un pequeño temblor en el pecho a causa de la contundencia con que me había expresado.
– Bien, entonces te veré mañana.
Cuando ya había llegado a la puerta, hice una pausa y me volví.
– Otra cuestión -dije-. Ese médico sin licencia sobre el que me pidió que investigara… He hablado con mis confidentes y no me han proporcionado ninguna pista -añadí, fingiendo despreocupación-. Me parece que esos rumores son del todo infundados.