Capítulo 10

– Lo siento mucho -dije.

Me encontraba a la puerta de los Hennessy. Más menuda de lo que la recordaba, Marlinchen había acudido a abrirme con unos vaqueros descoloridos y una especie de camiseta infantil que llevaba un corazón dibujado en el centro. Con circunspecta paciencia, había escuchado mis excusas por haberme retrasado veinticuatro horas en nuestra cita, a causa de la afección del oído.

No había vuelto a acordarme de mi promesa de ir a verla y hablar con ella hasta la tarde anterior a última hora. Lo que me hacía sentir peor era que, cuando había mirado los mensajes en el móvil, no había encontrado ninguno de ella. Sin duda, me había tomado por uno de tantos adultos para los que ella y sus problemas eran insignificantes.

– Creía que había cambiado de idea -adujo Marlinchen-. Como insistió tanto en que el caso de Aidan no es de su jurisdicción…

– Sí, pero no iba a darte el esquinazo. ¿Puedo pasar, o he llegado en un mal momento?

– Pase -dijo Marlinchen, haciéndose un lado para que entrase en el recibidor-. Pero pensaba que trabajaba por la tarde y por la noche.

– Sí, pero hoy es mi día libre -expliqué-. En cualquier caso, pronto volveré a hacer turnos de día.

Marlinchen me acompañó a la cocina y a la sala familiar donde habíamos estado antes. No se oía ruido de actividad en ningún rincón de la casa pero, por la vitalidad que se respiraba en el aire, los niños debían de rondar por allí.

La cocina estaba ocupada, pero no por una persona que estuviera cocinando o comiendo. A quien vi allí fue a Donal, sentado en una silla bajo cuyas patas había sendos tomos de enciclopedia y envuelto en una toalla de playa que le cubría el pecho y los hombros. En la mesa cercana había unas tijeras y en el suelo, alrededor de las patas de la silla, se veía una pequeña corona de cabellos castaño claro.

– Donal, te acuerdas de la detective Pribek, ¿verdad? -dijo Marlinchen, cogiendo las tijeras.

– Hola -me saludó Donal.

– Hola, ¿qué tal? -respondí yo. Al estudiarlo más de cerca, vi que no aparentaba los once años que tenía y que su rostro todavía poseía la piel suave y rosada de la infancia.

– Tal vez debería esperar a que terminaras de cortarle el pelo -sugerí, volviéndome hacia Marlinchen^-, antes de comentar lo que hablamos el otro día.

– Todos mis hermanos están al corriente de la situación -replicó-. Podemos hablar ahora.

– Muy bien -asentí-. Empecemos con una pregunta general: ¿por qué Aidan no vivía en esta casa?

– Papá es viudo. -Marlinchen peinó con los dedos los cabellos de Donal hasta que encontró un mechón que sobresalía y lo cortó-. Criaba a cinco niños pequeños. Eran demasiados -añadió-. Aidan era el mayor y el mejor preparado para adaptarse al mundo exterior.

– Creía que Aidan y tú erais gemelos -comenté.

– Siempre cometo el error de decir que Aidan es el mayor -comentó Marlinchen con una sonrisa-. No sé por qué, ya que sólo nació cincuenta y siete minutos antes que yo. -Alisó el pelo de Donal encima de la oreja, cogió otro mechón grueso y lo cortó-. Además, es irónico, porque Aidan tuvo que repetir cuarto curso y, desde entonces, mucha gente pensaba que era menor que yo.

Aquello no me decía nada e intenté volver a mi pregunta.

– ¿Y ésa fue la única razón de que lo mandaran lejos de casa? -reiteré-. ¿Que tu padre tenía demasiados hijos que mantener?

– ¿Tiene usted hijos, detective Pribek? -preguntó Marlinchen. En su voz se advertía el leve tono condescendiente que utilizan las madres cuando formulan aquella pregunta a sus amigas solteras.

– No -reconocí.

– Claro. Yo tampoco, pero sé que es muy difícil criar a cinco niños si estás solo. Papá lo intentó, pero no podía con todo: sus clases, su carrera literaria… A veces también sufría unos dolores muy intensos, una hernia discal. Tenía episodios que lo dejaban casi incapacitado. -Cayó otro mechón de cabello-. Después padeció una úlcera, supongo que de la tensión de tener que trabajar y cuidar de la familia.

– Ya… -dije, evasiva-. ¿Cuándo fue la última vez que recibisteis noticias de Aidan?

– En realidad, nunca las hemos tenido -respondió Marlinchen. Tenía los ojos clavados en su trabajo-. La última vez que lo vi fue cuando se marchó a Illinois.

Otra mecha fina de pelo castaño cayó suavemente al suelo.

– ¿Illinois? -inquirí.

– Antes de irse a Georgia, vivió con nuestra tía Brigitte en una casa a las afueras de Rockford, Illinois -explicó Marlinchen-. Se habría quedado allí, pero tía Brigitte murió al cabo de cinco meses y entonces fue cuando Pete Benjamín se ofreció para acoger a Aidan en su granja.

– ¿De qué murió tu tía?

– Tuvo un accidente de coche.

– Y tu padre y Pete Benjamín, ¿de qué se conocen? -pregunté.

– Se criaron juntos en Atlanta -contestó-. Pete heredó muchas tierras y se dedicó a trabajarlas. Papá fue a la universidad y el resto ya lo conoce. -Hizo una pausa para concentrarse y siguió cortando mechones-. Creo que papá pensó que Aidan aprendería mucho viviendo en una granja. Papá dejó la universidad a los veinte años y tuvo muchos trabajos distintos, muchos de ellos manuales y algunos en el campo. Dijo que había aprendido más sobre la vida trabajando por ahí que en la universidad.

Marlinchen peinó a Donal con raya en medio y estudió cómo quedaba el corte.

– ¿Lo ve igualado, detective Pribek?

– Sí. Creo que sí.

– Venga, cariño, ya está. -Marlinchen le quitó la toalla de playa.

– Por fin -dijo Donal-. ¿Puedo comerme un polo?

– Sí, supongo que sí -respondió su hermana.

Mientras Donal asaltaba el frigorífico y se marchaba, pregunté a Marlinchen:

– ¿Sabes algo de los amigos de Aidan en Georgia, o de sus aficiones? ¿Dónde puede haber ido?

– Ya me gustaría -dijo Marlinchen sacudiendo la cabeza-. Quizá el señor Benjamín pueda ayudarla en eso.

– Buena idea. Necesitaré su teléfono. Y también me convendría tener una foto de Aidan.


Arriba, la primera puerta del pasillo daba a la habitación de Marlinchen. Una vez dentro, la muchacha se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y, deslizando la mano debajo de la cama, sacó una caja de madera cubierta de polvo y abrió la tapa.

– Sólo tardaré un momento -aseguró.

Mientras Marlinchen rebuscaba en el interior de la caja, yo estudié su alcoba. Estaba limpia y ordenada; no esperaba encontrarla de otra manera. La cama estaba perfectamente hecha y cubierta con una colcha de ganchillo de color crema. El escritorio, pintado del mismo color, estaba orientado hacia la ventana y en él destacaba un juego de escritorio listo para usar, decorado con una pluma de avestruz al estilo antiguo. Era bonito pero, sin duda, en realidad trabajaba con el ordenador portátil, que, por su aspecto moderno, rompía con la estética de la mesa.

– ¿Te dedicas a escribir? -pregunté-. Aparte de los trabajos de clase, quiero decir.

– No -respondió Marlinchen, sacudiendo la cabeza y sin levantar la vista de la caja-. Es Liam quien escribe.

Sobre la cómoda había dos fotos enmarcadas. Una de ellas era una instantánea de Marlinchen entre sus compañeros de clase en lo que parecía una excursión escolar a un partido de los Twins, y en la otra aparecía con sus tres hermanos menores junto a un arroyo. Para tratarse del dormitorio de una adolescente de clase media, el número de recuerdos de valor sentimental era sorprendentemente reducido. Debido a mi trabajo en Personas Desaparecidas, había estado en unos cuantos dormitorios de chicas adolescentes y había visto exposiciones que me habían hecho desear ser accionista de la Kodak: ligues, fiestas de final de curso, excursiones escolares o fines de semana en casas de amigas, todo grabado para la posteridad en instantáneas.

La voz de Marlinchen interrumpió mis cavilaciones.

– Aquí hay una de Aidan.

La foto Polaroid mostraba a un niño de unos once años, de pie, junto a un columpio que colgaba del sauce que yo había visto en el otro extremo del jardín. Era obvio que el muchacho de la foto iba a ser muy alto, más alto que Hugh Hennessy, pensé. Y aunque era un detalle que no saltaba a la vista, si te fijabas, veías un pequeño nudo de carne rosada en el lugar donde tendría que haber estado el dedo meñique.

Por lo demás, Aidan Hennessy era guapo, rubio, con los ojos azules como su hermana, y posaba con expresión seria.

– Oye -le dije-, ¿y no tienes una foto más reciente de tu hermano?

– No. ¿Es un inconveniente?

– Sí. Entre los doce y los diecisiete años, los jóvenes cambian mucho. Se les oscurece el cabello y, al perder la grasa infantil, la forma de la cara también varía. A veces engordan, y además, se decoloran el pelo, se lo tiñen y se hacen piercings.

– No creo que Aidan haya hecho nada de eso -replicó su hermana-. Y además, es muy fácil identificarlo. No hay más que mirarle la mano.

– Sí, supongo que tienes razón -convine-. Por cierto, ¿qué sucedió?

– Le mordió un perro -respondió Marlinchen.

– ¡Huy! -exclamé-. ¿Cuántos años tenía?

– Tres, quizá cuatro -respondió Marlinchen-. No recuerdo gran cosa del incidente, salvo que estuvo mucho tiempo en el hospital y que, cuando volvió, su mano me daba miedo. Me echaba a llorar y no quería jugar con él.

– ¿De veras? -me extrañé. Sin embargo, tal vez no fuera tan raro que una niñita reaccionara así ante la terrible lesión de su hermano-. Dime una cosa más: ¿cómo descubriste que Aidan había escapado de la granja de Georgia?

– Ah, eso -asintió Marlinchen-. Por correo electrónico. Después de que papá tuviera el ataque, durante unos días pasé mucho tiempo aquí, revisando sus papeles, los informes financieros y demás. Leí los mensajes de su ordenador y entre los que guardaba en la carpeta había unos que se enviaron hace un año. Ya sabes, esos que se quedan sin borrar.

– ¿Y tienes su contraseña?

– No, la contraseña aparece automáticamente en el momento en que te conectas, en forma de asteriscos. Sabes a qué me refiero, ¿no?

– Sí -asentí.

– Lo único que tienes que hacer es darle a la tecla de «aceptar» -Marlinchen extendió la pierna que tenía cruzada bajo el otro muslo-. No es que leyera todos los mensajes, pero el asunto de éste, «Aidan», me llamó la atención. Lo abrí y vi que era una respuesta de Pete a papá, y que debajo estaba el mensaje original de mi padre.

¿Un granjero con correo electrónico? Bueno, ¿y por qué no?

– Los mensajes trataban sobre la fuga de Aidan. Me parece que hubo un malentendido con respecto a quién debía informar a la policía y, temiendo que ninguno de los dos lo hubiera hecho, me decidí a llamar al agente Fredericks, de Georgia.

Por lo que me había contado Fredericks, la comunicación entre Pete Benjamín y Hugh Hennessy no dejaba lugar a malentendidos: quedaba muy claro que Hugh se haría cargo del asunto de la fuga de su hijo. Sin embargo, no quise sacar el asunto a colación.

– Marlinchen -apunté, en cambio-, el agente Fredericks me dijo que Aidan ya había huido en otra ocasión y había regresado a Minnesota.

La chica asintió.

– Y tu padre lo mandó de vuelta, ¿verdad?

Marlinchen asintió de nuevo, con la vista fija en el suelo.

– ¿Sabes si se fugó por algún motivo concreto? -quise saber.

Respondió que no con la cabeza.

– ¿Estás segura? -la presioné.

– Supongo que nos echaba de menos. Se presentó en casa y papá lo envió de vuelta a Georgia, eso es todo. -Se mordió el labio inferior-. Detective Pribek, antes le he dicho que no sé nada de la vida que lleva Aidan y que no tengo noticias suyas… Soy consciente de que tal vez le parezca extraño que a Aidan lo enviaran lejos de casa y que hayamos tenido tan poco contacto con él, pero después de la muerte de mamá… Cambian tantas cosas en una familia después de que suceda algo así… A la gente le cuesta comprenderlo y creo que yo no consigo explicarme muy bien.

– No, no es tan difícil de comprender como crees -comenté-. Mi madre murió cuando yo era pequeña y después, al cumplir los trece años, mi padre me envió a Minnesota a casa de una tía abuela a la que no había visto nunca. Quizá suene muy triste, pero al final a mí me fue bien.

– Entonces, lo comprende -concluyó Marlinchen con un tono casi de alivio en la voz-. Veo que tenía razón cuando decidí que podía confiar en que usted me ayudaría.

– No estoy en condiciones de hacer gran cosa -advertí-. Me limitaré a buscar por teléfono y por ordenador una información que tú tardarías mucho más tiempo que yo en encontrar. No puedo ir a Illinois o a Georgia.

– Lo sé -se apresuró a decir Marlinchen-. Haga lo que haga, por poco que sea, se lo agradeceré.

– Entonces necesito hablar con tus hermanos.


El chico que estaba viendo la televisión en la sala era Colm. Cuando volví, allí seguía, tumbado en el sofá, vestido con un pantalón de deporte y una camiseta.

– Hola -dijo sin mirarme a los ojos.

La gran pantalla del televisor mostraba unos ejercicios de tiro al aire libre con un telón de fondo de frondosa vegetación que bien podía corresponder a la Costa Este. Hombres y mujeres jóvenes con camisa azul rodaban por el suelo, alzaban las armas y disparaban rápidamente a unos objetivos en forma de silueta negra.

– Es un especial sobre Quantico -explicó Colm-. Ahí es donde se preparan los agentes del FBI.

– Lo sé -repliqué, mirando la pantalla. Durante un instante, toda la juventud, corrección y promesa que los futuros agentes parecían encarnar, en un momento en que lo mejor de sus vidas profesionales estaba a punto de comenzar, me dejó paralizada y, durante unos segundos, se me encogió el ánimo ante aquellas imágenes.

Sacudí la cabeza para ahuyentarlas, me volví hacia Colm y le dije:

– ¿Podrías apagar la tele un par de minutos? Me gustaría hacerte algunas preguntas sobre tu hermano.

Colm rodó del sofá al suelo para apagar el televisor con el mando a distancia y yo me senté y abrí el bloc de notas.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Aidan?

– Cuando se marchó -respondió, sentándose en el otro extremo del sofá.

– ¿Y desde entonces? ¿Alguna carta, alguna llamada telefónica?

Colm negó en silencio y se mordisqueó una uña.

– Por lo que sabes de él, ¿dónde crees que puede haber ido después de escapar?

Colm sacudió la cabeza de nuevo.

– ¿Podrías decirme por qué lo envió tu padre a otra casa, en vez de mandar a los dos hermanos gemelos o a uno de los pequeños?

– No lo sé -respondió Colm tras encogerse de hombros.

– ¿Nunca te lo has preguntado?

– Entonces yo tenía nueve años -contestó-. Nadie me contó nada.

– Gracias -dije, cerrando el bloc de notas.

– ¿Eso es todo? -se sorprendió.

– Sí. -Me puse en pie.

– Pero si no ha apuntado nada -objetó Colm.

– Este tipo de cosas como «no lo sé» o «tenía nueve años» no las anoto.

Colm parecía un tanto avergonzado.

– Si no has hablado con él ni has tenido noticias suyas, poco puedes contarme nada que yo no sepa -expliqué.

El chico encendió de nuevo el televisor. En la pantalla, los futuros agentes estaban aprendiendo a desmontar y limpiar sus armas. Me pregunté si a Colm Hennessy le llamaba la atención el trabajo policial, como ocurría con muchos chicos de su edad.

– Allí, en Quantico, son especialistas en el adiestramiento con las armas -le conté.

– Y usted, ¿qué pistola usa? -Apartó de la tele sus ojos azul claro y me miró.

– Una Smith & Wesson del calibre cuarenta.

– ¿Y no es demasiada pistola para una mujer? -comentó.

– ¿Cómo dices? -pregunté, aunque lo había oído perfectamente.

– Es una pistola muy grande -se limitó a decir, encogiéndose de hombros.

Estuve a punto de contarle que había sido la segunda mejor tiradora de mi promoción en la Academia. Sin embargo, que una detective del condado se enzarzara en una confrontación verbal con un chico al que debía de doblar en edad no haría sino rebajar su dignidad, por lo que me mordí la lengua y pregunté:

– ¿Te interesa el tiro?

– En realidad, no -respondió Colm-. Papá detesta las armas. En casa no tiene ninguna, ni siquiera para cazar. -Volvió a encogerse de hombros-. No importa. A mí me interesa más la lucha cuerpo a cuerpo.

Su tono despectivo me resultó irritante y me hizo saltar:

– ¿Con qué? ¿Con el mando a distancia del televisor?

Colm me miró en serio por primera vez, como si le hubiera mordido algún bicho que él había creído que no tenía boca. Desconcertado, apretó los labios y respondió:

– No, pero tengo un saco de boxeo. Y también unas pesas, en el garaje del fondo.


Encontré a Liam Hennesy en el piso de arriba, sentado ante el ordenador del estudio de su padre. Obtuve las mismas respuestas que me había dado Colm, sólo que con más palabras. Liam tampoco había tenido noticias de Aidan ni le había escrito desde que su hermano se marchó a Illinois, y también creía que lo habían enviado fuera de casa porque su padre no podía ocuparse de sus cinco hijos.

– Me parece raro que Aidan no venga en verano -señalé-, o por Navidad.

Liam miró fijamente la pantalla del ordenador, como si la respuesta estuviera allí. La luz azulada se reflejaba en sus gafas.

– En una granja, en verano es cuando hay más trabajo -adujo-, y no creo que Pete pueda prescindir de él. En cuanto a las Navidades, supongo que papá creía que Aidan necesitaba adaptarse a la granja de Pete y hacerse a la idea de que ése era su hogar.

– ¿Durante cinco años? No dejarlo venir de visita durante tanto tiempo me parece casi cruel.

Liam asintió despacio. Era obvio que se sentía incómodo.

– Me gustaría poder contarle más -añadió-, pero yo era muy pequeño cuando ocurrió todo. En realidad, nunca me lo han explicado con detalle.

– De acuerdo, pero si se te ocurre algo…

– Se lo haré saber -se apresuró a concluir.

Me puse en pie y Liam llevó de nuevo las manos al teclado, como si estuviera ansioso por refugiarse en lo que estaba escribiendo cuando lo interrumpí. Me di cuenta de que tal vez no eran los deberes escolares lo que lo tenía tan absorto. Marlinchen había dicho que, de los hermanos, Liam era el aspirante a escritor.

Cuando ya me iba, me detuve en el umbral de la puerta. Me fijé en que el borde de la moqueta, el que se unía con la del pasillo, formaba una línea irregular y estaba deshilachado, como si quien la había instalado la hubiera cortado sin mucho cuidado con una navaja multiusos.

– ¿Qué le ha ocurrido a la moqueta, aquí?

– Lo hizo papá. Fue él quien la instaló. Si se fija, todos los bordes están igual -respondió con una expresión divertida-. Ya nos hemos acostumbrado.

– No te lo tomes a mal, pero ¿había bebido cuando se dedicó a hacer estas reformas en la casa?

No era una pregunta tan intrascendente como mi tono de voz daba a entender. Cuando en una familia hay problemas, es bueno saber si el alcohol está presente.

Liam sonrió. Mi pregunta no lo había inquietado.

– No lo sé -dijo-. Me refiero a que puso esa moqueta hace muchísimo tiempo, antes de que yo naciera. Pero lo que sí sé es que nunca ha bebido mucho y que lo dejó por completo hace unos años. Sólo por motivos de salud, no porque fuera un problema.


– ¿Le han ayudado los chicos? -preguntó Marlinchen mientras me acompañaba hasta el coche.

– Sí, han colaborado -respondí. A decir verdad, no me habían contado nada útil, pero tampoco habían parecido deliberadamente reacios. Para no dejarme a nadie, antes de irme había hablado también con Donal, pero él apenas recordaba a su hermano mayor y en tres minutos terminé con él.

Un gato blanco salió de entre la hierba, se acercó a Marlinchen y se puso a trazar figuras en forma de ocho en torno a sus tobillos al tiempo que presionaba su cabeza trapezoidal contra las piernas de la muchacha.

– ¿Es amigo tuyo? -pregunté.

– Es Bola de Nieve -asintió-, nuestra gata. Ahora, de día, apenas la veo. Se va por ahí.

Se agachó para pasar una mano por el lomo arqueado de la gata y se incorporó otra vez.

– Pues aquí tiene mucho espacio -comenté, mirando a mi alrededor. Entre la casa de los Hennessy y la de sus vecinos había una gran parcela de campo abierto.

También me fijé en la construcción, separada de la casa, que al principio había tomado por una cochera del siglo xix. Debía de ser lo que Colm, cuando había hablado del lugar donde guardaba su equipo deportivo, había llamado el «garaje del fondo»: Marlinchen y yo nos hallábamos cerca del árbol que se alzaba solitario a orillas del lago. En esta zona crecían por doquier los arces, además de unos abetos más pequeños y unos fuertes y resistentes pinos de corta altura, y las lilas, muchas de ellas todavía en flor, eran los arbustos más lucidos. Aquel árbol, sin embargo, era muy distinto. Perteneciente a una especie ornamental, era evidente que había sido plantado a propósito en aquel lugar solitario. No recordaba haber visto ninguno parecido, aunque sus flores de color crema, similares a las orquídeas, me resultaron vagamente familiares.

– ¿Qué árbol es ése? -inquirí.

– Un magnolio -respondió Marlinchen.

– ¿De veras? No sabía que crecieran tan al norte -comenté.

– Cuando los de la agencia inmobiliaria enseñaron la casa a mis padres, ya estaba aquí. -Marlinchen se había vuelto hacia el árbol-. Fue lo que convenció a mi madre de que ésta era «la» casa. -Oí una sonrisa en la voz de Marlinchen-. Mis padres se conocieron en Georgia. Mamá pensó que era cosa del destino.

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